México, 1987. En una casa humilde del barrio de Tacubaya, escribía por última vez la curandera más grande que México haya conocido. Sus manos, las mismas que habían hecho desaparecer tumores, regenerar órganos y cerrar heridas sin visturí. Ahora sostenían un lápiz gastado. Sabía que pronto partiría. Sabía que lo que escribía tal vez nunca sería leído, pero algo dentro de ella le decía que debía dejar estas palabras. Su nombre era Bárbara Guerrero, pero el mundo la conoció como Pachita. Durante décadas fue llamada bruja, santa, charlatana y milagro. Médicos la estudiaron sin poder explicarla. Científicos la observaron sin
poder comprenderla. Miles de enfermos llegaron a su puerta buscando lo que la medicina les había negado, y muchos salieron caminando cuando habían entrado cargados. Pero lo que nadie supo fue lo que ella sentía cuando sus manos tocaban un cuerpo roto, lo que veía cuando cerraba los ojos, lo que escuchaba cuando el silencio se volvía a voz. Este manuscrito no es una biografía, es una confesión, un mapa dejado para quienes estén listos para recordar que la sanación no es un don de unos pocos, es un poder dormido en todos. Lo que estás a punto de escuchar
son los 12 momentos que transformaron a una niña común en la sanadora más inexplicable del siglo. Desde el día que descubrió que sus manos emanaban algo que no entendía hasta el día que comprendió por algunos sanaban y otros no. Cada revelación contiene una llave y la última puede cambiar para siempre la forma en que miras tu propio cuerpo. Porque si este mensaje llegó hasta ti, no es casualidad. Tu alma ya sabe lo que estás a punto de recordar. Ahora cierra los ojos, respira profundo y escucha la voz de Pachita. Tenía 8 años cuando supe que
algo en mí era diferente. No porque fuera especial, sino porque veía cosas que los demás no podían ver. Sombras que se movían donde no había cuerpos, luces alrededor de las personas que nadie más notaba y un zumbido constante en mi oído izquierdo que parecía querer decirme algo que yo todavía no sabía escuchar. Mi nombre es Bárbara Guerrero, pero el mundo me conoció como Pachita. Nací en 1900 en Parral, Chihuahua, en una casa de adobe que olía a tierra mojada. Mis padres me abandonaron siendo muy pequeña, no sé por qué. Tal vez vieron en mis ojos
algo que los asustó o tal vez simplemente no podían cargar con una boca más. Lo que sé es que la vida me puso en manos de un hombre que cambiaría todo lo que yo era y todo lo que llegaría a ser. Se llamaba Charles. Era un hombre de piel oscura, venido de tierras lejanas, con manos grandes y ojos que parecían guardar secretos de siglos. Me encontró sola llorando en un camino de tierra y, sin decir palabra, me llevó con él. Nunca me preguntó mi nombre, solo me miró y dijo algo que no entendí hasta muchos
años después. Tú no estás perdida, estás exactamente donde debías estar. Charles me enseñó a observar las estrellas. Me decía que cada punto de luz en el cielo era un alma que había completado su misión en la tierra. Me enseñó a escuchar el viento, a sentir la energía de las plantas, a reconocer el pulso invisible que conecta todo lo vivo. Pero sobre todo me enseñó algo que definiría mi existencia, que las manos no solo sirven para tocar, sirven para sanar. La primera vez que lo sentí fue con un animal. Un circo había llegado al pueblo y
entre sus atracciones traía un elefante bebé que estaba muy enfermo. Los dueños del circo lo habían dado por perdido. Decían que no pasaría la noche, pero algo me jaló hacia él. No fue curiosidad. Fue como si una cuerda invisible tirara de mi pecho y me obligara a caminar hacia donde estaba. Cuando llegué, el elefante estaba echado en el suelo con los ojos medio cerrados y la respiración débil. Los hombres del circo me miraron con lástima, pensando que era solo una niña tonta que quería ver al animal morir. Pero yo no los escuché. Me arrodillé junto
a él, puse mis manos sobre su cabeza y cerré los ojos. No sé cuánto tiempo pasó. Pudieron ser minutos o pudieron ser horas. Solo recuerdo que sentí un calor intenso saliendo de mis palmas, como si un fuego suave se encendiera dentro de mí y fluyera hacia el cuerpo del animal. No era dolor, era algo vivo, algo que no venía de mi mente, sino de un lugar más profundo. Cuando abrí los ojos, el elefante me estaba mirando. Se había levantado, respiraba normal y los hombres del circo me observaban en silencio, con una mezcla de miedo y
asombro que nunca olvidaré. Uno de ellos se persignó. Otro retrocedió como si yo fuera peligrosa, pero el más viejo, el dueño del circo, se acercó lentamente y me preguntó con voz temblorosa, "¿Qué hiciste, niña?" Y yo, sin saber qué responder, solo dije la verdad. No lo sé. Mis manos lo hicieron solas. Esa noche no dormí. Me quedé mirando mis manos como si fueran de otra persona. Las mismas manos que recogían leña, que lavaban ropa, que acariciaban perros callejeros, habían hecho algo que yo no podía explicar. Charles me encontró sentada en la oscuridad y se sentó
a mi lado sin decir nada. Después de un largo silencio, hablo. Lo que tienes no es tuyo. Es un regalo que pasa a través de ti. No lo entenderás ahora. Tal vez nunca lo entiendas del todo, pero tu única tarea es no cerrarlo, dejarlo fluir y nunca, nunca usarlo para ti misma. No comprendí sus palabras en ese momento, pero con los años entendí que esa noche había comenzado todo, que el elefante del circo no fue una casualidad, sino una señal, que mis manos no eran mías, sino instrumentos de algo más grande y que mi vida
entera sería un camino de aprender a escuchar lo que ese algo quería hacer a través de mí. Desde entonces empecé a curar con hierbas. con tés con remedios que Charles me enseñaba. La gente del pueblo comenzó a buscarme. Primero los más pobres, los que no tenían dinero para médicos. Luego los que ya habían perdido la esperanza. Venían con dolores, con fiebres, con heridas que no cerraban. Y yo ponía mis manos sobre ellos y dejaba que ese calor fluyera. No siempre funcionaba. A veces el cuerpo estaba demasiado cansado para responder. A veces el alma ya había
decidido partir. Pero otras veces ocurría algo que ni yo misma podía creer. El dolor desaparecía, la fiebre bajaba, las heridas comenzaban a cerrar y yo me quedaba temblando sin saber si lo que había pasado era real o si lo habías soñado. Hoy te cuento esto porque quiero que entiendas algo. La energía que sanó a ese elefante no era mía. Estaba en mí, pero no me pertenecía. Y esa misma energía está en ti, en todos. La diferencia es que la mayoría de las personas nunca aprenden a sentirla, nunca se detienen lo suficiente para escuchar el zumbido,
nunca ponen sus manos sobre algo roto con la intención pura de ayudar. Pero tú puedes ahora mismo. Cierra los ojos, pon tus manos sobre tu pecho y pregúntate con honestidad, ¿qué siento? No lo que pienso, lo que siento, porque ahí, en ese espacio entre el pensamiento y la sensación, vive algo que espera ser despertado. En el próximo capítulo te contaré el día que escuché la voz por primera vez. La voz que me eligió, la voz que me llamó hermanito y que cambió para siempre lo que mis manos podían hacer. Hay momentos en la vida que
dividen todo en un antes y un después. Momentos donde el mundo que conocías se quiebra y ya no puedes volver a armarlo igual. Para mí ese momento llegó una noche de tormenta cuando tenía poco más de 20 años y ya había sanado a cientos de personas con hierbas y con mis manos. Pero lo que ocurrió esa noche fue distinto. Esa noche dejé de ser solo Bárbara. Esa noche me convertí en el canal de algo mucho más antiguo y más poderoso que yo. Había pasado el día atendiendo enfermos. Estaba agotada. Mi cuerpo pedía descanso, pero algo
en mi pecho no me dejaba dormir. Era como una presión, una urgencia que no tenía nombre. Me senté frente a una vela encendida, cerré los ojos y comencé a respirar lentamente, como Charles me había enseñado años atrás. Y entonces lo escuché. El zumbido era el mismo zumbido que había sentido desde niña, pero esta vez era más fuerte, más claro, como si alguien estuviera tratando de hablarme a través de él. Me concentré en ese sonido con todo mi ser. Dejé que llenara mi cabeza, mi pecho, mi cuerpo entero y de pronto sentí que caía no hacia
abajo, hacia adentro, como si me hundiera en un pozo sin fondo que estaba dentro de mí misma. No sé cuánto tiempo pasó, pudieron ser segundos o pudieron ser horas, pero cuando abrí los ojos ya no estaba sola. No había nadie visible en la habitación, pero una presencia llenaba cada rincón. una presencia tan real que podía sentir su peso en el aire. Y entonces escuché la voz, no con los oídos, la escuché dentro de mi cabeza, clara como el agua de un manantial. Hermana, te he estado buscando. Mi corazón se detuvo. Quise hablar, pero no pude.
La voz continuó. No tengas miedo. Vengo a pedirte algo. Tu cuerpo será mi instrumento. Tus manos serán mis manos. A través de ti sanaré lo que la medicina de los hombres no puede sanar. ¿Me permites entrar? No sé por qué dije que sí. Tal vez porque toda mi vida había sido una preparación para ese momento. Tal vez porque en lo más profundo de mi alma sabía que esto era lo que había venido a hacer. O tal vez porque la presencia que sentía no era amenazante, era amor. Un amor tan inmenso que me hizo llorar sin
poder detenerme. En ese instante algo entró en mí, no como una posesión violenta, como un abrazo desde adentro. Sentí que mi cuerpo se llenaba de una energía que no era mía, pero que ahora fluía a través de mí. Y supe, sin que nadie me lo dijera, quién era esa presencia. Era Cuautemok, el último Tlatoani de los Mexicas, el guerrero que había defendido a su pueblo hasta el final, el hombre que los españoles habían torturado y asesinado siglos atrás, pero su espíritu no había muerto. Había estado esperando, buscando un cuerpo que pudiera sostener su luz y
me había encontrado a mí. Desde esa noche todo cambió. Cuando entraba en trance, ya no era yo quien sanaba, era él. Yo lo llamaba hermanito, porque así se sentía, como un hermano mayor que me guiaba, me protegía y actuaba a través de mí. Mi voz cambiaba cuando él llegaba. Mis manos se movían con una precisión que yo no tenía y cosas que parecían imposibles comenzaban a ocurrir. Pero quiero que entiendas algo importante. Yo no elegí esto. Esto me eligió a mí y durante mucho tiempo tuve miedo. Miedo de estar loca. Miedo de que fuera el
demonio engañándome. Miedo de lo que la gente pensaría si supiera lo que ocurría dentro de mí. Hubo noches en que le rogué al hermanito que se fuera, que buscara a otra persona, que me dejara ser normal. Pero él siempre respondía con la misma paciencia, hermana, tú puedes rechazarme y yo me iré. Pero hay miles de personas que sufren y que podemos ayudar juntos. No te pido que me entiendas, solo te pido que confíes. Y confié, no porque no tuviera dudas, confié porque cada vez que él actuaba a través de mí, veía cosas que no tenían
explicación. Veía tumores desaparecer, veía huesos soldarse. Veía personas que llegaban cargadas en camillas y salían caminando por su propio pie. y supe que algo real estaba ocurriendo, algo que mi mente no podía comprender, pero que mi corazón reconocía como verdadero. Con el tiempo aprendí a entrar en trance de forma voluntaria. Me sentaba en silencio, cerraba los ojos y buscaba el zumbido en mi oído izquierdo. Me concentraba en él hasta que todo lo demás desaparecía. Y entonces sentía que caía en ese pozo interior y al fondo del pozo siempre estaba él esperándome. El hermanito me enseñó
cosas que ningún libro contiene. Me mostró que el cuerpo humano no es solo carne y hueso, es energía organizada en forma física. me reveló que la enfermedad no empieza en el cuerpo, empieza en el alma, en las emociones no expresadas, en los miedos que guardamos, en el amor que negamos. Y me explicó que sanar no es quitar algo del cuerpo, es recordarle al cuerpo lo que siempre supo, pero olvidó. Tú que me escuchas, tal vez pienses que esto es locura, que una mujer humilde de Chihuahua no puede canalizar el espíritu de un emperador azteca y
tienes derecho a pensarlo. Yo misma lo dudé durante años, pero lo que no puedes negar son los resultados. Miles de personas sanaron, miles de cuerpos rotos fueron reparados, miles de almas perdidas encontraron paz. ¿Cómo explicas eso? ¿Cómo explicas que una mujer sin estudios de medicina pudiera hacer lo que los mejores doctores no podían? La respuesta es simple. No era yo. Nunca fui yo. Yo solo era la puerta y el hermanito era quien entraba a través de ella. Si algo quiero que te lleves de estas palabras es esto. Todos tenemos la capacidad de ser canales. Todos
podemos conectar con fuerzas más grandes que nosotros. La diferencia es que la mayoría de las personas tienen tanto ruido en su mente que no pueden escuchar. Tienen tanto miedo en su corazón que no pueden confiar. y tienen tanto orgullo en su ego que no pueden rendirse. Pero si algún día logras silenciar el ruido, soltar el miedo y rendirte algo más grande que tú mismo, descubrirás que nunca estuviste solo, que siempre hubo una voz esperando ser escuchada y que tu única tarea es decir que sí. En el próximo capítulo te contaré el día que mis manos
hicieron algo que yo misma no podía creer, el día que sané a alguien que los médicos habían desahuciado. Y como ese momento me enseñó que para el espíritu no existe lo imposible. Nunca olvidaré el rostro de aquella madre. llegó a mi puerta cargando a su hijo en brazos como quien carga un tesoro que se está rompiendo. El niño tenía 7 años y los doctores le habían dado una semana de vida. Un tumor en el estómago dijeron. Innoperable, dijeron. Llévelo a casa y despídase de él, dijeron. Pero ella no se rindió. Alguien le habló de mí.
le dijo que en una casa humilde de la colonia Roma había una mujer que hacía cosas que la medicina no podía explicar. Y esa madre desesperada caminó horas con su hijo moribundo en brazos hasta encontrarme. Cuando la vi en mi puerta, supe que ese caso me pondría a prueba. El niño estaba pálido, con los ojos hundidos y el vientre hinchado. Apenas respiraba, su cuerpo ya estaba empezando a soltar la vida y su madre me miraba con ojos que no pedían un milagro. Exigían uno. La hice pasar. Acosté al niño en la mesa donde atendía a
mis pacientes. Encendí las velas, cerré los ojos y busqué el zumbido. Necesitaba al hermanito más que nunca. No tardó en llegar. Sentí su presencia llenando la habitación como un viento cálido. Mi cuerpo comenzó a cambiar. Mis manos dejaron de ser mías y entonces supe lo que tenía que hacer. Tomé mi cuchillo de monte, el mismo que siempre usaba. Tenía el mango forrado con cinta negra de aislar y la hoja sin filo. Muchos pensaban que era un instrumento de carnicero, pero en manos del hermanito se convertía en algo diferente, un visturí del espíritu. Lo que pasó
después es difícil de explicar con palabras. Mis manos se movieron solas. Abrieron el vientre del niño como si la piel fuera mantequilla. No hubo dolor. El niño ni siquiera lloró. Solo me miraba con ojos grandes, como si supiera que algo sagrado estaba ocurriendo. Vi el tumor, era oscuro, del tamaño de una naranja, pegado a sus intestinos como una sombra maligna. Mis manos entraron en su cuerpo. Sentí el calor de sus órganos, la humedad de su sangre y entonces algo ocurrió que desafía toda lógica. El tumor comenzó a desprenderse. No lo arranqué con fuerza. Se soltó
solo, como si el cuerpo del niño lo estuviera expulsando. Lo saqué con mis manos y lo dejé en un recipiente. Era real, era sólido, pesaba. Luego mis manos volvieron a entrar. Esta vez traían algo. No sé de dónde vino. No sé cómo apareció. Pero de pronto había un tejido nuevo en mis palmas, fresco, rosado, vivo. Lo coloqué donde había estado el tumor y lo vi fundirse con el cuerpo del niño como si siempre hubiera pertenecido. Ahí pasé mis manos sobre la herida, la piel se cerró, no quedó cicatriz, solo una línea rosada que en días
desaparecería por completo. Cuando abrí los ojos, el hermanito ya se había ido. Yo estaba empapada en sudor, temblando de agotamiento, pero el niño me estaba mirando y por primera vez en meses sonreía. La madre cayó de rodillas llorando. No podía hablar, solo repetía gracias, gracias, gracias, pero yo no quería su gratitud porque no había sido yo. Yo solo había prestado mi cuerpo. El verdadero sanador era invisible. Ese niño vivió, creció. se convirtió en hombre. Años después vino a visitarme con sus propios hijos. Me abrazó y me dijo que nunca me olvidó, que cada día de
su vida era un regalo que yo le había dado. Pero le corregí, el regalo no vino de mí, vino de algo más grande que los dos. Ese día aprendí algo que quiero que tú también entiendas. Para el espíritu no existe lo imposible. Lo que la mente humana llama incurable es solo un límite de su propia percepción. Pero hay fuerzas en este universo que operan más allá de esos límites. Fuerzas que pueden reorganizar la materia, regenerar tejidos, expulsar lo que enferma y restaurar lo que se ha perdido. La medicina occidental estudia el cuerpo como una máquina.
Busca la pieza rota y trata de repararla o reemplazarla. Pero el cuerpo no es una máquina, es un campo de energía viva que responde a la intención, a la fe, al amor. Y cuando esas fuerzas se alinean, ocurren cosas que ningún libro de medicina puede explicar. Yo no entendía cómo funcionaba, todavía no lo entiendo del todo, pero aprendí a confiar. Aprendí que mi trabajo no era comprender, sino permitir. No era controlar, sino entregarme. No era hacer, sino dejar que se hiciera a través de mí. Si estás enfermo, si alguien que amas está sufriendo, quiero que
sepas esto. Ningún diagnóstico es una sentencia final. Ningún pronóstico es la última palabra. Mientras haya vida en el cuerpo, hay posibilidad de sanación. Pero esa sanación no siempre viene de donde la esperas. A veces viene de un lugar que la razón no puede tocar, pero que el corazón reconoce como verdadero. Pon tu mano sobre tu corazón ahora mismo. Siente su latido. Ese latido es prueba de que la vida todavía fluye en ti y mientras fluya, todo es posible, todo puede cambiar, todo puede sanar. En el próximo capítulo te contaré el día que entendí una verdad
que cambió todo. El día que descubrí que yo no sanaba a nadie, solo activaba algo que ya estaba dormido dentro de ellos. Durante años cargué con un peso que no me correspondía. La gente llegaba a mi puerta llamándome Santa milagrosa, la mujer que cura lo incurable. Me besaban las manos. Se arrodillaban frente a mí, me miraban como si yo fuera Dios y cada vez que eso pasaba, algo dentro de mí se encogía, porque yo sabía la verdad. Yo no sanaba a nadie. Lo entendí una tarde calurosa cuando atendí a dos mujeres con la misma enfermedad.
Ambas tenían tumores en el pecho, ambas habían sido desauciadas por los médicos, ambas llegaron con la misma desesperación en los ojos. Les hice el mismo procedimiento. El hermanito trabajó a través de mí con la misma intensidad, pero una sanó y la otra no. La primera mujer salió caminando de mi casa. Su tumor desapareció como si nunca hubiera existido. Vivió 30 años más y murió de vieja, rodeada de nietos. La segunda murió tres semanas después. Su cuerpo no respondió. El tumor siguió creciendo hasta apagarla por completo. Esa noche no pude dormir. Me pregunté una y otra
vez qué había hecho diferente. Revisé cada movimiento de mis manos, cada palabra del hermanito, cada detalle del ritual, todo había sido exactamente igual. Entonces, ¿por qué una vivió y la otra murió? La respuesta llegó días después, cuando el hermanito me habló en un sueño. Su voz era suave, pero firme, cargada de una sabiduría antigua. Hermana, tú no sanas a nadie, tú solo abres la puerta. Pero es el paciente quien decide si entra o no. La primera mujer quería vivir con todo su ser. Cada célula de su cuerpo gritaba vida. La segunda ya se había rendido.
Su alma había aceptado la muerte antes de llegar a ti. Y ninguna fuerza del universo puede sanar a quien ya eligió partir. Desperté llorando, no de tristeza, de alivio, porque por fin entendía algo que me había atormentado durante años. Yo no era responsable de quién sanaba y quién no. Mi trabajo era abrir la puerta, pero cruzarla dependía de cada persona. Desde ese día empecé a observar a mis pacientes de manera diferente. Antes de cualquier procedimiento, los miraba a los ojos y les hacía una pregunta simple. ¿Quieres vivir? No si querían curarse, no si querían dejar
de sufrir, si querían vivir, porque hay una diferencia enorme entre no querer morir y querer vivir de verdad. Los que respondían con fuego en la mirada, con un sí que salía del fondo del alma, esos casi siempre sanaban. Pero los que dudaban, los que miraban hacia abajo, los que respondían con un tal vez o un no sé, esos eran más difíciles, no porque la enfermedad fuera más grave, sino porque algo dentro de ellos ya había dejado de luchar. Entendí que el cuerpo humano tiene una inteligencia propia, sabe cómo sanarse, sabe cómo regenerar tejidos, eliminar lo
que le daña, restaurar el equilibrio perdido. Pero esa inteligencia necesita permiso para actuar. Necesita que el alma diga sí. Necesita que la mente deje de repetir que es imposible. Necesita que el corazón se abra a recibir la vida nuevamente. Mi trabajo nunca fue curar. Mi trabajo fue recordarle al cuerpo lo que ya sabía hacer. activar esa inteligencia dormida, despertar al sanador interno que todos llevamos dentro, pero que la mayoría ha olvidado por completo. Por eso te digo hoy con toda claridad, el poder de sanar en mis manos, está en las tuyas, está en tu cuerpo,
está en tu decisión de vivir. Yo solo fui un espejo que le mostraba a la gente lo que ya tenían dentro, un interruptor que encendía una luz que siempre estuvo ahí esperando. La medicina moderna te enseña a depender de doctores, de pastillas, de tratamientos externos. Te hace creer que la salud viene de afuera, pero la verdadera sanación siempre viene de adentro. El mejor médico del mundo no puede salvarte si tú ya decidiste morir. Y la enfermedad más grave puede revertirse si tú decides vivir con cada fibra de tu ser. He visto milagros que desafían toda
explicación, tumores que desaparecen en horas, huesos rotos que se sueldan en días, órganos dañados que se regeneran como nuevos. Pero ninguno de esos milagros fue obra mía. fueron obra del paciente que decidió despertar su propio poder interior. Ahora te pregunto a ti que me escuchas, ¿quieres vivir? No te pregunto si quieres evitar el dolor, te pregunto si quieres vivir. Si la respuesta es sí, entonces ya diste el primer paso, porque ese sí es la llave que abre todas las puertas. Ese sí es el permiso que tu cuerpo necesita para empezar a sanarse. Ese sí activa
al sanador dormido que vive en ti. Pon tu mano en tu pecho, siente el calor, siente la vida que aún pulsa ahí dentro y dile a tu cuerpo con toda tu alma, si quiero vivir, si me permito sanar, si activo el poder que siempre tuve dentro de mí. En el próximo capítulo te contaré el día que descubrí algo que cambió mi forma de ver la enfermedad para siempre. El día que sentí que el mal no estaba en el cuerpo, sino en el alma. Recuerdo a un hombre que llegó arrastrándose de dolor. Tenía una úlcera que
le quemaba por dentro. Los médicos le habían dado medicinas, dietas, tratamientos de todo tipo. Nada funcionaba. El dolor lo estaba consumiendo lentamente, pero cuando lo miré a los ojos, no vi una úlcera. Vi una rabia antigua que le carcomía el estómago desde hacía muchos años. Le pregunté qué lo tenía tan enojado. Se quedó en silencio. Luego sus ojos se llenaron de lágrimas y me contó que su hermano lo había traicionado 20 años atrás. Le había robado su herencia, su tierra, su honor. Y desde entonces, cada día, al despertar, lo primero que sentía era odio. Un
odio que hervía dentro de él como ácido ardiente. Ese día entendí algo que cambió para siempre mi forma de ver la enfermedad. El cuerpo no enferma solo, el cuerpo habla. Cada dolor es un mensaje. Cada tumor es una emoción atrapada. Cada enfermedad es el alma gritando lo que la boca no se atreve a decir. La úlcera de ese hombre no era un problema de estómago, era el odio comiéndolo por dentro. Literalmente, su cuerpo había convertido la rabia en fuego y ese fuego lo estaba destruyendo. No necesitaba más medicinas, necesitaba perdonar a su hermano. Se lo
dije con toda la claridad que pude. Hermano, yo puedo poner mis manos sobre tu estómago y el hermanito puede calmar el fuego por un tiempo, pero si no sueltas ese odio, la úlcera va a volver y va a volver peor, porque el cuerpo no miente. El cuerpo siempre dice la verdad que tú no quieres escuchar. El hombre lloró como un niño. le dijo que no podía perdonar, que lo que su hermano le había hecho era imperdonable, que prefería morirse antes que soltar ese rencor. Y yo le respondí algo que él no esperaba. Entonces vas a
morirte porque el odio es un veneno que tomas tú esperando que muera el otro y el único que se está muriendo eres tú. Esa noche trabajé sobre él. El hermanito calmó su estómago. El dolor desapareció por unas semanas, pero tal como le advertí, volvió y cada vez más fuerte, hasta que un día dejó de venir. Supe que había muerto, no de la úlcera, de un cáncer que le devoró todo el sistema digestivo. El odio finalmente había ganado la batalla. He visto esto cientos de veces. Mujeres con tumores en el pecho que nunca se sintieron verdaderamente
amadas. Hombres con problemas de corazón que nunca expresaron lo que sentían. Niños con asma que crecieron en hogares donde no podían respirar libremente. El cuerpo es un mapa del alma y si sabes leerlo, cada enfermedad te cuenta una historia muy clara. El hígado guarda la rabia. El estómago procesa lo que no podemos digerir de la vida. Los pulmones cargan la tristeza y el duelo. El corazón sufre cuando el amor se bloquea. Los riñones almacenan el miedo profundo. La espalda carga el peso de las responsabilidades que no nos corresponden. Las rodillas se doblan cuando no queremos
avanzar en la vida. No inventé esto. Lo vi en miles de pacientes durante décadas. Los patrones se repetían una y otra vez. Personas con el mismo tipo de enfermedad tenían historias emocionales similares y cuando sanaban esas heridas del alma, el cuerpo respondía de maneras que la medicina no podía explicar jamás. Por eso siempre les preguntaba a mis pacientes antes de tocarlos. ¿Qué dolor cargas que no es del cuerpo? ¿Qué no has dicho que te está pudriendo por dentro? ¿A quién no has perdonado? ¿Qué miedo te paraliza? Qué tristeza, no has llorado. Las respuestas a esas
preguntas eran más importantes que cualquier diagnóstico médico. La enfermedad no es un enemigo que viene de afuera, es un mensajero que viene de adentro. Y si solo atacas el síntoma sin escuchar el mensaje, la enfermedad volverá. Tal vez en otra forma, tal vez en otro órgano, pero volverá porque el alma no se calla. El alma insiste hasta que la escuchas. Sanar de verdad no es solo curar el cuerpo, es liberar el alma. Es soltar el rencor que te envenena, es llorar las lágrimas que nunca lloraste. Es decir las palabras que callaste. Es perdonar aunque duela.
Es soltar aunque cueste. Es elegir la vida aunque el miedo te paralice. Ahora te pregunto a ti que escuchas esto. ¿Qué emoción llevas cargando que ya no te pertenece? ¿Qué dolor antiguo sigue vivo en tu cuerpo? ¿Qué mensaje te está dando tu enfermedad que todavía no has querido escuchar? Cierra los ojos, pon tu mano donde más te duele y pregúntale a ese dolor qué necesita que sueltes para poder irse, porque tu cuerpo quiere sanar. Pero primero necesita que sanes tu alma y eso solo tú puedes hacerlo. En el próximo capítulo te contaré el día que
vi cómo el miedo bloqueaba la energía del cuerpo y cómo esa emoción podía cerrar todas las puertas de la sanación. El miedo es el asesino silencioso del cuerpo. Lo vi una y otra vez durante décadas de trabajo como curandera en esta ciudad. personas que llegaban con enfermedades que no respondían a ningún tratamiento conocido, personas que habían probado todo sin resultado alguno. Y cuando las miraba a los ojos con atención, siempre encontraba lo mismo escondido detrás de su dolor físico, miedo. Un miedo tan profundo y antiguo que había cerrado todas las puertas de su cuerpo a
la sanación verdadera. Recuerdo a una mujer joven que llegó con un tumor en el vientre del tamaño de una naranja madura. Los médicos querían operarla de inmediato, pero ella tenía terror absoluto a los hospitales. Había visto morir a su madre en uno cuando era apenas una niña pequeña y desde entonces asociaba esos lugares con la muerte segura. Cuando la acosté en mi mesa de trabajo, su cuerpo estaba rígido como una tabla de madera. Cada músculo contraído con fuerza, cada fibra tensa como cuerda de guitarra. Le pedí que respirara profundo, pero no podía hacerlo. El miedo
la tenía completamente paralizada. Esa noche el hermanito me mostró algo que nunca olvidaré mientras viva. Me hizo ver el cuerpo de esa mujer, no como carne y hueso, sino como un campo de energía luminosa que brillaba en la oscuridad de la habitación. Y lo que vi dejó helada hasta los huesos. Había zonas completamente oscuras donde la luz no podía entrar de ninguna manera. bloqueos densos como muros de piedra sólida que impedían todo paso y el más grande de todos estaba exactamente donde se encontraba el tumor creciendo. El hermanito me explicó con su voz profunda y
sabia, "Hermana, el miedo contrae cuerpo humano. La aprieta, la estanca, la congela en su lugar. Donde hay miedo no puede haber flujo de vida ni movimiento alguno. Y donde no hay flujo de vida, la enfermedad encuentra su hogar perfecto para crecer sin obstáculos. Entendí entonces por qué algunas personas no sanaban, aunque yo pusiera todas mis fuerzas y mi fe en ayudarlas. No era que el hermanito no pudiera curarlas con su poder, era que su propio miedo bloqueaba la sanación antes de que pudiera entrar en sus células. Era como tratar de llenar un vaso que tiene
la tapa puesta firmemente. Por más agua que viertas, no puede entrar nada. Le hablé a esa mujer con toda la ternura que pude encontrar en mi corazón cansado. Le dije que antes de tocar su cuerpo necesitaba tocar su miedo primero. Le pregunté mirándola a los ojos, qué era lo peor que podía pasar si se dejaba sanar de verdad. Y entonces salió todo el torrente de terror que llevaba guardado desde niña. El miedo a morir joven como su madre murió. El miedo al dolor insoportable. El miedo a quedar sola y desamparada. El miedo a perder el
control de su vida entera. lloró durante una hora completa mientras yo sostenía sus manos con firmeza y amor sincero, y con cada lágrima que salía de sus ojos, su cuerpo se iba soltando poco a poco. Los músculos se relajaban lentamente, la respiración se hacía más profunda y libre, la rigidez se convertía en suavidad. Era como ver una flor cerrada que por fin se abre al sol cálido de la mañana. Cuando finalmente pude trabajar sobre ella, el cambio fue dramático e inmediato. La energía fluía sin obstáculos por todo su cuerpo liberado. El hermanito pudo entrar y
hacer su trabajo sagrado sin encontrar resistencia, y el tumor que los médicos querían cortar comenzó a reducirse solo con el poder de la energía liberada del miedo. Esa mujer sanó completamente en tres semanas sin necesidad de cirugía. Los médicos no podían explicarlo ni entenderlo. Hicieron estudios buscando el tumor que habían visto en las radiografías anteriores, pero ya no estaba en ninguna parte. Se había disuelto como azúcar en agua sin dejar rastro alguno. Desde ese día siempre trabajo primero con el miedo antes de trabajar con el cuerpo físico, porque aprendí que el miedo es la puerta
cerrada que impide toda sanación verdadera. Puedes tener el mejor sanador del mundo frente a ti, pero si tu miedo cierra las puertas de tu cuerpo, nada podrá entrar a sanarte. El miedo se manifiesta de muchas formas en cada persona. Miedo a la muerte que paraliza el sistema nervioso. Miedo al dolor que contrae cada músculo. Miedo a soltar el control que endurece los órganos. Miedo a confiar que bloquea el corazón. Miedo a recibir amor que cierra el pecho. Miedo al cambio que estanca la energía vital. Ahora te pregunto con sinceridad, ¿qué miedo está cerrando las puertas
de tu cuerpo ahora mismo? Cierra los ojos, respira profundo tres veces. Pregúntale a tu cuerpo qué miedo necesitas soltar hoy para que la sanación entre en ti. Porque la sanación siempre está disponible, pero solo entra cuando abres la puerta y esa puerta se abre soltando el miedo. En el próximo capítulo te contaré el día que descubrí que el silencio era más poderoso que cualquier ritual. Había aprendido muchos rituales a lo largo de mi vida como curandera. Oraciones que Charles me enseñó de niña, cantos que escuché de curanderos en los pueblos del norte, limpias con hierbas
y humo de copal, rezos a los santos y a los espíritus de la tierra. Usaba todo lo que podía para ayudar a mis pacientes. Pero hubo un día que cambió mi entendimiento para siempre. El día que descubrí que el silencio era más poderoso que cualquier ritual, llegó un hombre viejo con un dolor en el pecho que no lo dejaba respirar bien. Había visitado doctores y curanderos por igual. Le habían dado medicinas y le habían hecho limpias. Le rezaron rosarios completos y le pasaron huevos por todo el cuerpo. Nada funcionaba. El dolor seguía ahí clavado como
un cuchillo entre sus costillas. cada vez que intentaba tomar aire. Cuando lo recibí en mi casa, hice lo que siempre hacía. Preparé el altar con las velas encendidas, saqué mis hierbas y mi copal. Comencé a rezar las oraciones que conocía mientras el humo llenaba la habitación. Pero algo extraño pasó esa noche. El hermanito no llegaba. Lo llamé una y otra vez con mi mente, pero no sentía su presencia en ninguna parte. Me desesperé. El hombre me miraba con ojos llenos de esperanza y yo no sabía qué hacer sin el hermanito guiando mis manos. Seguí rezando
más fuerte, encendí más copal, repetí las oraciones una y otra vez, pero nada. El silencio era total dentro de mí. Entonces hice algo que nunca había hecho antes. Me rendí por completo. Dejé caer las hierbas de mis manos. Apagué el copal que humeaba, callé las oraciones que salían de mi boca y me quedé en silencio absoluto junto a ese hombre enfermo, sin hacer nada, sin decir nada, solo estando ahí presente con él en la oscuridad. Los minutos pasaron lentos como horas eternas. El silencio llenaba cada rincón de la habitación. No había sonido alguno, excepto nuestra
respiración pausada. Y entonces algo comenzó a suceder que no puedo explicar con palabras. Sentí que el silencio mismo se volvía vivo, que tenía peso y sustancia propia, que era más real que cualquier oración que hubiera pronunciado jamás. En ese silencio profundo sentí al hermanito llegar, pero no como siempre llegaba con su voz clara dándome instrucciones. Esta vez llegó como una presencia silenciosa que lo llenaba todo sin palabras y entendí su mensaje sin que tuviera que decirme nada. El silencio es el ritual más poderoso. En el silencio, el alma puede escucharse. En el silencio, el cuerpo
recuerda cómo sanarse. Puse mis manos sobre el pecho del hombre sin decir una palabra. No recé, no canté, no pedí nada. Solo dejé que el silencio fluyera a través de mis manos hacia su cuerpo y sentí como algo se movía en su interior. Algo que estaba atorado comenzaba a soltarse. Algo que estaba cerrado empezaba a abrirse lentamente. El hombre comenzó a llorar en silencio absoluto. Las lágrimas rodaban por sus mejillas arrugadas, pero no hacía ningún sonido. Y en ese llanto silencioso soltó todo lo que había cargado por años sin saberlo. Dolores que nunca había expresado,
pérdidas que nunca había llorado, palabras que se quedaron atoradas en su garganta toda la vida. Cuando abrió los ojos, el dolor había desaparecido por completo. Respiró profundo por primera vez en meses y no sintió nada, ni una punzada, ni una molestia, solo aire limpio llenando sus pulmones. Me miró asombrado y me preguntó qué había hecho. Le dije la verdad más simple. No hice nada, hermano. Solo me callé y dejé que el silencio hiciera su trabajo sagrado. Desde ese día incorporé el silencio como parte esencial de mi trabajo. Antes de cualquier ritual, me quedo en silencio
con mis pacientes. A veces 5 minutos, a veces una hora completa. Dejo que el silencio haga lo que las palabras no pueden hacer. Dejo que el alma tenga espacio para respirar y expresarse. El mundo moderno está lleno de ruido constante que no para. Ruido afuera en las calles llenas de gente, ruido adentro en la mente llena de pensamientos. Ruido de palabras que decimos sin pensar. Ruido de preocupaciones que repetimos sin cesar. Y en todo ese ruido, el alma se pierde y olvida su propia voz verdadera. El silencio es medicina para el alma cansada. En el
silencio puedes escuchar lo que tu cuerpo intenta decirte. En el silencio puedes sentir dónde está el dolor verdadero. En el silencio puedes encontrar respuestas que ningún doctor puede darte. Ahora te invito a hacer algo simple pero poderoso. Cierra los ojos donde estés. Deja de hablar internamente. Deja de pensar en lo que tienes que hacer. Solo quédate en silencio total por un minuto y escucha. Escucha qué tiene tu cuerpo que decirte. Escucha qué tiene tu alma que mostrarte. Porque en el silencio vive la sanación más profunda y está esperándote ahora mismo. En el próximo capítulo te
contaré el día que aprendí a dirigir la energía. solo con la intención. Con los años aprendí que mis manos no eran la única herramienta para sanar. Descubrí que la mente era mucho más poderosa que cualquier contacto físico. Y ese descubrimiento llegó el día que una mujer me pidió ayuda para su hijo, que estaba en un hospital al otro lado de la ciudad. No podía traerlo porque estaba conectado a máquinas que lo mantenían vivo. Me rogó llorando que hiciera algo desde lejos por su pequeño niño. Al principio dudé mucho. Siempre había necesitado tocar a mis pacientes
para sentir dónde estaba el mal escondido. Siempre había puesto mis manos sobre sus cuerpos para dejar que la energía del hermanito fluyera a través de ellas. No sabía si podía funcionar sin ese contacto directo, pero la desesperación de esa madre me conmovió tanto que decidí intentarlo con toda mi fe puesta en el hermanito. Esa noche me senté en silencio en mi cuarto de curaciones. Encendí una vela blanca y cerré los ojos. Busqué el zumbido en mi oído izquierdo y me dejé caer en ese pozo interior donde siempre encontraba al hermanito esperándome. Cuando sentí su presencia
cálida, le expliqué la situación. Hay un niño enfermo en un hospital lejos de aquí. No puedo tocarlo con mis manos. Puedo sanarlo solo con mi mente y mi intención. El hermanito respondió con claridad absoluta, hermana, la distancia no existe para la energía verdadera. El espacio es una ilusión que solo los ojos físicos pueden ver. En el mundo del espíritu todo está conectado siempre. Todo es uno solo. Si puedes ver a ese niño en tu mente con claridad, puedes tocarlo con tu intención pura. La intención es la mano invisible del alma que puede alcanzar cualquier lugar
del universo. Entonces hice lo que me indicó con toda la concentración que pude reunir. Imaginé al niño en su cama de hospital. No lo conocía, pero su madre me había descrito cómo se veía exactamente. Cabello negro como la noche, ojos grandes y oscuros llenos de inocencia, piel morena clara, 7 años de edad apenas. Lo vi en mi mente tan claro como si estuviera frente a mí en ese momento. Vi las máquinas conectadas a su pequeño cuerpo. Vi las sábanas blancas del hospital. Vi la luz fría del techo alumbrando su rostro y entonces dirigí mi intención
hacia él como una flecha de luz brillante cruzando el cielo. No usé palabras ni oraciones complicadas, solo una intención pura y clara como el agua de Manantial. Que este niño sane completamente, que la vida vuelva a fluir en su cuerpo joven con fuerza. Que cada célula suya recuerde cómo estar sana y fuerte. Sentí como la energía salía de mi pecho como un río de luz dorada y viajaba a través del espacio hasta encontrar a ese niño desconocido. Durante una hora completa mantuve esa imagen y esa intención sin distraerme ni un segundo. Sudaba por el esfuerzo
de la concentración total. Mi cuerpo temblaba por la cantidad de energía que estaba moviendo con mi mente sola, pero no me detuve hasta que sentí algo cambiar en la imagen que veía dentro de mí. El niño que había imaginado pálido y débil ahora tenía color en sus mejillas. Su respiración débil ahora era profunda y tranquila. Algo había cambiado en él. A la mañana siguiente, la madre vino a verme llorando de alegría inmensa. Los doctores no podían explicar lo que había pasado durante la noche misteriosa. El niño había mejorado dramáticamente sin razón médica aparente. Sus signos
vitales se habían estabilizado por completo. La fiebre, que no bajaba con ningún medicamento, había desaparecido de repente. Los doctores hablaban de un milagro inexplicable, pero yo sabía que era el poder de la intención enfocada con claridad. Ese día entendí algo que transformó mi práctica de sanación para siempre. Las manos son solo un canal visible de algo invisible y más grande. La verdadera sanación no ocurre en el nivel físico que podemos ver, ocurre en el nivel de la energía y la conciencia pura. Y en ese nivel sagrado no existen distancias ni barreras de ningún tipo. La
intención pura puede mover montañas enteras si se enfoca bien. Desde entonces comencé a trabajar con la intención de manera consciente en todas mis sanaciones. Antes de tocar a cualquier paciente, primero enfocaba mi intención con claridad total. Veía en mi mente el resultado que quería. No veía la enfermedad. Veía la salud ya manifestada en ellos. Veía al paciente sano y fuerte. Veía sus órganos funcionando perfectamente bien. Esta es una enseñanza importante que te dejo hoy. Tu intención tiene poder real sobre la realidad física. Lo que piensas con claridad y sientes con intensidad puede manifestarse en el
mundo. Si quieres sanar tu cuerpo, comienza por sanar tu intención. Deja de enfocarte en la enfermedad. Enfoca tu mente en la salud. Ve tu cuerpo sano. Siente cómo se siente estar completamente sano y lleno de vida. Ahora cierra los ojos. Imagina la parte de tu cuerpo que necesitas sanación. Imagínala perfectamente sana. Sostén esa imagen con toda tu intención, porque la intención es la semilla de toda sanación verdadera. Fue a finales de los años 70 cuando escuché que alguien tocaba mi puerta de una manera diferente a la habitual. No era el golpe desesperado de un enfermo
buscando alivio urgente para su dolor. Era un golpe pausado y curioso, como de alguien que viene a investigar un misterio. Cuando abrí, me encontré con un hombre joven de barba oscura y ojos intensos que brillaban con una mezcla de escepticismo y fascinación profunda. Se presentó como Jacobo Grenberg. me dijo que era científico, que estudiaba el cerebro humano en la Universidad Nacional y que había escuchado historias sobre lo que yo hacía que desafiaban todo lo que él conocía sobre la realidad y sus leyes. Le pregunté qué quería de mí exactamente. me respondió con honestidad directa, que
no sabía si yo era una santa milagrosa o una charlatana hábil engañando a todos, que había venido a descubrirlo con sus propios ojos entrenados para ver la verdad, que si yo era falsa, él lo sabría porque estaba preparado para detectar trucos y engaños. Pero que si yo era real, entonces todo lo que él creía sobre el universo tendría que cambiar esa misma noche para siempre. Me gustó su honestidad sin adornos ni falsedades. La mayoría de las personas llegaban ya convencidas de que yo era un milagro viviente o ya convencidas de que yo era un fraude
completo. Pero este hombre llegaba con la mente abierta, dispuesto a observar sin prejuicios y juzgar solo por lo que viera con sus propios ojos. Lo invité a quedarse esa noche para presenciar las curaciones que haría con mis pacientes. Le advertí con seriedad que lo que vería podría perturbarlo profundamente hasta el alma, que muchos hombres de ciencia habían salido de mi casa temblando sin poder explicar nada. Me miró con esos ojos penetrantes como cuchillos y me dijo que estaba preparado para cualquier cosa que pudiera mostrarle. Esa noche llegaron varios pacientes con distintas dolencias y enfermedades graves.
El científico se sentó en una esquina oscura de la habitación, observando cada detalle con atención de águila cazadora. Yo hice lo que siempre hacía, sin cambiar nada de mi ritual. Encendí las velas blancas del altar. Busqué el zumbido sagrado en mi oído izquierdo. Dejé que el hermanito entrara en mi cuerpo y tomara control completo de mis manos para hacer su trabajo de sanación. Lo que Jacobo vio esa noche lo describió después en sus libros con palabras que recuerdo claramente hasta hoy. Dijo que vio como mis manos entraban en los cuerpos de los pacientes como si
la carne fuera agua líquida. que vio órganos enfermos siendo extraídos y reemplazados por otros sanos que aparecían de la nada en mis palmas vacías, que vio heridas abiertas cerrarse sin dejar cicatriz visible, que sintió el olor fuerte de la sangre fresca y escuchó sonidos húmedos que no podía explicar con ninguna teoría científica conocida hasta entonces. Cuando terminé las curaciones de esa noche y el hermanito se retiró de mi cuerpo cansado, yo estaba agotada como siempre quedaba después de trabajar, pero Jacobo estaba completamente transformado, como si fuera otra persona distinta. Su rostro había perdido todo color,
volviéndose pálido como cera. Sus manos temblaban sin control posible. me miró fijamente a los ojos y me dijo algo que nunca olvidaré mientras viva. Todo lo que creía saber sobre la realidad acaba de derrumbarse frente a mis ojos esta noche. Lo que usted hace es absolutamente imposible según las leyes de la física que conozco y estudio, pero lo vi con mis propios ojos y no puedo negarlo, por más que mi mente racional quiera hacerlo. Desde esa noche, Jacobo volvió muchas veces más a mi casa humilde. Ya no venía como escéptico dudando de todo, sino como
estudiante humilde queriendo aprender. Me hacía preguntas profundas que nadie me había hecho antes en toda mi vida. Y yo le respondía lo mejor que podía, aunque muchas veces no tenía palabras para explicar lo que el hermanito hacía a través de mí, porque yo misma no lo entendía completamente. Él desarrolló teorías científicas complejas para tratar de explicar mis curaciones misteriosas al mundo académico. Hablaba de campos neuronales invisibles y de una matriz de información que conecta todo el universo como una red infinita. hablaba de cómo la conciencia humana puede modificar la materia física cuando alcanza ciertos estados
elevados de percepción. Usaba palabras complicadas que yo no siempre entendía, pero que me hacían sentir que lo que yo hacía no era tan misterioso. Después de todo, lo que más me conmovió de Jacobo fue su valentía para arriesgar su reputación como científico serio y respetado. Muchos colegas lo criticaron duramente por estudiarme y escribir sobre lo que veía. Lo llamaron loco y charlatán públicamente, pero él no se dejó intimidar por nada. Siguió investigando porque sabía que lo que había visto era absolutamente real. Jacobo desapareció misteriosamente años después. Nadie sabe qué le pasó. Yo prefiero pensar que
su alma curiosa sigue investigando los misterios del universo en algún lugar donde las preguntas se encuentran respuestas verdaderas. En el próximo capítulo te contaré el día que entendí por qué algunos sanaban y otros no. Después de décadas de trabajo como curandera, una pregunta me perseguía sin descanso por las noches oscuras. ¿Por qué algunas personas sanaban completamente mientras otras no mejoraban nada? A pesar de recibir exactamente el mismo tratamiento de mis manos. Yo ponía la misma fe en cada paciente, sin excepción alguna. El hermanito trabajaba con la misma intensidad sagrada en todos los casos que atendía.
Las condiciones eran idénticas en cada curación que hacía, pero los resultados eran completamente diferentes de una persona a otra, sin explicación aparente. Esta pregunta me atormentó durante años largos hasta que una noche el hermanito me dio la respuesta que cambió mi entendimiento para siempre. Fue después de una sesión particularmente difícil, donde había trabajado con dos mujeres que tenían exactamente la misma enfermedad grave. Un tumor en el mismo lugar del cuerpo, exactamente, del mismo tamaño, grande, con los mismos síntomas dolorosos. Hice el mismo procedimiento sagrado con ambas, sin cambiar nada de mi ritual habitual, pero una
salió caminando sin dolor alguno, mientras la otra apenas podía moverse y murió semanas después en su cama de dolor. Esa noche le pregunté al hermanito con desesperación en mi corazón, cansado, ¿por qué ella no sanó si hice todo exactamente igual que con la otra mujer? Fallé en algo que no pude ver con mis ojos. Su respuesta llegó clara como agua de manantial puro. Hermana, no fallaste en nada de lo que hiciste esa noche. Tú hiciste tu trabajo perfectamente, como siempre lo haces con amor. Pero la sanación no depende solo de ti ni de mí tampoco.
Depende principalmente del paciente y de lo que su alma está dispuesta a recibir y soltar en ese momento de su vida. me explicó que hay tres elementos fundamentales que determinan si una persona sanará o no después de recibir tratamiento sagrado de sanación. El primero es la voluntad genuina de vivir con todo el ser completo. No solo el deseo superficial de no morir que todos tienen naturalmente, sino una voluntad profunda del alma de seguir existiendo en este mundo con propósito claro y definido. Muchas personas dicen que quieren vivir, pero en el fondo de su ser ya
se han rendido completamente a la muerte. Ya han aceptado la muerte como su destino inevitable y final. Y cuando el alma se rinde, el cuerpo la sigue sin importar lo que haga el sanador con sus manos poderosas. El segundo elemento es la disposición a soltar lo que enferma por dentro del ser. Esto va más allá del cuerpo físico que podemos ver y tocar con nuestras manos. Significa soltar los rencores antiguos que envenenan la sangre lentamente, día tras día, sin parar. Soltar los miedos profundos que paralizan los órganos vitales del cuerpo. Soltar las culpas pesadas que
oprimen el corazón cansado de cargar. Soltar las creencias limitantes que bloquean la energía vital. Si una persona no está dispuesta a soltar lo que la enferma por dentro, ninguna sanación externa podrá ayudarla de manera permanente porque volverá a crear la misma enfermedad una y otra vez. El tercer elemento es la fe profunda y verdadera en la sanación. No necesariamente fe religiosa en un Dios específico, sino fe en que la sanación es posible para ella personalmente. Fe en que merece estar sana y vivir bien y feliz por muchos años. fe en que el universo entero la
apoya en su proceso de curación completa. Sin esta fe profunda, la persona rechaza inconscientemente la sanación, aunque conscientemente la desee con todas sus fuerzas. Comencé a observar a mis pacientes con nuevos ojos después de recibir esta enseñanza reveladora del hermanito y empecé a notar patrones claros que antes no veía por mi ignorancia. Los que sanaban llegaban con una luz especial en los ojos, brillando con fuerza, una determinación feroz de vivir plenamente cada día de sus vidas, una disposición total a hacer lo que fuera necesario para recuperar su salud. perdida. Llegaban listos para soltar todo lo
que les pesaba en el alma, sin importar cuánto doliera el proceso de liberación. Los que no sanaban llegaban diferentes, aunque no siempre era obvio al principio de la consulta. Algunos llegaban ya derrotados internamente, aunque sus palabras dijeran lo contrario con fuerza. Otros llegaban aferrados a sus rencores como tesoros valiosos que no podían soltar. Otros no creían que merecían estar sanos porque cargaban culpas antiguas que no se habían perdonado jamás. Otros tenían miedo secreto de sanar porque la enfermedad les daba atención y una identidad conocida, aunque dolorosa. Ahora te pregunto a ti que me escuchas con
atención. ¿Tienes verdadera voluntad de vivir o ya te rendiste en algún rincón secreto de tu alma cansada? ¿Estás dispuesto a soltar lo que te enferma, aunque duela mucho hacerlo? ¿Crees de verdad que mereces estar completamente sano y feliz? La sanación está disponible para todos sin excepción, pero solo entra en aquellos que abren las puertas de su alma completamente. Examina tu corazón con honestidad total. Si encuentras algo que bloquea tu sanación, ten el valor de soltarlo hoy mismo sin demora. En el próximo capítulo te contaré el día que sané a alguien sin tocarlo ni estar cerca
de su cuerpo físico. Ya te conté antes el niño que sané a distancia cuando su madre desesperada vino a pedirme ayuda aquella noche. Pero hubo otro caso que me mostró hasta dónde podía llegar el poder de la sanación sin contacto físico. Un caso que todavía me asombra cuando lo recuerdo porque desafió todo lo que yo creía saber sobre los límites de mi trabajo como curandera. Un hombre llegó desde muy lejos buscándome con desesperación en su corazón. Había viajado días enteros para encontrar mi casa en la ciudad. Cuando lo vi en mi puerta, supe de inmediato
que estaba gravemente enfermo de algo serio. Su piel tenía un color amarillento que delataba problemas en el hígado. Sus ojos estaban hundidos y sin brillo de vida. Apenas podía mantenerse de pie sin ayuda de nadie. me contó que los doctores le habían dado solo semanas de vida como máximo, que su hígado estaba destruido por completo y no había nada que la medicina pudiera hacer por él. Ya había escuchado historias sobre mis curaciones y había gastado sus últimos ahorros en el viaje para verme como última esperanza antes de morir solo y lejos de su familia. Lo
examiné con mis manos y sentí la verdad de sus palabras en mis palmas. Su hígado estaba muy dañado por dentro. La energía apenas fluía por esa zona oscura de su cuerpo enfermo. Era un caso muy difícil, incluso para el hermanito con todo su poder. Le dije con honestidad que haría todo lo posible, pero que no podía prometerle nada seguro. Trabajé con él esa noche con toda mi fuerza y toda mi fe reunida. El hermanito hizo su trabajo sagrado a través de mis manos como siempre. Pero cuando terminamos supe que no había sido suficiente para sanarlo
completamente. Había mejorado algo, pero el daño era demasiado profundo para una sola sesión. Necesitaba más trabajo y tiempo para recuperarse. El problema era que el hombre no podía quedarse en la ciudad. Tenía que volver a su pueblo porque su familia lo necesitaba con urgencia y no tenía dinero para quedarse más tiempo lejos de su hogar. me miró con ojos llenos de lágrimas y me preguntó si había alguna manera de seguir sanándolo desde lejos mientras él estaba en su pueblo distante. Recordé lo que el hermanito me había enseñado sobre la intención y la distancia que no
existe para el espíritu verdadero. Le dije que sí, con confianza en mi voz, que cada noche, a la misma hora exacta, yo me conectaría con él y enviaría energía de sanación a su cuerpo, aunque estuviéramos separados por cientos de kilómetros de distancia física. Establecimos un ritual simple, pero muy poderoso entre los dos. Cada noche a las 9 en punto, él se acostaría en silencio absoluto, cerraría los ojos y pondría sus manos sobre su hígado enfermo. Pensaría en mí y en el hermanito con toda su feida y abriría su alma para recibir la sanación que yo
le enviaría desde mi cuarto. Durante tres meses largos seguí este ritual sagrado cada noche sin faltar ni una sola vez por ningún motivo. A las 9 en punto me sentaba en mi silla de curación, encendía una vela blanca, cerraba los ojos y buscaba el zumbido sagrado en mi oído. Cuando sentía al hermanito, le pedía que me ayudara a enviar sanación a ese hombre, cuyo rostro mantenía vivo en mi memoria cada noche. Entonces lo veía claramente en mi mente, acostado en su cama humilde, en su pueblo lejano. Veía su hígado enfermo y oscuro, como una sombra
densa, y enviaba luz dorada brillante hacia él con toda la fuerza de mi intención concentrada. Imaginaba esa luz viajando a través del espacio como un río de estrellas hasta encontrar su cuerpo y entrar en su hígado para sanarlo célula por célula lentamente. Algunas noches sentía la conexión más fuerte que otras noches. Algunas noches casi podía sentir su respiración pausada y el latido de su corazón como si estuviera junto a mí en la habitación. Otras noches la conexión era más débil. y tenía que esforzarme mucho más para mantener la imagen clara en mi mente cansada. Tres
meses después recibí una carta que me hizo llorar de alegría pura y profunda. El hombre escribía que había ido al doctor y los médicos no podían creer lo que veían en los resultados de sus exámenes. Su hígado estaba regenerándose de manera imposible. Según la ciencia médica conocida, el color había vuelto a su piel y sus ojos brillaban con vida otra vez. Los doctores hablaban de un milagro que no podían explicar con sus libros. Ese hombre vivió 20 años más después de esa experiencia increíble. 20 años completos que la medicina le había negado por completo y
cada año me enviaba una carta agradeciéndome por haberle devuelto la vida que había perdido toda esperanza de conservar en este mundo. Esta experiencia me enseñó que la sanación verdadera no conoce límites de espacio ni tiempo cuando hay fe ambos lados. Que la energía del amor y la intención puede viajar cualquier distancia para encontrar a quien la necesita. Tú también puedes enviar sanación a distancia a quienes amas. Solo necesitas amor genuino, intención clara y fe. Ahora que me acerco al final de mis días en esta tierra, quiero dejarte la lección más importante que aprendí en toda
mi vida como curandera. Una lección que tardé décadas en comprender completamente, pero que ahora veo con claridad absoluta, como el agua de un manantial de montaña. El don de sanar no es mío, nunca lo fue. No soy especial, ni elegida, ni diferente a ti que me escuchas en este momento. Lo que pasaba a través de mis manos podía pasar a través de las tuyas también si tan solo recordaras lo que tu alma ya sabe. Desde antes de nacer a este mundo de olvido, todos nacemos con la capacidad de sanar. Todos, sin excepción. Es parte de
nuestra naturaleza más profunda como seres humanos conectados con la fuente de toda vida. Los niños pequeños lo saben instintivamente. Cuando se lastiman, ponen sus manitas sobre la herida sin que nadie les enseñe a hacerlo. Cuando su madre está triste, la abrazan y algo en ese abrazo puro alivia el dolor del corazón. Eso es sanación en su forma más simple y verdadera. Pero luego crecemos y olvidamos. El mundo nos enseña que la sanación es cosa de doctores con títulos y batas blancas. nos enseña que el cuerpo es una máquina que solo los expertos pueden reparar con
sus herramientas y medicinas costosas. Nos enseña que somos impotentes frente a la enfermedad y que nuestra única opción es poner nuestra salud en manos de otros que supuestamente saben más que nosotros mismos y así perdemos el poder que siempre tuvimos dentro. No porque nos lo quiten, sino porque lo olvidamos voluntariamente al crecer en un mundo que no cree en él. Mi trabajo como curandera nunca fue hacer algo que otros no pudieran hacer por sí mismos. Mi trabajo fue recordarles lo que habían olvidado, mostrarles que la sanación es posible, abrirles una puerta que ellos mismos podían
cruzar si elegían hacerlo con valentía. Yo no sanaba a nadie realmente, solo creaba las condiciones para que sus propios cuerpos recordaran cómo sanarse a sí mismos como siempre supieron hacerlo. El hermanito me lo explicó muchas veces con paciencia infinita. Tú no eres la fuente de la sanación, hermana. Eres solo un canal por donde la energía puede fluir más fácilmente hacia quienes la necesitan. Pero esa misma energía está disponible para todos en todo momento sin necesidad de intermediarios. Solo hace falta recordar cómo acceder a ella directamente. Por eso ahora te digo con toda la fuerza de
mi corazón cansado, pero lleno de amor, no me busques a mí ni a ningún otro sanador para curarte. Búscate a ti mismo primero. Busca ese lugar dentro de ti donde la sanación siempre ha estado esperando. Pacientemente a que la descubras y la uses. Tus manos tienen el mismo poder que las mías si les das permiso de tenerlo. Tu intención puede mover la misma energía si la enfocas con claridad y fe verdadera. Tu amor puede sanar a quienes amas si lo ofreces sin reservas ni condiciones de ningún tipo. No necesitas rituales complicados, ni conocimientos secretos, ni
iniciaciones misteriosas. Solo necesitas tres cosas simples que ya tienes dentro de ti esperando ser usadas. La primera es la intención clara de sanar. Decide con todo tu ser que quieres estar sano y que quieres que quienes amas estén sanos también. No una decisión tibia y dudosa, sino una decisión firme como roca que no se mueve ante ningún viento. La segunda es la atención enfocada en la sanación. Donde pones tu atención, pones tu energía vital. Si te enfocas en la enfermedad, alimentas la enfermedad con tu energía. Si te enfocas en la salud, alimentas la salud con
esa misma energía poderosa que todos tenemos. La tercera es el amor incondicional hacia ti mismo y hacia otros. El amor es la fuerza sanadora más poderosa del universo entero, más poderosa que cualquier medicina o técnica o ritual conocido. Cuando amas de verdad sin condiciones, la energía de sanación fluye naturalmente como agua de río hacia el mar. Practica estas tres cosas cada día de tu vida sin falta. Pon tus manos sobre tu cuerpo cuando sientas dolor o malestar. Cierra los ojos y envía amor y luz. a la parte que sufre dentro de ti. Imagina la sanación
ocurriendo en ese momento presente. Siente gratitud por tu cuerpo que trabaja constantemente para mantenerte vivo y sano a pesar de todo. Y cuando alguien que amas esté enfermo o sufriendo, ofrécele tu presencia amorosa sin pretender su salvador ni su curandero. Solo ámalos con todo tu corazón abierto. Solo sosténlos con tu fe en que pueden sanar completamente. Solo recuérdales con tu ejemplo que la sanación es posible para ellos también. Este es mi regalo final para ti, que has escuchado mis palabras hasta el final de este libro. El regalo de saber que nunca necesitaste a nadie más
para sanar, porque el poder siempre estuvo dentro de ti, esperando a que lo recordaras y lo usaras con amor. Que la luz que me guió toda mi vida ahora te guíe a ti en tu camino de sanación y despertar. que el hermanito que trabajó a través de mis manos, ahora trabaje a través de las tuyas, si así lo eliges con tu corazón abierto. Y que nunca olvides la verdad más importante de todas. Tú eres el sanador que siempre buscaste fuera de ti, siempre lo fuiste y siempre lo serás. M.