[Música] Seguro que has oído hablar del Apolo 1; lo conoces como un accidente trágico, un oscuro capítulo en la historia de la exploración espacial. Pero eso es solo una mentira, una historia fabricada para mantener al mundo en la ignorancia. Lo que realmente sucedió en esa misión nunca fue destinado a los ojos del público.
Ese día podría haber cambiado el curso de la humanidad, un día en que la verdad podría haberse revelado si no fuera porque esos miserables decidieron enterrarla junto con los cuerpos de mis compañeros. 1967 debería haber sido el año en que el mundo conoció la realidad, pero en lugar de eso, la NASA decidió ocultarlo todo. Y yo, yo he vivido con esa carga desde entonces.
Me llamo Colin Pierce, y desde que tengo memoria, el espacio exterior ha sido mi mayor fascinación. Siempre quise saber qué hay más allá de los cielos, más allá de las constelaciones y hasta dónde podría llegar el universo. Cuando tenía apenas 11 años, me sumergía en revistas sobre naves espaciales, quedando completamente fascinado por la idea de explorar lo desconocido.
Al acercarse el momento de ir a la universidad, supe que tenía que elegir una carrera que me acercara a las estrellas. Le pedí a mi padre que me ayudara a estudiar ingeniería aeroespacial o mecánica, quizás eléctrica, cualquier cosa que me permitiera estar cerca de las naves y aprender más sobre este mundo fascinante. Así que, a la edad de 20 años, en el año 1954 o 55 (no recuerdo con exactitud), me decidí por la ingeniería aeroespacial.
A medida que avanzaba en mis estudios, me enteré de la creación de la tan famosa National Aeronautics and Space Administration en el 58. Mi entusiasmo creció aún más y la emoción de ser parte de algo tan grande me empujó a dar lo mejor de mí. Finalmente, a los 30 años, ya graduado como ingeniero aeronáutico, me uní al equipo de la NASA en diciembre de 1965.
Cumplí mi sueño, estaba contento y realizado, pero nunca supe que haber llegado a este lugar sería lo peor que me hubiera pasado en toda mi vida. El 25 de enero de 1967 comenzó como cualquier otro día en la NASA. Estaba en mi oficina, entrado en los planos de un transbordador que Charles Kevin Jackson, un colega ingeniero, me había traído esa mañana.
Era algo impresionante, un diseño innovador que no había visto antes. Estaba tan absorto en los detalles que apenas noté cuando el vocero de la NASA entró a la habitación. —¡Piercey, necesitamos hablar!
—dijo con un tono que me sacó de mis pensamientos. Dejó un documento en mi escritorio, una con tres nombres: Virgil G. Grissom, Edward H.
White y Roger B. Chaffee. Eran los tripulantes seleccionados para una misión especial.
Me explicó que necesitaban a una persona adicional en el equipo, alguien que conociera bien las partes de las naves, especialmente en lo que respecta a reparaciones urgentes. Al leer esos nombres y comprender la magnitud de lo que estaba diciendo, mis ojos se llenaron de lágrimas de emoción. No podía creer lo que veía.
Estaba a punto de convertirme en parte de algo histórico. Grité de alegría, sintiendo una mezcla de orgullo y asombro. Este era el momento por el que había trabajado toda mi vida.
Sabía que estaba a punto de dejar mi marca indeleble en la historia de los Estados Unidos. —La nave despegará el 27 de enero —añadió el vocero. A lo lejos vi cómo se acercaba un hombre mayor; más adelante me di cuenta de que era el administrador de la NASA.
Lo observé dirigirse hacia el vocero. Este le dijo al administrador que esta misión era muy arriesgada para permitir que un civil participara, que era peligroso. Sin embargo, noté claramente cómo el administrador le hizo un gesto para que se callara y guardara silencio.
No le di demasiada importancia a lo que vi; la emoción había ganado la partida. Solo faltaban dos días. Apenas podía procesar la noticia.
Dejé todo lo que estaba haciendo y me apresuré a casa para contarle a mi esposa. Su reacción fue diferente a la mía; estaba preocupada, ansiosa. Me dijo que no estaba de acuerdo, que ir al espacio era demasiado peligroso, que nos exponía a lo desconocido.
Intenté tranquilizarla, pero en el fondo sabía que sus miedos eran válidos. Aún así, estaba decidido. Esa noche lloré de felicidad, mientras ella lloraba de tristeza por el destino incierto que me esperaba.
Esa noche no pude dormir; no dejaba de dar vueltas en la cama, pensando en la misión que se avecinaba. Antes de darme cuenta, el sol ya estaba en lo alto del cielo. Salté de la cama, me vestí rápidamente y me dirigí al trabajo.
Ese día invité el desayuno a todos mis colegas; quería compartir mi alegría con ellos. Reímos y bromeamos, disfrutando de la mañana como nunca. Al llegar a casa más tarde, el agotamiento me venció.
Me quedé dormido sin darme cuenta y, cuando desperté, supe que el día había llegado: el 27 de enero de 1967. Salté de la cama, me vestí apresuradamente y corrí hacia la NASA. Al llegar, me dirigí a la zona donde se hacían los últimos preparativos.
Al entrar, el administrador de la NASA me recibió con una sonrisa tranquila. —Relájate, Pierce —me dijo—. El despegue será a las 18 horas de hoy.
Asentí, tomé un respiro profundo y me dirigí a mi oficina para matar el tiempo. La espera fue interminable. A las 15 horas me llamaron para darme las indicaciones finales y mostrarme el equipo que usaríamos.
Me explicaron cómo debía colocarme el traje, cómo funcionaban los tanques de oxígeno; todo cuanto más aprendía, más crecía mi emoción. A las 17 horas fui al lugar donde estaban los trajes; allí conocí a Virgil "Gus" Grissom, el comandante y líder de la tripulación. Era un hombre educado, bien parecido y elocuente.
Me saludó con una amabilidad que me hizo. sentir. Bienvenido a su lado, estaba Edward H.
White, el piloto del módulo de comando. White era serio, casi distante; me dirigió un saludo breve y pude ver en sus ojos que estaba nervioso, aunque intentaba disimularlo. Finalmente, llegó Roger B.
Chaffee, el piloto del módulo lunar. Era un hombre alto, con una expresión serena que inspiraba confianza. Me preguntó cómo estaba, a lo que respondí que me sentía bien.
Él asintió levemente y todos nos preparamos con los trajes y los tanques de oxígeno. Una vez equipados, nos dirigieron a la cabina del Apolo 1. Estábamos listos para el despegue.
Me senté al lado de Roger Chaffee, quien durante la espera me explicó cómo funcionaba el módulo lunar, cómo se encendía y cómo debía manejarlo. Al principio no entendía por qué me daba esas instrucciones con tanto detalle, y la verdad, no me interesaba tanto; estaba más emocionado por llegar ya a la Luna. El momento finalmente llegó.
A las 18 horas, el Apolo 1 despegó, propulsado por una fuerza inmensa que me sacudió hasta los huesos. Mientras ascendía, me aferré fuertemente al asiento, asombrado por la potencia que tenía el propulsor. La nave vibraba y temblaba, pero todo funcionaba a la perfección.
Virgil "Gus" Grissom lideraba con una calma imperturbable y Roger maniobraba con un profesionalismo impresionante. La vista de la Tierra encogiéndose detrás de nosotros era sobrecogedora; sin embargo, no pude evitar que una sombra de inquietud se posara en mi mente. Algo en el silencio del espacio me parecía diferente, más opresivo de lo que había imaginado.
Recuerdo que pensé que esto era normal, ya que era la primera vez que sentía como era el espacio exterior. Estaba helado, no por frío, sino por la emoción de estar allí, en el espacio exterior, mirando hacia afuera. El universo era algo impresionante, una inmensidad que no podía creer estar viendo con mis propios ojos.
Desde pequeño, solo había podido imaginar lo que estaba presenciando en ese momento, pero ahí estaba yo, flotando en la vasta oscuridad del espacio. No podía contenerme; hablaba sin parar, dando cada detalle que veía. Era como si necesitara expresar todo lo que sentía en ese momento.
Pero el comandante Grissom, con su habitual calma, me pidió que guardara silencio. "Pierce, vamos a estar aquí un buen rato. Necesito un poco de paz", dijo, y entendí el mensaje.
El viaje fue largo, más de 25 horas viajando por el espacio sideral. Pero entonces, algo rompió la calma. El comandante anunció que había detectado una falla en la estructura de la nave.
Mi corazón dio un vuelco cuando mencionó la posibilidad de que hubiéramos chocado con algo. Miré por una de las ventanas laterales y lo vi: una grieta en el casco de la nave. Desde la base, en la NASA, nos alertaron de inmediato.
Teníamos que cerrar ese agujero cuanto antes, o perderíamos oxígeno rápidamente. El comandante me miró directamente y supe lo que venía. "Pierce, eres el indicado para esta misión.
Este es tu trabajo", dijo, sin titubear. Mi mente se llenó de nervios, pero sabía que esto era lo que me habían entrenado para hacer. Los tres astronautas me ayudaron a prepararme para salir al exterior y reparar la avería.
Con el equipo puesto, salí de la nave, sintiendo la presión del vacío a mi alrededor. La grieta estaba cerca de la cápsula, lo que facilitaba un poco la tarea, pero cuando me acerqué para inspeccionarla más de cerca, algo me inquietó profundamente: esa grieta no parecía ser producto de un simple impacto. Tenía una forma perfecta, circular, como si algo nos hubiera atacado deliberadamente.
Me quedé atónito; nunca había visto un agujero tan perfectamente hecho en ninguna de las simulaciones o ejercicios. Rápidamente, utilicé un pegamento especial que se secaba incluso en ausencia de aire y cerré la grieta lo mejor que pude. Sin embargo, lo que vi allí afuera me dejó inquieto.
No mencioné nada al respecto a los astronautas; no quería alarmarlos con lo que había visto. No, todavía. Así que, después de asegurar la reparación, volví a entrar al navío y continuamos.
Habían pasado ya 48 horas desde nuestro despegue y, siendo sincero, ya no me gustaba la idea de estar allí en el espacio. Sentía un creciente deseo de regresar a la Tierra, especialmente después de lo que había visto afuera. Algo me daba mala espina.
No podía dejar de pensar en lo que podría haber causado esa grieta tan perfecta. Tenía miedo. Un miedo que no podía sacudirme.
Entonces, la cápsula comenzó a vibrar violentamente, las luces parpadearon y los instrumentos se volvieron locos. El comandante repetía varias veces que nos calmaramos, tratando de mantener el control. Desde la base, en la NASA, nos informaron que habíamos entrado en un campo gravitacional inesperado que estaba afectando nuestra nave, haciéndola desvariar casi como si estuviera viva.
El caos duró lo que parecieron, pero finalmente las vibraciones cesaron. Después de casi 70 horas de viaje, la Luna apareció ante nosotros. Era majestuosa, con sus cráteres inmensos e impresionantes.
A pesar de todo lo malo que habíamos pasado durante el trayecto, ver la Luna tan cerca hizo que todo valiera la pena, aunque en el fondo, la inquietud seguía creciendo en mí. La visión de la Luna nos dio un respiro de alivio, pero mi mente no podía dejar de dar vueltas sobre lo que había pasado. ¿Qué era esa grieta que habíamos encontrado en el espacio?
No dije nada; mantuve mis miedos bajo control, pero algo me decía que lo peor aún estaba por venir. Nos preparamos para el aterrizaje en la cara oculta de la Luna. No podía quitar los ojos de los cráteres gigantescos que se abrían como bocas hambrientas bajo nosotros.
Finalmente, nos estabilizamos y comenzamos el descenso. Mientras lo hacíamos, sentí una tensión extraña en el aire, como si la Luna misma estuviera esperando nuestra llegada. El aterrizaje fue más suave de lo que esperaba, pero eso no alivió la tensión que se.
. . Apoderaba de mi cuerpo.
Nos posamos en la Cara Oculta de la Luna, un lugar que ninguna misión anterior había explorado. La vista era desoladora, con un paisaje gris que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Pero había algo más, algo que no podía identificar: una sensación de que no estábamos solos.
El comandante Grison fue el primero en hablar después de que la nave se estabilizó. —Estamos aquí. Comencemos con los procedimientos, muchachos —me dijo el comandante—.
No era necesario que yo bajara, pero yo insistí y bajé. Todo bajó, mi responsabilidad. Roger se quedó en la órbita y, entre tres, bajamos.
Después de asegurarnos de que todo estaba en orden, comenzamos a prepararnos para salir al exterior. La primera inspección del terreno fue tranquila. Recogimos muestras del suelo lunar y realizamos las mediciones necesarias.
Pero algo seguía acechándome en el fondo de mi mente. Entonces lo vimos a lo lejos: había una estructura. No se parecía a nada que hubiera visto antes.
Estaba parcialmente enterrada en la superficie lunar y su forma no era natural. Parecía una construcción, pero no una humana. Gus fue el primero en decidir que debíamos investigar.
No era parte de la misión, pero sabíamos que esto era importante, algo que podía cambiarlo todo. Nos acercamos con cautela. Cuanto más nos acercábamos, más claro se volvía que esa estructura no pertenecía a algo que conociéramos.
La estructura era inmensa: una construcción de unos 10 m de alto y 20 de ancho, imponente y aterradora en su presencia. Mientras explorábamos, decidí acercarme más. Fue entonces cuando lo vi: clavada en el suelo lunar, ondeando suavemente, había una bandera.
Mis ojos no podían creer lo que veían. Me acerqué y, al observarla más de cerca, mi corazón se detuvo. Por un instante, era roja, con una hoz y un martillo dorados en la esquina superior izquierda, junto con una estrella roja bordeada de dorado.
La reconocí al instante: la bandera de la Unión Soviética. —Esto debe ser una broma —pensé, pero no lo era. Me acerqué aún más y vi algo que me heló la sangre.
En la bandera estaba escrita una fecha: 4 de julio de 1965. La fecha se grabó en mi mente como un hierro candente. No éramos los primeros en pisar la Luna.
La decepción se mezcló con una creciente sensación de peligro. Mientras tocaba la bandera, un zumbido sordo llenó el ambiente. No era un sonido normal.
No, en el sentido en que estamos acostumbrados. Me di la vuelta lentamente y lo que vi me dejó paralizado de terror. Una criatura alta y amenazante estaba atacando a uno de los astronautas.
Mis ojos se ajustaron a la oscuridad lunar y vi que era el comandante Grissom quien estaba bajo ataque. Ed White, a unos metros de distancia, intentaba saltar hacia el módulo de servicio. Sus movimientos eran desesperados.
Me hizo señas para que huyera, para que lo siguiera. Sin pensarlo dos veces, comencé a brincar apresuradamente hacia el módulo, pero no llegué lejos. Otra criatura apareció frente a mí.
Esta era más pequeña que la primera, pero igual de aterradora. Medía unos 2 m de alto, delgada, con una apariencia insectoide. Tenía alas de unos 2 m de envergadura y sus ojos grandes y oscuros me miraban fijamente, llenos de una inteligencia maligna.
Se movía con una rapidez imposible para nosotros en la baja gravedad lunar, mientras nosotros saltábamos con facilidad, como si fueran dueños del lugar. No comprendía por qué era así en ese momento, pero años después entendí que se debía a la diferencia en la gravedad entre la Tierra y la Luna. Uno de estos seres agarró al comandante Grissom y, con una facilidad aterradora, le quitó el casco.
Miré horrorizado cómo el rostro de Gus se oscurecía rápidamente, antes de que su cabeza explotara en una nube de sangre y tejido. La criatura comenzó a recoger su cadáver, arrastrándolo hacia la estructura que habíamos descubierto. No había nada que pudiera hacer por el comandante, así que di la vuelta y corrí hacia Ed.
Intentamos llegar juntos al módulo, pero fuimos alcanzados por otra criatura. Esta vez, el ser escupió un líquido corrosivo que quemó parcialmente el traje de Ed. Desde la parte inferior de una especie de cuerda se extendió, atrapando a Ed y arrastrándolo hacia la oscuridad.
Corrí con todas mis fuerzas; el miedo me impulsaba. Logré subir al módulo de servicio y Roger B. Chaffy, con el rostro pálido, me ayudó a entrar en el módulo de comando.
Estaba agitado; mis palabras se atropellaban mientras le decía que debíamos volver por ellos, que no podíamos dejarlos allí. —No podemos hacer eso, Colin. No hay forma de salvarlos —respondió Roger con una frialdad que me sorprendió.
Un leve zumbido, similar a un chillido, resonó en la nave, acompañado de una vibración que casi me hizo perder el equilibrio. Afuera, una de las criaturas estaba destruyendo la nave. Roger maldijo en voz baja, luego me miró con determinación.
—Siéntate —me ordenó—. Recuerda cómo se manejaba. Tienes que hacerlo.
Tú vas a volver. Antes de que pudiera responder, Roger salió del módulo. Lo vi brincar hacia la criatura, lanzándose con todo lo que tenía.
Lo vi desaparecer entre las sombras mientras la criatura lo alcanzaba. Con lágrimas en los ojos y el corazón roto, me forcé a seguir las enseñanzas de Roger. No podía dejar que su sacrificio fuera en vano.
Llorando por la pérdida de estos valientes hombres, logré hacer que el módulo se moviera en dirección a la Tierra. Mientras atravesaba el espacio sideral, un solo pensamiento me perseguía: existen los extraterrestres, existen. Sabía que lo que había presenciado cambiaría el mundo para siempre, pero también sabía que no sería fácil convencer a nadie de la verdad.
El módulo de comando se movía lentamente, alejándose de la superficie lunar. Afuera, la vasta oscuridad del espacio se extendía infinitamente, pero yo apenas podía concentrarme en eso; mi mente estaba inundada de imágenes de. .
. Lo que había dejado atrás: Gus, Ed y Roger, todos muertos. No podía quitarme de la cabeza la escena de sus muertes, especialmente la del comandante Grisom, su cabeza explotando bajo la presión de aquel vacío asesino.
Las palabras de Roger resonaban en mi mente mientras intentaba mantener el control del módulo: "Tienes que hacerlo. Tú vas a volver". Nunca había operado el módulo por mi cuenta, al menos no en estas circunstancias.
Cada movimiento se sentía torpe, cada decisión, una apuesta. Pero sabía que tenía que hacerlo, no solo por mí, sino por ellos, para que sus muertes no fueran en vano. Mientras avanzaba en dirección a la Tierra, los sistemas comenzaron a fallar de manera intermitente; las luces parpadeaban y los indicadores mostraban lecturas erráticas.
Intenté estabilizar la nave, pero todo parecía desmoronarse a mi alrededor. La criatura, o criaturas, que habían destruido la nave seguían acechando en mi mente, pero no podía permitirme el lujo de ceder al miedo. La gravedad de la situación me golpeó con toda su fuerza; estaba solo en una nave dañada, rodeado por el vacío del espacio.
La posibilidad de no lograrlo, de morir allí mismo, se hacía cada vez más real, pero me aferré a la esperanza de que, de alguna manera, podría lograr regresar a la Tierra. El viaje fue un infierno; estuve casi 75 horas en la nave, pero por fin llegué a la Tierra. Al notar que estaba entrando en la órbita de la Tierra, mi mente se nubló.
Cuando finalmente desperté, lo primero que noté fue la luz blanca y cálida que iluminaba la habitación. Mi cuerpo estaba adolorido, cada músculo me pesaba como si estuviera hecho de plomo, pero lo que realmente me dejó sin aliento fue la vista de varios guardias militares, armados hasta los dientes, apostados alrededor de mi cama. Parecían estar esperando algo, y ese algo era yo.
Intenté hablar, pero mi voz era apenas un susurro. Los recuerdos de lo que había vivido regresaron de golpe y el peso de la realidad se asentó en mi pecho. Las imágenes de esos seres espantosos, las muertes de Gus, Ed y Roger, todo volvió a mí en un torrente incontrolable.
No pude evitarlo; las lágrimas comenzaron a correr por mi rostro. El jefe de la NASA, a quien reconocí inmediatamente, estaba allí, esperando pacientemente a que despertara. Al verme llorar, se acercó a mí con una expresión que no pude leer.
—¿Qué te pasa? —me preguntó. Su tono era una mezcla de curiosidad y preocupación.
No podía hablar, apenas podía respirar. Pero él insistió. Entonces ordenó a los guardias que salieran de la sala.
Una vez que estuvimos solos, me miró directamente a los ojos y me dijo que continuara. Con la voz temblorosa y rota por el dolor, le conté todo: cada detalle, cada horror que habíamos enfrentado en la Luna. Le hablé de los seres extraterrestres que nos atacaron, de cómo mataron a mis compañeros de la manera más brutal imaginable.
Le hablé de la lucha desesperada por regresar a la Tierra; no dejé nada fuera, excepto la bandera. Eso decidí guardármelo para mí. Era un secreto que no estaba listo para compartir, no aún.
El jefe de la NASA me escuchó en silencio, sin interrumpirme. Cuando terminé, se quedó en silencio por un momento y luego, para mi sorpresa, soltó una leve risa. —Así que era cierto, eh —dijo, como si estuviera hablando consigo mismo.
Mi estómago se revolvió; lo miré con horror, comenzando a comprender lo que había ocurrido. Antes de que pudiera hablar, continuó: —Ya habíamos mandado una nave anteriormente, pero nadie volvió de la tripulación. Deducimos que todos habían muerto.
El mundo se me vino abajo en ese momento. Quise saltar de la cama y golpearlo, matarlo por lo que había hecho. Nos habían enviado a morir y él lo sabía todo el tiempo.
—Es increíble que hayas vuelto —Pierce añadió, su voz era casi admirativa—. No esperábamos que alguien sobreviviera. No pude contenerme más; lo interrumpí, mi voz rota por la ira y el miedo.
—Voy a contarle al mundo lo que pasó; todos deben saberlo. Pero su reacción fue tan calmada como aterradora. Se inclinó un poco hacia mí y, en un tono casi susurrante, me dijo algo que me heló la sangre.
—Sería mejor que no lo hicieras, Pierce. Conocemos a tu esposa y a toda tu familia. El terror que sentí en ese momento fue peor que cualquier cosa que había experimentado en la Luna.
De repente comprendí que estaba atrapado, que no podía hacer nada para cambiar lo que había sucedido, lo que había visto, lo que había vivido. Moriría conmigo. Salí del hospital.
Cuando finalmente salí del hospital, mi mente estaba hecha pedazos. Fui directamente a casa, donde mi esposa me esperaba, su rostro lleno de preocupación. No necesité decirle nada; ella entendió de inmediato que teníamos que irnos.
Recogí nuestras cosas en silencio y esa misma noche nos fuimos a vivir a otro estado, lejos de todo, lejos de la NASA, lejos de las pesadillas que sabía que nunca me dejarían. Días después, mientras ojeaba el periódico, me encontré con un titular que me hizo hervir la sangre: "En un trágico giro de los acontecimientos, el programa espacial estadounidense sufrió hoy un duro golpe con el accidente del Apolo 1, ocurrido en la plataforma de lanzamiento LC 34 del Centro Espacial Kennedy. " Leí el artículo con incredulidad, sintiendo cómo la ira se acumulaba en mi pecho.
Un incendio se desató dentro del módulo de comando de la nave durante una prueba rutinaria previa al lanzamiento. Los tres astronautas a bordo, preparados para lo que debía ser un ensayo estándar, se vieron atrapados en una situación desesperada. Era una mentira, una vil mentira que ocultaba la verdad.
Querían hacer creer al mundo que todo había sido un accidente, que Gus, Ed y Roger habían muerto en la Tierra y no en la Luna, enfrentando horrores que nadie. . .
Debería conocer. Quise estallar de ira, gritar la verdad desde los tejados, pero sabía que no podía hacer nada al respecto. Mi familia estaba en juego y no podía arriesgarlo.
El silencio era mi única opción, un silencio que me carcomía por dentro, pero que sabía que debía mantener. Hoy en día, ya estoy anciano. He vivido escondido casi toda mi vida.
Pero ahora, con la muerte acercándose, ya no temo. He decidido contar la verdad, revelar lo que realmente sucedió. Aunque sé que muchos no me creerán, es mi última oportunidad de dejar constancia de lo que vivimos, para que el mundo sepa que no estamos solos y que no estamos a salvo.