[Música] Nunca creí en milagros hasta que conocí a Pachita; me devolvió la vida cuando los médicos ya me habían sentenciado. Fue en ese momento que entendí que su poder era real. Por eso, hoy estoy dispuesto a contar su historia y la del doctor Jacobo Greenberg, el hombre que vino a estudiarlo.
Inexplicable, y pagó el precio más alto. Seguramente habrás oído rumores sobre su desaparición, teorías absurdas sobre la Matrix y viajes a otras dimensiones, pero la verdad, la oscura verdad de por qué Greenberg desapareció, solo yo la conozco. Y créeme, no es lo que imaginas.
Pero no me quiero adelantar a los hechos. En 1974, estaba gravemente enfermo; los médicos no podían hacer nada más por mí, así que busqué a Pachita, una curandera famosa por ayudar a personas con enfermedades terminales. Pachita me recibió en su casa, me curó y me acogió como su aprendiz.
Con el tiempo, llegué a ser como un hijo para ella. Todo cambió cuando apareció el doctor Jacobo Greenberg y su asistente, Mercer. Ellos venían a estudiar los poderes de Pachita, pero con ellos llegaron los problemas.
Gente poderosa y farmacéuticas veían a Pachita como una amenaza. Cada persona que ella sanaba representaba pérdidas para sus negocios; no podían permitir que siguiera ayudando a la gente y no se detuvieron hasta hacer desaparecer a quienes más significaban para mí. Recuerdo la primera vez que el doctor Jacobo Greenberg y su asistente, ese joven siempre sonriente llamado John Mercer, llegaron a la casa de Pachita.
La casa de Pachita, una construcción vieja y algo derruida, entre calles estrechas y bulliciosas, se había convertido en un refugio para los desesperados, para aquellos que buscaban una última esperanza en sus enfermedades incurables. Yo ya llevaba un tiempo trabajando con ella, ayudándola en sus rituales y viendo cosas que nadie creería. La gente llegaba al borde de la muerte y Pachita, con su habilidad y sus cuchillos viejos, los devolvía a la vida de formas que desafiaban toda lógica.
Pero la llegada de Greenberg fue diferente; no era un hombre desesperado ni alguien en busca de una cura. Él era un hombre de ciencia, un investigador que estudiaba el cerebro humano y quería entender hasta dónde podía llegar la mente. Cuando entraron, Pachita los recibió con su calma habitual, esa serenidad que siempre me impresionó.
Había algo en ella, algo en sus ojos oscuros que te hacía sentir pequeño, como si estuviera viendo más allá de lo evidente, como si supiera cosas que los demás solo podían imaginar. Jacobo y su asistente se presentaron y, desde el primer momento, supe que no eran como los demás. Él no se dejaba impresionar fácilmente y su asistente Mercer se mostraba excesivamente servicial, siempre atento a cada detalle, como si quisiera absorber cada fragmento de conocimiento.
El doctor se quedó observando mientras Pachita comenzaba uno de sus rituales. Era una mujer que había venido desde muy lejos buscando una cura para un tumor que los médicos ya habían dado por imposible. Greenberg miraba todo con una mezcla de fascinación y escepticismo, anotando cada palabra y cada movimiento de Pachita, como si estuviera en una clase de anatomía.
Pero lo que pasó en esa habitación no era algo que se pudiera explicar con libros ni con teorías. Pachita empezó a recitar sus oraciones, invocando a su aliado. Yo ya sabía lo que eso significaba; las luces comenzaron a parpadear y el aire se volvió frío, un frío que no era natural.
No importaba cuántas veces lo hubiera visto, siempre me ponía la piel de gallina. Jacobo y Mercer estaban al borde de la mesa, observando cómo Pachita trazaba movimientos en el aire y colocaba sus cuchillos sobre el cuerpo de la mujer. Era como si estuviera cortando sin cortar, abriendo sin dejar heridas.
El doctor seguía apuntando frenéticamente y Mercer, a su lado, no apartaba la vista de los cuchillos. Yo lo veía concentrado, como si estuviera buscando un truco, algún engaño que pudiera delatar a Pachita, pero no había tal cosa. Pachita extrajo algo invisible de aquel cuerpo y la mujer que había llegado casi muerta salió caminando de la casa.
Greenberg estaba perplejo y yo lo entendía; no era fácil aceptar que algo así pudiera ser real. Mercer, por su parte, parecía más emocionado que nunca. Se ofreció para ayudar a Pachita en los siguientes rituales, siempre servicial, siempre dispuesto.
Para mí, su interés era extraño, casi obsesivo, pero no dije nada. Yo mismo había sentido esa atracción, ese deseo de entender lo que Pachita hacía. Esa tarde, después de que el ritual terminó, el doctor se acercó a Pachita e intentó razonar con ella, buscando respuestas a su manera, pero Pachita solo le sonrió y le dijo lo que siempre decía: "Yo solo soy un canal, doctor; es mi aliado quien decide".
Greenberg se quedó pensativo, asimilando lo que había visto, mientras Mercer tomaba nota de cada palabra. Esa fue la primera de muchas visitas. El doctor y su asistente se convirtieron en figuras habituales en la casa, observando, estudiando, y en el caso de Mercer, registrando cosas que no tenían que ver con los pacientes sino con los rituales en sí.
Algo en él me inquietaba, pero en ese momento no imaginaba hasta dónde llegarían sus intenciones. Salieron al atardecer y, mientras los veía alejarse, supe que algo había cambiado. El doctor buscaba respuestas, y Mercer.
. . bueno, Mercer buscaba algo más, algo que se me escapaba, pero que poco a poco empezaría a descubrir.
La casa de Pachita siempre estaba llena de gente; no importaba el día ni la hora. Ese día no fue diferente; enfermos desesperados, todos buscando un milagro. El doctor Jacobo Greenberg y su asistente Mercer ya eran figuras familiares entre nosotros.
Jacobo seguía siendo escéptico a pesar de las curaciones que había visto una y otra vez. Esa mezcla de asombro y duda lo mantenía siempre con la libreta en la mano, tratando de encontrar una explicación lógica para. .
. Lo que presenciaba Mercer, por otro lado, se mostraba cada vez más servicial, ayudando en los rituales, pero siempre con esa mirada de quien no solo observa, sino que calcula. Ese día, después de una jornada extenuante de rituales y curaciones, Jacobo se acercó a Pachita.
Lo vi con esa inquietud que ya le era habitual; se notaba que quería respuestas, que necesitaba entender cómo era posible que alguien sin formación médica, sin herramientas modernas, pudiera hacer lo que hacía. Pachita le preguntó hasta dónde llegaban sus poderes y cómo era capaz de operar sin anestesia, sin equipo profesional, con solo cuchillos viejos y su fe. Pachita lo miró con esa calma suya, esa serenidad que parecía venir de otro tiempo; se quedó en silencio un momento, evaluando al doctor con sus ojos oscuros, como si quisiera decidir cuánto podía revelarle.
"La ciencia está lejos de comprender muchas cosas, doctor," le dijo, "pero si quieres saber hasta dónde llega mi poder, te lo voy a mostrar ahora mismo. " Eran casi las 9 de la noche, la casa se había vaciado y solo quedábamos nosotros cuatro: Pachita, Jacobo, Mercer y yo. Yo siempre me quedaba hasta el final, ayudando a limpiar y a preparar las cosas para el día siguiente.
Pachita nos pidió que cerráramos la puerta y que no era para cualquiera. Pachita se dirigió a Jacobo y le pidió que se quedara un momento más. "Quiero mostrarte hasta dónde llega el poder, no de la mente, sino del espíritu," le dijo.
El doctor, intrigado pero aún dudoso, accedió. Pachita lo invitó a acercarse a la mesa de los rituales y le pidió que le diera la mano. Vi en los ojos de Jacobo un brillo de inquietud, como si una parte de él quisiera negarse, pero su curiosidad fue más fuerte.
Al final, extendió su mano y la puso en las de Pachita. "Ahora cierra los ojos," le dijo ella. Jacobo obedeció, cerrando los ojos con cierta desconfianza.
Mercer y yo estábamos al borde de la mesa, observando cada movimiento. Pachita comenzó a murmurar en un idioma que ninguno de nosotros entendía, una mezcla de palabras susurradas y cánticos antiguos. En su otra mano, Pachita tomó uno de sus cuchillos, un instrumento que parecía tan rústico y simple, pero que en sus manos se convertía en algo más.
En ese momento, el aire de la habitación pareció cambiar, como si se volviera más denso y frío, como si algo invisible estuviera presente con nosotros. De repente, con una rapidez y precisión que me dejó helado, Pachita hizo un corte limpio y certero en la mano de Jacobo; le cortó uno de sus dedos con una precisión que parecía imposible. No hubo dolor, no hubo sangre, nada.
El dedo cayó sobre la mesa como si fuera un objeto sin vida, un pedazo de carne muerto. Jacobo no sintió absolutamente nada; tenía los ojos cerrados y permanecía inmóvil, como si estuviera en un sueño del que no podía despertar. "Abre los ojos," le dijo Pachita con voz tranquila.
Jacobo abrió los ojos lentamente, y lo que vio lo dejó mudo: su dedo estaba sobre la mesa, separado de su mano, pero no había una gota de sangre, no había ninguna herida, solo un corte limpio, perfecto, como si hubiera sido hecho con una máquina de precisión quirúrgica. Jacobo se quedó mirando su mano y luego a Pachita, que lo observaba sin inmutarse. Antes de que pudiera procesar lo que había pasado, Pachita tomó el dedo y lo colocó de nuevo en su lugar.
Comenzó a murmurar sus palabras incomprensibles y, en cuestión de segundos, el dedo estaba de vuelta, como si nunca hubiera sido cortado. No había cicatriz, no había dolor, no había rastro alguno de lo que acababa de suceder. Jacobo miró su mano, incrédulo, pasando sus dedos por el lugar donde debería haber estado una herida; estaba intacto.
El doctor no podía creer lo que veía; no había ninguna explicación lógica para lo que Pachita acababa de hacer. Yo vi cómo su rostro cambiaba; la duda y el escepticismo que lo habían acompañado durante todas esas visitas se desvanecieron, reemplazados por una expresión que solo he visto en los niños cuando descubren algo mágico por primera vez. Era como si Jacobo estuviera viendo a un superhéroe, algo más allá de su entendimiento.
Mercer, sin embargo, no apartaba la vista de Pachita, y, aunque parecía tan sorprendido como el doctor, su mirada reflejaba algo más, algo que aún no lograba descifrar. Esa noche, algo cambió en Jacobo; sus preguntas, sus estudios, su escepticismo, todo quedó de lado. A partir de ese momento, dejó de ver a Pachita como una simple curandera y empezó a verla como algo mucho más grande, algo que su ciencia jamás podría explicar.
Las semanas pasaron después de aquel impactante ritual donde Pachita mostró al Dr Jacobo Greenberg lo que el poder del espíritu podía hacer. Desde entonces, noté que Jacobo no era el mismo; se había vuelto más callado, más introspectivo. Pasaba horas sumido en sus notas, sus libros, como si intentara descifrar un código invisible que solo él podía ver.
Mercer, su asistente, seguía rondando la casa, siempre atento, siempre servicial, pero había algo en él que no me cuadraba, algo en su mirada que me decía que no todo era lo que parecía. Un día, después de un largo día de curaciones, noté a Mercer salir de la casa sin decir nada. Había algo extraño en su comportamiento, algo que me impulsó a seguirlo.
Lo hice en silencio, con sigilo, manteniéndome a una distancia prudente para que no me notara. Lo seguí por las estrechas calles del centro histórico, cruzando callejones oscuros y esquivando a los transeúntes que apenas se fijaban en nosotros. Mercer caminaba con paso seguro, como si supiera exactamente a dónde iba.
Después de un rato, vi que se detuvo y se encontró con dos hombres vestidos de negro. Ambos eran altos, corpulentos y llevaban gafas oscuras. A pesar de la hora avanzada, el lugar estaba en penumbras, pero pude ver cómo Mercer se acercó a ellos y comenzaron a hablar en voz baja, demasiado baja para que pudiera oír lo que decían.
Mi corazón latía con fuerza; no sabía quiénes eran esos hombres, pero había algo en su presencia que me hacía sentir inquieto, como si estuvieran fuera de lugar en ese entorno. Observé desde las sombras, sin atreverme a acercarme más. El encuentro fue breve; los hombres le dieron algo a Mercer, un sobre que él guardó rápidamente en su chaqueta.
Luego, se dieron la vuelta y se marcharon sin mirar atrás. Mercer se quedó unos segundos en el lugar, mirando alrededor, como si sospechara que alguien lo había visto, pero yo me escondí detrás de una pared, aguantando la respiración, hasta que lo vi retomar su camino de vuelta a la casa de Pachita. Regresé antes que él, fingiendo estar ocupado con mis labores.
No le conté a nadie lo que había visto, pero mi mente no dejaba de dar vueltas a las posibilidades: ¿quiénes eran esos hombres? ¿Qué querían de Mercer? ¿Y qué hacía él con ellos?
Comencé a sospechar no solo de Mercer, sino también de Jacobo. Sabía que Mercer estaba demasiado cerca del doctor, y la idea de que ambos pudieran estar involucrados en algo oscuro no dejaba de acecharme. No pasó mucho tiempo hasta que vi a Mercer entrar a la casa con su habitual sonrisa, esa que ahora me parecía falsa.
Decidí que ya no podía quedarme callado; necesitaba respuestas. Me acerqué a él y le dije que necesitaba su ayuda con algo en el cobertizo del fondo. Mercer, siempre servicial, accedió sin dudarlo, pensando que se trataba de alguna de las tareas rutinarias.
Caminamos juntos en silencio y yo noté cómo su actitud era despreocupada, como si no tuviera idea de lo que yo había visto. Cuando llegamos al cobertizo, me aseguré y se lo puse en el cuello. La expresión en su rostro cambió al instante, de la despreocupación a una fría calma.
No intentó luchar ni mostrar miedo; solo me miró a los ojos, como si hubiera estado esperando este momento. —¿Quiénes eran esos hombres? —le susurré, con el cuchillo temblando en mi mano—.
¿Qué haces aquí y qué quieres de Pachita? Mercer me observó por un momento antes de sonreír con esa calma inquietante que lo caracterizaba. Con un movimiento lento, metió la mano en su chaqueta y, por un instante, pensé en hundir el cuchillo, pero se detuvo y sacó una cartera de cuero que me mostró con cuidado.
Dentro había una identificación que no esperaba ver: era una credencial del gobierno de los Estados Unidos, con el sello de la CIA claramente visible. —Soy un agente encubierto de la CIA —me dijo con voz baja y firme, sin mostrar ni una pizca de miedo—. Estamos aquí investigando a Jacobo Greenberg.
Él está metido en algo que va más allá de lo que te imaginas, algo que el gobierno de los Estados Unidos tiene interés en controlar. No estamos aquí por Pachita, aunque sus poderes también son motivo de observación. Estamos aquí por Jacobo y por lo que podría revelar al mundo.
No sabía si creerle; la credencial parecía auténtica y la mirada de Mercer no mostraba dudas. Aun así, mantuve el cuchillo en su cuello, sin bajar la guardia. —¿Por qué sigues aquí?
¿Qué quieres de nosotros? —Solo cumplir mi misión —respondió, sin titubear—. Asegurarme de que Jacobo no haga algo que ponga en riesgo los intereses de mi país.
Nada de lo que ves aquí es un simple juego de superstición. Estás en medio de algo grande, algo que la ciencia y la política están dispuestas a silenciar. Mercer no se inmutó; me devolvió la mirada con una frialdad que me dejó claro que estaba preparado para todo.
Bajé el cuchillo lentamente, pero la desconfianza permaneció. Había algo en él que seguía siendo una amenaza, algo que yo no podía definir, pero que estaba allí, latiendo como una advertencia silenciosa. Salí del cobertizo dejando a Mercer atrás y volví a la casa de Pachita, sin saber en quién confiar.
Sabía que lo que había descubierto era solo la punta de algo mucho más oscuro. No podía hablar con Jacobo ni con Pachita y ahora entendía que Mercer no era el aliado que pretendía ser. A partir de ese momento, todo lo que hacía estaba bajo sospecha y su presencia se volvió una sombra constante que se cernía sobre nosotros.
El día empezó como cualquier otro. Pachita seguía con sus curaciones, agotándose más con cada paciente que llegaba. Se veía más débil que nunca, pero seguía adelante; su voz, calmada, y sus manos, seguras, mientras cortaba el aire con sus cuchillos.
La casa estaba llena, pero el ambiente era más pesado que de costumbre. Al terminar, se dejó caer en su silla, el sudor empapando su frente. Mercer, siempre con esa máscara de hombre servicial, se ofreció a prepararle un té para que se relajara.
—Déjame ayudarte, Pachita —le dijo, sonriendo. Ella, siempre agradecida, aceptó sin dudar—. Gracias, hijo, eres muy amable —le respondió mientras Mercer se dirigía a la cocina.
Me quedé un momento mirando a Pachita y, luego, incapaz de contener mis sospechas, fui tras Mercer. Tenía que disculparme, hacer las paces por el incidente del cuchillo, o al menos eso me decía a mí mismo. Pero justo antes de entrar a la cocina, lo vi; Mercer estaba inclinado sobre la mesa, con la tetera a un lado y un frasco pequeño en la mano.
Un líquido oscuro goteaba del frasco y caía en la taza de té. No era parte de la infusión, lo supe al instante. Me quedé helado, viendo cómo agitaba la taza, mezclando el veneno con calma, como si fuera algo que hacía todos los días.
Me alejé rápidamente y volví junto a Pachita, que seguía en su silla, descansando. Mis manos temblaban, pero. .
. Intenté disimularlo; no podía dejarla sola, no ahora. Apenas unos segundos después, Mercer regresó con la taza en la mano.
No había rastro de Jacobo. Mercer colocó el té frente a Pachita con toda la amabilidad del mundo. Algo no cuadraba.
Mercer me había dicho que estaba investigando a Jacobo, pero aquí estaba, solo con nosotros dos, sin el doctor a la vista. La lógica se desmoronaba. Observé cada movimiento, cada detalle, intentando encontrar un motivo, un sentido a todo esto.
Finalmente, no pude más. —¡No lo bebas! —solté de golpe, mi voz ronca, quebrada por la tensión.
Pachita me miró confundida, como si no entendiera lo que estaba pasando. —¿Por qué? —no preguntó, buscando una respuesta en mi rostro.
No tenía tiempo para explicaciones largas. —¡Está envenenado! —dije, sin rodeos.
La sonrisa de Mercer desapareció en un instante. Sin previo aviso, sacó una pistola de su cintura y la apuntó directamente a la cabeza de Pachita. Todo rastro de amabilidad se había ido; sus ojos eran fríos, vacíos, la mirada de un hombre que ya había cruzado demasiadas líneas.
—Bebe, belo todo, o te mato aquí mismo—. Pachita no se inmutó; no era la primera vez que alguien la amenazaba, pero nunca había visto una pistola tan de cerca. —No le temo a la muerte—dijo, con voz serena.
A Mercer no le importó. Sin dudar, giró el arma y me apuntó a mí. —Entonces, él morirá en tu lugar—sentí el cañón frío sobre mi frente.
Las piernas me temblaban. Intenté encontrar las palabras para detener todo esto, pero nada salía de mi boca. Pachita, calmada como siempre, se dio.
—Está bien, lo tomaré, no temas, hijo, todo estará bien—. Vi cómo Pachita tomaba la taza y la llevaba a sus labios. Quise detenerla, pero Mercer no dejaba de apuntarme.
Bebió con calma, como si fuera una simple taza de té. En cuanto el líquido le tocó la garganta, su cuerpo se desplomó. Todo sucedió en cuestión de segundos: su cabeza cayó hacia un lado y su respiración se volvió pesada y rasposa.
Yo solo podía mirar, impotente, mientras la mujer que me había salvado la vida se apagaba delante de mí. Mercer guardó el arma y me miró con una sonrisa torcida. —Todo lo que te dije sobre Jacobo era una mentira—confesó, sin el más mínimo remordimiento—.
Yo no estoy aquí por él; estoy aquí por ella. Pachita es una amenaza para intereses mucho más grandes: los de las farmacéuticas que controlan el negocio de la salud. Alguien como ella, que puede curar lo que ellos no, no puede existir.
Mi misión siempre fue eliminarla—. Sentí que el aire me faltaba, que el mundo se volvía un espacio cerrado y sofocante. Mercer me miró y supe que no me dejaría salir con vida de ahí.
—Ahora que sabes esto, no puedo dejarte ir sin más—. Levantó el arma y disparó. No hubo tiempo para gritar, no hubo tiempo para nada.
El impacto fue inmediato: un golpe seco en la frente y todo se volvió negro. Caí al suelo, con el sonido de mi sangre latiendo en los oídos y la imagen de Pachita ya sin vida, grabada en mi mente. Todo era negro; no había sonidos, no había luz, no había nada, solo un vacío interminable y yo estaba atrapado en él.
Pensé que estaba muerto; sentí que flotaba en la oscuridad, sin cuerpo, sin pensamientos, solo una sensación constante de caída, como si me hundiera cada vez más en un abismo del que no había escape. Pero de repente, algo cambió: un destello de luz perforó la oscuridad y mis ojos empezaron a abrirse lentamente. Al principio, todo era borroso, sombras que se mezclaban y se movían como figuras espectrales.
Luego comencé a distinguir formas más definidas. —Es una mano—. Era una mano humana, frágil y arrugada; la mano de Pachita.
Pero junto a esa mano había otra, y lo que vi me congeló la sangre: la otra mano no era humana; era larga, delgada, con una textura gris metálica, y terminaba en dedos finos y alargados que parecían más garras que dedos. Mis ojos se abrieron de golpe y el miedo me recorrió como una descarga eléctrica. Me encontré frente a una figura que no había visto nunca: era una criatura de aspecto humanoide, de piel grisácea, de estatura mediana, con ojos grandes y negros, sin brillo.
Su mirada parecía atravesarme y sentí un terror que no había experimentado antes. Retrocedí un poco, pero no podía moverme mucho. Pachita estaba a mi lado, su mano aún sobre la mía, y al ver mi expresión de puro pánico, me habló con la misma calma de siempre.
—No temas, hijo, él no es el enemigo—. Yo no podía apartar la vista del ser; era como si todo en él estuviera fuera de lugar, como una pesadilla hecha carne. Quise gritar, quise correr, pero mis piernas no respondían.
Pachita me miró con esa paz que nunca la abandonaba y comenzó a explicarme todo lo que jamás hubiera imaginado. —Él es Cuauhtémoc—dijo, acariciando el brazo del ser como si fuera un viejo amigo—. El que vino desde el cielo.
Detrás de todas las vidas que hemos salvado, de cada curación, siempre ha estado él; es su poder lo que me permite sanar a las personas. La revelación cayó sobre mí como un golpe. Pachita me contó cómo, unas noches atrás, encontró a Cuauhtémoc herido en el bosque, abandonado y vulnerable.
Lo llevó a su casa, lo cuidó mientras se recuperaba, y en ese tiempo aprendió su idioma: una mezcla de sonidos y vibraciones que nunca había oído en mi vida. Cuauhtémoc, agradecido, le ofreció sus poderes curativos y, desde entonces, todo lo que había hecho, cada ritual que presencié no era más que la manifestación de un poder alienígena. Pachita continuó hablando y, aunque intentaba procesar todo, me sentía perdido.
—Cada vez que hago una curación, le doy las gracias en su idioma. Eso es lo que. .
. Tú escuchas lo que todos piensan que es un ritual místico, pero no es magia, es él. Me giré hacia Cuauhtémoc; sus ojos, aunque inhumanos, transmitían algo que no esperaba: tristeza, o tal vez compasión.
No había hostilidad en él, solo una presencia antigua y sabia. Pachita me miró y me sonrió, aunque se veía más pálida que antes, más débil. Le pregunté cómo había sobrevivido al veneno de Mercé.
Ella me acarició la mejilla como si fuera un niño: "Algo tan simple no puede matarme", dijo con una sonrisa cansada, "pero mi tiempo aquí se acaba. Cuauhtémoc debe regresar a su hogar y yo debo dejar este plano. Ya cumplí mi propósito.
Todo lo que hice fue gracias a él, pero ahora es momento de que siga su camino". Sentí un vacío abriéndose en mi pecho. Pachita, la mujer que había hecho lo imposible, se estaba despidiendo.
Ella me dio las gracias por todo, por cada día, cada sacrificio, por haber estado ahí cuando nadie más lo estuvo. "Sigue ayudando a la gente como puedas. Continúa mi legado, aunque no tengas mis dones".
Cuauhtémoc se levantó con movimientos lentos y precisos; se dirigió hacia la parte trasera de la casa y Pachita y yo lo seguimos. Cada paso se sentía pesado, como si se tratara de algo que no queríamos aceptar. Al salir, vi cómo el cielo se iluminaba con una luz que no era de este mundo.
Una nave flotaba sobre nosotros, un objeto enorme que emitía un resplandor suave y envolvente. Cuauhtémoc se detuvo bajo la luz y, en un instante, su cuerpo empezó a flotar, elevándose lentamente. Pachita y yo observamos en silencio mientras el ser que lo había cambiado todo ascendía de vuelta al lugar de donde había venido.
No había sonido, solo la luz que se llevaba a Cuauhtémoc lejos, dejando atrás un vacío imposible de llenar. Cuando la luz desapareció, Pachita me abrazó con la poca fuerza que le quedaba. "Gracias", me susurró al oído.
"Adiós". Y antes de que pudiera decir algo, su cuerpo se desplomó en mis brazos, fría e inerte. Me quedé allí sosteniéndola mientras la realidad se desmoronaba a mi alrededor.
Pachita se había ido y con ella todo lo que conocía había cambiado para siempre. El peso de sus palabras y la promesa de continuar su legado me aplastaban, pero sabía que tenía que seguir, por ella, por todo lo que habíamos vivido. Jacobo volvió a la casa de Pachita.
Poco después, lo vi entrar con el rostro tenso, como si algo en su interior ya supiera lo que había pasado. Me encontró junto a Pachita, su cuerpo sin vida descansando sobre la cama. Su expresión, que rara vez mostraba emociones, se quebró un segundo, pero solo un segundo.
"¿Qué pasó? ", preguntó. Aunque parecía que ya conocía la respuesta, le conté todo: Mercé, el veneno, la pistola en la cabeza, Cuauhtémoc y cómo Pachita se desvaneció tras la marcha de aquel ser.
Jacobo me escuchó en silencio, asintiendo de vez en cuando, como si cada detalle confirmara lo que ya temía. Cuando terminé, no dijo nada por un rato; solo miraba a Pachita y luego me miró a mí. "Siempre supe que Mercé era raro, pero no pensé que llegaría tan lejos", dijo, más para sí mismo que para mí.
No había tiempo para lamentarse ni para hacer preguntas. Los dos sabíamos que Mercé y su gente no se detendrían. Pachita estaba fuera del camino, pero Jacobo y yo aún éramos un problema.
Sin perder más tiempo, decidimos separarnos; cada uno tomaría un camino distinto. Jacobo se iría para tratar de sacar a la luz todo lo que había visto, toda la verdad sobre los poderes de Pachita y el ser que la acompañaba. "Yo seguiré ayudando a la gente", le dije, "pero sin exponernos.
Los agentes creen que estoy muerto y así va a quedarse". Jacobo asintió; no intentó convencerme de hacer otra cosa. Sabía que ambos estábamos más seguros separados.
Nos dimos la mano y nos fuimos sin más. Yo me quedé con la promesa de mantenerme en las sombras, mientras él se aferraba a la idea de revelar todo lo que sabía. Pasaron los años y Jacobo no se detuvo.
Su nombre empezó a sonar en los círculos de científicos y esotéricos, siempre hablando de las posibilidades de la mente, de lo que había visto en sus años con Pachita. Pero todo se vino abajo. Jacobo se preparaba para dar un discurso que lo cambiaría todo, un último intento de sacar la verdad a la luz.
Sabía que iba a hablar de Cuauhtémoc, de Pachita y de los rituales que desafiaban cualquier explicación, pero nunca llegó a darlo. El día del discurso, Jacobo desapareció; se esfumó sin dejar rastro, ninguna pista, ningún cuerpo, solo el silencio. No tenía que preguntarme quién había sido; sabía que Mercé y los suyos lo habían encontrado.
Era cuestión de tiempo. Jacobo había jugado con fuego y lo habían apagado como a una vela. Todo su trabajo, toda su lucha se había ido con él.
Ahora, ya viejo, yo soy el único que queda para contar lo que pasó, no porque quiera, sino porque alguien tiene que saberlo: el legado de Pachita, lo que Jacobo intentó decirle al mundo, todo termina aquí, conmigo.