Amsterdam. Año 1656. Una carta firmada con urgencia, un sello roto por manos temblorosas y un nombre escrito con tinta negra sobre el decreto de excomunión.
Baruch Espinoza tenía apenas 23 años y fue expulsado públicamente de su comunidad judía, acusado de herejía, blasfemia y peligrosas ideas sobre Dios. No quemaron su cuerpo, pero intentaron borrar su alma del mundo. Sus escritos fueron prohibidos, sus palabras censuradas, su nombre olvidado durante siglos.
Pero lo que pocos saben es que antes de morir, Espinosa dejó algo más que sus libros conocidos. Un conjunto de páginas personales, anotaciones sin publicar, un manuscrito nunca terminado que sus discípulos protegieron en silencio. Escucha con calma, quédate hasta el final, porque más adelante entenderás por qué algunos secretos no se matan con fuego, sino con silencio.
Me llamo Baruch Espinosa y durante muchos años creí en un Dios que no era mío, un Dios severo, invisible, inaccesible, un juez al que había que temer, pero jamás mirara los ojos. Crecí entre plegarias en hebreo, normas estrictas y la idea de que pensar diferente era peligroso. En mi infancia la fe no era una conexión.
Era una obligación, pero algo en mí siempre desobedecía en silencio. A los 14 años, mi maestro, el rabino Menaceb en Israel, me miró durante una lección y preguntó, "¿Por qué no sigues la lectura, Baruk? " Y yo respondí con lo único que me nacía.
Porque lo que busco no está escrito ahí. No me reprendió, solo guardó silencio. Pero ese día entendí que había preguntas que nadie se atrevía a hacer porque temían la respuesta.
A los 17 empecé a leer lo prohibido. Descubrí a Decart, a los místicos sufíes, a los estoicos y por primera vez sentí que Dios no era un personaje, sino un principio. Años después, una noche de invierno, me senté junto al canal Eren Grasht.
El agua estaba quieta, las estrellas reflejadas no temblaban y entonces lo sentí. una presencia, no afuera, sino adentro. Dios no era un ser allá arriba, era el todo mismo, la naturaleza viva, la conciencia que sostiene cada partícula y algo más.
Si Dios está en todo, entonces no castiga, sino que se expresa. Fue una revelación y también una sentencia. A los 23 años, mis ideas ya no podían ocultarse y tampoco podían ser aceptadas.
Recibí una carta de la comunidad. Tus pensamientos ofenden a lo sagrado o los abandonas o te exiliamos. Y así fue.
Fui excomulgado, expulsado de la sinagoga, separado de mi familia, sin derecho a hablar con nadie que conociera. Pero escucha bien, esa fue la noche más libre de mi vida, porque entendí que perderlo todo a veces es la única forma de encontrarte contigo. Aprendí que cuando uno se atreve a pensar desde el alma, el mundo te empuja afuera.
Pero lo que parece un castigo puede ser una invitación a ver la verdad con tus propios ojos. Y aquí está la enseñanza que me cambió. No busques a Dios como algo separado de ti.
No esperes que hable como un trueno o aparezca entre nubes. Obsérvalo en lo simple. Escúchalo en el silencio.
Y si un día todo lo que te rodea se derrumba por pensar diferente, no te aferres. Tal vez ese derrumbe es Dios quitando lo que te alejaba de él. Por eso, si alguna vez sentiste que Dios no está allá lejos, sino aquí, en este instante, en tu cuerpo, en tu aliento, entonces ya estás despertando, no estás solo.
En el próximo capítulo te contaré qué fue lo más difícil. No descubrir la verdad, sino sostenerla cuando nadie más la ve, cuando incluso tus propios pensamientos te ponen a prueba. Permanece conmigo.
Esto apenas comienza. Cuando fui exiliado, no sentí rabia. Sentí silencio, un silencio espeso, largo, como si el mundo entero se hubiese detenido a observarme y luego me hubiera dado la espalda.
Me alejé de Amsterdam sin equipaje. Solo llevaba lo esencial, un abrigo gastado, una pequeña libreta de cuero y una pluma que mi madre me había dado antes de morir. Durante meses viví en una pensión alejada en Reinsburg.
No hablaba con nadie. Me dedicaba a escribir, a leer, a observar el campo y las estaciones. Cada hoja que caía era una lección, cada amanecer un libro abierto.
Pero no era la soledad lo que más dolía, era la guerra interna. Porque cuando te quedas sin referencias, sin familia, sin templo, sin permiso para ser quien eres, entonces aparecen otras voces, no las de afuera, sino las de adentro. Una mañana, mientras escribía junto a la ventana, sentí algo extraño.
Una idea surgió en mi mente con fuerza, con urgencia, pero no era mía. No venía de mi centro, de ese lugar donde el alma reconoce lo que es verdadero. Era una voz disfrazada de pensamiento, una frase que decía, "Todo esto es inútil.
No cambiarás nada. Estás solo. Cerré el cuaderno y por primera vez en semanas bajé la cabeza sobre la mesa.
No lloré, solo respiré con los ojos cerrados tratando de encontrar dónde comenzaba yo y dónde terminaban esas voces. Y entonces lo comprendí. No todos los pensamientos que habitan en mí me pertenecen.
Algunos son memorias de otros, ideas heredadas. miedos colectivos, ecos de voces que escuchamos tantas veces que terminamos creyendo que son nuestras. Ese día no escribí más.
Salía a caminar bajo la lluvia y mientras el agua me empapaba la ropa, repetía una sola frase en mi mente. Yo no soy lo que pienso. Yo soy el que observa lo que pienso.
Aquella noche, al volver, abrí el cuaderno y escribí una frase que aún conservo. La libertad no es pensar lo que quiero, sino descubrir lo que ya no necesito seguir pensando. Con el tiempo empecé a reconocer esas voces.
a diferenciarlas. La voz del juicio, la voz del miedo, la voz del deber y entre todas muy bajita, la voz del alma, la que no grita, pero guía. Fue así como comencé a trazar mi propia idea de libertad, no como un acto político, sino como un estado interno, un espacio donde la conciencia no reacciona, sino que elige.
Aprendí que la mente no siempre es aliada, a veces es una casa ocupada por inquilinos invisibles. Pero también descubrí algo que me devolvió la calma. Si uno aprende a observar sin identificarse, sin pelear con lo que aparece, la mente se calma.
Y el alma habla. Por eso, si algo dentro de ti se inquieta cuando te hablas mal, cuando te repites que no puedes, que no vales, que no sirve, tal vez no es debilidad, tal vez es tu verdad tocando la puerta, no la ignores. En el próximo capítulo te contaré el día en que descubrí lo más aterrador, que la sombra que me daba miedo era una parte mía que solo pedía ser vista y que al huir de ella me estaba alejando del alma misma.
Yo creía que el exilio era la mayor soledad, pero estaba equivocado. La verdadera soledad es cuando ya no puedes huir de ti mismo. Fue en el invierno más frío de mi vida.
El techo de la pensión tenía goteras, el pan escaseaba y mis dedos se entumecían de tanto escribir sin descanso. Es curioso como a veces escribir no alivia, sino que abre heridas que uno ni siquiera sabía que tenía. Una noche me quedé dormido frente al fuego y en sueños vi una figura oscura de espaldas.
Se parecía a mí, pero estaba encorbada, casi deformada y murmuraba frases que jamás me atrevería a decir en voz alta. Me acerqué y cuando la toqué se giró de golpe. Era yo.
Pero un yo dolido, resentido, hambriento de aprobación. Un yo que odiaba a quienes me habían rechazado, que guardaba ira, orgullo, vergüenza. Me desperté sobresaltado, sudando, con una certeza que no había sentido nunca antes.
No hay nada más peligroso que una sombra ignorada. Durante años intenté ser virtuoso, razonable, inteligente, pero olvidé integrar lo más humano que hay en mí, el dolor no resuelto, la rabia escondida, las emociones que reprimí por miedo a perder el control. Fue entonces cuando entendí lo que nunca me enseñaron.
La luz no crece por negación de la oscuridad, crece cuando la abraza. Escribí en mi cuaderno. Aquello que juzgas en ti se esconde, pero aquello que miras con compasión se transforma.
Ese día decidí mirar a mi sombra de frente, no para justificarla, sino para escucharla. Le pregunté qué quería y me respondió no con palabras, sino con una sensación profunda que solo quería ser aceptada, ser parte, ser reconocida. ¿Y sabes qué ocurrió después?
Nada espectacular. No hubo milagros. Pero dormí por primera vez sin sueños turbios, sin angustia en el pecho y descubrí una verdad silenciosa.
Aceptar tu sombra. Es el primer acto de amor propio, verdadero. Desde ese momento, cada vez que una emoción intensa me visita, ya no me asusto, la recibo y la escucho.
Porque detrás de cada sombra hay una necesidad no atendida y detrás de cada necesidad una puerta al alma. En el siguiente capítulo te contaré lo que ocurrió cuando decidí no huir más del vacío y cómo descubrí que el silencio, ese mismo que antes me atormentaba, era en realidad una forma en la que el universo me hablaba sin palabras. Durante mucho tiempo creí que el silencio era castigo, una ausencia, una señal de que algo en mí había dejado de funcionar.
Cuando me exiliaron, la primera noche sin voces fue insoportable. No se trataba solo de no tener con quién hablar, era que mis pensamientos por primera vez no tenían ecos. Nadie los reafirmaba, nadie los discutía, solo estaban ahí flotando en una habitación vacía.
Pasaron semanas, el invierno avanzaba y el mundo parecía ajeno. Los niños jugaban en los canales congelados. Los comerciantes hablaban de oro y trigo, pero en mi interior todo era un terreno deshabitado.
Una tarde, mientras caminaba por los bordes del canal Amstel, vi una casa vieja siendo demolida. Un niño miraba curioso desde la otra orilla. Me senté y observé como los obreros quitaban los ladrillos uno a uno.
Había algo casi ritual en esa destrucción, un orden en el caos. Y entonces lo entendí. El vacío no era ruina, era preparación.
Nadie construye sobre lo que ya está lleno. Primero se limpia, se remueve, se queda en blanco. Solo entonces algo nuevo puede surgir.
Esa noche regresé a casa y escribí, el alma no teme al vacío. Es la mente la que no soporta no tener respuestas. Cerré los libros, apagué la lámpara y me senté en silencio.
No recé, no razoné, solo permanecí. Y por primera vez en mucho tiempo no sentí soledad, sentí presencia, como si en ese silencio alguien o algo me estuviera escuchando. Comprendí que el vacío es el idioma de lo sagrado.
No interrumpe, no exige, solo espera. Esperar. Esa palabra que me impacientaba tanto se volvió mi maestra.
esperar en paz, sin querer llenar, sin querer huir. Es allí donde empecé a experimentar algo distinto. Mis pensamientos se ordenaban sin esfuerzo, las preguntas se volvían menos urgentes y la vida, en su forma más simple comenzó a tener sentido, no por lo que hacía, sino por lo que estaba dispuesto a soltar.
Y aquí está la enseñanza que deseo dejarte. No llenes tu vacío con cualquier cosa. Escúchalo, porque a veces el alma pide espacio para expandirse.
No te distraigas, no corras, no tapes el silencio con ruido. Hay algo en ti que aún no ha nacido y necesita ese terreno fértil llamado vacío. En el próximo capítulo te hablaré del momento en que sentí que no estabas solo, aunque no había nadie más en la habitación.
y cómo ese instante cambió para siempre mi manera de relacionarme con lo invisible. Permanece conmigo. Aquella tarde no fue distinta a las demás.
El viento frío de Ámsterdam se filtraba por las rendijas de madera. El fuego de la estufa apenas susurraba su calor y yo, como cada día desde que me exiliaron, me sentaba a escribir frente a la ventana. Afuera la vida seguía.
Un hombre arrastraba un saco de harina. Una mujer cargaba leña bajo la nieve. Los caballos resignados dibujaban vapor en el aire y sin embargo, yo no podía evitar sentirme desconectado.
Habían pasado meses desde mi separación definitiva de la comunidad. Los libros eran mis únicos interlocutores. La pluma, mi única confesora.
Esa tarde escribía sobre la unidad entre mente y cuerpo, cuando sin razón aparente sentí una presencia, no era miedo, no era frío, era algo como si alguien estuviera conmigo detrás de mí, pero sin cuerpo. Solo conciencia. Me giré lentamente, no había nadie, pero lo sentí tan claramente como si pudiera oír su respiración.
No pronuncié palabra, ni siquiera me moví, solo cerré los ojos y algo extraño sucedió. Imágenes vinieron a mí, no como recuerdos, sino como visiones. Vi mi infancia, vi a mi madre sirviendo sopa, a mi padre limpiando sus lentes en silencio.
Vi el rostro del rabino Menacé cuando me excomulgó, pero también vi algo que nunca había visto. mi alma no como una luz, no como una figura, sino como una vibración, un latido que no venía del pecho, sino de todo lo que me rodeaba. Y entonces lo supe.
No estaba solo, nunca lo estuve. Solo que mis sentidos limitados por la costumbre no sabían cómo percibirlo. Lo invisible no es ausencia, es presencia sin forma, es compañía sin palabras, es el universo recordándote que tú también eres parte de él.
Ese día no tuve pruebas, no hubo milagros, solo una certeza que no se discute. La conciencia no está encerrada en tu cuerpo, está en todo. Y si te aietas lo suficiente, la sentirás.
¿Te ha pasado? ¿Alguna vez sentiste que alguien te acompañaba en un momento difícil, aunque no pudieras verlo? Comenta si tú también lo has sentido.
Quizás no seas el único desde ese día. Nunca más recé esperando respuesta porque entendí que no hay un otro allá afuera. El que escucha también soy yo.
Y el silencio no es indiferencia, es la forma más pura de presencia. En el próximo capítulo te contaré cómo el universo me habló por primera vez, sin palabras, sin señales, solo a través de una sincronía tan perfecta que entendí que todo está unido por hilos que no se ven. Permanece conmigo.
Lo que viene te hará mirar de otra forma lo que llamas casualidad. Aquel día amaneció gris, húmedo y en silencio. Uno de esos días en que hasta los árboles parecen estar dormidos, yo tenía la costumbre de caminar antes de escribir, como si el cuerpo supiera lo que la mente aún no había descubierto.
Recorría un sendero junto al río Amstel. La bruma lo cubría todo y había algo en el aire, algo pesado, pero sagrado, como si el mundo estuviera a punto de decirme algo. Yo no buscaba respuestas, tampoco hacía preguntas, solo caminaba.
De pronto vi un cuervo. Estaba posado en una rama muy baja. No se movía, no me temía, solo me miraba.
Sentí una incomodidad en el pecho, como si su mirada abriera algo en mí. y sin entender por qué le hablé. ¿Qué esperas de mí?
Sí, sé que suena extraño, pero no lo dije en voz alta, lo dije por dentro, como quien lanza una palabra al vacío, solo para ver si vuelve con eco. Y fue entonces cuando sucedió algo que no puedo explicar. Al volver a casa, una carta me esperaba.
No tenía remitente, solo decía, "Lo que estás escribiendo es necesario, no pares. " Nada más. Ningún nombre, ninguna firma.
Pero lo supe. No era casualidad, era una respuesta, no del cuervo, no del cartero, sino de esa inteligencia que teje los momentos con hilos invisibles. Esa tarde, al escribir, mis manos se movieron con más claridad.
Las ideas fluían como si ya existieran, como si solo necesitara recordarlas. Y allí entendí algo que hasta hoy sigo repitiendo. Cuando el universo quiere hablarse, no usa palabras, te pone señales en lo cotidiano, personas que llegan sin avisar.
Frases que parecen escritas para ti. Aves que se quedan más tiempo del esperado. Cartas sin nombre.
Silencios que tocan. Desde ese día no subestimé más los pequeños eventos. Entendí que la realidad es un lenguaje, uno que no se aprende leyendo, sino escuchando con el alma.
Si alguna vez te pasó algo así, un mensaje inesperado, una coincidencia que parecía imposible, cuéntalo en los comentarios. Tal vez al compartirlo le recuerdes a otro que no está solo. La sincronía no es magia, es el alma diciendo, "Estás en el camino.
" En el próximo capítulo te contaré algo aún más profundo. Cómo descubrí que no era el mundo el que me bloqueaba, sino mi propio miedo a recibir lo que decía desear. Y esa lección me cambió para siempre.
Tenía 24 años. Y por primera vez desde mi exilio me sentía cerca de algo parecido a la paz. Vivía en Ringsburg, en una pequeña habitación alquilada con pocas cosas, pocos libros y mucho silencio.
Cada mañana escribía, cada tarde tallaba lentes para sobrevivir y por las noches pensaba en lo mismo. ¿Y si no tuviera que esconder lo que pienso? ¿Y si por una vez pudiera enseñar sin miedo?
Un día recibí una visita inesperada. Era un comerciante de Ámsterdam. Me trajo una carta, una propuesta, enseñar filosofía en una universidad del sur.
La paga era buena, el reconocimiento aún mejor. Y la carta estaba firmada por alguien que había admirado en mi juventud. Lo leí dos veces, no lo creía y sin embargo no respondí ni ese día ni el siguiente.
Pasaron tres semanas y la carta seguía sobre mi mesa sin tocar. Era como si algo en mí no pudiera abrir esa puerta, aunque fuera exactamente la puerta que siempre había querido abrir, hasta que una noche lo entendí. Y no fue por pensar, fue por ver algo tan simple como una escena en la calle.
Desde mi ventana vi a un niño pequeño en la plaza. Llevaba un sombrero demasiado grande y una sonrisa que lo cubría todo. Su padre le ofrecía un dulce, pero el niño dudaba.
Daba un paso adelante y luego retrocedía. El padre insistía y el niño no tomaba nada, no porque no lo quisiera, sino porque de algún modo algo dentro de él decía, "No lo merezco aún. " Y ahí lo vi todo reflejado.
Yo había hecho lo mismo con mi vocación, con las oportunidades, con el reconocimiento. Durante años decía que quería ser libre, pero cuando la libertad tocaba la puerta, yo no abría. No era el mundo el que me bloqueaba, era mi idea de mí mismo.
Porque a veces cargamos con una imagen tan vieja, tan rota, que cuando la vida quiere darnos algo nuevo, no sabemos dónde ponerlo. Esa noche escribí una sola frase en mi cuaderno. Cuando el alma tiene hambre, pero la mente no se siente digna, todo se estanca.
Desde entonces aprendí a identificar esos bloqueos sutiles. La culpa que impide disfrutar, el orgullo que disfraza el miedo, el control que esconde una herida. Y supe que antes de abrirme al mundo debía abrirme a mí.
Si alguna vez sentiste que deseabas algo, pero al acercarse lo alejabas sin querer. Tal vez no era falta de deseo, sino miedo a recibir. Dímelo en los comentarios si alguna vez lo viviste, porque cuando compartimos nuestras sombras dejan de tener poder.
En el siguiente capítulo te contaré lo que más me transformó. Como la gratitud no es una respuesta, sino una llave, una puerta que solo se abre desde dentro y que una vez abierta cambia [Música] todo. Durante años escribí para entender, para ordenar mi mente, para encontrar entre tantas ideas un punto de paz.
Pero hubo un momento en mi vida en que escribir ya no bastaba, ni pensar ni razonar. Fue el invierno más duro que recuerdo. Una tormenta de nieve paralizó Liden durante días.
No había luz, ni transporte, ni visitas y yo me había quedado sin ingresos. Los lentes que tallaba ya no se vendían como antes. Las cartas con encargos dejaron de llegar.
La comida empezó a escasear y el fuego en mi pequeña estufa cada vez duraba menos. Una noche con las manos heladas. Envolví mi último pedazo de pan en un trapo y me senté frente a la ventana.
No pedí nada, no recé, solo observé. El mundo estaba en silencio, el viento soplaba fuerte y de pronto una sensación me recorrió por completo. No tenía casi nada.
Y sin embargo, sentía que tenía todo. Fue extraño, como si en ese momento exacto mi alma hubiera soltado el peso de la escasez. Recordé un pensamiento que había escrito meses atrás, casi sin entenderlo.
La gratitud no es una reacción, es una creación. Y en ese instante entendí, no se trataba de estar agradecido cuando algo bueno pasa. Se trataba de sentir gratitud antes de que pase, como si la gratitud misma fuera el imán.
La señal, la llave que abre lo que ya está esperándonos al otro lado del miedo. A la mañana siguiente, sin buscarlo, un vecino golpeó mi puerta. me trajo pan, leña y una carta de un editor en Utrecht que había leído un fragmento de mis textos.
No fue casualidad, fue sincronicidad, porque el universo no responde al ruido del deseo, sino a la coherencia del alma. Y la gratitud es la emoción más coherente que conozco. Desde entonces escribí una sola frase cada noche.
Gracias por lo que es y por lo que ya viene. No como quien espera, sino como quien confía. ¿Y tú has sentido alguna vez gratitud incluso cuando parecía que no había nada para agradecer?
Cuéntamelo. Tal vez eso que hoy agradeces en silencio. Mañana será la llave que abra algo que aún no imaginas.
En el próximo capítulo te contaré el día que perdí todo. Y fue precisamente ahí donde encontré mi alma. A veces la vida te va quitando cosas sin explicación, sin aviso, sin justicia aparente y uno lucha, se resiste hasta que ya no queda nada que sostener.
Eso me pasó una tarde de otoño, cuando tenía 32 años. Una enfermedad en los pulmones comenzó a complicarse. Toser me hería, dormir era difícil.
El médico fue claro, si seguía trabajando con polvos finos de vidrio para tallar lentes, no duraría mucho. Y así lo único que me daba sustento, también se volvió veneno. Intenté escribir, pero no tenía fuerzas.
Intenté visitar a mis amigos, pero algunos ya no estaban. Uno por uno, los vínculos se fueron diluyendo, no por traición, sino por distancia, por miedo, por tiempo. Un día miré alrededor y me di cuenta, ya no tenía hogar propio.
No tenía templo, ni comunidad, ni ingresos, ni salud, solo una cama prestada, un abrigo delgado y un corazón que no dejaba de hacerse preguntas. Y fue en ese despojo donde algo inesperado sucedió. Una noche, al borde de la fiebre, soñé que caminaba descalso por un bosque oscuro.
No llevaba nada, no había camino. Pero en ese sueño, una voz tranquila, suave me dijo, "No puedes perder lo que eres, solo lo que ya no necesitas. " Desperté con lágrimas, no de tristeza, sino de claridad.
Ese día dejé de luchar contra la pérdida y comencé a observar quedaba en mí cuando todo lo demás se había ido. Y lo que quedó fue suficiente. Quedó una conciencia serena, un pensamiento libre, un alma en paz.
Aprendí algo que nunca olvidé. La pérdida no te vacía, te revela. nos creemos lo que tenemos, lo que sabemos, lo que construimos, pero a veces es en el derrumbe donde aparece lo que realmente somos.
Y si hoy estás escuchando esto desde un lugar de pérdida, si algo o alguien importante se ha ido, te lo digo con el corazón en la mano. Tal vez no estás perdiendo, tal vez estás regresando a ti. No huyas del vacío.
Camínalo, obsérvalo, pregúntale. A veces, en lo más hondo de ese abismo, hay una voz que siempre estuvo esperando que lo escucharas. En el próximo capítulo te hablaré del instante más revelador de todos, cuando al dejar de buscar afuera encontré la paz donde siempre había estado.
Durante mucho tiempo. Creí que la paz era algo que uno encontraba al final después de entenderlo todo, después de tenerlo todo resuelto, después del reconocimiento, después del amor o del perdón. Pero no llegaba.
y cuanto más la buscaba, más lejos parecía estar. Un día, cansado de intentar entender la vida con la razón, cerré todos los libros y salí a caminar. No llevaba ideas, ni anotaciones, ni objetivos, solo mis pasos y el silencio.
Caminé por las orillas del canal single, viendo como el agua se deslizaba sin urgencia, como los árboles reflejaban su sombra en el cristal del río, como la vida tan sencilla seguía fluyendo sin exigencias. Y fue ahí, sin pensarlo, sin quererlo, que la sentí por primera vez. paz, no como una meta, sino como una presencia.
No vino porque lo entendí todo, vino cuando dejé de exigir entenderlo todo. Me senté sobre la piedra húmeda del borde del canal, cerré los ojos y por unos minutos no deseé nada, ni justicia, ni respuestas, ni aprobación, solo estar y descubrí algo. La paz no es la consecuencia de comprender la vida.
es la condición para vivirla, no es el premio, es el punto de partida. Desde ese día comencé a practicar lo que llamé la suspensión del juicio, es decir, permitir que las cosas sean sin encasillarlas, sin controlarlas, sin juzgarlas tan rápido. Y en esa práctica descubrí que muchas veces el ruido no viene del mundo, sino de la mente que no acepta lo que es.
fue la experiencia más humilde, pero también la más poderosa. Porque cuando uno deja de resistirse a la realidad, la realidad se abre como una flor. Así entendí una verdad simple.
No hay paz donde todo está resuelto. Hay paz donde todo está permitido. En el próximo capítulo te contaré sobre esa voz interna, la que siempre estuvo allí, aunque viví años ignorándola.
Una voz que no grita, pero que guía. y que tal vez también habita en ti. Durante años seguí las voces de afuera, la del rabino, la del padre, la del maestro, la de los libros, la del deber.
Todas tenían algo en común. Eran fuertes, exigentes y ajenas. Ninguna me preguntaba cómo me sentía.
Solo me decían lo que debía hacer. Pero había otra voz pequeña, inconstante y casi siempre ignorada. Una voz que no usaba palabras.
A veces era solo un malestar en el pecho, una intuición, una incomodidad al actuar en contra de mí mismo. Yo la sentía, pero no sabía cómo seguirla. Hasta que un día, en medio de un invierno cruel, encontré refugio en casa de un viejo filósofo retirado.
Se llamaba Franciscus Vananden Enden. Era excéntrico, libre y más sabio que cualquiera de mis antiguos maestros. Hablábamos poco, pero sus silencios decían mucho.
Una noche, frente, al fuego, me preguntó sin rodeos. Paruk, ¿alguna vez te has escuchado a ti mismo? Todo el tiempo respondí, "No, me dijo.
Eso es oír tus pensamientos. Yo hablo de escuchar al que los observa. " Esa frase me taladró la mente por semanas.
Escuchar al que observa, quién era ese que observaba mis pensamientos. Entonces lo hice no como una técnica, no como un ejercicio, simplemente me detuve, me senté y en vez de seguir cada pensamiento, los vi pasar como nubes, como hojas arrastradas por el viento. Y en ese espacio, entre uno y otro, algo habló, no con palabras, sino con certeza.
No me decía qué hacer, solo me mostraba qué era real. y que era ego, miedo, historia. Era como si dentro de mí hubiera un maestro silencioso, uno que siempre estuvo allí esperando que yo callara para poder hablar.
Desde ese momento entendí algo que marcó mi camino. La voz del alma no interrumpe, solo espera. Es por eso que la mayoría no la escucha, porque vivimos tan llenos de ruido que confundimos la urgencia con la verdad.
Pero si alguna vez sentiste que algo dentro de ti sabe, aunque no sepa explicarlo, escucha, es esa voz. No necesita lógica porque no viene de la mente, viene de donde tú aún no te has olvidado de quién eres. En el próximo capítulo te contaré lo que más me costó aceptar, que no todo lo verdadero necesita ser dicho y que a veces guardar silencio es el acto más profundo de sabiduría.
He pasado mi vida entre libros, copié manuscritos, escribí tratados, refuté argumentos, medité sobre Dios, el alma, la mente y el cuerpo. Y sin embargo, mi mayor aprendizaje no vino de una idea, sino de un gesto. Fue una tarde cualquiera.
Yo vivía solo en una pequeña habitación sobre un taller de lentes. La luz entraba inclinada y el aire olía a madera y aceite. Llevaba semanas escribiendo sobre la naturaleza divina cuando me detuve, no porque me faltaran palabras, sino porque entendí que ya no eran necesarias.
Lo que quería decir ya lo estaba viviendo. La paz que había buscado, el equilibrio entre pensamiento y emoción, la unidad entre lo divino y lo humano. No estaba en lo que sabía, estaba en cómo caminaba, cómo respiraba, cómo respondía con calma a quien me insultaba, cómo agradecía el pan, el silencio, el instante.
Eso era la verdad encarnada, no la que se impone, sino la que se vuelve carne, mirada, presencia. Porque al final no somos lo que pensamos, ni siquiera lo que creemos. Somos lo que sostenemos en medio del caos.
Somos lo que no traicionamos cuando nadie nos mira. La sabiduría no es un premio, es una forma de ser. Y entonces comprendí que escribir sobre Dios es hermoso, pero vivir como si Dios habitara cada rincón es transformador.
Así terminé mi último texto sin concluirlo. Solo cerré el cuaderno, apagué la vela y dejé que el silencio hiciera lo demás. Tal vez nadie lo lea, tal vez nadie entienda.
Pero si tú has llegado hasta aquí, si estas palabras despertaron algo en tu interior, no las repitas, no las expliques, encárnalas, porque no hay nada más poderoso que un alma que recuerda quién es y actúa en consecuencia. Yo soy Baruche Espinoza y si algo aprendí en esta vida es que la verdad no se predica, la verdad se respira. M.