Mateo, un niño de tan solo 12 años de la calle, salva a un anciano. Lo que el anciano le dijo en su último respiro cambió la vida del niño por completo. El frío mordía como cuchillos en aquella noche de invierno. Mateo, un niño de apenas 12 años, se acurrucaba en el hueco de una puerta intentando escapar del viento helado que azotaba las calles de la ciudad. Su estómago rugía, recordándole que no había comido en todo el día. —Vamos, Mateo, una noche más —se dijo a sí mismo, frotándose las manos para generar algo de calor—.
Mañana será mejor. Un grito desgarrador rompió el silencio de la noche, sobresaltando a Mateo. Se incorporó de un salto, sus sentidos en alerta máxima. —¡Ayuda, por favor! ¡Que alguien me ayude! La voz parecía provenir de un callejón cercano. Mateo dudó por un momento; las calles eran peligrosas de noche, y él lo sabía mejor que nadie. Pero algo en aquella voz quebrada y desesperada le hizo tomar una decisión. Con cautela, se adentró en el callejón. La oscuridad era casi total, solo interrumpida por el débil resplandor de una farola lejana. Allí, tirado en el suelo, yacía un
anciano. —¿Señor, está bien? —preguntó Mateo, acercándose con precaución. El anciano levantó la mirada, sus ojos brillando con una mezcla de dolor y alivio. —Oh, gracias a Dios, ¡Jade! El hombre, me he caído y creo que me he roto algo, no puedo moverme. Mateo se arrodilló junto al anciano, notando su ropa elegante, ahora manchada de barro y sangre. —No se preocupe, voy a ayudarlo —dijo Mateo, tratando de sonar más seguro de lo que se sentía—. ¿Cómo se llama? —Alberto —respondió el anciano con un gemido de dolor—. Don Alberto Vázquez. —Yo soy Mateo. Voy a intentar levantarlo.
Don Alberto: Mateo trató de ayudar al anciano a incorporarse, pero el hombre gritó de dolor. —¡Mi cadera! —exclamó Don Alberto—. Creo que me la he roto. —Está bien, no se mueva —dijo Mateo, mirando a su alrededor con desesperación—. Voy a buscar ayuda. No, la mano de Don Alberto se aferró a la muñeca de Mateo con sorprendente fuerza. —Por favor, no me deje solo. Mateo vio el miedo en los ojos del anciano y asintió. —De acuerdo, me quedaré con usted, pero necesitamos llamar a una ambulancia. —Mi teléfono... —murmuró Don Alberto—. Está en mi bolsillo, pero no
puedo alcanzarlo. Con cuidado, Mateo buscó en los bolsillos del abrigo del anciano hasta que encontró un teléfono móvil de última generación. Sus manos temblaban mientras marcaba el número de emergencias. —Servicio de emergencias, ¿en qué puedo ayudarle? —respondió una voz femenina al otro lado de la línea. —Necesitamos una ambulancia —dijo Mateo, tratando de mantener la calma—. Hay un hombre mayor que se ha caído y no puede moverse. —¿Puedes decirme dónde están exactamente? Mateo miró a su alrededor buscando alguna referencia. —Estamos en un callejón cerca de la calle... —Se detuvo, dándose cuenta de que no conocía el
nombre de la calle. —Calle San Martín —susurró Don Alberto. —Calle San Martín —repitió Mateo al teléfono—. En un callejón junto a una tienda de electrónica. —Muy bien, estamos enviando una ambulancia ahora mismo. ¿Puedes quedarte con el hombre hasta que llegue? —Sí, me quedaré con él. Mateo colgó el teléfono y se lo devolvió a Don Alberto. —Ya vienen, Don Alberto. No se preocupe. El anciano sonrió débilmente. —Gracias, Mateo. Eres un buen chico. Un silencio incómodo se instaló entre ellos. Mateo, sin saber qué hacer, comenzó a frotar sus manos nuevamente, tratando de combatir el frío. —¿Está helado?
—observó Don Alberto—. No tienes un abrigo. Mateo negó con la cabeza. —Lo perdí hace unas semanas. Don Alberto frunció el ceño. —¿Y tus padres? ¿No deberías estar en casa a estas horas? Mateo bajó la mirada, evitando los ojos del anciano. —No tengo casa —murmuró. La expresión de Don Alberto cambió de confusión a comprensión y luego a una profunda tristeza. —Oh, Mateo —dijo suavemente—. Lo siento mucho. —No es tan malo —Mateo se encogió de hombros, tratando de sonar despreocupado—. Me las arreglo. —Pero eres solo un niño —insistió Don Alberto—. ¿Cuánto tiempo llevas en la calle? —Casi
un año —respondió Mateo, sorprendiéndose a sí mismo por su honestidad. Había algo en este anciano que le hacía sentir que podía confiar en él. —¿Qué pasó con tu familia? Mateo dudó por un momento, pero luego las palabras comenzaron a salir como un torrente. —Mi papá nos abandonó cuando yo era pequeño. Mi mamá... Ella intentó cuidarme, pero tenía problemas. Bebía mucho. Un día, simplemente no volvió a casa. La policía la buscó, pero nunca la encontraron. —Oh, Dios mío —murmuró Don Alberto, sus ojos llenos de compasión—. ¿Y los servicios sociales? ¿No te llevaron a un hogar de
acogida? Mateo negó con la cabeza. —Lo intentaron, pero me escapé. No me gustaba allí, prefiero estar por mi cuenta. Don Alberto parecía querer decir algo más, pero en ese momento el sonido de una sirena llenó el aire. —¡La ambulancia! —exclamó Mateo, poniéndose de pie de un salto—. ¡Aquí estamos, aquí! Dos paramédicos aparecieron en la entrada del callejón empujando una camilla. —Hola, ¿qué tenemos aquí? —preguntó uno de ellos, arrodillándose junto a Don Alberto. —Se ha caído —explicó Mateo—. Dice que le duele la cadera. Los paramédicos examinaron a Don Alberto con eficiencia profesional, haciéndole preguntas y evaluando
su estado. —Parece que tiene razón, señor —dijo uno de ellos—. Probablemente sea una fractura de cadera. Vamos a tener que llevarlo al hospital. Con cuidado, los paramédicos levantaron a Don Alberto y lo colocaron en la camilla. El anciano hizo una mueca de dolor, pero no se quejó. —Mateo —llamó Don Alberto mientras lo preparaban para subirlo a la ambulancia—. Gracias por tu ayuda. No sé qué habría hecho sin ti. Mateo se movió incómodo, sin saber qué decir. —No fue nada —murmuró. —¿Quieres venir conmigo al hospital? —preguntó Don Alberto de repente—. Me sentiría mejor si no estuviera
solo. "¡Solo!" Mateo miró al anciano sorprendido. Luego miró a los paramédicos que esperaban pacientemente. —Yo no sé si puedo —dijo Mateo, dudando. —Por favor —insistió Don Alberto—. Me ha salvado la vida. Déjame al menos asegurarme de que tienes un lugar cálido donde pasar la noche. Mateo miró de nuevo al callejón oscuro y frío, y luego de vuelta a Don Alberto. Tomó una decisión. —Está bien —dijo finalmente—. Iré con usted. Don Alberto sonrió, visiblemente aliviado. —Gracias, Mateo. Eres un buen chico, de verdad. Mientras subían a Don Alberto a la ambulancia, uno de los paramédicos se acercó
a Mateo. —¿Eres familiar? —preguntó. Mateo abrió la boca para decir que no, pero Don Alberto se le adelantó. —Es mi nieto —dijo con firmeza—. Viene conmigo. El paramédico asintió y ayudó a Mateo a subir a la ambulancia. Mientras las puertas se cerraban y la ambulancia arrancaba, Mateo miró a Don Alberto con una mezcla de confusión y gratitud. —¿Por qué dijo que soy su nieto? —susurró. Don Alberto le guiñó un ojo. —A veces, Mateo, la familia no es solo la que te da la sangre, sino la que te da el corazón. Y tú, pequeño, has demostrado
tener un corazón de oro. Mateo sintió que algo cálido se expandía en su pecho. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que tal vez, solo tal vez, las cosas podrían mejorar. La ambulancia se alejó en la noche, llevando consigo a un anciano herido y a un niño de la calle, unidos por un acto de bondad que cambiaría sus vidas para siempre. La ambulancia serpenteaba por las calles de la ciudad, su sirena rompiendo el silencio de la noche. En la parte trasera, Mateo observaba nerviosamente cómo el paramédico atendía a Don Alberto. —¿Se pondrá bien? —preguntó Mateo,
su voz apenas un susurro. El paramédico le dirigió una sonrisa tranquilizadora. —Estamos haciendo todo lo posible. Tu abuelo es un hombre fuerte. Mateo asintió, sintiéndose culpable por la mentira, pero agradecido por la oportunidad de estar allí. Don Alberto, a pesar del dolor, notó la incomodidad del niño. —Mateo —llamó débilmente—. Cuéntame más sobre ti. ¿Qué te gusta hacer? El niño lo miró sorprendido; hacía mucho tiempo que nadie le preguntaba algo así. —A mí me gusta dibujar —admitió tímidamente—. Cuando encuentro un trozo de papel y un lápiz, dibujo lo que veo en las calles. Los ojos de
Don Alberto se iluminaron con interés. —¿De verdad? ¡Eso es maravilloso! ¿Qué tipo de cosas dibujas? —De todo. —Mateo se animó un poco—. Pájaros, edificios, personas. Una vez dibujé un perro callejero que me siguió durante un día. Lo llamé Manchas. —Suena como si tuvieras un verdadero talento —dijo Don Alberto, haciendo una mueca de dolor al moverse ligeramente—. Me encantaría ver tus dibujos algún día. Mateo bajó la mirada. —No tengo ninguno conmigo. Es difícil guardar cosas en la calle. Un silencio incómodo se instaló en la ambulancia. El paramédico, sintiendo la tensión, intervino. —Ya casi llegamos al hospital,
Don Alberto. ¿Hay alguien a quien debamos llamar? ¿Familia, amigos? El anciano negó con la cabeza. —No, no tengo a nadie. Mi esposa falleció hace años y nunca tuvimos hijos. Mateo sintió una punzada de empatía; él entendía lo que era estar solo en el mundo. —Me tiene a mí —dijo de repente, sorprendiéndose a sí mismo—. Yo me quedaré con usted, Don Alberto. El anciano lo miró con los ojos llenos de emoción. —Gracias, Mateo. Eres un ángel caído del cielo. La ambulancia finalmente se detuvo frente a la entrada de urgencias del hospital. Las puertas se abrieron y
un equipo médico esperaba para recibir a Don Alberto. —Vamos a llevarlo adentro para hacerle unas radiografías —explicó una enfermera mientras trasladaban la camilla—. —¿Eres su nieto? —preguntó a Mateo. Antes de que pudiera responder, Don Alberto intervino. —Sí, es mi nieto. Por favor, déjenlo quedarse conmigo. La enfermera asintió comprensivamente. —Por supuesto, pero primero tendremos que llevarlo a examinación. Puedes esperar en la sala de espera, cariño. Te llamaremos en cuanto terminemos. Mateo asintió, de repente sintiéndose muy pequeño y fuera de lugar en el bullicioso hospital. —Estaré bien —Mateo le aseguró a Don Alberto mientras se lo llevaban—.
No te vayas, de acuerdo. —No me iré —prometió Mateo, viendo cómo las puertas se cerraban tras la camilla de Don Alberto. Solo en la sala de espera, se hundió en una de las sillas de plástico. El calor del hospital era un cambio bienvenido después del frío de la calle, pero se sentía extraño, casi irreal. Una mujer de la limpieza que pasaba por allí notó al niño solo y se detuvo. —¿Estás bien, pequeño? —preguntó amablemente—. ¿Dónde están tus padres? Mateo, acostumbrado a mentir para protegerse, respondió automáticamente: —Mi abuelo está siendo atendido. Estoy esperándolo. La mujer asintió,
pero frunció el ceño al notar la ropa sucia y desgastada de Mateo. —Debes tener hambre. Espera aquí, te traeré algo de la cafetería. Antes de que Mateo pudiera protestar, la mujer se había ido. Regresó unos minutos después con un sándwich y una caja de jugo. —Toma, cariño. Come algo mientras esperas. Mateo tomó la comida con manos temblorosas. —Gracias —murmuró, sintiéndose abrumado por la bondad inesperada. Mientras comía, Mateo observaba el ir y venir de médicos, enfermeras y pacientes. Era un mundo completamente diferente al que estaba acostumbrado en las calles. Después de lo que pareció una eternidad,
la misma enfermera de antes se acercó a él. —Mateo, tu abuelo está preguntando por ti. Puedes verlo ahora. Con el corazón latiendo fuertemente, Mateo siguió a la enfermera por los pasillos del hospital hasta llegar a una habitación. Allí, en una cama de hospital, estaba Don Alberto, conectado a una vía intravenosa en el brazo. —Mateo, muchacho —sonrió el anciano al verlo—. Pensé que tal vez te habría ido... —Le prometí que me quedaría —respondió Mateo, acercándose tímidamente a la cama. La enfermera los dejó solos, cerrando la puerta tras ella. —Los médicos dicen que...—dijo Don Alberto. He roto
la cadera; tendré que operarme mañana. Mateo asintió, sin saber qué decir. Mateo continuó: el anciano, su voz de repente seria, dijo: “Necesito preguntarte algo y quiero que seas completamente honesto conmigo, de acuerdo”. El niño tragó saliva nerviosamente, pero asintió. “¿Por qué estás realmente en la calle? La verdad, por favor”. Mateo sintió que se le formaba un nudo en la garganta; quería mentir, decir que todo estaba bien, que solo estaba pasando por un mal momento, pero algo en los ojos de Don Alberto, llenos de genuina preocupación, hizo que la verdad a borbotones saliera: “Mi padre nos
abandonó cuando yo era pequeño”, comenzó, su voz quebrada. “Mi madre... ella lo intentó, de verdad que sí, pero empezó a beber cada vez más. Algunas noches ni siquiera volvía a casa”. Don Alberto escuchaba en silencio, sus ojos nunca dejando los de Mateo. “Un día, hace casi un año, salió y nunca regresó”, continuó Mateo, las lágrimas comenzando a caer. “La policía la buscó, pero nadie sabe qué pasó con ella”. “Oh”, Mateo suspiró, Don Alberto extendiendo su mano para tomar la del niño. “Me llevaron a un hogar de acogida”. Mateo sorbió por la nariz. “Pero era horrible;
los otros niños me golpeaban, me robaban, los adultos no hacían nada. Así que me escapé”. “¿Y has estado solo en la calle desde entonces?”, preguntó Don Alberto, su voz llena de incredulidad y dolor. Mateo asintió. “Es duro, pero al menos soy libre”. Don Alberto cerró los ojos por un momento, como si estuviera procesando todo lo que acababa de escuchar. Cuando los abrió de nuevo, había una determinación en ellos que Mateo no había visto antes. “Mateo, escúchame bien”, dijo el anciano, apretando la mano del niño. “Lo que has vivido, lo que has tenido que pasar, ningún
niño debería experimentar algo así. Eres valiente, eres fuerte, pero no tienes que hacerlo solo. No más”. “¿Qué quiere decir?”, preguntó Mateo, confundido. “Quiero decir que si tú quieres, podría ayudarte”, respondió Don Alberto. “No puedo prometerte nada aún. Necesito hablar con algunas personas primero, pero ¿estarías dispuesto a darle una oportunidad a una vida fuera de las calles?”. Mateo sintió que su corazón se aceleraba; una parte de él quería gritar “¡sí!” inmediatamente, aferrarse a esta oportunidad inesperada, pero otra parte, la parte que había aprendido a desconfiar del mundo, lo hizo dudar. “¿Por qué?”, preguntó en voz baja.
“¿Por qué quiere ayudarme? Ni siquiera me conoce”. Don Alberto sonrió suavemente. “Porque vi bondad en ti, Mateo, cuando me ayudaste en ese callejón. No viste a un viejo rico al que podrías haber robado; viste a alguien que necesitaba ayuda y actuaste. Eso dice mucho sobre quién eres”. Mateo bajó la mirada, abrumado por las palabras del anciano. “No sé si puedo”, admitió. “Tengo miedo”. “El miedo es normal”, respondió Don Alberto, “pero a veces tenemos que ser valientes y dar un salto de fe. No tienes que decidir ahora mismo. Piénsalo, de acuerdo”. Mateo asintió lentamente. “Lo pensaré”,
prometió. En ese momento, la puerta de la habitación se abrió y entró un médico. “Buenas noches”, saludó. “Siento interrumpir, pero necesito hablar con Don Alberto sobre la cirugía de mañana”. Mateo se levantó rápidamente. “Yo debería irme”, dijo de repente, sintiéndose fuera de lugar. “No, por favor, quédate”, pidió Don Alberto. “¿Doctor, puede el niño pasar la noche aquí? No tiene dónde ir”. El médico miró a Mateo con curiosidad, pero asintió. “Supongo que podemos arreglar algo. Haré que traigan una silla reclinable”. “Gracias”, dijo Don Alberto, luego se volvió hacia Mateo. “Quedarás”. Mateo miró al anciano, luego al
médico y finalmente a la ventana, donde podía ver las luces de la ciudad. Por primera vez en mucho tiempo sintió una chispa de esperanza. “Me quedaré”, dijo finalmente, mientras el médico comenzaba a explicar los detalles de la cirugía. Mateo se sentó de nuevo, escuchando a medias; su mente estaba llena de posibilidades, de sueños que había enterrado hace mucho tiempo y que ahora tal vez podrían volver a la vida. La noche avanzaba y, con ella, la promesa de un nuevo día, un nuevo comienzo para Mateo, el niño de la calle, y para Don Alberto, el anciano
solitario. El destino había entretejido sus caminos de una manera inesperada. Lo que vendría después solo el tiempo lo diría. La mañana llegó con el suave murmullo de actividad hospitalaria. Mateo se despertó sobresaltado, momentáneamente desorientado por el entorno desconocido. Se frotó los ojos y miró a su alrededor, recordando los eventos de la noche anterior. Don Alberto yacía en la cama de hospital, todavía dormido. Las máquinas a su lado emitían pitidos rítmicos, un recordatorio constante de la frágil condición del anciano. Una enfermera entró en la habitación, sorprendiéndose ligeramente al ver a Mateo. “Buenos días, pequeño”, saludó en
voz baja. “No esperaba verte aquí tan temprano”. Mateo se enderezó en la silla reclinable, sintiéndose repentinamente cohibido. “Buenos días”, murmuró. “¿Cómo está Don Alberto?”. La enfermera revisó los monitores y el goteo intravenoso antes de responder. “Está estable. La cirugía está programada para dentro de unas horas”. “Eres su nieto”, dijo. Mateo dudó por un momento, pero luego asintió. La mentira ya estaba en marcha y no sabía cómo retractarse. “Debe estar muy preocupado por él”, continuó la enfermera con simpatía. “¿Quieres que te traiga algo de desayunar?”. El estómago de Mateo rugió en respuesta, provocando una sonrisa en
la enfermera. “Tomaré eso como un sí. Volveré en un momento”. Cuando la enfermera salió, Mateo se acercó a la cama de Don Alberto. El anciano parecía tan vulnerable, tan diferente del hombre que había conocido la noche anterior. “Don Alberto”, susurró Mateo, sin querer despertarlo, pero necesitando saber que estaba bien. Los ojos del anciano se abrieron lentamente, enfocándose en Mateo. Mateo sonrió débilmente. “Sigues aquí”. “Le prometí que me quedaría”, respondió Mateo, sintiéndose extrañamente protector. Don Alberto intentó sentarse, pero hizo una mueca de dolor. “Cuidado”, advirtió Mateo. “No debería moverse”. “Estoy bien, muchacho”, aseguró Don Alberto. "Solo
un poco adolorido," ha dormido algo. Mateo asintió. "La silla no es tan incómoda como parece." Don Alberto rió suavemente, pero su risa se convirtió en una tos. Mateo rápidamente le acercó un vaso de agua. "Gracias," dijo el anciano después de beber. "Eres un buen chico." Mateo. Un silencio cómodo se instaló entre ellos, roto solo por el pitido constante de las máquinas. "Don Alberto, comenzó Mateo tímidamente. "Sobre lo que me dijo anoche, sobre ayudarte," completó el anciano. Mateo asintió. "Lo decía en serio, cada palabra," afirmó Don Alberto. "Mateo, he vivido una vida larga y, en muchos
aspectos, afortunada, pero también he cometido errores. Uno de ellos fue no haber ayudado más a quienes lo necesitaban cuando tuve la oportunidad." Se detuvo un momento, como si estuviera reuniendo sus pensamientos. "Verás, Mateo, hace muchos años mi esposa y yo perdimos a nuestro único hijo." Mateo contuvo la respiración, sintiendo el peso de la confesión. "Lo siento mucho," murmuró. Don Alberto sonrió tristemente. "Fue hace mucho tiempo, pero el dolor nunca se va completamente. Después de eso, me sumergí en mi trabajo, en hacer dinero. Pensé que eso llenaría el vacío, pero estaba equivocado." "¿Y ahora?" preguntó Mateo.
"Ahora," continuó Don Alberto, "veo a un niño valiente que ha pasado por más dificultades de las que ningún niño debería enfrentar y pienso que tal vez, solo tal vez, puedo hacer algo bueno. Puedo ayudarte." Antes de que Mateo pudiera responder, la enfermera regresó con una bandeja de comida. "Aquí tienes, cariño," dijo, colocando la bandeja en una mesa junto a Mateo. "Y para usted, Don Alberto, solo líquidos claros por ahora, órdenes del doctor." Don Alberto hizo una mueca de disgusto al ver el vaso de gelatina que le ofrecían. "¿Llaman a esto comida?" se quejó en broma.
La enfermera rió. "Es solo por hoy. Después de la cirugía podrá comer algo más sustancioso." Mientras Mateo devoraba su desayuno, Don Alberto charló con la enfermera sobre los preparativos para la cirugía. "¿A qué hora vendrán a buscarme?" preguntó. "En unas dos horas," respondió la enfermera. "El doctor pasará antes para explicarle el procedimiento en detalle." Cuando la enfermera se fue, Don Alberto se volvió hacia Mateo. "Mateo, necesito pedirte un favor." El niño levantó la vista de su bandeja, curioso. "¿Qué necesita?" "En el cajón de esa mesita," señaló Don Alberto, "hay una tarjeta con el número de
mi abogado. ¿Podrías llamarlo por mí?" Mateo asintió, sacando la tarjeta del cajón. "¿Qué debo decirle?" "Dile que soy yo, Alberto Vázquez, y que necesito verlo urgentemente en el hospital. Es importante que venga antes de mi cirugía." Mateo tomó el teléfono de la habitación y marcó el número con dedos temblorosos. Después de unos tonos, una voz grave respondió. "Despacho del abogado Ramírez. ¿En qué puedo ayudarle?" "Ehm," Mateo titubeó, "estoy llamando de parte de Don Alberto Vázquez. Dice que necesita verlo urgentemente en el hospital antes de su cirugía." Hubo un momento de silencio al otro lado de
la línea. "¿Don Alberto está en el hospital?" La voz sonaba preocupada. "¿Qué ha pasado?" "Se cayó anoche," explicó Mateo. "Se rompió la cadera." "Entiendo. Dígale a Don Alberto que estaré allí en una hora." Mateo colgó y le transmitió el mensaje a Don Alberto. "Gracias, Mateo," dijo el anciano. "Ahora, ¿por qué no me cuentas más sobre ti? Me dijiste que te gusta dibujar." "No." Mateo asintió, sorprendido de que Don Alberto lo recordara. "Sí, pero no soy muy bueno." "Tonterías," rebatió Don Alberto. "Apuesto a que tienes un talento natural. ¿Qué te gusta dibujar más?" Mateo pensó por
un momento. "Me gusta dibujar la ciudad," dijo finalmente. "Los edificios, la gente… es como si pudiera capturar un momento en el tiempo." Don Alberto sonrió ampliamente. "Eso suena maravilloso. Mateo, ¿sabes? Yo colecciono arte. Tengo una pequeña galería en mi casa. Tal vez algún día podrías mostrarme tus dibujos." Mateo bajó la mirada, avergonzado. "No creo que sean lo suficientemente buenos para una galería." "Déjame ser yo el juez de eso," insistió Don Alberto. "El arte no se trata solo de técnica. Mateo, se trata de emoción, de capturar la esencia de algo, y por lo que me cuentas,
creo que tienes un don para eso." Antes de que Mateo pudiera responder, alguien llamó a la puerta. Era el médico. "Buenos días, Don Alberto," saludó. "¿Cómo se siente hoy?" "Como si me hubiera arrollado un camión," bromeó el anciano. "Pero supongo que eso es de esperarse." El médico rió. "Bueno, estamos aquí para arreglar eso. Voy a explicarle el procedimiento que realizaremos hoy." Mientras el médico hablaba, Mateo escuchaba atentamente, tratando de entender los términos médicos. Hablaron de anestesia, de implantes de cadera, de tiempos de recuperación. Todo sonaba complicado y un poco aterrador. "¿Alguna pregunta?" concluyó el médico.
Don Alberto negó con la cabeza. "No, doctor. Confío en usted." El médico asintió y se volvió hacia Mateo. "¿Y tú, jovencito? ¿Tienes alguna pregunta?" Mateo, sorprendido de que le pidieran su opinión, tartamudeó. "Yo… ¿cuánto tiempo estará en el hospital?" "Buena pregunta," sonrió el médico. "Si todo va bien, Don Alberto podría irse a casa en unos tres días, pero la recuperación completa llevará varias semanas." Mateo asintió, procesando la información. Esto significaba mucho para él. ¿Dónde iría cuando Don Alberto saliera del hospital? Después de que el doctor se fue, Don Alberto notó la preocupación en el rostro
de Mateo. "¿Qué pasa por esa cabecita tuya?" preguntó suavemente. Mateo dudó antes de responder. "Es solo que, cuando salga del hospital, ¿qué pasará conmigo?" Don Alberto extendió su mano, invitando a Mateo a acercarse. "Mateo, escúchame bien. No voy a abandonarte. No sé exactamente cómo, pero encontraremos una solución juntos. ¿De acuerdo?" Mateo asintió, sintiendo un nudo en la garganta. En ese momento, otro golpe en la puerta interrumpió la conversación. Un hombre de mediana edad, vestido con un traje elegante, entró en la habitación. "Alberto, viejo amigo," saludó. "¿En qué lío..." te has metido ahora. Don Alberto sonrió.
Carlos, gracias por venir tan rápido. El abogado se acercó a la cama, notando por primera vez la presencia de Mateo. —¿Y quién es este jovencito? —preguntó, alzando una ceja. Don Alberto miró a Mateo y luego a Carlos. —Carlos, te presento a Mateo. Mateo, este es Carlos Ramírez, mi abogado y amigo de hace muchos años. —Mucho gusto, señor —murmuró Mateo, sintiéndose repentinamente cohibido. Carlos asintió en reconocimiento, pero su expresión era de confusión. —Alberto, ¿qué está pasando aquí? ¿Quién es este niño realmente? Don Alberto suspiró. —Es una larga historia, Carlos. Pero lo importante es que Mateo me
salvó anoche. Si no fuera por él, ¿quién sabe cuánto tiempo habría estado tirado en ese callejón? Carlos miró a Mateo con una mezcla de sorpresa y escepticismo. —¿Es eso cierto, chico? Mateo asintió, sin saber qué más decir. —Bien —continuó Carlos—, eso es admirable. Pero, Alberto, ¿por qué me has hecho venir con tanta urgencia? Don Alberto se enderezó en la cama, su expresión volviéndose seria. —Carlos, necesito que hagas algunos cambios en mi testamento. El abogado frunció el seño. —¿Tu testamento? Alberto, vas a someterte a una cirugía de cadera. No es el fin del mundo. —Lo sé,
lo sé —Don Alberto hizo un gesto con la mano—, pero esta caída me ha hecho pensar en lo frágil que es la vida, en las oportunidades perdidas. Quiero asegurarme de que mis asuntos estén en orden. Carlos sacó una libreta de su maletín. —De acuerdo, te escucho. ¿Qué cambios quieres hacer? Don Alberto miró a Mateo y luego a su abogado. —Quiero incluir a Mateo en mi testamento. El silencio que siguió a esta declaración fue ensordecedor. Mateo sintió que el mundo se detenía por un momento; había escuchado bien. Carlos fue el primero en romper el silencio. —Alberto,
te has vuelto loco. Apenas conoces a este niño. ¿Cómo puede siquiera considerar...? Carlos interrumpió. —Don Alberto, con firmeza: he tomado mi decisión. Mateo me salvó la vida anoche, pero es más que eso. Este niño ha pasado por cosas que ningún niño debería pasar. Quiero ayudarlo. —Pero, Alberto, insistió Carlos, hay formas de ayudar que no implican cambiar tu testamento. Podrías hacer una donación a alguna organización benéfica o... —No —Don Alberto negó con la cabeza—. Quiero asegurarme personalmente de que Mateo tenga un futuro. Y si algo me pasara... Don Alberto intervino. —Mateo —su voz temblando—, no tiene
que hacer esto. Yo... yo no quiero su dinero. El anciano sonrió con ternura. —Lo sé, Mateo, y eso solo me convence más de que estoy haciendo lo correcto. No se trata solo de dinero, se trata de darte una oportunidad. La oportunidad que mereces. Carlos suspiró profundamente. —Alberto, como tu abogado y tu amigo, tengo que advertirte sobre los riesgos de esta decisión. No sabemos nada sobre este niño, su pasado... —Yo sé lo suficiente —interrumpió Don Alberto—. Vi su corazón anoche, Carlos, y eso me basta. El abogado miró a Mateo, que estaba de pie junto a la
cama, visiblemente incómodo. —Chico, ¿tienes algo que decir sobre esto? Mateo tragó saliva, sintiendo el peso de las miradas de Don Alberto y Carlos sobre él. Sus manos temblaban ligeramente y tuvo que hacer un esfuerzo consciente para mantenerlas quietas. —Yo... —comenzó, su voz apenas un susurro—. No sé qué decir. Carlos se cruzó de brazos, su expresión aún escéptica. —Podrías empezar por contarnos más sobre ti. ¿Dónde está tu familia? Mateo bajó la mirada, sus ojos fijos en el suelo del hospital. —No tengo familia —murmuró—, al menos no que yo sepa. Don Alberto extendió su mano, tomando la
de Mateo. —Está bien, Mateo. Puedes contarnos, estás a salvo aquí. El niño tomó una respiración profunda y, con voz entrecortada, comenzó a relatar su historia. Les habló de su padre ausente, de su madre y sus problemas con el alcohol, de cómo desapareció un día sin dejar rastro. Les contó sobre el hogar de acogida, los abusos, su huida a las calles. A medida que Mateo hablaba, la expresión de Carlos se suavizaba, pasando del escepticismo a la compasión. —Dios mío —murmuró el abogado cuando Mateo terminó su relato—. Lo siento mucho, chico. No tenía idea. Don Alberto, con
lágrimas en los ojos, apretó la mano de Mateo. —¿Ves, Carlos? Por esto quiero ayudarlo. Ningún niño debería pasar por algo así. Carlos asintió lentamente, sacando un pañuelo para limpiarse los ojos. —Lo entiendo, Alberto. Pero aún así, legalmente, esto es complicado. No podemos simplemente incluir a un menor en tu testamento sin más. —¿Entonces qué sugieres? —preguntó Don Alberto. El abogado se pasó una mano por el pelo, pensativo. —Bueno, lo primero sería contactar con servicios sociales. Necesitamos establecer la situación legal de Mateo. Al escuchar "servicios sociales", Mateo se tensó visiblemente. —No —dijo con firmeza—. No quiero volver
allí. Don Alberto le dio unas palmaditas tranquilizadoras en la mano. —Nadie va a obligarte a hacer nada que no quieras, Mateo, ¿verdad, Carlos? El abogado suspiró. —No es tan simple, Alberto. Hay leyes que debemos seguir. Pero añadió rápidamente, al ver la expresión de pánico en el rostro de Mateo: —Haremos todo lo posible para encontrar la mejor solución para todos. En ese momento, una enfermera entró en la habitación. —Lo siento, pero tenemos que preparar a Don Alberto para la cirugía. Carlos asintió, recogiendo sus cosas. —Entiendo, Alberto. Hablaremos más sobre esto después de tu operación. Descansa y
no te preocupes por nada. —Gracias, amigo —respondió Don Alberto—. Cuida de Mateo mientras estoy en cirugía. De acuerdo. El abogado miró a Mateo, quien lo observaba con una mezcla de miedo y esperanza. —Lo haré —prometió Carlos mientras los enfermeros preparaban a Don Alberto para llevarlo al quirófano. Mateo se acercó a la cama. —Don Alberto... —comenzó, su voz temblorosa. —Yo... —lo interrumpió suavemente el anciano—. Todo estará bien, Mateo. Confía en mí. Mateo asintió, mordiendo el labio para contener las lágrimas. —Volveré pronto —continuó Don Alberto. Cuando regrese, comenzaremos a planear tu futuro juntos. Con esas palabras, los
enfermeros comenzaron a mover la cama. Mateo observó, con el corazón en un puño, como se llevaban a Don Alberto. Una vez solos en la habitación, Carlos se volvió hacia Mateo. —Bien, chico, parece que tú y yo tenemos mucho de qué hablar. Mateo asintió nerviosamente. —Señor, yo no quiero causar problemas. Si es mejor que me vaya... —No —interrumpió Carlos con firmeza—. Le prometí a Alberto que cuidaría de ti, y eso es lo que voy a hacer. Ahora, ¿qué te parece si vamos a la cafetería? Apuesto a que tienes hambre. El estómago de Mateo rugió en respuesta,
arrancando una sonrisa al abogado. —Tomaré eso como un sí. Vamos. Mientras caminaban por los pasillos del hospital, Mateo no podía evitar sentirse fuera de lugar; su ropa gastada y sucia contrastaba fuertemente con el traje impecable de Carlos. En la cafetería, Carlos pidió dos desayunos completos y se sentaron en una mesa apartada. —Come —dijo, empujando un plato hacia Mateo—. Necesitas fuerzas. Mateo no necesitó que se lo dijeran dos veces; atacó la comida con el entusiasmo de alguien que no sabe cuándo volverá a tener una comida decente. Carlos lo observó en silencio por un momento antes de
hablar. —Mateo, necesito que entiendas algo. Lo que Alberto quiere hacer es complicado. Legalmente, moralmente, hay muchas cosas a considerar. Mateo dejó de comer, mirando a Carlos con preocupación. —¿Significa eso que no puede ayudarme? —No, no es eso —Carlos negó con la cabeza—. Significa que tenemos que ser cuidadosos, hacer las cosas bien. ¿Entiendes? Mateo asintió lentamente. —Creo que sí. —Bien —continuó Carlos—. Ahora necesito que seas completamente honesto conmigo. ¿Hay alguien más que pudiera reclamarte legalmente, algún familiar? Mateo negó con la cabeza. —No, que yo sepa. Mi padre se fue cuando era muy pequeño y mi madre...
—su voz se quebró—. No sé qué pasó con ella. Carlos asintió, tomando notas en su libreta. —¿Y en el hogar de acogida? ¿Recuerdas los nombres de las personas a cargo? Mateo hizo un esfuerzo por recordar. —La directora se llamaba señora Gómez, creo, pero no recuerdo su nombre completo. —Está bien —tranquilizó Carlos—. Es un comienzo. Mateo, ¿entiendes por qué necesito toda esta información? El niño lo miró con ojos brillantes de inteligencia. —Para asegurarse de que nadie pueda evitar que don Alberto me ayude, ¿verdad? Carlos sonrió, impresionado. —Exactamente. Eres un chico listo. —Señor Ramírez —comenzó Mateo tímidamente—,
¿puedo preguntarle algo? —Claro, adelante. —¿Por qué está haciendo todo esto? Quiero decir, apenas me conoce. Podría simplemente dejarme ir. Carlos dejó su taza de café y miró a Mateo directamente a los ojos. —Porque, Mateo, a pesar de lo que puedas pensar, hay gente buena en este mundo. Alberto es uno de ellos y, si él ve algo especial en ti, ¿quién soy yo para dudarlo? Mateo sintió que se le formaba un nudo en la garganta. —¿Pero y si lo decepciono? ¿Y si no soy lo que él cree que soy? Carlos se inclinó hacia adelante, su voz
suave pero firme. —Mateo, escúchame bien: lo que Alberto ve en ti no es solo potencial. Ve tu corazón, ve a un niño que, a pesar de todas las dificultades, eligió ayudar a un extraño en apuros. Eso dice mucho sobre quién eres. Mateo bajó la mirada, abrumado por las palabras del abogado. —No sé si puedo ser lo que él espera —murmuró. —No tienes que ser nada más que tú mismo —respondió Carlos—. Eso es más que suficiente. En ese momento, el teléfono de Carlos sonó. Lo revisó rápidamente y se puso de pie. —Es del quirófano. La operación
de Alberto ha terminado. Vamos, seguro querrás estar allí cuando despierte. Mateo se levantó de un salto, su corazón latiendo con fuerza. Mientras caminaban de regreso a la habitación, Carlos puso una mano sobre el hombro de Mateo. —Pase lo que pase, Mateo, recuerda esto: ya no estás solo. Mateo asintió, sin confiar en su voz para responder. Por primera vez en mucho tiempo, sintió una chispa de esperanza en su corazón. Al llegar a la habitación, vieron que don Alberto ya estaba de vuelta, aún dormido por la anestesia. Una enfermera estaba revisando sus signos vitales. —¿Cómo salió todo?
—preguntó Carlos. La enfermera sonrió. —La operación fue un éxito. Don Alberto es un hombre fuerte. Debería despertar en las próximas horas. Mateo se acercó a la cama, observando el rostro pálido, pero tranquilo de don Alberto. —¿Puedo quedarme con él? —preguntó en voz baja. Carlos miró a la enfermera, quien asintió con una sonrisa. —Por supuesto, cariño. Estoy segura de que le gustará verte cuando despierte. Mateo se sentó en la silla junto a la cama, tomando suavemente la mano de don Alberto. Carlos observó la escena con emoción y preocupación; sabía que los próximos días serían cruciales, habría
muchas decisiones que tomar, obstáculos que superar. Pero, viendo a Mateo junto a Alberto, supo que, de alguna manera, todo saldría bien. —Voy a hacer algunas llamadas —dijo Carlos—. Volveré en un rato. ¿Estarás bien aquí solo? Mateo asintió, sin apartar la vista de don Alberto. —Sí, señor. Me quedaré con él. Dejando la habitación, Carlos dejó a Mateo en su vigilia silenciosa. El niño de la calle, que había pasado tanto tiempo solo, ahora velaba por el sueño del hombre que podría cambiar su vida para siempre. Las horas pasaron lentamente; enfermeras entraban y salían, revisando a don Alberto
y sonriendo amablemente a Mateo. El niño apenas se movió de su silla, sus ojos fijos en el rostro del anciano, esperando cualquier señal de que estuviera despertando. Finalmente, ya entrada la tarde, don Alberto comenzó a moverse. Sus párpados temblaron y lentamente abrió los ojos. —Mateo —murmuró con voz ronca. —Don Alberto —exclamó Mateo, inclinándose hacia adelante—. ¿Cómo se siente? El anciano parpadeó varias veces, enfocando su mirada en el niño. —Como si me hubiera pasado por encima un... Camión bromeó débilmente, pero estoy vivo. Gracias a ti. Mateo sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. —Me
alegro de que esté bien —dijo en voz baja—. Estaba preocupado. Don Alberto apretó suavemente la mano de Mateo. —No hay nada de qué preocuparse, muchacho. Soy más duro de lo que parezco. En ese momento, Carlos entró en la habitación, seguido por el médico. —¡Alberto! —exclamó el abogado con alivio—. Es bueno verte despierto, viejo amigo. El médico se acercó a la cama, revisando los monitores y el estado general de Don Alberto. —Todo parece estar en orden, Don Alberto —dijo con una sonrisa—. La operación fue un éxito. Ahora solo necesita descansar y seguir nuestras instrucciones para una
recuperación completa. —¿Cuánto tiempo tendré que estar aquí, doctor? —preguntó Don Alberto. —Si todo sigue bien, podrá irse a casa en unos tres o cuatro días —respondió el médico—. Pero la recuperación completa llevará varias semanas. Necesitará ayuda en casa durante ese tiempo. Don Alberto miró a Mateo y luego a Carlos. —Creo que eso no será un problema, ¿verdad? Carlos asintió. Aunque Mateo notó un destello de preocupación en sus ojos. —No te preocupes por eso ahora, Alberto. Concéntrate en recuperarte. Después de que el médico se fue, Carlos se acercó a la cama. —Alberto, tenemos que hablar sobre
la situación —dijo, mirando de reojo a Mateo. Don Alberto asintió. —Mateo, ¿podrías darnos un momento? —pidió amablemente—. Tal vez podrías ir a la cafetería a buscar algo de comer. Mateo dudó, pero finalmente asintió. —Volveré pronto —prometió antes de salir de la habitación. Una vez solos, Carlos se sentó en la silla que Mateo había ocupado. —Alberto, he estado haciendo algunas averiguaciones —comenzó—. La situación de Mateo es complicada. —¿Qué quieres decir? —preguntó Don Alberto, frunciendo el ceño. —Legalmente, Mateo sigue bajo la custodia del Estado —explicó Carlos—. Su desaparición del hogar de acogida fue reportada, pero bueno, digamos
que no se esforzaron mucho en buscarlo. Don Alberto apretó los puños con rabia. —¿Me estás diciendo que nadie se preocupó por un niño desaparecido? Carlos suspiró. —Desafortunadamente, es más común de lo que nos gustaría pensar. Pero eso no es todo, Alberto. Si quieres ayudar a Mateo, tendremos que pasar por los canales oficiales. —Eso significa involucrar a servicios sociales, pero Mateo tiene miedo de volver allí —protestó Don Alberto. —Lo sé —asintió Carlos—, pero no tenemos otra opción. Si queremos hacer las cosas legalmente. Don Alberto se recostó en la cama, cerrando los ojos por un momento. —¿Qué
sugieres entonces? Carlos se inclinó hacia adelante, su voz baja y seria. —Tengo una idea, pero es arriesgada y necesitaremos la cooperación total de Mateo. —Te escucho —dijo Don Alberto, abriendo los ojos para mirar a su amigo. —Podríamos solicitar que se te otorgue la custodia temporal de Mateo —explicó Carlos—. Dado tu estado de salud actual y tu necesidad de cuidados, podríamos argumentar que Mateo podría actuar como tu cuidador mientras te recuperas. Don Alberto alzó las cejas, sorprendido. —¿Crees que funcionaría? —Es una posibilidad —respondió Carlos—. No será fácil. Tendremos que convencer a un juez de que es
lo mejor para ambos, pero si lo logramos, nos daría tiempo para trabajar en una solución más permanente. Don Alberto asintió lentamente. —¿Y qué pasaría con Mateo durante ese tiempo? —Tendría que quedarse contigo —explicó Carlos—. Sería una especie de arreglo de beneficio mutuo. Él te ayuda con tu recuperación y tú le proporcionas un hogar estable. —Suena perfecto —sonrió Don Alberto. Carlos levantó una mano, advirtiendo. —No tan rápido, amigo. Hay riesgos. Si los servicios sociales deciden que no eres apto para cuidar de Mateo, podrían llevarlo de vuelta al sistema, y dada tu reciente cirugía... Don Alberto frunció
el ceño. —Entiendo, pero tenemos que intentarlo, Carlos. No puedo dejar que Mateo vuelva a las calles. En ese momento, se escuchó un golpe suave en la puerta. Mateo asomó la cabeza tímidamente. —¿Puedo pasar? —Por supuesto, muchacho —sonrió Don Alberto—. Ven, siéntate. Tenemos algo importante que discutir contigo. Mateo entró en la habitación, notando la seriedad en los rostros de los dos hombres. —¿Pasa algo malo? —preguntó, su voz teñida de preocupación. Carlos y Don Alberto intercambiaron una mirada antes de que el anciano hablara. —Mateo, queremos ayudarte, pero para hacerlo necesitamos tu cooperación. El niño asintió lentamente. —¿Qué
tengo que hacer? Carlos se inclinó hacia adelante, mirando a Mateo directamente a los ojos. —Mateo, ¿confías en nosotros? El niño dudó por un momento, sus ojos viéndose entre Carlos y Don Alberto. —Yo creo que sí —respondió finalmente. —Bien —continuó Carlos—, porque lo que vamos a proponerte requiere mucha confianza y valentía. Don Alberto extendió su mano, invitando a Mateo a acercarse. El niño lo hizo, permitiendo que el anciano tomara su mano. —Mateo, queremos ofrecerte un hogar —dijo Don Alberto suavemente. Los ojos de Mateo se abrieron de par en par. —¿De verdad? ¿Pero cómo? —Yo no tengo
papeles... —Ni eso es de lo que queríamos hablarte —interrumpió Carlos gentilmente—. Existe una posibilidad de que Don Alberto pueda obtener tu custodia temporal, pero para eso necesitamos tu ayuda. Mateo miró a Carlos, luego a Don Alberto y de vuelta a Carlos. —¿Qué tengo que hacer? —preguntó, su voz apenas un susurro. Carlos tomó una respiración profunda antes de continuar. —Necesitamos que vuelvas al sistema, Mateo, temporalmente. El color abandonó el rostro del niño y dio un paso atrás, soltando la mano de Don Alberto. —No —dijo, sacudiendo la cabeza violentamente—. No puedo volver allí, ¿no lo entienden? —Yo...
Mateo, por favor, escúchanos —intervino Don Alberto—. No es lo que piensas. Carlos se puso de pie, acercándose lentamente a Mateo como si fuera un animal asustado. —No te estamos pidiendo que vuelvas al hogar de recogida —explicó—. Solo necesitamos que te presentes ante servicios sociales. Es el primer paso para que podamos solicitar la custodia de Don Alberto. Mateo miró a ambos hombres, el miedo evidente en sus ojos. —¿Y si no funciona? ¿Y si me obligan a volver? Don Alberto se incorporó en la cama, haciendo una mueca de dolor por el esfuerzo. "No dejaremos que eso suceda,
Mateo. Te lo prometo." Carlos asintió, respaldando las palabras de su amigo. "Estaremos contigo en cada paso del camino; no te dejaremos solo." Mateo se mordió el labio, considerando sus opciones. Después de lo que pareció una eternidad, habló: "¿Y qué si funciona? ¿Qué pasará conmigo?" Don Alberto sonrió suavemente. "Vendrás a vivir conmigo, me ayudarás durante mi recuperación, y yo te proporcionaré un hogar, educación, todo lo que necesites." Pero intervino Carlos: "Tienes que entender que esto no será fácil, Mateo. Habrá muchas preguntas, mucho papeleo, y tendrás que ser completamente honesto con las autoridades." Mateo asintió lentamente. "¿Y
si encuentran a mi madre?" El silencio cayó pesadamente en la habitación. Finalmente, Don Alberto habló: "Si eso sucede, Mateo, haremos lo que sea mejor para ti. Te lo prometo." El niño cerró los ojos por un momento, como si estuviera librando una batalla interna. Cuando los abrió de nuevo, había una determinación en ellos que no estaba allí antes. "De acuerdo," dijo finalmente, "lo haré." Don Alberto sonrió ampliamente, extendiendo sus brazos. "Ven aquí, muchacho." Mateo se acercó, permitiendo que el anciano lo envolviera en un abrazo. "Todo saldrá bien," murmuró Don Alberto. "Ya lo verás." Carlos observó la
escena con una mezcla de emoción y preocupación. Sabía que el camino que tenían por delante no sería fácil, pero, viendo el vínculo que se había formado entre Mateo y Don Alberto, supo que valía la pena intentarlo. "Bien," dijo, aclarándose la garganta, "tenemos mucho trabajo por delante. Mateo, ¿estás listo para dar el primer paso?" El niño se separó del abrazo de Don Alberto y miró a Carlos, asintiendo con determinación. "Estoy listo." Don Alberto sonrió, sus ojos brillando con orgullo. "Ese es mi muchacho." Carlos sacó su teléfono. "Haré algunas llamadas. Con suerte podremos programar una reunión con
servicios sociales para mañana." Mientras Carlos salía de la habitación para hacer las llamadas, Mateo se volvió hacia Don Alberto. Don Alberto comenzó tímidamente: "¿Y si no les agrado? ¿Y si piensan que no soy lo suficientemente bueno?" El anciano tomó la mano de Mateo entre las suyas. "Mateo, escúchame bien. Eres más que suficiente. Eres valiente, inteligente, y tienes un corazón de oro. Cualquiera que no vea eso está ciego." Mateo sintió que se le formaba un nudo en la garganta. "Tengo miedo," admitió en un susurro. "El miedo es normal," respondió Don Alberto, "pero recuerda, ya no estás
solo; estamos juntos en esto." En ese momento, Carlos volvió a entrar en la habitación, su expresión seria pero esperanzada. "Tengo noticias," anunció. "He logrado concertar una reunión con una trabajadora social para mañana por la tarde. Vendrá aquí al hospital." Mateo sintió que su corazón se aceleraba. "Tan pronto," Carlos asintió. "Es mejor así. Cuanto antes empecemos el proceso, mejor." Don Alberto apretó la mano de Mateo de manera tranquilizadora. "Estaremos contigo, Mateo, todo el tiempo." El niño asintió, tratando de controlar su respiración. "¿Qué, qué debo decir?" "La verdad," respondió Carlos con firmeza. "Toda la verdad. Sé que
da miedo, Mateo, pero es la única manera." Don Alberto añadió: "No has hecho nada malo; has sobrevivido en condiciones que la mayoría de la gente no podría imaginar. Eso te hace fuerte, no débil." Mateo asintió lentamente, absorbiendo las palabras de aliento, y después preguntó: "¿Qué pasará después de la reunión?" Carlos se sentó al otro lado de la cama. "Bueno, si todo va bien, presentaremos una solicitud formal para la custodia temporal. Puede que haya más reuniones, más preguntas, y tendremos que demostrar que Don Alberto puede proporcionar un hogar estable para ti." "Pero yo puedo ayudar," intervino
Mateo rápidamente. "Puedo cocinar, limpiar, hacer lo que sea necesario." Don Alberto sonrió con ternura. "Lo sé, muchacho, y aprecio eso. Pero recuerda, si esto funciona, tu principal tarea será ser un niño: ir a la escuela, hacer amigos, vivir la vida que mereces." Mateo sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. "Yo no sé si sé cómo hacer eso." "Aprenderemos juntos," prometió Don Alberto. "Un día a la vez." Carlos observó el intercambio con una mezcla de emoción y determinación. "Bien," dijo poniéndose de pie, "creo que todos necesitamos descansar. Mañana será un día importante." Mateo asintió,
de repente sintiéndose exhausto. "¿Puedo quedarme aquí?" preguntó tímidamente. "No quiero volver a la calle, no esta noche." Don Alberto miró a Carlos, quien asintió. "Hablaré con las enfermeras," dijo el abogado. "Estoy seguro de que podremos arreglar algo." Mientras Carlos salía de la habitación, Don Alberto se acomodó en la cama, haciendo espacio. "Ven aquí, Mateo," dijo, palmeando el espacio a su lado. "Hay suficiente espacio para los dos." Con lágrimas en los ojos, Mateo se subió a la cama, acurrucándose junto a Don Alberto. El anciano pasó un brazo protector alrededor de él. "Descansa, muchacho," murmuró. "Mañana será
un nuevo día, un nuevo comienzo para ambos." Mientras Mateo cerraba los ojos, sintiendo por primera vez en mucho tiempo el calor y la seguridad de un abrazo, no pudo evitar pensar que tal vez, solo tal vez, las cosas realmente podrían mejorar. La noche cayó sobre el hospital, envolviendo la habitación en una quietud reconfortante. Don Alberto y Mateo, dos almas solitarias unidas por el destino, dormían pacíficamente, soñando con el futuro que podrían construir juntos. "Buenos días, muchacho," la voz ronca de Don Alberto rompió el silencio. "¿Dormiste bien?" Mateo se incorporó, frotándose los ojos. "Sí, gracias," respondió
tímidamente. "¿Y usted, cómo se siente?" Don Alberto hizo una mueca mientras intentaba acomodarse. "Como si me hubiera arrollado un tren. Pero supongo que eso es normal después de una cirugía." En ese momento, la puerta de la habitación se abrió y entró una enfermera con una bandeja de desayuno. "¡Buenos días, señores!" saludó alegremente. "¿Cómo se encuentran hoy?" "Mejorando," respondió Don Alberto con una sonrisa forzada. La enfermera colocó la bandeja sobre la... Mesa auxiliar y se acercó para revisar los signos vitales de Don Alberto. El doctor pasará en un rato para ver cómo va todo, informó mientras
anotaba algo en la carpeta al pie de la cama. "¿Necesitan algo más?", Mateo, que había estado observando en silencio, se atrevió a hablar. "Disculpe, ¿podría traer algo de desayuno para mí también?" La enfermera lo miró sorprendida, como si acabara de notar su presencia. "Oh, claro, cariño, volveré en un momento con algo para ti." Cuando la enfermera salió, Don Alberto se volvió hacia Mateo. "Mateo, sobre lo de hoy..." "Lo sé," interrumpió el niño, su voz teñida de ansiedad. "La trabajadora social vendrá esta tarde." Don Alberto asintió, notando la tensión en los hombros de Mateo. "Escucha, sé
que estás nervioso y es comprensible, pero recuerda lo que hablamos anoche. Solo tienes que ser honesto." Mateo bajó la mirada, jugando nerviosamente con el borde de la sábana. "¿Y si digo algo mal? ¿Y si arruino todo?" Don Alberto extendió su mano, tomando la de Mateo. "No puedes arruinar nada siendo tú mismo, muchacho. Confía en mí." Antes de que Mateo pudiera responder, la puerta se abrió de nuevo; esta vez era Carlos, el abogado, quien entró con una expresión seria en su rostro. "Buenos días a los dos," saludó, acercándose a la cama. "¿Cómo se sienten?" "Como nuevos,"
bromeó Don Alberto, aunque su mueca de dolor al moverse contradecía sus palabras. Carlos asintió, luego se volvió hacia Mateo. "¿Y tú, chico? ¿Listo para el gran día?" Mateo tragó saliva nerviosamente. "Eso creo." Carlos sacó una carpeta de su maletín y se sentó en la silla junto a la cama. "Bien, porque tenemos mucho que repasar antes de que llegue la trabajadora social." Durante la siguiente hora, Carlos guió a Mateo a través de una serie de preguntas que probablemente le harían durante la entrevista. Le recordó la importancia de ser honesto, pero también le aconsejó sobre cómo expresar
ciertas partes de su historia de manera que no perjudicara sus posibilidades de quedarse con Don Alberto. "Recuerda, Mateo," dijo Carlos mientras cerraba su carpeta, "no estás solo en esto. Estaremos contigo todo el tiempo." En ese momento, alguien llamó a la puerta; era el doctor que venía a revisar a Don Alberto. "Buenos días a todos," saludó el médico mientras se acercaba a la cama. "¿Cómo se siente hoy?" "Adolorido, pero supongo que eso es normal," respondió el anciano. El doctor asintió mientras revisaba la herida quirúrgica. "Es completamente normal. La cirugía fue un éxito, pero la recuperación llevará
tiempo. ¿Ha podido levantarse ya?" Don Alberto negó con la cabeza. "Aún no lo he intentado." "Bien, creo que es hora de que lo hagamos," dijo el doctor. "Necesitamos que empiece a moverse un poco para prevenir complicaciones." Con la ayuda del doctor y de una enfermera que había sido llamada, Don Alberto logró sentarse al borde de la cama. El proceso fue lento y doloroso, y Mateo observaba con una mezcla de preocupación y admiración la determinación en el rostro del anciano. "Muy bien, Don Alberto," animó el doctor. "Ahora vamos a intentar que se ponga de pie. Iremos
despacio." Mateo se acercó instintivamente, queriendo ayudar. "¿Puedo hacer algo?" preguntó tímidamente. El doctor le sonrió. "Claro, puedes ponerte al otro lado y ayudar a sostenerlo, pero con cuidado. Te acordarás con Mateo de un lado y la enfermera del otro." Don Alberto logró ponerse de pie; el dolor era evidente en su rostro, pero una sonrisa de triunfo se dibujó en sus labios. "Lo hice," exclamó Don Alberto. "¡Gracias a ti, muchacho!" respondió el anciano, apretando suavemente el hombro de Mateo. El doctor observaba la interacción con interés. "Veo que tienen un buen equipo aquí," comentó. "Eso será muy
importante para la recuperación." Carlos, que había estado observando en silencio, intervino: "Doctor, ¿cree que Don Alberto estará en condiciones de cuidar de Mateo durante su recuperación?" El médico miró a Carlos con curiosidad. "¿Cuidar de Mateo? No entiendo." Don Alberto, aún de pie pero apoyándose pesadamente en Mateo y la enfermera, explicó: "Estamos en proceso de solicitar la custodia temporal de Mateo." "Es complicado," el doctor asintió lentamente, procesando la información. "Ya veo. Bueno, la recuperación de una cirugía de cadera es un proceso largo y desafiante. Don Alberto necesitará ayuda durante varias semanas, tal vez meses." "Yo puedo
ayudarlo," intervino Mateo rápidamente. "Puedo hacer lo que sea necesario." El doctor sonrió ante el entusiasmo del niño. "Estoy seguro de que sí, y tener ayuda en casa definitivamente sería beneficioso para la recuperación de Don Alberto." Pero añadió, mirando a Carlos: "También es importante considerar las necesidades de Mateo. Un niño requiere cuidado y atención." Carlos asintió. "Entiendo. Doctor, ¿estaría usted dispuesto a proporcionar una evaluación por escrito sobre la condición de Don Alberto y su capacidad para cuidar de Mateo con la ayuda adecuada?" "Por supuesto," respondió el médico. "Prepararé un informe detallado esta tarde." Después de que
el doctor y la enfermera ayudaran a Don Alberto a volver a la cama, la habitación quedó en silencio por un momento. "Bueno, eso fue interesante," comentó Don Alberto, tratando de aligerar el ambiente. Mateo, sin embargo, parecía preocupado. "Don Alberto, ¿estás seguro de que quieres hacer esto? No quiero ser una carga para usted." El anciano extendió su mano, invitando a Mateo a acercarse. "Mateo, escúchame bien: tú no eres una carga, eres un regalo. Sí, necesitaré ayuda durante mi recuperación, pero tú también necesitas ayuda, un hogar, una oportunidad. Podemos ayudarnos mutuamente, ¿entiendes?" Mateo asintió lentamente, sus ojos
brillando con lágrimas más contenidas. Carlos, que había estado revisando su reloj, intervino: "Odio interrumpir este momento, pero la trabajadora social llegará en unas horas. Mateo, ¿qué te parece si vamos a buscar algo de ropa limpia para ti? Quiero que des una buena impresión." Mateo miró su ropa gastada y sucia, sintiéndose repentinamente consciente de su apariencia. "Yo no tengo otra ropa," admitió en voz baja. Don Alberto frunció el ceño, claramente molesto por la situación. —Carlos, ¿podrías ocuparte de eso? Asegúrate de que Mateo tenga todo lo que necesite. El abogado asintió. —Por supuesto. Vamos, Mateo. Haremos una
pequeña excursión de compras. Mientras Mateo seguía a Carlos fuera de la habitación, Don Alberto los llamó: —¡Y asegúrense de que coma algo decente! Nada de comida de hospital para mi muchacho. Mateo sintió una calidez en su pecho al escuchar a Don Alberto referirse a él como "mi muchacho". Era una sensación nueva y maravillosa. La siguiente hora pasó en un torbellino de actividad. Carlos llevó a Mateo a una tienda cercana al hospital, donde compraron ropa nueva, zapatos e incluso una mochila. Luego se detuvieron en un pequeño restaurante para almorzar. Mientras comían, Carlos aprovechó para repasar, una
vez más, los puntos clave para la entrevista. —Recuerda, Mateo —dijo entre bocados—. La trabajadora social está ahí para ayudarte, no es tu enemiga. Sé honesto, pero no temas mostrar tus emociones. Si te sientes abrumado, está bien decirlo. Mateo asintió, jugando nerviosamente con su comida. —¿Y si pregunta por mi madre? Carlos dejó su tenedor y miró a Mateo seriamente. —Dile la verdad: que desapareció y que no sabes qué pasó con ella. Si te preguntan si quieres que la busquen, sé honesto sobre cómo te sientes al respecto. Mateo bajó la mirada. —No sé cómo me siento —admitió
en voz baja. —Y eso está bien —aseguró Carlos—. No tienes que tener todas las respuestas, Mateo. Solo sé tú mismo. Cuando regresaron al hospital, Mateo vestía su nueva ropa y se sentía un poco más confiado. Don Alberto sonrió ampliamente al verlo. —¡Mírate nada más! —exclamó—. Todo un caballero. Mateo se sonrojó, pero una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios. El momento de levedad fue interrumpido por un golpe en la puerta. Una mujer de mediana edad, con gafas y un portafolio, entró en la habitación. —Buenas tardes —saludó—. Soy María López, de servicios sociales. Estoy aquí para
hablar con Mateo y con usted, Don Alberto. Carlos se adelantó, extendiendo su mano. —Carlos Ramírez, abogado de Don Alberto. Gracias por venir, señora López. La trabajadora social asintió y luego se volvió hacia Mateo, que se había quedado paralizado junto a la cama de Don Alberto. —Tú debes ser Mateo —dijo con una sonrisa amable—. ¿Qué te parece si tú y yo hablamos un poco en privado? Mateo miró a Don Alberto buscando seguridad. El anciano asintió alentador. —Adelante, muchacho. Estaré aquí cuando termines. Con piernas temblorosas, Mateo siguió a la señora López fuera de la habitación. Se dirigieron
a una pequeña sala de espera al final del pasillo, donde se sentaron uno frente al otro. —Bien —comenzó la trabajadora social—. ¿Por qué no me cuentas un poco sobre ti? Mateo tomó una respiración profunda, recordando los consejos de Carlos. —Yo no sé por dónde empezar —admitió. La señora López sonrió comprensivamente. —¿Qué te parece si empiezas por contarme cómo conociste a Don Alberto? Mateo asintió y comenzó a relatar los eventos de esa noche fatídica. A medida que hablaba, se sorprendió de lo fácil que era abrirse. La señora López escuchaba atentamente, haciendo preguntas ocasionales, pero permitiendo que
él llevara el ritmo de la conversación. Mateo dijo: —Después de un rato, has pasado por mucho para alguien tan joven. ¿Cómo te sientes ahora con la posibilidad de vivir con Don Alberto? Mateo se mordió el labio, considerando su respuesta. —Tengo miedo —admitió finalmente—. Miedo de que no funcione, de que me envíen de vuelta al sistema. Pero también —también tengo esperanza. Don Alberto es bueno conmigo, me hace sentir seguro. La trabajadora social asintió, tomando notas. —¿Y qué hay de tu madre? ¿Te gustaría que intentáramos encontrarla? Mateo sintió que se le formaba un nudo en la garganta.
—Yo no lo sé —respondió con voz temblorosa—. A veces la extraño, pero también estoy enojado con ella por abandonarme. Y tengo miedo de que, si la encuentran, me obliguen a volver con ella. —Entiendo —dijo la señora López suavemente—. Nadie te obligará a hacer algo que no quieras, Mateo. Tu bienestar es nuestra prioridad. Después de una hora de conversación, la señora López llevó a Mateo de vuelta a la habitación de Don Alberto. El anciano y Carlos estaban esperando ansiosamente. —Bien —dijo la trabajadora social—. He tenido una conversación muy productiva con Mateo. Ahora me gustaría hablar con
usted, Don Alberto, si se siente con fuerzas. Don Alberto asintió. —Enderece, señora López. Estoy a su disposición. La trabajadora social se sentó junto a la cama mientras Carlos y Mateo esperaban en el pasillo. —Don Alberto —comenzó la señora López—, entiendo que desea obtener la custodia temporal de Mateo. ¿Puede explicarme sus motivos? El anciano tomó una respiración profunda antes de responder. —Verá, señora López, cuando Mateo me encontró esa noche, pudo haber simplemente pasado de largo. Nadie lo hubiera culpado, pero no lo hizo. Se quedó conmigo, me ayudó y, en el proceso, me mostró una bondad que
no había visto en mucho tiempo. Don Alberto hizo una pausa, sus ojos brillando con emoción. —Mateo es un niño extraordinario que ha pasado por circunstancias terribles. Merece una oportunidad, un hogar estable. Y yo... bueno, he vivido una vida larga y, en muchos aspectos, solitaria. Creo que podemos ayudarnos mutuamente. La trabajadora social asintió, tomando nota. —Entiendo su punto de vista, Don Alberto, pero debo preguntarle: ¿ha considerado las implicaciones a largo plazo? Cuidar de un niño es una gran responsabilidad, especialmente considerando su edad y su reciente cirugía. Don Alberto sonrió suavemente. —Señora López, he considerado cada aspecto
de esta decisión. Sé que no será fácil, pero estoy comprometido a proporcionar a Mateo todo lo que necesite. Tengo los recursos financieros para asegurar que reciba una buena educación, atención médica y todo lo necesario para su bienestar. —¿Y qué hay de su recuperación? —presionó la trabajadora social—. ¿Cómo planea manejar eso mientras cuida de un niño? —Tengo un excelente equipo de apoyo —respondió Don Alberto. Alberto, mi amigo y abogado, Carlos, estará ayudándonos y planeo contratar ayuda adicional si es necesario. Además, Mateo ha expresado su deseo de ayudar; creo que esto puede ser beneficioso para ambos. La
señora López continuó haciendo preguntas durante la siguiente hora, cubriendo temas desde la situación financiera de Don Alberto hasta sus planes para la educación de Mateo. Finalmente, cerró su libreta y miró al anciano con una expresión seria. —Don Alberto, aprecio su sinceridad y su evidente preocupación por el bienestar de Mateo. Sin embargo, debo ser clara: este proceso no será fácil ni rápido. Necesitaremos realizar más visitas domiciliarias y existe la posibilidad de que se requiera la aprobación de un juez. Don Alberto asintió, su rostro determinado. —Entiendo, señora López, y estoy preparado para hacer lo que sea necesario.
La trabajadora social se puso de pie. —Muy bien, prepararé mi informe y me pondré en contacto con ustedes para los siguientes pasos. Por ahora, dado que Mateo no tiene otro lugar seguro donde quedarse, permitiremos que permanezca aquí en el hospital con usted. —Gracias, señora López —dijo Don Alberto con sinceridad. Cuando la trabajadora social salió de la habitación, Mateo y Carlos entraron rápidamente. —¿Y bien? —preguntó Mateo ansiosamente. —¿Qué pasó? —Don Alberto extendió su mano, invitando a Mateo a acercarse. —Ven aquí, muchacho —dijo suavemente—. Aún no está decidido, pero hemos dado el primer paso. La señora López
permitirá que te quedes aquí conmigo por ahora. Los ojos de Mateo se iluminaron. —¿De verdad puedo quedarme? —Sí, puedes quedarte —confirmó Don Alberto con una sonrisa. Carlos, que había estado revisando unas notas, intervino: —Pero recuerden, esto es solo el comienzo. Tendremos que trabajar duro para convencer a servicios sociales de que este es el mejor arreglo para Mateo. Mateo asintió seriamente. —Haré lo que sea necesario —declaró—. No quiero volver a las calles. Don Alberto apretó suavemente la mano del niño. —No volverás a las calles, Mateo. Te lo prometo. El resto de la tarde pasó en un
torbellino de actividad. Enfermeras entraban y salían, revisando a Don Alberto y trayendo comida para ambos. Carlos se quedó un rato más, discutiendo los próximos pasos legales y asegurándose de que todo estuviera en orden antes de irse. Cuando finalmente quedaron solos, Mateo se sentó en la silla junto a la cama de Don Alberto, su rostro pensativo. —Don Alberto, ¿puedo preguntarle algo? —Por supuesto, muchacho. Lo que sea. Mateo dudó por un momento antes de continuar. —¿Por qué? Quiero decir, podría ayudar a cualquier niño, ¿por qué quiere ayudarme a mí? Don Alberto sonrió suavemente. —Mateo, ¿crees en el
destino? El niño frunció el ceño, confundido. —No lo sé, nunca lo había pensado. —Bueno, yo sí creo —continuó Don Alberto—, y creo que no fue casualidad que nos encontráramos esa noche. Verás, hace muchos años mi esposa y yo perdimos a nuestro único hijo. Mateo contuvo la respiración, sorprendido por la revelación. —Lo siento mucho —murmuró. Don Alberto asintió, sus ojos brillando con lágrimas contenidas. —Fue el momento más difícil de nuestras vidas. Después de eso, me sumergí en mi trabajo, en hacer dinero. Pensé que eso llenaría el vacío, pero estaba equivocado. El anciano hizo una pausa, mirando
a Mateo directamente a los ojos. —Y entonces llegaste tú, un niño valiente y bondadoso que, a pesar de todo lo que ha sufrido, eligió ayudar a un viejo desconocido. Mateo, no estoy tratando de reemplazar a mi hijo, ni espero que tú me veas como un padre, pero creo que podemos ser una familia a nuestra manera. Mateo sintió que se le formaba un nudo en la garganta. —Yo no sé qué decir. —No tienes que decir nada —respondió Don Alberto con una sonrisa—. Solo quiero que sepas que pase lo que pase, ya no estás solo. Impulsivamente, Mateo
se inclinó hacia adelante y abrazó a Don Alberto, teniendo cuidado de no lastimarlo. El anciano, sorprendido al principio, devolvió el abrazo con fuerza. —Gracias —susurró Mateo—. Por todo. Cuando se separaron, ambos tenían lágrimas en los ojos, pero también sonrisas en sus rostros. —Bien —dijo Don Alberto, aclarándose la garganta—. ¿Qué te parece si vemos algo de televisión? Apuesto a que podemos encontrar alguna película interesante. Mateo asintió, entusiasmado, acomodándose en la silla mientras buscaban algo para ver. Don Alberto no pudo evitar pensar en los desafíos que tenían por delante; sabía que el camino no sería fácil, pero,
mirando al niño a su lado, supo que valdría la pena cada obstáculo. La noche cayó sobre el hospital y, con ella, la promesa de un nuevo comienzo para ambos. Don Alberto y Mateo, dos almas solitarias unidas por el destino, se quedaron dormidos con el suave murmullo de la televisión de fondo, soñando con el futuro que podrían construir juntos. A la mañana siguiente, Mateo se despertó con el sonido de voces. Abrió los ojos lentamente, desorientado por un momento antes de recordar dónde estaba. Don Alberto estaba hablando con el doctor que había venido para su revisión matutina.
—Buenos días, Mateo —saludó el doctor al notar que el niño estaba despierto—. ¿Cómo dormiste? Mateo se enderezó en la silla, estirándose. —Bien, gracias —respondió tímidamente. —Mateo ha sido un excelente enfermero —comentó Don Alberto con una sonrisa—. No sé qué haría sin él. El doctor asintió, una expresión pensativa en su rostro. —Sobre eso, Don Alberto, he preparado el informe que me solicitaron sobre su condición y capacidad para cuidar de Mateo. Tanto Don Alberto como Mateo se tensaron visiblemente. —¿Y bien? —preguntó Don Alberto, su voz traicionando su ansiedad. El doctor sonrió tranquilizador. —He sido completamente honesto en
mi evaluación. Su recuperación va bien, pero requerirá tiempo y cuidados. Sin embargo, también he notado el efecto positivo que la presencia de Mateo parece tener en usted. Mi conclusión es que, con el apoyo adecuado, no veo razón por la que no pueda cuidar de Mateo durante su recuperación. Don Alberto dejó escapar un suspiro de alivio. —Gracias, doctor. No sabe lo mucho... ¿Qué significa esto para nosotros? El médico asintió, luego se volvió hacia Mateo. —Mateo, ¿puedo hablar contigo un momento a solas? El niño miró a Don Alberto, quien asintió alentador. —Está bien, muchacho. Ve con el
doctor. Mateo siguió al médico fuera de la habitación, su corazón latiendo rápidamente. ¿Qué querría decirle el doctor que no podía decir frente a Don Alberto? Una vez en el pasillo, él se agachó para estar al nivel de los ojos de Mateo. —Mateo, quiero que seas completamente honesto conmigo. ¿Te sientes cómodo con la idea de vivir con Don Alberto, de ayudarlo durante su recuperación? Mateo lo miró sorprendido por la pregunta. —Sí, por supuesto —respondió sin dudar—. Don Alberto ha sido muy bueno conmigo. Quiero ayudarlo. El doctor sonrió suavemente. —Me alegra oír eso, pero quiero que entiendas
algo importante: aunque aprecio tu deseo de ayudar, no es tu responsabilidad cuidar de Don Alberto. Eres un niño. Tu principal trabajo debe ser ser un niño, ¿entiendes? Mateo asintió lentamente, procesando las palabras del doctor. —Creo que sí, pero puedo seguir ayudando... —Por supuesto —respondió el médico—. Solo quiero asegurarme de que no te sientas presionado o abrumado. Si en algún momento te sientes así, prométeme que lo dirás. —De acuerdo. —De acuerdo. —prometió Mateo. —Bien. —El doctor se enderezó—. Ahora, ¿qué te parece si volvemos con Don Alberto? Apuesto a que está preocupado, preguntándose de qué estamos hablando.
Cuando regresaron a la habitación, Don Alberto los miró expectante. —¿Todo bien? —preguntó, su voz teñida de preocupación. —Todo está perfectamente —aseguró el doctor—. Solo quería asegurarme de que Mateo entendiera algunas cosas sobre su papel en tu operación. Don Alberto asintió comprensivamente. —Mateo —dijo, extendiendo su mano hacia el niño—. Espero que sepas que no. Espero que seas mi enfermero personal. Quiero que tengas la oportunidad de ser un niño, de jugar, de aprender. Mateo tomó la mano de Don Alberto, sintiendo una calidez en su pecho. —Lo sé —respondió con una pequeña sonrisa—. Pero me gusta ayudar, me
hace sentir útil. —Y lo eres, muchacho —afirmó Don Alberto—. Más de lo que te imaginas. El doctor observó el intercambio con una sonrisa satisfecha. —Bien, los dejaré descansar. Volveré más tarde para otra revisión. Después de que el doctor se fue, Don Alberto miró a Mateo seriamente. —Mateo, quiero que sepas que lo que dije es en serio. No quiero que sientas que tienes que ganarte tu lugar aquí. Eres bienvenido, no importa qué. Mateo asintió, sus ojos brillando con emoción contenida. —Gracias, Don Alberto. Yo nunca había tenido a alguien que se preocupara así por mí. Don Alberto
sonrió suavemente. —Bueno, ahora me tienes a mí, y te prometo que siempre me preocuparé por ti. El resto del día transcurrió tranquilamente. Carlos pasó brevemente para informarle sobre los próximos pasos legales y varias enfermeras entraron y salieron, revisando a Don Alberto y asegurándose de que tanto él como Mateo tuvieran todo lo que necesitaban. Esa noche, mientras Don Alberto dormía, Mateo se quedó despierto, mirando por la ventana del hospital. Por primera vez en mucho tiempo, sintió una chispa de esperanza en su corazón. No sabía qué le depararía el futuro, pero sabía que ya no tendría que
enfrentarlo solo. Con ese pensamiento reconfortante, Mateo finalmente cerró los ojos, permitiendo que el sueño lo envolviera. Mañana sería un nuevo día, un día más cerca de tener el hogar que siempre había soñado. Seis meses habían pasado desde aquella fatídica noche en que encontró a Don Alberto en aquel callejón oscuro. El proceso legal había sido largo y agotador, pero finalmente el juez había tomado su decisión. Mateo se encontraba de pie frente al espejo en su nueva habitación, ajustándose la corbata con manos temblorosas. Nunca antes había usado una y se sentía extraño, como si estuviera disfrazado de
alguien que no era él. Un suave golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos. —¿Puedo pasar? —la voz de Don Alberto sonó desde el otro lado. —Sí, adelante —respondió Mateo. Don Alberto entró, apoyándose ligeramente en su bastón. Su recuperación había sido lenta pero constante, y aunque aún necesitaba ayuda para caminar largas distancias, se movía con mucha más facilidad que antes. —Mírate, nada más —sonrió el anciano con orgullo—. Todo un caballero. Mateo se sonrojó, bajando la mirada. —No sé si puedo hacer esto, Don Alberto —murmuró—. ¿Y si cometo un error y se arruina todo? Don Alberto se
acercó, poniendo una mano reconfortante sobre el hombro de Mateo. —Mateo, mírame —dijo suavemente. El niño levantó la vista, sus ojos encontrándose con los del anciano en el reflejo del espejo. —No importa lo que pase hoy en el juzgado. Quiero que sepas algo —continuó Don Alberto—. Estos últimos meses han sido los más felices de mi vida en mucho tiempo. Tú me has dado un propósito, una razón para seguir adelante. Pase lo que pase, ya eres parte de mi familia. Mateo sintió que se le formaba un nudo en la garganta. —Usted también es mi familia, Don Alberto
—logró decir—. La única que he tenido en mucho tiempo. Se abrazaron, un abrazo que decía más que mil palabras. Cuando se separaron, Don Alberto sacó un pequeño objeto de su bolsillo. —Tengo algo para ti —dijo, entregándole a Mateo un reloj de bolsillo antiguo, dorado y brillante. —Era de mi padre —explicó Don Alberto—, y antes de eso, de su padre. Ha estado en nuestra familia por generaciones. Ahora quiero que tú lo tengas. Mateo miró el reloj con asombro, acariciando suavemente su superficie. —¿Pero y si el juez dice que no? —preguntó en voz baja. Don Alberto sonrió,
sus ojos brillando con determinación. —No importa lo que diga un papel, Mateo. Tú eres mi familia ahora, y esto —señaló el reloj— es para que siempre lo recuerdes. Mateo abrazó el reloj contra su pecho, sintiendo como si su corazón fuera a estallar de emoción. —Gracias —susurró—. Por todo. Don Alberto le dio un suave apretón. En el hombro, vamos, muchacho. Es hora de hacer oficial lo que ya sabemos en nuestros corazones. Juntos, salieron de la habitación y se dirigieron hacia el coche que los esperaba. Mientras se alejaban de la casa, Mateo miró por la ventana, recordando
cómo había sido su vida en las calles. Había otra vida, otro Mateo. Cuando llegaron al juzgado, Carlos los estaba esperando en las escaleras. "¿Listos?" preguntó con una sonrisa alentadora. Mateo y Don Alberto intercambiaron una mirada y asintieron. "Listos," respondieron al unísono. Mientras subían las escaleras, Mateo sintió el peso reconfortante del reloj en su bolsillo. No sabía qué les depararía el futuro, pero de una cosa estaba seguro: ya no estaba solo, tenía una familia, un hogar y, por primera vez en su vida, tenía esperanza. Las puertas del juzgado se abrieron ante ellos y, juntos, Don Alberto
y Mateo dieron el primer paso hacia su nueva vida como familia.