Transcriptor: Patricia Prevost Revisor: Michael Nystrom Quiero hablaros sobre la que creo que es la mayor oportunidad de la historia. Y de una idea que puede cambiar el mundo como ninguna otra lo ha hecho antes. Y para empezar, quiero pediros algo.
Quiero pediros que cerréis los ojos e intentéis imaginar el mundo en 2060. La naturaleza. Los paisajes.
La sociedad. ¿Ya? Que levante la mano, por favor, quien haya imaginado un mundo más verde, más sostenible, y con mayor prosperidad.
Pocas manos veo. El pesimismo ante el futuro ha conquistado nuestras mentes hasta el punto en el que empezamos a ser literalmente incapaces de imaginar un futuro en el que la humanidad florece junto a la naturaleza. Todas y cada una de las series y de las películas sobre el futuro nos muestran en un planeta arrasado, en el que la naturaleza prácticamente ha desaparecido, y en el que la humanidad malvive en megaurbes horrendas dominadas por distopías políticas.
Pero vamos a ver por qué. En primer lugar, una afirmación: la causa de la crisis climática es la muerte de la vida. Y la única forma de revertirla es traerla de vuelta.
Es la regeneración. ¿Qué quiere decir esto? Hay algo que nos une a todas las personas que estamos en esta sala y que nos conecta con todos y cada uno de los seres vivos de las más de 6 millones de especies que habitan este planeta.
Estamos hechos de carbono. El carbono es la pieza base de la vida. Y el gran ciclo del carbono, las redes de la vida, determinan el clima global.
Cuando arrasamos un ecosistema, convertimos el carbono que estaba contenido, que formaba los seres vivos que habitaban en él, conseguimos que se una al oxígeno del aire y forme el famoso CO2. Y su concentración es básicamente el termostato global. Son dos vasos comunicantes.
Menos vida en la Tierra, más carbono en la atmósfera, más CO2, más calor. Y viceversa. Y esto es crucial: Más vida en la Tierra, menos CO2 en la atmósfera.
No creo que sorprenda a nadie si digo que la Tierra tiene hoy mucha menos vida de la que tuvo. El 75 % de la superficie de la Tierra está ya degradada, de alguna forma. Y la mitad de la superficie habitable se ha convertido en nuestro campo de cultivo.
Donde había ecosistemas funcionales, repletos de interrelaciones complejísimas y maravillosas, hoy hay monocultivos intensivos con una sola especie, atiborrados de químicos tóxicos, suelos degradados y pastos sobreexplotados. Y hay algo verdaderamente llamativo aquí: a la vez que hacíamos esto, y a la vez que cogíamos inmensas cantidades de restos de seres vivos antiquísimos y los quemábamos para mover nuestras máquinas o para calentarnos, añadiendo enormes cantidades de CO2 a la atmósfera, de carbono que no pertenece a este tiempo, a la vez que ocurría esto y se disparaban las emisiones, la deforestación, el ritmo de extinción de especies, también se disparaba el consumo de antidepresivos. El cáncer, la diabetes, la obesidad, las intolerancias y la pandemia de la soledad se extendían como una mancha de aceite corrosiva por nuestras sociedades, convirtiéndose en uno de los grandes problemas de nuestro tiempo.
Y es que algo muy parecido a lo que hacíamos con la naturaleza - fragmentar, aislar, romper enlaces - nos lo hacíamos a la vez a nosotros mismos, a nuestras sociedades, a nuestras comunidades humanas. Romper los enlaces que nos conectan con la naturaleza de la que formamos parte de forma intrínseca. Romper los vínculos que nos definen como especie, que nos dan sentido, que nos sostienen.
Las redes comunitarias, asociativas. Las redes de cuidado de lo público. Cediendo espacio, día a día, a los desiertos de hormigón pensados para el tránsito, a la hiperindividualización y a la competencia como norma, y al consumo compulsivo como vía de escape para generar identidad ante el vacío.
Algo que tiene mucho que ver con ese extraño pesimismo generalizado ante el futuro. Nos hemos creído una historia, una historia poderosísima, que tiene su mejor expresión, quizá, en la famosa frase: “no existe la sociedad; existe el individuo”. De Margaret Thatcher.
La ideología detrás de esa afirmación ha conquistado el mundo hasta el punto en que nos hemos creído que los seres humanos, que la humanidad no es más que un conjunto de individuos independientes, competitivos, que se mueven por dinero y por poder y que a la hora de la verdad no tienen valores ni moral. Y claro, si somos eso, ¿qué futuro vamos a conseguir imaginar que no sea una distopía? Nos lo hemos creído, pero no es cierto.
Hace años le preguntaban a la famosa antropóloga Margaret Mead que cuál consideraba que era el primer signo de la civilización humana. Y su respuesta no fue hacer referencia a una lanza, a una herramienta o a una pintura. Su respuesta fue un hueso de fémur roto que había sido curado.
En el reino animal, si te rompes una pierna, mueres. En la civilización humana, no. Nuestra fuerza, lo que nos ha traído hasta aquí, lo que nos define como especie, es precisamente la sociedad que se supone que no existe.
Es nuestra capacidad y nuestra tendencia innata e inédita en el mundo animal para la cooperación, el apoyo mutuo y el cuidado de quienes lo necesitan. Necesitamos urgentemente construir una nueva historia que nos permita mirarnos al espejo y entender que somos mucho mejores de lo que nos hemos creído y que nos permita elegir quiénes queremos llegar a ser. La mayor amenaza para el futuro de la humanidad es la pérdida de la esperanza.
La esperanza es el motor del progreso. Es lo que nos permite avanzar. Sin esperanza, no hay razones para levantarse e intentar construir un mañana mejor.
Y no es fácil tener esperanza hoy. Yo abrí un canal hace cinco años y le puse precisamente ese nombre: Esperanza. Hope.
No porque la tuviera, sino porque me negaba a no tenerla. Acababa de nacer mi hijo y leer las páginas del informe del IPCC, la máxima autoridad científica global en materia de cambio climático, formada por los cuerpos científicos de todos los países del mundo, estableciendo de forma demoledora que la ventana de oportunidad para evitar una catástrofe climática devastadora se estaba cerrando, y que de lo que hiciéramos en esta década clave podía depender el futuro de los próximos milenios. Leer esas páginas con un bebé que empieza a vivir y que tiene todo el derecho del mundo a la vida, a la primavera, a disfrutar de la abundancia, de la paz.
Y entender hasta qué punto estamos hoy escribiendo el futuro de toda su generación y de todas las generaciones por venir es la mayor llamada a la acción que he sentido en toda mi vida. No tenemos derecho a no tener esperanza. Y en ese ir y venir de la esperanza al miedo, me encontré con un proyecto que marcaría un antes y un después en mi vida: Drwdown.
Un grupo de científicos de todo el mundo se había unido para realizar un inventario exhaustivo y encontrar las 100 soluciones más poderosas, con el objetivo de revertir la crisis climática. Y lo habían conseguido: un modelo científicamente sólido como una roca, en el que exploraban escenarios de implementación, daba como resultado superar este reto. Le preguntaban a su fundador, Paul Hawken, en una entrevista, qué tenía de especial el informe que acababan de publicar.
Y su respuesta fue que era el primero. Que era el único. No había otro.
Recordad de lo que hablábamos antes, de nuestra incapacidad para imaginar un futuro mejor. A nadie se le había ocurrido hacer el puzle completo de la solución a la mayor emergencia a la que se haya enfrentado nunca la humanidad. Y fue al leer las páginas de ese libro con las 100 soluciones, la primera vez que entendí que, además de ante una grave crisis, estábamos ante una gigantesca oportunidad: la mayor oportunidad de la historia.
Y esa visión me inspiró tanto que me lancé a desarrollar una serie documental internacional para ver y para mostrarle a otras personas ese horizonte posible, ese mundo que está naciendo, que está creciendo y que podemos elegir como futuro. La serie salió adelante gracias al apoyo de miles de personas que también se negaban a renunciar a la esperanza. Y todo el proceso de viajes, de documentación y de entrevistas no puede estar siendo más inspirador ni más emocionante.
La crisis climática no es una maldición ni un monstruo invencible. La crisis climática no es más que el subproducto de una forma primitiva, miope y cortoplacista de satisfacer nuestras necesidades. Es el producto de una economía degenerativa, tan primitiva y tan poco avanzada, que necesita destruir los cimientos que sostienen nuestro mundo para producir bienes y servicios, produciendo desigualdad, contaminación y pobreza en el camino.
La crisis climática nos asusta. Nos abruma. Pero por lo general no actuamos porque es inmensa, porque es abrumadora, porque no sabemos qué hacer y porque tenemos a toda una maquinaria enfrente sembrando la duda, el escepticismo y boicoteando las soluciones.
Nos ocupamos de nuestros problemas más inmediatos, que es en lo que somos mejores. ¿Pero y si en la vía para resolver la crisis climática estuviese además la vía para resolver nuestros grandes problemas como humanidad? El 90% del problema se puede explicar con los dedos de una mano.
Del problema y del reto. El 25 % de las emisiones: generación de electricidad. Tenemos las renovables: la energía del sol, el viento y el agua, que no solo son más baratas y permiten producir energía de forma descentralizada por todo el mundo, eliminando enormes problemas de concentración y de guerras, sino que además permite que surjan maravillas como las cooperativas energéticas vecinales, que van mucho más allá de adueñarnos de nuestra energía.
A la vez, reconstruyen la comunidad. Dos: El 24 % de las emisiones, alimentación y uso de la tierra. Traer la vida de vuelta, regenerar la naturaleza, frenar la deforestación, y reemplazar un sistema agroalimentario basado en la destrucción de la biodiversidad para producir alimentos que nos enferman, que tira el 40 % de la comida que produce y que maltrata a los productores.
Reemplazarlo por un modelo regenerativo, más avanzado, capaz de producir alimentos, trabajando con la vida, con la naturaleza, no en contra, para producir alimentos que nos nutran, que tiene ventajas enormes para los productores, que se desligan de las agroquímicas y que, sumado a la adopción de una dieta más rica en plantas, puede marcar un antes y un después en la salud de la humanidad. Tres: El 17 % de las emisiones, industria. Pasar de una industria extractiva, que come y come y come, dejando a su paso residuos, contaminación y desigualdad, a una industria más avanzada, que aprenda de la naturaleza a crear ciclos en los que los residuos se convierten en materias primas.
Una industria relocalizada en nuestros países, que cree millones de empleos, a la vez que deja atrás la lacra del usar y tirar, de los envases desechables, y de la obsolescencia programada, que convierta en norma los productos duraderos, reparables, reutilizables y, en último caso, reciclables. Una industria, un salto técnico y cultural que nos permita enriquecernos y progresar, en lugar de degradarnos y serrar los cimientos que sostienen nuestro mundo. Cuatro: El 14 % de las emisiones, el transporte.
Multiplicar el transporte público de alta capacidad y de alta velocidad para que no tengamos que pasarnos la vida en el coche, para que necesitemos tener menos coches y que los vehículos que existan no envenenen el aire que respiramos. Reverdecer nuestras ciudades, multiplicar las redes ciclistas, crear nuevos espacios públicos en la calle para encontrarnos, para disfrutar de la vida. Y cinco: el 6 % de las emisiones, climatización de edificios.
Tenemos las bombas de calor eléctricas, que consumen cuatro veces menos energía, y tenemos el aislamiento térmico de edificios que nos permite utilizar hasta un 85 % menos de energía, que acaba con la pobreza energética, que crea millones de empleos a la vez que nos acerca a la soberanía energética. Reemplazar una economía degenerativa que nos empobrece y que destruye la naturaleza por una regenerativa, que crea más vida a la vez que satisface las necesidades humanas. Y esto no es fácil.
Es dificilísimo. Pero es posible. Y es la mayor oportunidad de la historia de la humanidad.
Si seguimos sin actuar, esta es la progresión que podemos esperar. Ya lo estamos viendo. La degeneración, la escasez, la desertificación.
Pero en este caso es al revés. Esta es una foto de hace 25 años. La foto actual es esta.
Es la meseta de Loes, la que fuese la cuna de la agricultura china, famosa por su fertilidad, a la que, sin embargo, años de sobreexplotación agraria, de agricultura intensiva y deforestación habían convertido en un erial marcado por la pobreza, la sequía y la despoblación. El plan imposible de unos científicos consiguió unir a millones de personas en la tarea más hermosa que se puede perseguir: regenerar su tierra. Plantaron millones de árboles y arbustos.
Regeneraron la naturaleza. Transformaron las prácticas agrarias para dejar de sobreexplotar los suelos. Y con el paso de los años, la vida, el agua y la prosperidad volvieron.
Según el Banco Mundial, 2 millones y medio de personas salieron de la pobreza con este proyecto. Y los ingresos de los agricultores se duplicaron. Regenerando la naturaleza, capturando gigantescas cantidades de CO2 y restableciendo el equilibrio natural.
Nuestro planeta es hoy, simbólicamente, la meseta de Loes hace 25 años. Y tenemos la irrepetible, la literalmente irrepetible oportunidad de protagonizar la mayor evolución social de la historia de la humanidad, a la vez que regeneramos la tierra y reconstruimos las comunidades humanas. Y conseguir.
. . que esta sea la progresión esperable en nuestros paisajes.
Dice Rob Hopkins, que ha fundado un movimiento global de ciudades en transición liderado por comunidades vecinales, que las dos palabras más poderosas, las que han permitido avanzar a la humanidad, son estas dos: “What if? ” ¿Y si. .
. ? ¿Y si la humanidad no fuese ese conjunto de individuos independientes y egoístas?
¿Y si fuésemos mejor que eso? ¿Y si no ha llegado el momento de renunciar a la esperanza ni a la utopía? ¿Y si podemos coger el timón y construir economías que no busquen el crecimiento infinito o suicida, sino que satisfagan las necesidades humanas a la vez que regeneran la naturaleza?
¿Y si mi hijo y mi hija y nuestros hijos y nuestras hijas pudiesen heredar de nosotros un planeta infinitamente mejor que el que nosotros recibimos de nuestros padres? ¿Y si nuestra generación no va a ser la generación que se resignó a ver arder el planeta, sino la que lo transformó para siempre? ¿La generación de la regeneración?
Esa pregunta la estamos respondiendo ahora mismo. Tenemos mucho más poder del que pensamos. Muchas gracias.