Pocos episodios en la historia del periodismo muestran tan bien el poder de la prensa como el torbellino mediático que se desencadenó en Estados Unidos a finales de los años 40. Un día de verano de 1947, Kenneth Arnold, un experimentado piloto, acudió a un periódico de Oregón para informar de una extraña observación que había realizado. Prometía haber divisado una escuadrilla de naves entre las montañas, nueve objetos con forma de bumerán que superaban con creces la velocidad máxima de cualquier avión.
Sospechando que podía tratarse de una misión de espionaje soviética, con las sombras de la Guerra Fría expandiéndose por el mundo, esperaba que pudieran dar voz a su relato. Sin embargo, ávidos de una noticia que les diera una potente repercusión, los periodistas decidieron maquillar su historia. Si insinuaban que las naves que el piloto había visto no eran de este mundo; si dejaban abierta la posibilidad a que el avistamiento fuera el primer contacto con una civilización extraterrestre, unos visitantes del espacio, entonces tendrían el suceso del año.
Confundiendo la descripción del piloto, creyendo que el movimiento que había detallado era en realidad su forma, aunque en ningún momento se mencionara tal cosa, el periódico escribió un artículo acerca de algo que habían bautizado como platillos voladores. Con ese error de comprensión, el concepto acababa de nacer y la tormenta mediática estaba a pocos instantes de desencadenarse. El impacto del reportaje fue inmediato.
Decenas de diarios estadounidenses se hicieron eco de la noticia y los supuestos avistamientos de naves con formas de platillo se dispararon. Probablemente todas las razas alienígenas tuvieron que rediseñar sus naves interplanetarias para adaptarse al error de un periodista de Oregón, porque a pesar de ese fallo, la fiebre de los platillos voladores se había desatado. En menos de una semana, se reportaron más de 800 presuntos casos, con personas enviando fotografías de encuentros con unos platillos que hasta hacía siete días, nadie jamás había visto.
Una histeria colectiva por el contacto con seres de otros mundos que dividió a la sociedad entre aquellos que estaban convencidos de que algo se escondía entre las nubes y los que consideraban aquellos relatos como simples fantasías. Pero fuera como fuera, la fiebre de los platillos voladores inspiró una pregunta que nos llevaría a aventurarnos hasta los límites del espacio y del tiempo. En medio de una cada vez más calmada histeria por los visitantes de las estrellas, el verano de 1950, The New Yorker Magazine publicó una viñeta cómica en la que acusaban a los hombrecillos verdes de ser los responsables de una curiosa oleada de robos de papeleras que estaba ocurriendo en la ciudad de Nueva York.
Casualmente, un ejemplar de la revista llegó hasta el Laboratorio Nacional de los Álamos, a las manos del físico italiano Enrico Fermi, que en ese momento estaba trabajando en la Comisión de Energía Atómica. A raíz de la viñeta, varios científicos tuvieron una distendida conversación durante la hora del desayuno. Los reportes de los que en pocos años serían bautizados como OVNIs y la viabilidad de viajar más deprisa que la luz avivaron un debate acerca de la posibilidad de ser realmente visitados por una civilización extraterrestre.
Porque a pesar del circo mediático que se había formado a su alrededor, descubrir que estamos acompañados en el Universo sería el hallazgo más importante y con mayores implicaciones filosóficas de la historia de la humanidad. En un intento de mostrar que sería imposible desarrollar una tecnología que nos permitiera superar el límite máximo de velocidad en el Universo, algo esencial para que los viajes entre las estrellas fueran factibles, Fermi dijo que de ser viables, cualquier civilización avanzada habría tenido tiempo de llegar a la Tierra. Si esa tecnología era alcanzable y el Cosmos está habitado por muchas otras civilizaciones alieníegenas, esos hombrecillos verdes ya nos habrían visitado.
Una opinión que condensó en una reflexiva pregunta. Where is everybody? ¿Dónde está todo el mundo?
Una duda que, sin ser consciente de ello, iba a despertar más de setenta años de debate. A preguntarnos qué papel interpretamos en el eterno bosque del Universo. En ese momento, la crítica de Fermi quedó como una simple anécdota.
Al fin y al cabo, ser visitados era la única forma de saber que ahí fuera había alguien más. Si no venían hasta nosotros, era imposible dar respuesta a la pregunta de si estamos solos en el Universo. A no ser que fuéramos capaces de ver lo invisible.
Mensajes ocultos entre la niebla del espacio. Con el nacimiento de la radioastronomía en los años 30, inspeccionando el cielo en el espectro de las ondas de radio, un nuevo Cosmos se reveló ante nosotros. Todo aquello fuera de la luz visible, hasta entonces invisible, pasó a estar a nuestro alcance.
Las señales de radio, desde las profundidades del espacio y del tiempo, llevaron al descubrimiento de cuerpos celestes que, sin ellas, jamás hubiéramos conocido. Pero no fue hasta finales de los años 50 que ampliamos horizontes a algo más allá de la naturaleza. En un artículo publicado en Nature en septiembre de 1959, Giuseppe Cocconi y Philip Morrison sugirieron que los radiotelescopios habían alcanzado una sensibilidad suficiente como para detectar potenciales transmisiones alienígenas.
Captar comunicaciones de una hipotética civilización. Las ondas de radio, a diferencia de otras ondas del espectro electromagnético, viajan de forma más libre, siendo muy poco afectadas por el polvo y el gas interestelar. Era razonable pensar que cualquier civilización capaz de comunicarse, estaría usando señales de radio para ello.
Por tanto, si queríamos dar respuesta a la eterna pregunta de si estamos o no solos en el Universo, no podíamos esperar a que otra forma de vida estableciera contacto con nosotros. Debíamos ir en busca de los ecos de su existencia. Bajo este pretexto y con las esperanzas más justificadas que nunca, en 1960, el jóven astrónomo estadounidense Frank Drke desarrolló un experimento pionero en la búsqueda de señales extraterrestres.
Como parte del bautizado como Proyecto Ozma, usó el radiotelescopio de 26 metros de Green Bank para inspeccionar dos estrellas cercanas, Tau Ceti y Epsilon Eridani, a la espera de percibir posibles transmisiones de radio. Como era de esperar dada la baja escala del proyecto y los pocos recursos con los que contaba, el proyecto Ozma finalizó unos pocos meses después, en julio de 1960. No se detectaron señales extraterrestres, ningún indicio de la existencia de una civilización emitiendo ondas de radio accidental o intencionadamente.
Pero lejos de ser un fracaso, Drke llamó la atención de toda la comunidad, que después de tanto tiempo, veía una esperanza. Muchos sentían que era cuestión de tiempo y de esfuerzo que diéramos con el hallazgo que cambiara para siempre nuestra visión de la vida y del lugar que ocupamos en el Universo. Por primera vez en la historia, Drke habría escuchado la oscuridad.
Buscando susurros en medio de las tinieblas. Y viendo que los seguidores estaban creciendo, que cada vez más gente quería sumarse a esa ambición, organizó un encuentro para establecer las bases del proyecto SETI, acrónimo en inglés de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre. Diez científicos acudieron a la reunión celebrada en Green Bank en noviembre de 1961.
Los participantes, entre ellos un joven Carl Sagan, marcaron el camino a seguir para el desarrollo de un proyecto internacional enfocado a usar distintos radiotelescopios del mundo para analizar señales que pudieran ser indicio de la existencia de vida extraterrestre inteligente. Los cimientos de lo que más tarde se conocería como SETI, the Search for Extraterrestrial Intelligence, se establecieron en aquella quedada. Una reunión en la que Drke, como apoyo a lo que estaban construyendo, presentó una ecuación que, esperaba, mostrara que sus esperanzas tenían una razón de ser.
Había desarrollado una fórmula para estimar el número actual de civilizaciones comunicativas en la galaxia, expresada en la ecuación como una N, que es el resultado de una serie de parámetros multiplicados entre sí para llegar a esa cifra tan ansiada. En concreto, se trata de la vigente tasa de formación de nuevas estrellas, multiplicada por la fracción de estrellas con sistemas planetarios a su alrededor, multiplicado por el cociente de planetas que reúnen las condiciones de habitabilidad necesarias, multiplicado por la fracción de dichos mundos donde la vida germina, multiplicado por la proporción en la que esa vida evoluciona hasta entes inteligentes, multiplicado por la fracción de aquellos que usan su inteligencia para desarrollar y transmitir comunicaciones, multiplicado, finalmente, por la vida media de dichas civilizaciones. La bautizada como ecuación de Drke solo buscaba simplificar los parámetros que, como científicos, debían tener en cuenta cuando comenzaran los esfuerzos internacionales en esa búsqueda de vida inteligente.
Fue solo una herramienta para conducir el encuentro. Una simple aproximación más que un intento serio de llegar a un resultado preciso ante tantas variables que eran imposibles de descifrar. Podemos conocer la tasa de formación de estrellas, el primer parámetro de la ecuación.
Inspeccionando las cunas estelares, nebulosas en cuyas profundidades emergen los dioses de luz del Universo, hemos descubierto que el actual ratio de nacimiento de estrellas en nuestra galaxia es de unas 7 por año. Del mismo modo, todas las observaciones de los sistemas estelares nos han llevado a deducir que los planetas son una consecuencia natural del nacimiento de una estrella. Que prácticamente todos los dioses de luz disponen de hijos navegando sus cercanías.
Haciendo que la segunda variable de la ecuación también sea conocida y que ese cociente de estrellas con mundos a su alrededor sea muy cercano al 1. Pero más allá de esto, en la ecuación reina una devastadora incertidumbre. Superados los parámetros astronómicos, los únicos que podemos conocer, nos sumergimos en un terreno sin cartografiar.
Con cada siguiente variable, nuestra ignorancia aumenta. Todas las que tienen que ver con la astrobiología, la posibilidad de que en un mundo emerja vida inteligente, están rodeadas de incertidumbre. Pero sumergidos ya en las sociológicas, ni siquiera podemos definir algo con sentido.
Solo conjeturar, especular y adivinar. Aun así y en contra de lo que el propio Drke creía, cuando su creación se hizo suficientemente famosa como para atravesar la frontera mediática, la ecuación comenzó a ser pervertida por supuestos científicos que intentaron hacer pasar la adivinación como evidencia. Muchas personas comenzaron a jugar con la ecuación, dando valores a los parámetros astrobiológicos y sociológicos a placer para llegar a un resultado que por la inherente incertidumbre de la fórmula, no podía describir ninguna realidad.
Aun así, los medios de comunicación se hicieron eco de las publicaciones, convirtiendo la ecuación de Drke en una de las fórmulas más famosas de la historia y vendiendo la idea de que en la galaxia podría haber entre 1. 000 y 100 millones de civilizaciones inteligentes detectables. Cuando en realidad, la única certeza es que no lo sabemos.
Pero a pesar de esa explotación pseudocientífica, la repercusión de la ecuación de Drke permitió que el mundo entero conociera los esfuerzos que desde Estados Unidos se estaban haciendo por lograr el descubrimiento de vida más allá de la Tierra. Y tal fue el impacto que en pleno esplendor de la Guerra Fría, un grupo de astrónomos soviéticos se unieron a ellos como parte del proyecto SETI. La ambición por cumplir ese sueño había roto todas las fronteras entre dos países que lideraban una contienda entre dos formas de entender el mundo.
En este contexto, el astrofísico Nikolai Kardashev se convirtió en la cara visible del proyecto en el bloque soviético. En 1964, tres años después de la formulación de la ecuación de Drke, el científico ruso organizó una conferencia en el Observatorio de Byurakan, en Armenia. Kardashev reunió a las grandes eminencias del campo de la radioastronomía para, según sus propias palabras, hallar técnicas viables para la detección de señales extraterrestres y solucionar los problemas lingüísticos que podrían emerger de la comunicación con una hipotética civilización más avanzada que la humana.
Se había propuesto definir qué teníamos que buscar en la oscuridad. El físico soviético creía que si no dejábamos de considerar las civilizaciones extraterrestres iguales a la nuestra, el fracaso estaba garantizado. Unos cientos o miles de años de ventaja, por no hablar de lo que supondría unos millones, haría que tuvieran una tecnología muy distinta.
Si queríamos encontrar algo, primero teníamos que saber qué estábamos buscando. Partiendo de esta premisa, Kardashev desarrolló un método para categorizar civilizaciones. Una manera de clasificar cualquier civilización del Universo de acuerdo a un único parámetro.
Su uso de energía. Todas serían muy distintas entre ellas. Pero todas y cada una de ellas, de una forma u otra, tendrían que consumir energía para sobrevivir y, sobre todo, para cumplir con sus ambiciones.
El científico, en aquella conferencia, presentó al mundo lo que él mismo había bautizado como Escala de Kardashev. Medir el grado de evolución tecnológica de una civilización en función de la cantidad de energía que es capaz de utilizar de su entorno para clasificarlas en tres categorías. En primer lugar, una civilización de Tipo I, aquella hacia la que nosotros mismos estamos transicionando, es aquella que ha logrado dominar su mundo.
Controlar y usar a placer toda la energía disponible en su planeta de origen. Un poder absoluto sobre sus recursos, sus ecosistemas y su clima. Con este dominio energético, si no han convertido su mundo en un planeta inhabitable y han perecido por culpa de sus ansias de crecimiento, los seres echarán su mirada a los cielos.
Su planeta se les habrá quedado pequeño y el camino hacia una nueva clase de civilización habrá empezado. Porque en segundo lugar en la escala, una civilización de Tipo 2 será aquella capaz de dominar a su estrella madre. Controlar a su Sol.
Cosechar toda la energía del Dios de Luz que les dio la vida a través de una megaestructura más allá de nuestros sueños. En esa ambición por dar el siguiente paso evolutivo, la civilización empezará a sacrificar a sus mundos hermanos. A destruir otros planetas y cuerpos de su sistema, especialmente asteroides, ricos en minerales y más sencillos de manipular gracias a su baja gravedad.
Convertirían todo el imperio de su estrella en una colosal mina. Con el exclusivo propósito de alzar la estructura más colosal del Cosmos. Un salto evolutivo equiparable al descubrimiento del fuego.
La construcción de un enjambre de colectores solares que formarían una especie de sarcófago alrededor del Sol. Unos 30 cuatrillones de paneles constituyendo lo que sería bautizado como una esfera de Dyson. Con semejante creación, la civilización estaría controlando toda la energía de una estrella, pudiendo incluso alzarla alrededor de un agujero negro.
Una proeza tecnológica. Mantener un monstruo de las tinieblas dentro de un sarcófago para conseguir una energía virtualmente infinita. De una forma u otra, se habrán convertido en una civilización de Tipo 2 y con el poder de los dioses en la palma de su mano, habrán derribado todas las fronteras del espacio y del tiempo.
Porque en tercer y último lugar, una civilización de Tipo 3 será aquella que habrá dominado toda una galaxia. Que habrá cosechado la energía de todas y cada una de las estrellas de su isla de luz. Con la energía obtenida de la esfera de Dyson, los viajes interestelares pasarán a ser viables.
Solo necesitarán tiempo y recursos para conquistar toda su galaxia. Incluso suponiendo que siguieran usando una arcaica propulsión química como la que usamos los humanos a día de hoy, bastarían solo 300 millones de años para colonizar hasta la última de las 100. 000 millones de estrellas que, de media, habitan en una galaxia.
Y aunque 300 millones de años parezca una eternidad, a nivel cósmico no es nada. Con sus 13. 000 millones de años, la Vía Láctea habría podido ser conquistada más de 40 veces.
Bastaría una sola civilización así de avanzada para llenar toda una galaxia. Y en caso de disponer de tecnologías que para nosotros son puramente hipotéticas, podrían lograr esa conquista en apenas 1 millón de años. Con la dominancia galáctica, habrían alcanzado el último nivel de la escala.
Un punto a partir del cual las motivaciones trascenderían nuestro pobre conocimiento humano. Una virtuosidad y un poder insondables para nosotros. La cúspide de la evolución biológica.
Hasta ese momento, con las ondas de radio, siempre habíamos buscado trazas de una civilización que, como nosotros, estaba en camino de convertirse en una de tipo I. Con su teorización, quiso mostrar que los esfuerzos tenían que centrarse en captar los ecos de una tecnología propia de una civilización de tipo 2 o de tipo 3. La escala de Kardashev nos iba a guiar entre las tinieblas.
Cuando las noticias de la conferencia soviética se expandieron por el mundo y los científicos que formaban parte del SETI descubrieron los fundamentos de la escala de Kardashev, las esperanzas para hallar rastros de vida inteligente crecieron más que nunca. Tanto es así que la propia NASA financió algunos de los primeros proyectos, marcando el inicio de más de seis décadas de búsqueda. Desde los años 60 con el SETI y más recientemente con el Breakthrough Listen, un proyecto iniciado en enero de 2016 que con una financiación de 100 millones de dólares representa la más completa busca de vida inteligente, hemos escaneado millones de sistemas estelares en la Vía Láctea y cientos de galaxias.
Los experimentos más obvios han sido la búsqueda de señales de radio emitidas por sistemas de comunicación extraterrestres; pero siguiendo con los fundamentos de la escala de Kardashev, ha habido intentos de dar con huellas más extrañas. Esfuerzos de captar señales ópticas, breves pulsos láseres que no puedan ser generados por la naturaleza pero sí por mecanismos artificiales de una civilización avanzada. Del mismo modo, se ha aspirado a captar los ecos de una posible esfera de Dyson en un sistema de nuestra galaxia.
Si una civilización de tipo 2 hubiera construido esta megaestructura alrededor del Sol, desde la Tierra observaríamos no solo unas fluctuaciones lumínicas extrañas en dicha estrella, sino también una poderosa emisión de luz infrarroja. El cuerpo se calentaría tanto que parte de la energía se perdería en calor. Si dábamos con una estrella con fluctuaciones de luz inexplicables por ningún fenómeno natural que, a la vez, emite grandes cantidades de radiación infrarroja podríamos deducir la existencia de una esfera de Dyson y, por tanto, confirmar que hay alguien más poblando los océanos del Universo.
Asimismo, en civilizaciones todavía más avanzadas, que están en camino de alcanzar el nivel 3 en la escala, habría algo más con lo que cazarlas. Cualquier civilización que estuviera conquistando las estrellas de la galaxia, necesitaría viajar a velocidades muy cercanas a las de la luz. Y una hipotética nave capaz de ello, al frenar en medio del espacio, dejaría una inmensa estela de gas ionizado.
Un rastro incandescente que pintaría el firmamento como una pincelada de luz en un oscuro lienzo. Finalmente, como última frontera en la escala de Kardashev, una civilización de tipo 3 que ha conquistado la totalidad de su isla de luz podría, en teoría, hacer que toda una galaxia se apagara. Con poder sobre todas las estrellas, podrían haberlas consumido una a una.
Arrebatar hasta la última luz de una galaxia para colonizar otra, como parásitos que succionan la vida de los dioses de luz. Sin embargo, a pesar de todo esto, de todos los rastros que hemos seguido, de todos los esfuerzos realizados durante más de seis décadas observando y escuchando los cielos, no hemos encontrado nada. Solo una triste colección de falsas alarmas.
Nadie está llamando. Nadie está dando señales de su presencia. Todo cuando tenemos es una inquietante calma a la que los astrónomos han bautizado como El Gran Silencio.
Esta aparente contradicción entre las supuestamente altas probabilidades de que existan otras civilizaciones inteligentes y la ausencia de evidencia de las mismas es lo que fue bautizado como la Paradoja de Fermi. Una incongruencia entre el optimismo de los números y el pesimismo de la observación. Postulada en honor a Enrico Fermi y la pregunta que se hizo aquella mañana de verano de 1950, la paradoja resalta que escudándose en la estadística, en las estimaciones que señalan que tendrían que existir muchas civilizaciones inteligentes en el Universo Observable, es extraño que no hayamos encontrado aún evidencia de vida extraterrestre.
La Vía Láctea es una isla de luz formada por lo que podrían llegar a ser más de 400. 000 millones de estrellas, la práctica totalidad de ellas con mundos a su alrededor. Y nuestra galaxia es solo una más de las 2 trillones que podrían navegar el océano del Universo Observable.
Dada esta inimaginable cantidad de estrellas, tendría que existir un número también inconcebible de planetas habitables, donde la semilla de la vida podría haber encontrado un lugar para germinar. Y si sumamos a esto la edad del Cosmos, con las galaxias siendo casi tan viejas como el propio tiempo y habiendo tenido miles de millones de años para florecer, parece impensable que la vida inteligente no haya surgido en otro lugar. Es en estas premisas que descansa la paradoja de Fermi, un término que desde su concepción en 1975 en un artículo escrito por el astrofísico estadounidense Michael Hart no ha hecho más que incrementar su fama.
Los constantes fracasos, la imposibilidad de dar con señales de vida ahí fuera a pesar de cada vez poder escuchar y observar mejor han hecho del concepto uno de los más reconocidos en el mundo de la ciencia. Con ese reconocimiento creciente, astrónomos de todo el mundo llevan décadas intentando dar una solución a ese problema. Resolver la paradoja de Fermi y entender por qué estamos rodeados de un inquietante silencio que se extiende por las tinieblas del espacio y del tiempo.
Una posibilidad es que simplemente seamos demasiado primitivos para llamar la atención de nadie. Que una civilización suficientemente avanzada en la escala de Kardashev nos vea como simples insectos. Seres infraevolucionados con los que no vale la pena comunicarse y menos cruzar los desiertos del Universo para llegar hasta nosotros.
Otra de las hipótesis que pretenden resolver la paradoja es que cualquier civilización, en sus ansias de crecer y prosperar, se convierte en su propio verdugo. Que existe una especie de frontera que impide que una civilización se desarrolle lo suficiente como para contactar con otras o viajar entre las estrellas antes de exterminarse a sí mismas. Una visión que establece que todas y cada una de las posibles formas de vida que han surgido no han contactado con nosotros ni nos han visitado porque antes de llegar a ese punto evolutivo, se han autoaniquilado por sus ansias de poder, víctimas de su propia tecnología.
Esto es lo que se conoce como la Teoría del Gran Filtro. Una hipótesis que postula que algo tiene que reducir la posibilidad de que la materia inerte germine la vida o, en su sentido más reconocido, que esta escale en la escala de Kardashev. En el contexto de la paradoja de Fermi, el Gran Filtro nos dice que la inteligencia es la maldición de la vida, aquello que nos condena a la extinción.
Sin embargo, lejos de este pesimismo, hay quienes defienden que simplemente no hemos escuchado ni observado suficiente. Que con nuestras limitadas capacidades de alcance, aseverar que la Tierra es el único reducto para la inteligencia sería como llenar una diminuta botella de agua del mar, ver que está vacía y sentenciar que en los océanos no hay nada vivo. Tenemos que ver más lejos y, sobre todo, durante más tiempo.
Del mismo modo, es posible que ni siquiera estemos buscando lo que debemos buscar. Hasta ahora, si bien ha habido esfuerzos minoritarios en captar los ecos de tecnologías como una esfera de Dyson o una estela de luz causada por los viajes interestelares, todo lo que tiene que ver con las comunicaciones se ha centrado en las ondas de radio. Pero una vez más, estamos dando por hecho que una civilización tan avanzada, tan evolucionada social y tecnológicamente, seguiría anclada en algo tan arcaico.
Podrían comunicarse de formas muy distintas, dejándonos a ciegas, persiguiendo sombras. Unos seres suficientemente avanzados podrían estar usando unas partículas fantasma para sus transmisiones. Los neutrinos, las partículas más misteriosas del modelo estándar, podrían ser la base de sus comunicaciones.
Partículas neutras, sin carga eléctrica y un tamaño incluso inferior al del electrón, que interactúan con la materia de forma tremendamente elusiva. Cada segundo, cada superficie de nuestro cuerpo equivalente a un pulgar es atravesada por 60 mil millones de neutrinos procedentes del Sol y de otros parajes del Universo sin que sintamos absolutamente nada. Unas entidades que se desplazan por el espacio como fantasmas.
Sin embargo, en 2012, un equipo de científicos de la Universidad de Cornell demostró que la comunicación basada en neutrinos era físicamente posible, tal y como demostraron enviando un mensaje muy simple codificado en ellos una distancia de 1. 000 kilómetros e incluso, lo más prometedor, a través de 240 metros de roca maciza. Una civilización suficientemente avanzada podría estar usando neutrinos para enviar mensajes complejos a la velocidad de la luz y superando cualquier obstáculo gracias a su capacidad de atravesar la materia.
Pero con una tecnología suficiente, podrían hacer algo incluso más grande. Utilizar el propio espacio-tiempo como sistema de comunicación. Convertir las ondas gravitacionales en mensajes que transmitir por el Universo.
Si fueran capaces de manipular cuerpos celestes de gran poder gravitatorio, podrían crear perturbaciones en el tejido espacio temporal. Crear ondas gravitacionales que se desplazan por los océanos del Cosmos en todas direcciones y a la velocidad de la luz. Un poder absoluto sobre la fábrica del espacio y del tiempo.
Una manipulación de los cimientos de la realidad. De todos modos y como tal vez la más inquietante respuesta a la paradoja de Fermi, existe la posibilidad de que, en efecto, estemos solos. Que el Universo solo haya hallado en nosotros, esa forma de entenderse a sí mismo.
Revisando la historia de la Tierra, podemos ver cómo tomó casi 4. 000 millones de años que las células primigenias evolucionaran hasta el amanecer de la civilización humana. Un tercio de la edad del Universo empleado para que emergiera la inteligencia como la conocemos.
Una eternidad en la que la cadena de la vida no se ha fracturado en ningún punto. Miles de millones de años de una afortunada estabilidad, lejos del caos y la violencia del Cosmos, para que llegáramos nosotros. Una colección de átomos tan antiguos como el propio tiempo con la capacidad de pensar.
Tal vez no haya tantos mundos donde la vida haya encontrado ese equilibrio tan prolongado en el tiempo. Quizás seamos el único refugio de consciencia en un eterno océano de inconsciencia. Además, investigaciones recientes señalan que estadísticamente, la vida inteligente fue más probable hace 4.
000 millones de años y más cerca del núcleo de la Vía Láctea. Podría ser que estemos en el momento y en el lugar equivocados. Demasiado lejos en el espacio y en el tiempo de la que quizás fue la edad de oro de la inteligencia en nuestra galaxia.
Tal vez, hace mucho tiempo, la Vía Láctea fue hogar de cientos o miles de civilizaciones. Todas ya extintas en el momento en el que nosotros hemos alzado la mirada al cielo. Rodeados de lo que hoy no es más que un cementerio cósmico.
Pero también existe la posibilidad de que sigan vivas, pero que hayan decidido permanecer invisibles. Patrullando los rincones más profundos de la Vía Láctea en busca de evidencias de mundos más allá del Sistema Solar, el observatorio espacial Kepler se ha convertido en el más célebre cazador de exoplanetas de la historia. A lo largo de su misión iniciada en 2009, ha observado más de 530.
000 estrellas y descubierto un total de 2. 778 planetas. Con la principal meta de hallar mundos similares a la Tierra, los hallazgos de Kepler avivaron todas las esperanzas.
Sus resultados, escalados al tamaño de la galaxia, mostraron que la Vía Láctea podría contener 20. 000 millones de planetas parecidos al nuestro. Mundos rocosos en la zona de habitabilidad de su Sol, con la temperatura adecuada para albergar agua, el ingrediente fundamental para que la vida germine.
Este descubrimiento fortaleció todavía más la paradoja de Fermi. Nuestra galaxia es hogar de un número inconcebible de mundos como el nuestro, donde la evolución podría llevar al surgimiento de civilizaciones inteligentes. Pero aun así, no vemos nada.
No escuchamos nada. Un eterno silencio. Los abrumadores hallazgos del telescopio Kepler abrieron la puerta a una solución a la paradoja que hasta ese momento considerábamos algo propio de la ciencia ficción.
Una teoría concebida en 2008 por el escritor chino Liu Cixin que empieza a calar en la comunidad astronómica y que fue bautizada como la hipótesis del bosque oscuro. El escritor, en su novela “El Bosque Oscuro”, se sumerge en la naturaleza de la ecuación de Drke, en los parámetros sociológicos de las civilizaciones, para presentar tres axiomas claves. Tres postulados que, juntos, dan una respuesta a la paradoja de Fermi.
En primer lugar, suponemos que el Universo Observable está habitado por inmenso número de civilizaciones inteligentes. Que aunque la fracción de planetas donde la vida, los seres pluricelulares y eventualmente la inteligencia germinan sea ínfima, dado el tamaño del Cosmos, son muchísimas las civilizaciones que conviven en dicha sociedad cósmica. En segundo lugar, suponemos que la necesidad primaria de cualquier civilización es la supervivencia.
La protección de su integridad. La búsqueda de la seguridad de sus miembros del mismo modo que las comunidades humanas se han mantenido unidas para garantizar su vida. Y en tercer lugar, suponemos que las civilizaciones se expanden continuamente con el tiempo pero que la materia total del Universo permanece constante.
Cada vez amplían sus dominios en un océano en el que tarde o temprano se encontrarán con otras que compartirán sus mismos deseos y necesidades. Con las tres premisas unidas, la única conclusión lógica es que cualquier forma de vida inteligente se enfrentará a todas las demás en una lucha por la supervivencia a escala galáctica. Y en esa guerra fría, toda civilización reconocerá el contacto como algo demasiado peligroso.
De esta forma, la teoría del bosque oscuro dice que las civilizaciones inteligentes permanecen calladas, sin revelar su existencia, por miedo a ser descubierta por otra más avanzada y poderosa. Una hipótesis que resolvía la paradoja de Fermi diciendo que las civilizaciones verdaderamente inteligentes saben que deben esconderse. Porque cada una es un cazador al acecho en una noche sin luna.
Fuera del contexto literario y como hipótesis astronómica, la teoría nos hace imaginar el Universo como un bosque en el que todas las civilizaciones son cazadores que se desplazan entre las tinieblas. En nuestro hogar, todas las formas de vida buscan sobrevivir, alimentarse, reproducirse y obtener los recursos necesarios para ello. Y en esa lucha por la supervivencia, su mayor y único obstáculo son otros organismos que comparten ese mismo objetivo.
Fue precisamente esta competitividad entre las especies la que impulsó una selección natural que en algún punto de esa historia ancestral derivó en la aparición de la consciencia. De los seres humanos. Una inteligencia que permitió el progreso tecnológico manteniendo las necesidades más primitivas de la vida.
En la unión hallamos la fuerza y se alzaron las primeras civilizaciones del mundo. Culturas envenenadas por esos deseos de dominancia que lucharon entre ellas por el control de las tierras. Viendo nuestro pasado y nuestro presente, queda claro que la inteligencia nos hizo poderosos y peligrosos a partes iguales.
Los humanos hemos dominado el planeta, sometiendo a todo aquello que se interpusiera en nuestro camino. Una historia que ha levantado la sociedad de hoy pero que va a seguir escribiéndose. En ese futuro capítulo en el que busquemos en las estrellas, una oportunidad para extender nuestro imperio.
Pero cuando ese momento llegue, tal vez nos encontremos con otros que tengan las mismas ideas que nosotros. La lucha por la supervivencia podría extenderse al cielo, cuando emprendamos ese viaje por el bosque oscuro donde otros cazadores puedan estar al acecho.