David Sinclair, un hombre de 45 años que lo tenía todo excepto lo esencial, miraba el horizonte neblinoso desde su penthouse en el Upper East Side de Manhattan. Los rascacielos que se erguían a su alrededor parecían espejos vacíos, reflejando una vida saturada de éxitos financieros y carente de significado. Las transacciones en la bolsa, las luces eternas de la ciudad y el murmullo de los millones que caminaban bajo sus pies no bastaban para llenar el eco profundo de soledad que lo asfixiaba. "Tengo todo lo que un hombre podría desear, excepto aquello que me convierta en la
raíz de algo más grande que yo mismo", pensó. "Es cierto que mi nombre está inscrito en piedra, pero carezco de alguien que lo pronuncie con un amor que trascienda generaciones: un enfant de mon âme, un figlio della mia anima, un hijo de mi alma." Como buen políglota acostumbrado a viajar por el mundo, hundido en el silencio del penthouse en lo alto de la ciudad que nunca duerme, David se encontraba prisionero de su propio éxito. Cada contrato firmado, cada cuenta bancaria engrosada, era una estrella apagada en su firmamento interior. El amor, con su naturaleza impredecible, era
un mar que prefería no cruzar: demasiado peligroso, demasiado volátil. Lo único que anhelaba era sencillo: una semilla que plantaría en suelo, un hijo. No necesitaba una esposa que lo atara con promesas quebradizas, sino un heredero que mantuviera su legado vivo cuando él ya no estuviera; algo suyo, pero sin las tormentas del corazón. Con dos matrimonios rotos a sus espaldas, fugaces, David no veía el amor más que como una fuente de desorden. "No hay espacio en mi vida para otro fracaso emocional", se repetía. Sus exesposas solo habían amado el brillo de su fortuna y la imagen
que él representaba, no a él mismo. Ahora, lo único que buscaba era algo más concreto: un descendiente. No más relaciones vacías ni promesas efímeras, solo alguien que perpetuara su linaje sin más complicaciones. Más tarde, ese mismo día, mientras conducía su Lamborghini por las congestionadas calles de Nueva York, se detuvo en un semáforo cerca de Central Park. El caos habitual de la ciudad lo envolvía cuando, de repente, una figura desgastada por la vida apareció en su ventana: una joven vagabunda de rostro pálido y largos cabellos desordenados, con unos penetrantes ojos azules que extendía su mano pedigüeña
con una mezcla de resignación y esperanza. La mujer se acercó y, con una voz apenas audible aunque melodiosa, le dijo: "¿Tienes algo para mí?" David la observó fríamente, su irritación visible en cada gesto. "Lárgate", respondió con dureza mientras aceleraba, cuando el semáforo cambió. "¿Por qué debo lidiar con estas miserias? Mi vida está demasiado estructurada para esto. Yo tengo mis propios problemas", pensó mientras avanzaba por las calles. La sensación no lo abandonaba; su mente volvía una y otra vez a la expresión de la joven mujer. "Esos ojos... Había algo ahí, algo que me golpeó donde no
debería haberme importado." Se detuvo abruptamente a unas cuadras, respiró profundamente, rezongó por un instante y giró el coche, regresando al cruce donde la había visto. La encontró aún allí, perdida en el bullicio de la ciudad como una sombra. Orilló su Lamborghini, bajó la ventanilla. "Móntate, no hagas preguntas", dijo con un tono gélido, como si estuviera hablando de algo trivial. La joven lo miró fijamente; sus ojos azules, como un cielo herido por las cicatrices del tiempo, retrocedieron ligeramente, su semblante marcado por la desconfianza. La dureza de la vida en las calles le había enseñado a leer
entre líneas y a protegerse. Sacudió la cabeza con una mezcla de dignidad y cautela en su voz: "No soy ese tipo de mujer, si es lo que buscas", dijo suavemente. David levantó una ceja; algo en su interior se removía, pero su rostro no mostró más que frialdad. "¿Crees que un hombre como yo se fijaría en una mujer como tú con intereses carnales, cuando ni siquiera luces atractiva? Estaría realmente loco para que me gustaras. Conmigo, estás a salvo. Deja de decir tonterías y súbete, que no tengo todo el día, o prefieres quedarte errante en las calles
y dormir esta noche bajo el frío insoportable?" La mujer lo miró sorprendida y, tras un momento de duda, obedeció. Había en él una desenfadada sinceridad que la atraía. Se sentó en el asiento del copiloto, inmóvil, mientras el coche avanzaba en el silencio que los rodeaba. David la miró de reojo; parecía joven, unos 28 años, pero la vida había sido cruel con ella. David la observó en silencio por unos segundos más, el motor del Lamborghini ronroneando bajo el bullicio de la ciudad. Finalmente, rompió el silencio con la misma frialdad que aplicaba en cada uno de sus
tratos: "Te haré una oferta que cambiará tu vida", dijo, su voz firme, calculadora, la precisión de quien está acostumbrado a negociar. "Quiero un hijo, no una relación, no una esposa, solo un hijo. Te pagaré una fortuna, te cuidaré durante todo el embarazo. Todo lo que pido es tu vientre; luego te marcharás". La mujer lo miró con los ojos bien abiertos, tratando de procesar lo que acababa de escuchar. Su mente parecía detenerse por un momento. "¿Es real lo que acaba de decir?", pensó aturdida. Ella, Celeste, una inmigrante francesa que había llegado a Nueva York persiguiendo un
sueño que se había esfumado hacía tiempo, no podía creer lo que estaba oyendo. "¿Un hijo?", susurró incrédula, como si la palabra tuviera un peso que nunca antes había sentido. "Prometiste que no me tocarías". "Por supuesto, será por inseminación artificial. ¿Qué pensabas? De otro modo sería imposible. Ya sabes que ni siquiera me gustas", respondió David, como si todo aquello fuera la solución más natural a un problema práctico. Celeste guardó silencio. El ruido de la ciudad parecía desvanecerse mientras su mente giraba desorientada. Pensó en lo bajo que había caído: un sueño roto, un país ajeno. Y ahora,
esto: su vida, que alguna vez había estado llena de promesas en su querida Francia, no era más que un montón de escombros. No tenía familia ni raíces, solo soledad, sin imaginar que ese hombre la entendería. Como buen políglota, conocedor del mundo, Celeste pronunció para sí misma, como si fuera un murmullo, un susurro que flotaba entre la resignación y la esperanza, en su lengua francesa natal: "La misère n’a pas de fin. Est-ce ma chance de m’échapper?" Pero David interrumpió ese pensamiento dicho en voz alta: "¿Crees que no sé lo que dijiste? Soy un magnate cosmopolita, que
no se te olvide. Esto fue lo que dijiste: 'La misère n’a pas de fin. Est-ce ma chance de m’échapper?'" Ella, con un suspiro cargado de rendición, dejó caer la cabeza y asintió. Pero él prosiguió, con tono frío y calculador: "Tengo dos preguntas para ti: ¿cómo te llamas? y ¿de qué quieres escapar?" "Celeste Bolie, soy francesa", dijo finalmente, con una voz que intentaba contener una dignidad quebrada, pero aún firme. "Llegué a Estados Unidos hace cinco años. Atravesé el Atlántico persiguiendo un futuro que parecía estar esperándome, pero al llegar aquí, Francia se esfumó de mi corazón. Pensé
que el sacrificio traería su recompensa, que este país me acogería con las puertas abiertas, pero la ciudad se llevó todo lo que alguna vez fui, consumiéndose poco a poco. He perdido tanto: el trabajo, los sueños, hasta la voluntad de recordar por qué luchaba. Hoy solo camino por estas calles, invisible, sin rumbo." David, sin perder su semblante frío, la miraba con la misma intensidad con la que cerraba un trato de millones. Aunque algo en su interior comenzaba a cambiar, era apenas una chispa, como un eco lejano de una emoción olvidada. Celeste continuó, su mirada perdida en
algún rincón de su propia memoria: "¿De qué quiero escapar?" Repitió, casi como si se lo preguntara a sí misma. "De todo, de esta vida rota, de las promesas que me hice a mí misma, de las calles que parecen susurrar mi fracaso a cada paso. Solo quiero regresar a mi tierra, Francia. A veces sueño con sus campos, con el aroma de los castaños, con el sonido de la lluvia en los tejados de mi ciudad. Pero en este lugar, los sueños tienen un precio demasiado alto y ni siquiera tengo lo suficiente para comprar mi camino de regreso."
Un silencio pesado cayó entre ambos. La dureza de las palabras de Celeste había atravesado la coraza de David. Esa mujer, esa desconocida, estaba frente a él con una verdad tan cruda y pura que lo desarmaba. ¿Qué había detrás de esos ojos azules, llenos de cicatrices? Era un reflejo doloroso de su propia soledad, pero manifestada de una manera mucho más brutal. David respiró hondo, volvió a su estado calculador; su mirada se endureció nuevamente, su voz regresó al frío que la caracterizaba: "Comprendo." Se detuvo por un segundo, observándola fijamente. "Ahora te lo preguntaré una sola vez: ¿aceptas
mi propuesta? Tendrás a mi hijo y podrás irte. Fijaremos una cantidad considerable para que retornes a Francia y vivas cómodamente allá." Celeste lo miró con una mezcla de resignación y alivio. Por un instante, pensó en todas las veces que había caído, en cada lucha que había perdido. Este trato podría ser la única llave que le permitiría salir de esa espiral sin fin. Bajó la cabeza, cerró los ojos por un segundo y, tras un breve suspiro, respondió: "Tengo otra opción." Su tono era suave, pero definitivo. "Acepto." David asintió con la misma eficiencia que cerraba una transacción
en la bolsa. "Firmaremos un contrato, ya que tendremos algunas cláusulas en común. Me gustaría saber tu nombre y también necesito que me respondas algo: ¿por qué necesitas un vientre sin amor si tienes todo lo necesario para enamorar a alguien de tu mismo estatus?" David Sinclair, aún con su mirada calculadora y el semblante de acero, no pudo evitar sentir el impacto de la pregunta de Celeste. No estaba acostumbrado a que alguien lo enfrentara con una pregunta tan directa, sobre todo en un momento donde él creía tener el control total de la situación. El motor de su
Lamborghini aún vibraba bajo sus manos y la ciudad, con su ruido de fondo, parecía desvanecerse. Sus ojos grises se encontraron con los de Celeste y, por un instante, una mezcla de emociones atravesó su interior: nostalgia, frustración, tal vez un rastro de vulnerabilidad, pero no lo mostraría. Con una pausa deliberada, David inhaló profundamente, como lo haría antes de lanzar una cifra monumental en una negociación. Su respuesta sería una transacción verbal más, un contrato en palabras. "Me llamo David Sinclair y tienes razón en una cosa", dijo con su tono usualmente frío y calculado. "Lo tengo todo: el
poder, el dinero, la influencia. La gente me respeta o me teme, pero…” se detuvo y dejó que la palabra resonara un segundo antes de continuar, “el amor", no es más que un contrato social fallido, lleno de promesas que no se cumplen. He vivido eso. He tenido dos matrimonios; ambos terminaron en cenizas porque nunca me amaron a mí, solo amaban lo que yo representaba: el brillo de la fortuna y las apariencias." David movió ligeramente la cabeza, como si esos recuerdos fueran un mal sabor en su boca. "Enamorar a alguien de mi estatus", repitió con un tono
ácido, casi burlón, "ya lo hice dos veces y en ambas ocasiones aprendí que el amor no es más que una transacción disfrazada de emoción. No estoy interesado en repetirlo. No quiero una esposa que solo esté conmigo por lo que puedo ofrecerle. No necesito la carga de promesas vacías ni otro fracaso sentimental. Solo estoy enfocado en mi sucesor." Su mirada se endureció nuevamente, recuperando el control de la situación, volviendo a ser el hombre que dominaba los mercados, las transacciones. Y ahora, este momento, se inclinó levemente hacia adelante, su tono aún frío. —Pero, directo, tus palabras son
frías, calculadoras —dijo la chica con una sinceridad que él no esperaba—. Pero veo algo detrás de todo eso, David. Veo a alguien que no solo teme el amor, sino que lo ansía más de lo que está dispuesto a admitir. La soledad puede disfrazarse de fortaleza, pero al final siempre revela su verdadero rostro. David no reaccionó; simplemente volvió a mirar al frente y arrancó el coche. Condujo en silencio, dejando que el rugido del motor llenara el espacio entre ellos. La llevó a su mansión en el Upper East Side, una fortaleza de mármol y acero, majestuosa pero
gélida, igual que el hombre que la había construido. Cuando llegaron a la mansión, David estacionó el coche en el garaje subterráneo sin decir una palabra. Celeste miraba el enorme edificio con una mezcla de asombro y desorientación; no había visto lujo en años. La sensación de haber cruzado un umbral invisible, de haber entrado en un mundo completamente ajeno, la abrumaba. David salió del coche y, mientras Celeste lo seguía, él se detuvo en seco y la miró por un momento. Observó sus ropas gastadas y su semblante frágil. Recordando el contraste entre su Lamborghini impecable y la figura
maltrecha de la mujer sin hogar que acababa de introducir en su vida, hizo un leve gesto con la mano como si resolviera un problema logístico. —Entra conmigo —dijo finalmente—. El personal te traerá lo que necesites. Subieron en silencio hasta el interior de la mansión; las paredes de mármol blanco, las escaleras grandiosas y los cuadros de artistas que Celeste solo había visto en libros. No era un hogar, era un museo, y la frialdad del lugar lo hacía sentir aún más distante, casi irreal. David la condujo hasta una sala espaciosa, decorada con un minimalismo que emanaba riqueza.
Dio una breve instrucción a su asistente doméstica, una mujer de mediana edad que apareció tan pronto cruzaron la puerta. —Haz que sienta presentable, Stephanie. Ropa, un baño, alimento, lo que haga falta, y te pido discreción con respecto al resto del personal. David no la miró mientras hablaba; su tono era práctico, como si estuviera cerrando otro acuerdo de negocios. La asistente asintió y, con una sonrisa tenue, invitó a Celeste a seguirla por un corredor hacia una de las habitaciones de huéspedes. —Vamos, te ayudaré a instalarte —le dijo la asistente con una amabilidad que contrastaba con la
frialdad de David. Celeste, aún en silencio, la siguió, sabía que este era solo el comienzo de un trato que cambiaría su vida para siempre. Un par de horas más tarde, David estaba en su despacho, una habitación imponente con paredes cubiertas de libros de cuero y ventanas que ofrecían vistas al skyline de Manhattan. Sentado tras su escritorio de madera oscura, David miraba los documentos frente a él mientras su abogado de confianza, Tom Sawyer, revisaba los detalles del contrato. De repente, tocaron la puerta del despacho. —Adelante —dijo David, sin apartar los ojos de los papeles. La asistente
doméstica, Stephanie, entró con su compostura habitual, manos entrelazadas al frente. —Señor Sinclair, me llamó. David levantó la vista brevemente. —Sí, Stephanie. Quiero que traigas a la joven. Que baje inmediatamente. —Enseguida, señor —respondió Stephanie y salió de la habitación con la misma eficiencia discreta con la que había entrado. Pasaron unos minutos; el aire en la habitación estaba cargado de una calma tensa, como el preludio a una tormenta. Ambos hombres, centrados en sus asuntos, aguardaban en silencio. Entonces, un suave golpe en la puerta. —Adelante —repitió David, su tono neutral. La puerta se abrió con un leve chirrido
y lo que sucedió en los segundos siguientes dejó a los dos hombres en silencio. Allí, en el umbral, estaba Celeste, completamente transformada. Donde antes había una figura abatida y maltrecha, ahora se erguía una mujer de una belleza etérea; su cabello, ahora limpio y reluciente, caía en suaves ondas como si hubiera atrapado la luz del sol. Sus ojos, esos ojos azules que alguna vez estaban empañados por la desesperanza, brillaban como cielos despejados después de una tormenta. Parecía, de alguna manera, más alta, más segura. Lucía un elegante conjunto, sencillo pero sofisticado, que realzaba su esbelta figura, y
en su caminar había una gracia sutil, como si hubiera florecido en cuestión de horas. Tom Sawyer se quedó paralizado por un instante, sus ojos recorriendo a la joven, como en estado de hipnosis. —Señorita Bieu —dijo Tom, rompiendo el silencio con un cumplido que brotó espontáneamente de sus labios—. Es usted simplemente deslumbrante. Celeste, quien había mantenido la mirada baja, levantó los ojos ante esas palabras y, sin poder evitarlo, un rubor suave coloreó sus mejillas. La sorpresa de recibir tal elogio la tomó desprevenida, pero mantuvo su postura firme, recuperando la compostura casi al instante. David, por su
parte, sintió un escalofrío recorrer su cuerpo, una punzada extraña, algo que no esperaba; era una emoción que no reconocía, o más bien no quería reconocer: atisbo de celos, como una sombra oscura. Finalmente, desvió la mirada hacia Tom, reprimiendo cualquier signo visible de incomodidad. —Bien —dijo con un tono más firme de lo necesario, interrumpiendo el momento—. Procederemos a leer las cláusulas del contrato para firmar. Su voz resonaba en la habitación, más fría que antes, mientras extendía el documento sobre la mesa. Celeste avanzó hacia ellos, el eco de sus pasos resonando en el silencio del despacho. Finalmente,
el contrato se firmó, en suspenso, con una tensión casi palpable entre los tres, mientras David comenzaba a dibujar nuevas líneas sobre el pacto que cambiaría sus vidas. David se despertó temprano aquella mañana, como siempre lo hacía. Pero esta vez, con una sensación distinta. El amanecer en Manhattan pintaba el cielo de tonos rosados y dorados mientras la luz atravesaba los ventanales gigantes de su mansión. La ciudad comenzaba a moverse bajo sus pies, pero su mente estaba fija en otra dirección; el contrato pesaba en sus pensamientos. Caminó hacia el ala donde Celeste dormía. Sus pasos resonaban en
el silencio de la casa, pero lo que él ignoraba es que, por más que busquemos asegurar por escrito lo que deseamos, el corazón sigue siendo un misterio que ningún documento puede controlar. Golpeó suavemente la puerta de su habitación y la abrió con decisión; su rostro, como siempre, frío y determinado. —Saldremos inmediatamente —dijo, sin lugar a dudas en su voz. Celeste, aún adormilada, lo miró con una mezcla de confusión y cansancio, tratando de entender lo que sucedía. —¿A dónde vamos? —preguntó mientras se levantaba lentamente de la cama, la luz del sol bañando la habitación y envolviéndola
en una calidez que contrastaba con la frialdad de las palabras de David. —A cumplir la primera cláusula del contrato —respondió él, sin miramientos, con una rapidez cortante. En cuestión de minutos, ambos estaban en el Lamborghini de David. El motor rugía con la misma intensidad con la que la ciudad se agitaba a su alrededor. David conducía en silencio, su rostro impasible como siempre. En el interior del coche, sin embargo, el aire estaba cargado de pensamientos no expresados. Celeste miraba por la ventana, contemplando los edificios que pasaban como sombras de su vida rota. Había palabras que rondaban
su mente, pensamientos profundos que aún no había articulado. A veces, el silencio entre dos personas es más fuerte que cualquier palabra. El coche se detuvo finalmente frente a la clínica de fertilidad más prestigiosa de la ciudad, un lugar que, al igual que todo en la vida de David, irradiaba lujo y perfección. El discreto letrero en tonos plateados era un símbolo de exclusividad que cualquier neoyorquino de clase alta reconocería. Celeste bajó del coche, levantó la vista hacia el imponente edificio. En ese momento, un pensamiento cruzó su mente: un pensamiento que debía cumplirse. —Nunca es un acto
vacío; no importa cómo comience. Mientras este ser crezca dentro de mí, será amado. No es solo un acuerdo, es la creación de algo más profundo, algo que ni el destino ni el contrato podrán arrebatarme. David, siempre en silencio, caminaba a su lado, aparentemente ajeno a las emociones que comenzaban a arremolinarse en el interior de Celeste. Cruzaron juntos las puertas automáticas de la clínica, un lugar donde el blanco impoluto parecía borrar cualquier vestigio de duda o remordimiento. Era como si el lujo y la pulcritud del lugar pudieran hacer desaparecer la complejidad de lo que estaban a
punto de hacer. Sin embargo, en el corazón de Celeste, las preguntas y emociones permanecían aún sin respuesta. Los pasos que damos con resignación son los que más pesan, pues el alma nunca deja de buscar su voz, incluso cuando el silencio parece dominar. Fueron recibidos de inmediato por un equipo médico que, con un profesionalismo impecable, les explicó el procedimiento paso a paso, desprovistos de cualquier emoción. Cada palabra era medida, precisa, como si ellos también fueran parte de un contrato que se limitaba a la ciencia. Celeste asintió a todo; sin una sola palabra, aceptar no siempre es
rendirse, pero hay momentos en los que la aceptación se siente como la única opción que queda. El proceso sería rápido, pero no instantáneo: consultas, exámenes, revisiones médicas para asegurarse de que todo estuviera en orden; cada paso, meticulosamente calculado. En los días que siguieron, las visitas a la clínica se volvieron constantes, y con cada una de ellas, el peso del contrato se hacía más tangible; colgaba en el aire entre ellos, invisible pero ineludible, como una sombra. Hay acuerdos que sellan más que papeles; son los pactos con uno mismo los que realmente forjan nuestro destino. Celeste, aunque
en silencio, comprendía que el contrato no solo la ataba a un acuerdo con David, sino también a una responsabilidad emocional mayor que las cláusulas no podían abarcar. Lo que la vida nos pide no siempre está escrito en tinta; a veces, lo más importante es aquello que elegimos cargar sin que nadie nos lo exija. Finalmente, el día de la inseminación llegó. El procedimiento, como todo lo que David había planeado, era frío y clínico. El ambiente, estéril y controlado, solo reforzaba la naturaleza calculada del convenio. Pero para Celeste, el frío del lugar no lograba apagar el calor
latente de lo que estaba sucediendo en su interior. Mientras el equipo médico realizaba su trabajo con precisión, su mente y su corazón estaban puestos en un lazo de amor profundo por la vida que estaba a punto de albergar. Para ella, aquello que estaba por ocurrir dentro de su cuerpo era un acto sagrado. Mientras miraba al techo blanco de la clínica, sus pensamientos se dirigieron a lo que vendría. Sintió un nudo en la garganta y cerró los ojos. En su interior, algo se despertaba, diciendo: "No es solo un contrato, es una vida, un ser que amaré
con todo mi corazón, aunque haya nacido de este acuerdo". Celeste se llevó una mano al vientre, aun plano, pero sabiendo que algo pronto cambiaría. El amor que comenzaba a sentir no era fruto de un contrato, sino de un lazo que ya empezaba a formarse entre ella y la vida que crecería dentro de ella. De camino a casa, el silencio dentro del coche era pesado, casi opresivo. Celeste miraba por la ventana mientras la ciudad pasaba como un borrón de luces y sombras. David finalmente rompió ese silencio, pero lo hizo con la misma sequedad de siempre. —Esto
fue solo el primer paso. Ahora solo nos queda esperar —dijo, su tono vacío, como si acabara de cerrar un simple trato comercial. Celeste lo observó de reojo; algo en sus palabras la inquietaba profundamente. El hombre junto a ella hablaba de esperar como si lo que acababan de hacer no fuera más que un trámite más en su vida calculada. Inspiró profundamente, sabiendo que había algo que necesitaba decir, algo que David, con toda su frialdad, tal vez... No estaba preparado para escuchar. David murmuró con una serenidad profunda mientras sus palabras caían como gotas. De verdad, los hijos
no son solo el fruto de un deseo o de un plan racional; son el reflejo de nuestra alma, el vestigio de lo que somos cuando ya no estemos aquí para contarlo. Hoy hemos hecho algo más que cumplir una cláusula; hemos encendido una llama que ningún contrato podrá extinguir, una llama que no entiende de riqueza ni de acuerdos, sino de vida. David, que hasta ese momento había mantenido su máscara impenetrable, sintió cómo sus palabras lo atravesaban, dejando una marca que no podía ignorar. Un escalofrío recorrió su cuerpo, una sensación que no recordaba haber experimentado antes. Celeste
acababa de tocar una verdad que él mismo no había querido enfrentar. Sus palabras eran como una daga invisible. ¿Qué mujer era esta, tan capaz de mover las fibras de su casi insensible corazón? Detuvo el coche en una avenida desierta, girando lentamente hacia ella. Sus ojos, normalmente oscuros y fríos, estaban ahora llenos de una emoción que él mismo no reconocía. —¿Qué sabes tú sobre el alma? —preguntó en un susurro que traicionaba una vulnerabilidad que nunca había mostrado antes. Celeste sostuvo su mirada sin desviar los ojos y respondió con una calma que solo tienen quienes han aprendido
a vivir al filo de la vida misma: —El alma no tiene precio, David. Ni los contratos ni la riqueza pueden poseerla. El amor, aunque lo niegues, siempre encontrará la manera de filtrarse en aquello que creas. Las palabras de Celeste resonaron profundamente en el interior de David, como un eco que no podía silenciar. Una sensación extraña y olvidada se apoderó de él, izando al hombre que siempre había controlado todo, que había dirigido su vida como una transacción perfecta, ahora se encontraba en silencio frente a una verdad que no podía negociar. Después de la inseminación, sus interacciones
se habían reducido a lo estrictamente necesario; cada uno mantenía su espacio, pero ambos compartían la conciencia de que algo más grande estaba en marcha, como un río que cursa hacia un destino invisible. La vida empezaba a tomar forma, aunque ninguno de los dos podía prever en qué medida. El destino es una corriente que fluye dentro de nosotros, pero su dirección es siempre un misterio. La clínica de fertilidad neoyorquina los esperaba. Esta vez, el aire dentro del coche parecía más denso, como si ambos supieran que las palabras que estaban por escuchar cambiarían el rumbo de sus
vidas. David conducía en su habitual calma, su rostro imperturbable; sin embargo, en su interior, una mezcla de anticipación y algo que no podía definir crecía. Celeste, por su parte, miraba por la ventana, tranquila por fuera, pero con un torbellino de emociones internas. Las respuestas del alma nunca se dan en palabras, sino en los silencios que la rodean. El equipo médico, sereno y profesional, los recibió. Un letrero en la pared del consultorio decía: "La creación es siempre un acto divino, un suspiro del universo que no se anuncia". El ginecólogo, un hombre de mediana edad con una
calma que parecía inquebrantable, los saludó con una leve sonrisa. —Buenos días, señor y señora —dijo mientras los guiaba a una sala privada—. Hoy sabremos si funcionó la inseminación. A medida que caminaban hacia la sala de exámenes, Celeste sintió su corazón latir con fuerza. Sabía que este día cambiaría su vida para siempre. No era solo una consulta médica; era un cruce entre lo mundano y lo trascendental. David, sin él mismo entender por qué, tomó la mano de la chica y la apretó con una extraña suavidad, inusual en él. Luego le preguntó: —¿Estás nerviosa? —Estamos a punto
de conocer nuestro destino —dijo David con voz pausada. —El corazón, cuando escucha a la existencia que florece, no puede evitar latir con más fuerza, pues reconoce su propio eco en cada nueva vida —contestó Celeste con esa gran sabiduría y profundidad que la caracterizaba, dejándolo atónito y pensativo. —Por favor, siéntese aquí, señora Bullu —dijo el médico, indicándole la camilla. David, de pie junto a la puerta, observaba con su habitual frialdad, pero sus ojos, que nunca habían visto más allá de los números, ahora miraban la fuente misma de la creación en su forma más pura. Celeste se
recostó en la camilla, el cuerpo tenso por la expectativa. El ginecólogo preparó el ecógrafo, y en la sala reinaba un silencio que lo llenaba todo. David no apartaba la vista de la pantalla, donde pronto aparecería el fruto de lo que antes había sido solo un acuerdo escrito, pero que ahora iba mucho más allá. El papel puede sellar, pero es el corazón el que los convierte en realidad, pensó sin poder evitar sentirse más humano de lo que se había permitido hasta ese momento. El médico aplicó el gel frío sobre el vientre de Celeste y el transductor
comenzó a moverse. La pantalla cobró vida con imágenes borrosas en blanco y negro; el sonido de los latidos llenó la habitación y todos contuvieron el aliento. El ginecólogo estudió la pantalla con atención y una sonrisa leve iluminó sus ojos antes de girarse hacia ellos, diciéndoles: —La vida no se anuncia con grandes clamores, sino con el simple y eterno pulso de un corazón que late. Luego, el ginecólogo guardó silencio unos segundos antes de exclamar: —Aquí está —señalando la imagen que aparecía en la pantalla—. Todo parece ir según lo esperado, pero hay algo más que deben saber
—agregó el especialista con seriedad. David, cuya expresión había sido hasta ahora impasible, se inclinó hacia adelante, su curiosidad palpable. Celeste lo miró de reojo, notando la tensión contenida en su cuerpo. —¿Qué sucede, doctor? —preguntó David, su voz firme pero no tan fría como en otras ocasiones. El ginecólogo sonrió suavemente, señalando varias figuras pequeñas en la pantalla. —No hay un solo latido; hay tres —dijo el médico—. ¡Felicidades, están esperando trillizos! El tiempo pareció detenerse. Tres latidos, tres vidas. Celeste sintió un escalofrío recorrer su cuerpo y sus ojos se llenaron de lágrimas involuntarias, de una felicidad que
no alcanzaba a comprender. Tres pequeños corazones latían en perfecta sincronía dentro de ella. David sintió una infinita alegría y, de forma inesperada, dejó caer con suavidad un beso en la frente de Celeste, mientras ella solo pensaba a la par de acariciar su vientre con sus manos. El amor no se mide en contratos ni en acuerdos; se multiplica, se desborda y toma formas que ni siquiera el destino puede prever. David, que había vuelto a su posición junto a la puerta, la miró de nuevo, esta vez con una expresión más abierta, como si por fin algo en
su interior se estuviera derritiendo. Se dio cuenta de que la mujer que estaba frente a él no era solo el medio por el cual tendría a su heredero, sino alguien que, de alguna manera, estaba compartiendo con él el mayor milagro de la existencia. David Sinclair no era un hombre acostumbrado a cuidar de nadie, pero algo en esa tarde, a tres meses de la inseminación, lo hizo detenerse. Mientras caminaba por la mansión, desde la puerta de la sala observaba a Celeste sentada en la terraza, la luz del atardecer bañándola con un suave resplandor dorado. Ella miraba
el horizonte, como si sus ojos dijeran que la calma de un corazón en paz es el mayor tesoro en un mundo lleno de ruido. Celeste, ya mostrando los primeros signos de su embarazo, llevó una mano a su vientre y cerró los ojos por un momento. David frunció el ceño, preocupado; no estaba acostumbrado a ver esa fragilidad en ella, siempre se había mostrado fuerte, casi inquebrantable, incluso en medio del trato frío y calculado que habían hecho. Algo dentro de él lo impulsó a moverse casi de forma instintiva. Caminó hacia la terraza con pasos decididos. —¿Estás bien?
—preguntó David, su voz más suave de lo habitual, aunque todavía llevaba el tono de distancia que le era característico. Celeste abrió los ojos lentamente y lo miró con una mezcla de sorpresa y serenidad. —Solo un mareo, es normal, supongo —respondió, esbozando una leve sonrisa, como si quisiera quitarle importancia a lo que acababa de suceder. David se quedó de pie por un momento, sin saber muy bien qué hacer. En cualquier otra ocasión, habría llamado a Stephan o a algún otro miembro del personal, pero algo esta vez lo hizo actuar diferente. Sin pensarlo demasiado, se inclinó hacia
ella y, con una delicadeza que parecía ajena a su habitual dureza, la cargó en sus brazos. Mientras la levantaba, David sintió el peso ligero de su cuerpo, pero también el peso invisible de su propia transformación. Celeste, sorprendida, lo miró con los ojos bien abiertos. —No puedo creer lo que está sucediendo. —David, no es necesario, puedo caminar —dijo con una mezcla de humildad y desconcierto. Sin embargo, él no respondió, sí con firmeza, pero con una suavidad nueva en su voz. —Deja que te lleve. El trayecto desde la terraza hasta su habitación fue silencioso, pero no incómodo.
David sentía el latido de la vida en cada paso que daba con ella en sus brazos. El silencio entre ambos parecía decir más que cualquier palabra que pudieran intercambiar. A veces, es en los momentos de mayor quietud cuando el alma se expresa con más fuerza. Pero al llegar a la puerta de la habitación, algo cambió. Al empujarla suavemente con el codo y cruzar el umbral, sintió cómo el cuerpo de Celeste se tensaba ligeramente en sus brazos. Ella, atónita, miraba alrededor, sus ojos, que hasta entonces habían estado llenos de una serenidad resignada, se abrieron completamente en
una mezcla de sorpresa y estupor. La habitación había sido transformada por completo; cada rincón ahora hablaba de una nueva vida que estaba por llegar, cada detalle evocaba su maternidad. El aroma de flores frescas llenaba el aire y, sobre el tocador, un peluche gigante completaba la transformación del espacio en un santuario para la triple vida que estaba creciendo dentro de ella. —¿Qué... qué es esto? —susurró Celeste, su voz apenas un hilo de aire, mientras recorría con la mirada cada detalle del lugar. Había una mezcla de incredulidad y emoción en sus ojos. David, que hasta ese momento
había mantenido su compostura habitual, dejó que un destello de vulnerabilidad cruzara su rostro. —Quería que te sintieras más cómoda; pensé que te gustaría. Su tono era pausado, casi tímido, como si dudara de su propia decisión. —No... no esperaba algo así —dijo ella, aún aturdida por la delicadeza de los detalles, mientras él la recostaba con cuidado sobre la cama. David se sentó en el borde de la cama, observando cómo ella seguía procesando la transformación del espacio. El silencio se apoderó del momento, pero en ese silencio había algo más profundo. —Pensé que una vida que comienza siempre
merece un espacio lleno de luz, un lugar donde el amor pueda encontrar su morada —agregó David, sorprendiéndose a sí mismo por estas palabras. Celeste lo miró, esta vez con una intensidad que lo hizo estremecer, y luego pronunció: —El amor no pide nada a cambio, pero lo cambia todo, al final incluso el alma más endurecida termina dejándose moldear por él. Su voz era suave, melodiosa y profunda. Él desvió la mirada por un momento, incapaz de sostenerla. Algo dentro de él comenzaba a agrietarse, algo que había permanecido sellado durante tanto tiempo. Un silencio profundo cayó entre ellos,
pero esta vez no había distancia, sino una cercanía que ninguno de los dos había esperado. David, por primera vez, se permitió sentir, aunque fuera solo un destello, el calor del amor que empezaba a colarse por las grietas de su coraza. Su mano seguía entrelazada con la de Celeste y, mientras el viento de la tarde susurraba suavemente a través de las ventanas abiertas, ambos comprendieron que estaban en un camino. que los llevaría a un destino mucho más profundo de lo que habían inicialmente imaginado. David se despertó temprano aquella mañana, sintiendo la gravedad del día. En las
últimas semanas, el vínculo que había desarrollado con Celeste se había vuelto algo más que una simple relación contractual; había comenzado a cuidar de ella casi sin darse cuenta. Pero hoy era diferente; hoy marcaría un antes y un después en sus vidas. La mansión, a pesar de su grandeza, estaba envuelta en un extraño silencio; todo parecía detenerse mientras las tres vidas dentro de Celeste alcanzaban su momento culminante. David caminaba por el pasillo de la mansión con el pensamiento fijo en el inminente nacimiento de sus hijos. Se detuvo frente a su puerta y justo cuando iba a
girar el pomo, escuchó su débil voz llamándolo. —David, creo que es hora —susurró con un tono lleno de emoción y nerviosismo, mientras lo miraba desde el umbral de la puerta. Su rostro, aunque agotado, estaba iluminado por una luz interior. David sintió un vuelco en el corazón; se apresuró a acercarse y, sin decir una palabra, la ayudó a ponerse en pie para llevarla de emergencia al hospital. El rugido del motor del Lamborghini era apenas un susurro comparado con el latido frenético de sus corazones. Celeste, con una mano sobre su abultado vientre, miraba a David de reojo.
Lo había visto cambiar; lo que alguna vez fue una relación puramente transaccional, ahora se sentía como algo mucho más profundo. —Estaré contigo todo el tiempo —dijo David, su tono suave pero lleno de determinación, como si no hubiera nada en el mundo que pudiera apartarlo de ella en ese momento. —Gracias, David —murmuró Celeste, con una mezcla de gratitud y emoción. El trayecto se desvaneció rápidamente y, al llegar al hospital, el equipo médico los esperaba, preparados para recibirlos. Celeste fue llevada directamente a la sala de partos y David, sin dejar su lado, tomó su mano. El tiempo
parecía detenerse mientras las contracciones se intensificaban; cada respiración de ella, cada apretón de su mano, resonaba en el alma de David. —Respira, Celeste, lo estás haciendo muy bien —la animaba mientras la veía luchar con el dolor, pero también con las tres vidas que estaba a punto de traer al mundo. Los minutos se convirtieron en horas y, finalmente, después de un esfuerzo monumental, el primer llanto llenó la sala: un varón. Su hijo. David sintió un nudo en la garganta; algo en su interior se rompía y se reconstruía al mismo tiempo. El segundo llanto no tardó en
seguir: otro varón, y finalmente, un tercer llanto: una niña. Tres pequeños corazones, tres vidas, y todo lo que había planeado ahora parecía irrelevante frente a la magnitud de ese momento. —Son perfectos —murmuró Celeste, exhausta, radiante, mientras miraba a sus hijos. Las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras tocaba sus pequeños rostros con manos temblorosas. Era un amor que la inundaba por completo, algo que no podía haber previsto. David, conmovido hasta lo más profundo de su ser, no soltaba su mano; no podía apartar los ojos de los pequeños cuerpos que yacían en los brazos de las enfermeras.
Por primera vez en su vida sintió lo que era estar conectado con algo que no podía comprar, ni controlar, ni predecir. Era la vida en su forma más pura. Pero en medio de esa felicidad abrumadora, notó que las lágrimas de Celeste no solo eran de alegría; eran lágrimas mezcladas con un dolor que él apenas comenzaba a comprender. Ella lloraba por el futuro que la esperaba, por la cláusula inquebrantable del contrato. Pronto tendría que dejar a esos pequeños seres que ya amaba con todo su corazón; tenía que alejarse de ellos y entregarlos a un destino que
no podría compartir. —David —murmuró Celeste, entre sollozos—, no quiero dejarlos, pero este fue nuestro trato y lo cumpliré, aunque me rompa el alma. David sintió como su corazón se quebraba un poco más con cada palabra que ella pronunciaba. La felicidad que lo había embargado momentos antes se teñía ahora con la realidad del acuerdo que habían hecho: las cláusulas frías, los términos legales; todo parecía insignificante frente a las lágrimas de esa mujer que lo había transformado más de lo que él mismo sabía. Sin poder articular palabra alguna, David se inclinó y besó su frente. Mientras ella
seguía llorando, sentía un nudo en la garganta, una presión en el pecho que nunca había experimentado antes. Sabía que algo dentro de él había cambiado para siempre y que, al igual que Celeste, ya no podía seguir ignorando lo que realmente importaba. Celeste acarició otra vez el rostro de su hija, mientras las lágrimas seguían cayendo, sin que pudiera detenerlas, y en ese momento entendió que el amor, aunque naciera de un contrato, siempre sería más fuerte que cualquier trato hecho en papel. No sabía cómo se enfrentaría a lo que venía, pero por ahora solo podía llorar, aferrándose
a ese instante y a esos hijos que había dado a luz y que pronto no serían suyos. David, inmóvil, observaba su dolor sin atreverse a hablar. Sabía que algo debía ser; que esto no podía terminar así, pero aún no sabía cómo. El día después del parto, la luz de la mañana se colaba tímidamente por las ventanas de la habitación del hospital, iluminando el espacio con un resplandor. Celeste descansaba tras una noche agotadora, pero su semblante sereno reflejaba la satisfacción de haber dado a luz a tres vidas. David, a diferencia de su habitual frialdad, había pasado
la noche en una silla junto a su cama, observándola mientras dormía. Aunque había intentado no mostrarlo, la vulnerabilidad y el cansancio en el rostro de Celeste lo conmovían profundamente. Con el amanecer, David decidió que era momento de dejarla descansar un poco más. Salió en silencio de la habitación, asegurándose de que ella no se despertara. Necesitaba desayunar algo y quería aprovechar para traerle algunas cosas que podrían reconfortarla. David regresó. Al hospital, caminando con pasos firmes por los pasillos, se dirigió nuevamente a la habitación de Celeste. Pero cuando llegó a la puerta, algo lo detuvo en seco.
La puerta estaba entreabierta y, desde el pasillo, pudo ver que la habitación había cambiado desde que la dejó. No solo estaba llena de flores, decenas de ramos de todos los colores y tamaños, sino que al lado de Celeste, sentado en la silla donde él había pasado la noche, estaba Tom Sawyer, su abogado de confianza. El corazón de David dio un vuelco y una extraña sensación lo recorrió. Sin poder evitarlo, se quedó quieto en la puerta, observando la escena. Tom, inclinado hacia Celeste, sostenía una conversación en voz baja, pero lo que David escuchó lo dejó paralizado.
—Celeste, sé que todo esto te ha pasado muy rápido y, quizá, lo que voy a decir te sorprenda —dijo Tom con una suavidad que David no había escuchado nunca en su voz—, pero no quiero dejar pasar esta oportunidad. Desde que te conocí, algo cambió en mí. Me pareces una mujer increíble. Tom hizo una pausa y David vio cómo tomaba delicadamente la mano de Celeste, quien lo miraba sorprendida. —Lo que siento es sincero. Quiero estar a tu lado, y si me lo permites, quiero pedirte algo más —continuó Tom. Celeste, débil por el esfuerzo del parto, lo
miraba con una mezcla de asombro y confusión. Estaba claro que no esperaba esa confesión en ese momento. —Tom —susurró, sin encontrar las palabras adecuadas. David sintió una punzada en el pecho. Las flores, el tono de voz de Tom, la mano que sujetaba la de Celeste; todo se volvió claro en un instante. Su abogado y amigo no estaba ahí solo para cumplir con los trámites legales o por pura cortesía. Tom estaba interesado en ella, profundamente enamorado. —Celeste, no quiero que este sea solo un momento pasajero en tu vida. Quiero ofrecerte algo más. Quiero que me des
la oportunidad de estar contigo, de cuidarte y ofrecerte un hogar ahora que ya casi finaliza el contrato con los hijos que desees tener, cuando lo desees, sin presiones, sin cláusulas, sin contratos —Tom respiró hondo, mirándola intensamente—. ¿Celeste, te casarías conmigo? —añadió, mostrándole un hermoso anillo. En ese preciso momento, David, incapaz de contenerse más, empujó la puerta y entró. El sonido de la puerta al abrirse resonó en la habitación, haciendo que Tom soltara la mano de Celeste y se volviera hacia él. Sin perder su compostura, Tom dijo: —David —con una sonrisa tranquila, como si nada fuera
de lo común estuviera ocurriendo—. No esperaba verte tan pronto. David avanzó lentamente hacia la cama, con el rostro imperturbable pero con una mirada que denotaba una creciente tormenta interna. Observó a Celeste, que parecía tan sorprendida como él por lo que acababa de suceder. Luego, sus ojos se dirigieron a las flores, esos ramos coloridos que llenaban el espacio de un aroma dulce y que no habían estado allí cuando salió. —Tom —dijo David con frialdad—, las flores son tuyas, ¿cierto? Tom, sintiendo sin dejar de sonreír, respondió: —Pensé que a Celeste le alegraría tener algo de color en
la habitación. Después de todo, merece estar rodeada de belleza, ¿no lo crees así? David, el comentario, aunque sutil, resonó en el aire como una provocación. No respondió de inmediato, pero el ambiente se tensó. Sintió que algo profundo lo carcomía por dentro; una mezcla de celos y confusión que no estaba acostumbrado a manejar. —Veo que también le ofreces algo más —dijo David, sus palabras cargadas de un tono gélido—. ¿Matrimonio? —¿Tom, aquí en el hospital, justo después de dar a luz? Tom se levantó de la silla lentamente, sin perder la calma. —Sí, David. Les he ofrecido algo
real, algo que va más allá de contratos y acuerdos. Creo que eso es lo que ella necesita: alguien que esté a su lado, no por un trato, sino porque realmente le importa. David apretó los puños, luchando por mantener su compostura. Nunca se había sentido tan fuera de control, tan vulnerable. Durante todo este tiempo había pensado que todo estaba perfectamente calculado. Él había sido el único dueño del destino de Celeste y de sus hijos, pero ahora se daba cuenta de que no era así. Tom estaba en escena y había algo más que un simple interés legal.
—No creo que este sea el momento adecuado para imponer decisiones emocionales a alguien que acaba de pasar por lo que Celeste ha vivido —dijo David, manteniendo su tono firme—. Necesita descanso, no más presión. Tom lo miró fijamente con una mezcla de desafío y serenidad. —Tienes razón, David. Este no es el momento para presiones, pero tampoco es el momento para fingir que los sentimientos no existen. Lo que siento por ella no va a desaparecer solo porque tú quieras que todo siga siendo un acuerdo comercial. Celeste, que había permanecido en silencio, los miraba a ambos con una
expresión de incredulidad. Estaba agotada, confundida, y lo último que necesitaba era que dos hombres comenzaran una lucha de poder en su habitación de hospital. —Tom, David —susurró, llevándose una mano a la frente—. Por favor, no. Ahora solo... solo quiero descansar. Ambos hombres retrocedieron, conscientes de que la situación se estaba desbordando. Tom le dedicó una última mirada a Celeste antes de dirigirse hacia la puerta. —Descansa, Celeste. Estaré aquí si me necesitas —dijo con suavidad antes de salir de la habitación. Cuando la puerta se cerró, David se quedó de pie junto a la cama, sin saber qué
decir. El silencio entre ellos era denso, pero detrás de él había algo más: una verdad que ninguno de los dos estaba preparado para enfrentar. David se sentó lentamente en la silla vacía junto a la cama, observando a Celeste mientras cerraba los ojos, aún abrumada por todo lo que había ocurrido. Pero mientras la veía dormir, una cosa se hacía cada... vez más clara en su mente: este no era solo un contrato, y eso lo asustaba. Habían pasado tres meses desde que Celeste había dado a luz a los trillizos; tres meses en los que su corazón se
había ido llenando de un amor abrumador por sus hijos, pero también de una tristeza insoportable por la inminente separación que el contrato estipulaba. Según las cláusulas, aquel día había llegado el día en que debía abandonar La Mansión, dejar a sus hijos y alejarse de todo lo que había conocido desde que firmó ese acuerdo. En su habitación, rodeada de los objetos que le recordaban a sus hijos, Celeste empacaba lo poco que podía llevarse. Una pequeña maleta, casi vacía, contenía solo lo esencial; no le importaban las riquezas que David le había prometido, no quería ese dinero. Mientras
cerraba la maleta, el dolor de su corazón parecía demasiado para soportarlo. Las lágrimas caían sin cesar por sus mejillas mientras sostenía a sus tres pequeños en brazos, uno por uno, besando sus caritas, porque sería la última vez que los vería. Los trillizos, ajenos al dolor de su madre, dormían tranquilos en sus cunas. Celeste los observaba, memorizando cada pequeño detalle: sus rostros angelicales, sus pequeños dedos, sus respiraciones suaves. Sabía que había firmado el contrato con la esperanza de que esto le diera un futuro, pero nunca imaginó que se llevaría también su alma. Mejor habría sido quedarme
como vagabunda, pensaba entre sollozos, que atravesar este sufrimiento que desgarra mi corazón. Amaba a esos niños con toda su alma, y aunque no quería admitirlo, también lo amaba a él, a David. Bajó las escaleras de la mansión con pasos lentos, arrastrando su pequeña maleta detrás de ella. Cada paso era una puñalada en el corazón. El eco de sus zapatos resonaba en el vestíbulo vacío, mientras la grandeza de La Mansión le parecía fría e impersonal, la casa que alguna vez había sido su refugio. Ahora solo era un recordatorio del dolor que estaba a punto de enfrentar.
Cuando llegó a la puerta principal, su mano temblorosa se posó en el pomo; no podía creer que este fuera el final. Tomó aire profundamente, preparándose para abrir la puerta y salir rumbo al aeropuerto, hacia un país que ya no sentía como su hogar. Solo le quedaba cumplir con lo que había firmado, pero en el momento en que giraba el pomo de la puerta, una voz grave la interrumpió como un trueno que rasgó el silencio. —Celeste, ¿a dónde vas? —era David, su voz resonando desde las profundidades de La Mansión. Ella se detuvo, pero no se giró.
—Es por Tom Sawyer, ¿verdad? —continuó David, caminando hacia ella—. ¿Es porque te has enamorado de él? Celeste cerró los ojos con fuerza; el dolor y la ira se mezclaban en su interior. Tomó un momento para calmarse antes de girarse lentamente para enfrentarlo, su rostro inundado de lágrimas. —¿Acaso no entiendes nada? —exclamó, con una mezcla de frustración y desesperación en su voz—. No se trata de Tom Sawyer. Recuerdas la última cláusula de tu contrato. Tenía que desalojar la mansión y marcharme del país a los noventa días después del parto. Es lo que acordamos. David se detuvo
frente a ella, respirando pesadamente. En sus ojos había algo más que preocupación; había miedo, miedo de perderla. Sin decir una palabra, metió la mano en su bolsillo y sacó el contrato, el mismo documento que había marcado sus vidas desde el inicio de esta extraña relación. Con un movimiento firme, David lo sostuvo frente a ella, pero en lugar de leerlo o analizarlo, hizo algo completamente inesperado. Con un gesto lleno de emoción contenida, David rasgó el contrato en pedazos, uno por uno, dejando que los fragmentos cayeran al suelo. Celeste lo miraba atónita. —Perdóname, Celeste —dijo David, su
voz rota mientras caía de rodillas frente a ella—. Sabes lo que aprendí de ti. Recuerdas cuando te dije que ya no tenía capacidad para amar a ninguna otra mujer porque había sido lastimado por dos esposas interesadas? Pues tú, sin darte cuenta, me enseñaste esta lección: es una locura odiar todas las rosas porque una espina te haya pinchado. No quiero que te vayas. No me importa lo que diga el contrato, no me importa el trato que hicimos. Lo único que me importa es que te quedes aquí, junto a nuestros hijos, junto a mí. No te estoy
pidiendo que me ames ni que cambies lo que sientes, incluso si amas a Tom o a cualquier otro hombre. Solo quédate. Quédate por ellos. Quédate por los trillizos. El rostro de Celeste, hasta entonces marcado por el dolor, se suavizó lentamente al ver a David en esa posición tan vulnerable. Nunca había visto a este hombre tan fuerte y controlado arrodillarse ante nadie, no por orgullo, sino porque había construido una vida en la que todo estaba bajo su mando. Y sin embargo, ahí estaba, de rodillas, suplicando. Ella lo miró durante unos segundos que parecieron eternos. Luego, con
una mezcla de dulzura y firmeza, levantó su mano y la colocó suavemente sobre su cabeza. —Amar a Tom Sawyer —dijo Celeste, con una pequeña risa amarga, sus lágrimas ahora mezcladas con una emoción diferente—. David, ¿cómo puedes ser tan tonto? Su voz se quebró un poco mientras sus dedos acariciaban su cabello—. Es a ti a quien amo desde el primer día que te vi. David alzó la vista, sus ojos encontrándose con los de ella, incrédulo por lo que acababa de escuchar. Celeste continuó, con una sonrisa que surgió entre sus lágrimas: —Siempre fue a ti, desde que
me rescataste de esa calle, desde el momento en que nuestras vidas se cruzaron de esa manera extraña. Aunque nunca quisiera admitirlo, aunque siempre me escondieras detrás de las cláusulas de un contrato, mi corazón siempre fue tuyo. David, aún de rodillas, sintió cómo todo su mundo se reordenaba en torno a esta revelación. A esas palabras, lo que había empezado como un simple trato, un frío acuerdo, ahora se había convertido en algo mucho más profundo de lo que jamás habría imaginado. Celeste susurró, tomando su mano entre las suyas: "Yo también te amo, te he amado todo este
tiempo. Aunque me resistiera a aceptarlo, te pido que te quedes, no por los niños, no por el contrato, sino por nosotros. Quiero que seamos una familia, que compartamos nuestras vidas. ¿Me harías el honor de ser mi esposa y el único amor verdadero de mi vida entera?" Celeste lo miró, sus ojos aún brillando por las lágrimas, y entonces, sin pensarlo más, lo abrazó con fuerza, dejando caer la maleta que tenía en la mano. David, sintiendo el calor de su cuerpo contra el suyo, la envolvió en un abrazo profundo, tan necesario, tan esperado. "Te amo", susurró ella
entre sollozos. David la estrechó con más fuerza y, mientras la tenía en sus brazos, inclinó su rostro hacia el suyo y selló sus palabras con un beso apasionado, lleno de todo lo que había quedado sin decir durante esos meses. Meses después, la mansión, antes fría y vacía, vibraba de vida y felicidad. La boda de David y Celeste fue un evento íntimo, lleno de amor y alegría. Y en sus brazos, los trillizos, cada uno representando la prueba viva de que lo que había empezado como un contrato impersonal había florecido en algo mucho más grande: una familia.
Finalmente, David había encontrado lo que tanto buscaba, algo más grande que él mismo, y mientras miraba a su esposa y a sus hijos, supo que no solo había firmado un acuerdo para un heredero, había firmado, sin saberlo, un pacto con el amor. Si quieres ayudar a los peluditos de la calle, es muy fácil: solo tienes que suscribirte, darle un "me gusta" y compartir esta historia por WhatsApp. Déjame tu nombre en los comentarios para enviarte un saludo personalizado. Y ahora, no dejes de ver esta historia: ¡un millonario solo tiene 24 horas para conquistar el corazón de
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