La Aurora despuntaba en el horizonte, tiñendo con su luz dorada las orillas del encantador pueblo de San Miguel, un tesoro escondido en las costas de México. Las olas del mar, en su perpetuo vaivén, rozaban la playa con una suavidad que reflejaba la paz de un nuevo día. San Miguel, con sus casas de colores desgastados por el tiempo y calles adoquinadas llenas de historias, era un lugar donde el tiempo parecía haber perdido su prisa, envuelto en la serenidad de la costa. En el centro de ese paraíso olvidado, junto a un arroyo cristalino que susurraba secretos
a quien quisiera escucharlos, se erguía un árbol antiguo con raíces que se hundían profundamente en la tierra y ramas que abrazaban el cielo. Aquel árbol no era cualquier árbol; era el refugio secreto de dos niños que, a pesar de su corta edad, compartían un vínculo que el destino había tejido con hilos de inocencia y dolor, para que aprendieran la lección más grande de sus vidas: a veces, la persona que más necesita que la encuentres es la que se ha escondido justo delante de ti. Rodrigo Castillo, un niño de 12 años de cabello negro y ojos
oscuros, corría con la rapidez que solo los jóvenes pueden alcanzar, escapando del eco de las discusiones que a menudo inundaban su hogar. Su corazón latía con fuerza, no solo por el esfuerzo, sino por la certeza de que al final de su carrera ella estaría allí. Jimena Ramírez, con solo 10 años, lo esperaba sentada en la gruesa rama del viejo árbol, balanceando sus delicadas piernas en el aire mientras sus ojos claros, tan azules como el cielo que los cubría, observaban el arroyo que corría a sus pies. Había algo en aquellos ojos que siempre había fascinado a
Rodrigo, una mezcla de tristeza y esperanza, como si el mundo a su alrededor fuera a la vez hermoso e incomprensiblemente solitario. "Llegas tarde", exclamó Jimena con una sonrisa traviesa al ver a Rodrigo aparecer entre las ramas. —Lo sé, lo sé —respondió él, mientras trepaba con agilidad hasta alcanzar la rama junto a ella—, pero hoy fue peor que otros días. Mis padres no dejaban de gritarse. Jimena lo miró con preocupación, una expresión que, para alguien tan joven, era extrañamente profunda. —¿Por qué siempre pelean? —preguntó ella, mientras se inclinaba un poco hacia él, como si su cercanía
pudiera darle las respuestas que necesitaba. Rodrigo, con la mirada perdida entre las hojas que lo rodeaban, suspiró profundamente: —No lo sé. Tal vez porque mi papá siempre está cansado del trabajo o porque mi mamá dice que nunca tiene suficiente dinero, pero a veces pienso que es porque simplemente ya no se quieren como antes. Jimena bajó la mirada, jugueteando con un hilo suelto en su vestido de algodón. —Mi papá nunca está en casa —murmuró—. Él siempre está en el mar pescando. Cuando regresa, está tan cansado que apenas me mira; prácticamente no existo para él. Rodrigo volteó
a verla, notando la tristeza que invadía la voz de Jimena. Sin pensarlo dos veces, tomó su mano con una suavidad que solo los niños pueden mostrar, como si temiera romper algo frágil y valioso. —Pero yo estoy aquí —susurró Rodrigo, mirando sus manos entrelazadas—, y siempre estaré aquí para ti. Jimena levantó la mirada y sus ojos se encontraron, como si ambos se dijeran, sin saberlo, que en cada promesa inocente se esconde un deseo de eternidad. En ese instante, bajo la fronda protectora del árbol, el mundo exterior se desvaneció, dejándolos solos en su pequeño universo. Era un
momento puro, lleno de una inocencia que solo la infancia puede ofrecer. Y aunque ninguno de los dos lo sabía entonces, esos breves encuentros serían las raíces de algo que el tiempo jamás podría arrancar. Pasaron los días y las semanas, y con cada encuentro, el lazo entre ellos se hacía más fuerte. Los domingos, durante la misa en la pequeña iglesia del pueblo, se buscaban con la mirada desde extremos opuestos del recinto. Rodrigo, desde el banco delantero con sus padres, giraba discretamente la cabeza buscando el rostro familiar entre la multitud. Jimena, sentada en la parte trasera junto
a una anciana vecina que la llevaba siempre, lo encontraba con una sonrisa tímida que solo Rodrigo podía entender. Era un juego silencioso, un secreto compartido que se convertía en su escape, en su pequeño rincón de felicidad. De vez en cuando, al salir de misa, Rodrigo corría hasta la plaza del pueblo donde Jimena lo esperaba, sentada en el borde de la fuente, con las manos entrelazadas sobre su regazo. Sin decir una palabra, caminaban juntos hacia el arroyo donde el viejo árbol los esperaba como un amigo leal, siempre dispuesto a cobijarlos bajo su sombra. Allí, subidos en
la misma rama, compartían sus sueños, sus miedos y sus pequeños tesoros. Rodrigo a veces llevaba una manzana robada de la cocina, y Jimena traía alguna caracola que había encontrado en la playa esa mañana. —Mira lo que encontré hoy, es para ti —dijo Rodrigo un día, sacando de su bolsillo una pequeña piedra rara, en forma de corazón, toscamente lisa y de cierto matiz rosáceo que brillaba bajo el sol. Jimena la tomó entre sus manos, maravillada. —Te prometo que cuando sea mayor y tenga dinero, te compraré una joya gigante, la más bonita de todas, y la lucirás
mientras caminamos juntos por la orilla del mar —dijo Rodrigo, sin darse cuenta de que las promesas hechas desde el corazón nunca se rompen, solo esperan el momento adecuado para cumplirse. —Es hermosa, Rodrigo. Yo también quiero regalarte algo —dijo Jimena de repente, con una sonrisa juguetona, mientras sacaba un pequeño pañuelo bordado de un bolsillo de su vestido—. Lo hice yo misma; no es perfecto, pero es muy especial para mí. Rodrigo tomó el pañuelo con cuidado, sintiendo la suavidad de la tela entre sus dedos. Estaba adornado con bordados sencillos, flores y pequeñas figuras que Jimena había cosido
con esmero. Sabía que para ella ese pañuelo no era solo un trozo de tela, sino una muestra de su dedicación y cariño. —Es hermoso —dijo Rodrigo con una sonrisa sincera—. Lo guardaré siempre como nuestro secreto, solo nuestro. Jimena sintió complacida al ver la emoción en el rostro de Rodrigo; para ambos, ese pañuelo se convertiría en un símbolo de su amistad, un recordatorio de los lazos que compartían y de los momentos que atesoraban bajo la fronda de la huehuete. Ese día, mientras el sol se ocultaba tras el horizonte, tiñendo el cielo de un naranja intenso, Rodrigo
y Jimena se miraron a los ojos y supieron, sin necesidad de palabras, que aquel lugar, aquel momento y aquella promesa eran todo lo que necesitaban para ser felices. Y aunque las olas del mar seguirían rompiendo contra la orilla y el viento seguiría susurrando entre las ramas del viejo árbol, nada en el mundo sería capaz de romper el lazo que los unía, como si todo el paisaje susurrara que la belleza del primer amor radica en su simplicidad; no necesita grandes gestos, solo la presencia del otro. Y así, con el paso de los días, semanas y meses,
su amistad se transformó en un vínculo inquebrantable. Bajo la fronda del viejo árbol, sobre la gruesa rama que se había convertido en su refugio, compartieron más que historias; compartieron sueños, miedos y una conexión que ninguno de los dos aún podía comprender en su totalidad. Pero lo que sí sabían, con la certeza de los corazones jóvenes, era que en ese pequeño rincón del mundo se sentían completos, comprendidos y, sobre todo, queridos. Aún sin poder asimilar bien que la inocencia del primer amor es un tesoro que ni el tiempo puede robar, el destino, siempre caprichoso, tenía otros
planes para ellos. Y aunque la fronda del árbol seguiría siendo su refugio, pronto la vida los arrastraría en direcciones opuestas, como dos hojas llevadas por el viento. Sin embargo, la semilla del amor, plantada en el corazón de esos dos niños, ya había echado raíces profundas, esperando el momento adecuado para florecer. Vísperas a ser separados por el destino, aún sin saberlo, Rodrigo y Jimena viajaban cierto día en el autobús que los llevaría a la escuela. Sentados juntos en la parte trasera, conversaban en voz baja, compartiendo risas y secretos que solo ellos entendían. Mientras el autobús se
deslizaba suavemente por las calles adoquinadas, Jimena observaba a Rodrigo con una idea brillante formándose en su mente. —Rodrigo, ¿te imaginas tener un código especial, solo nuestro, para decirnos cosas que no podemos decir en voz alta? —dijo ella, con los ojos brillando de emoción. Rodrigo se volteó hacia ella, intrigado. —¿Un código? ¿Cómo? ¿Cuál? Jimena sonrió como si hubiera estado esperando esa pregunta. —Hay una piedra en la colina, justo donde nos encontramos a veces a jugar. Es diferente a todas las demás, ¿recuerdas? Tiene una forma como de corazón, pero un poco chueco. Nadie más la notaría, pero
nosotros sí. Podríamos dejar mensajes debajo de ella, cosas que no nos atreveríamos a decirnos mirándonos a los ojos. Rodrigo sonrió ante la idea, divertido por la ocurrencia. —Eso suena genial, Jimena. Sería como nuestro propio tesoro escondido. Jimena se sonrojó ligeramente, bajando la mirada hacia sus manos. —Así siempre tendremos un lugar para hablar, incluso cuando no podamos hacerlo frente a frente. Rodrigo la miró con una mezcla de admiración y timidez. El pensamiento de compartir algo tan íntimo y especial solo con Jimena le hizo sentir una calidez en el pecho. —Me gusta mucho la idea —dijo él,
finalmente, su voz más suave—. Será nuestro secreto. Ambos se sonrojaron al darse cuenta de lo que estaban proponiendo. El autobús continuó su viaje y el resto del trayecto transcurrió en un silencio cómodo, lleno de pensamientos sobre lo que ese código secreto significaría para ellos. Esa misma tarde, Rodrigo no pudo esperar. Se dirigió a la colina donde la piedra de forma inusual se encontraba, ligeramente oculta entre los arbustos. Al llegar, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo veía y, luego, con cuidado, levantó la piedra. Debajo encontró un pequeño papelito, cuidadosamente doblado. El color
era suave, un rosa delicado, y cuando lo acercó a su rostro, pudo percibir un leve perfume floral, el aroma que siempre le recordaba a Jimena. Con manos temblorosas desplegó la nota y leyó: —“Siempre pienso en ti, aún en mis sueños.” Sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas, una emoción dulce y profunda inundando su corazón. Aquellas palabras tan sencillas y sinceras le revelaban lo especial que era para ella. Sin pensarlo mucho, sacó un pequeño trozo de papel que había llevado consigo, lo apoyó sobre una roca cercana y, con el lápiz que siempre llevaba, escribió una
respuesta: —“El corazón late con fuerza. Te vea o no, siempre estás conmigo.” Colocó la nota en el lugar donde había encontrado la de Jimena y volvió a cubrirla con la piedra. Se quedó allí un momento, observando el paisaje a su alrededor, pero su mente estaba en otro lugar, en ese pequeño universo que él y Jimena habían comenzado a construir con palabras. Regresó a casa con el corazón ligero, sabiendo que al día siguiente, Jimena encontraría su respuesta y así su secreto seguiría creciendo, tan fuerte y especial como la amistad que compartían. Poco tiempo después, el sol
brillaba alto en el cielo, anunciando el final del ciclo escolar en San Miguel. El pequeño pueblo costero vibraba con la alegría de los niños que corrían por las calles empedradas, celebrando el inicio de las vacaciones. Sin embargo, no todos compartían esa emoción. En el árbol que se alzaba junto al arroyo, Jimena esperaba en su rama habitual, balanceando sus piernas mientras observaba el horizonte, ajena al bullicio del pueblo. Una preocupación silenciosa se había instalado en su pecho, una sensación que no lograba sacudirse. Desde la mañana, Rodrigo apareció entre las hojas, caminando despacio, con la cabeza gacha
y los hombros caídos. Al verlo, Jimena supo que algo no estaba bien. "Rodrigo", exclamó ella, con una sonrisa que intentaba ocultar su inquietud, "llegaste tarde. Pensé que ya no vendrías". Rodrigo no respondió de inmediato; subió a la rama y se sentó junto a ella, pero sus ojos permanecieron fijos en el arroyo que corría a sus pies. Jimena notó la tristeza en su semblante, una sombra que nunca antes había visto en él. —¿Qué pasa? —preguntó ella suavemente, intentando alcanzar su mirada—. ¿Tus padres pelearon otra vez? Rodrigo asintió sin levantar la vista; sus dedos jugueteaban nerviosamente con
un pequeño trozo de corteza que había arrancado del árbol. —Sí —murmuró al fin—. Pero esta vez fue diferente, fue mucho peor. Jimena, la preocupación en los ojos, se transformó en una angustia palpable. —No te angusties, Rodrigo. A veces los adultos son así, pelean, gritan, pero luego todo pasa. Siempre es así, ¿verdad? Rodrigo negó con la cabeza. Y al hacerlo, una lágrima silenciosa rodó por su mejilla. Jimena la vio y su corazón se encogió; nunca antes había visto llorar a Rodrigo. —Jimena —dijo él con la voz quebrada—, esta vez no va a pasar. Mis padres decidieron
separarse. Jimena se quedó en silencio, procesando las palabras de Rodrigo; era como si el mundo a su alrededor se hubiera detenido de golpe. Los pájaros, el viento, el susurro del arroyo, todo se desvaneció, dejando solo el sonido del corazón de Jimena latiendo con fuerza en su pecho. —Mi mamá quiere que me vaya con ella a Estados Unidos —continuó Rodrigo, casi en un susurro—. Viviremos con mi abuelo allá y mi papá se quedará solo aquí en la casa. Las palabras de Rodrigo cayeron como un mazazo en el corazón de Jimena; sintió que todo el aire escapaba
de sus pulmones, dejándola vacía y temblorosa. Intentó decir algo, cualquier cosa que pudiera aliviar el dolor de Rodrigo, pero las palabras no llegaban. En su lugar, un silencio profundo y doloroso se instaló entre ellos, un silencio en el que sus almas intentaban despedirse, sabiendo que ninguna palabra podría cambiar lo inevitable. Los minutos pasaron en ese silencio conmovedor, hasta que Jimena, incapaz de contener más la tristeza, rompió a llorar. Las lágrimas caían copiosamente por su rostro mientras su cuerpo temblaba con cada sollozo. Rodrigo, viendo su dolor reflejado en los ojos de la niña que había sido
su mejor amiga, sintió una punzada en el pecho; no soportaba verla así, tan triste, tan desamparada. —Espérame aquí, Jimena —exclamó de repente, con una urgencia en su voz que sorprendió a ambos—. Vuelvo ahora mismo. Sin esperar respuesta, Rodrigo se deslizó de la rama y salió corriendo, desapareciendo entre los árboles, mientras Jimena continuaba llorando, incapaz de entender qué estaba pasando. El tiempo se estiró dolorosamente, cada minuto pareciendo una eternidad. Finalmente, Rodrigo regresó jadeante y con las mejillas sonrojadas por la carrera. En sus manos, llevaba algo; un objeto pequeño que Jimena reconoció de inmediato: se trataba del
pañuelo que ella misma le había regalado hacía ya un tiempo. Rodrigo subió rápidamente al árbol y, sin decir nada, comenzó a secar las lágrimas de Jimena con el pañuelo. —Jimena —dijo él suavemente mientras pasaba el pañuelo por su rostro—, ahora este pañuelo está completo con tus lágrimas. Me llevaré una parte de ti donde quiera que vaya, así nunca estarás lejos de mí. Jimena, conmovida por sus palabras, dejó de llorar por un momento, sintiendo cómo el dolor en su corazón se mezclaba con una extraña calidez. Rodrigo estaba a punto de hablar nuevamente cuando, con manos temblorosas,
sacó de su bolsillo un pequeño par de aretes de fantasía. Eran simples, pero brillaban con un encanto especial bajo la luz del sol que se filtraba entre las ramas. —Los compré reuniendo todas mis mesadas y quería esperar hasta tu cumpleaños para dártelos, pero ya que me voy mañana —dijo Rodrigo, casi en un susurro—. Quería darte algo especial, algo que te recuerde a mí cada vez que los lleves puestos. Cuando te mires al espejo, sabrás que, sin importar dónde esté, siempre estaré pensando en ti. Jimena miró los aretes en la palma de Rodrigo y, sin poder
contenerse, lo abrazó con fuerza, escondiendo su rostro en su hombro. Rodrigo respondió al abrazo con igual intensidad, ambos aferrándose a ese momento como si intentaran detener el tiempo. Y así, entre lágrimas y promesas silenciosas, se abrazaron tiernamente, conscientes de que esa despedida era inevitable, pero con la esperanza de que el lazo que los unía jamás se rompería. Rodrigo Castillo, ahora un hombre de 32 años, se encontraba en su lujoso apartamento en el Upper East Side de Nueva York. Las ventanas panorámicas ofrecían una vista impresionante del horizonte de la ciudad, pero Rodrigo apenas notaba la vista
que un día lo había cautivado. Su mente estaba atrapada en un laberinto de frustración y nostalgia. Frente a él, un imponente piano de cola negro brillaba bajo la luz de la mañana, pero el silencio que emanaba del instrumento era ensordecedor. Un pianista prodigio y multimillonario había conquistado el mundo de la música con una pieza maestra que lo catapultó a la fama varios años atrás, con el nombre "La niña de mis ojos". Sin embargo, desde entonces, había luchado por encontrar la inspiración para componer algo nuevo, algo que volviera a encender la chispa que lo había impulsado
durante toda su carrera. —Rodrigo, mi amor, ¿quieres un café? —la voz melosa de la exuberante Melissa Anderson interrumpió sus pensamientos. Melissa, su prometida, era una joven hermosa, con cabellos dorados y una sonrisa dulce que siempre llenaba de palabras vacías y promesas que él comenzaba a percibir como una forma de ocultar su verdadero interés: el lujo y la fama que venían con estar al lado de alguien como él. —No, gracias —respondió Rodrigo. Con un suspiro, girando la cabeza hacia ella, Melissa se acercó a él con una sonrisa encantadora, envolviendo sus brazos alrededor de su cuello. —Cariño,
he estado pensando —comenzó ella con ese tono que él conocía demasiado bien— sobre la boda. He encontrado el lugar perfecto en París. Es simplemente divino y, claro, con un costo a la altura de una boda de ensueño. Frunció el ceño, una sombra de molestia cruzando su rostro. —Melissa, ya hemos hablado de esto, no quiero una boda extravagante. Prefiero algo más sencillo, algo que realmente signifique algo para nosotros. —Pero, amorcito —dijo ella, su tono azucarado volviéndose casi teatral—, esta será la boda del año. ¿No quieres que sea un día que todos puedan recordar? Intentó disuadirla, como
había hecho en ocasiones anteriores, pero como siempre, Melissa supo envolverlo en su caramelo de palabras dulces y caricias hasta que él se rindió una vez más. Sentía que estaba perdiendo una parte de sí mismo con cada decisión que le permitía tomar, pero no encontraba la fuerza para luchar contra su insistencia. Justo en ese momento, su teléfono comenzó a vibrar en la mesa. Él lo tomó, feliz por la interrupción, pero cuando vio la identificación de la llamada, su corazón dio un vuelco. Era un número de México. —Hola, sí —dijo Rodrigo, con un presentimiento que no podía
ignorar. La voz al otro lado de la línea era formal, distante, y las palabras que escuchó lo paralizaron. —Señor Castillo, lamentamos informarle que su padre ha fallecido repentinamente hace un par de horas. Debe venir a San Miguel para encargarse de la herencia y arreglar los asuntos de la propiedad. Rodrigo dejó caer el teléfono sobre la mesa. Sentía como si el tiempo se hubiera detenido. Su padre, con quien había tenido una relación tensa y distante, ahora estaba muerto, y junto con esa noticia regresaron todos los recuerdos de su infancia, de la casa en San Miguel, del
árbol de Jimena. —Rodrigo, ¿qué pasa? —preguntó Melissa, preocupada al ver la palidez en su rostro. —Mi padre murió —dijo él en voz baja, casi como si no pudiera creerlo—. Tengo que ir a México, a San Miguel. Iré al entierro. Además, la casa... necesito venderla. Melissa frunció el ceño, claramente desinteresada en la idea de dejar Nueva York, especialmente en medio de los preparativos de la boda. —Pero cariño, justo ahora estamos tan ocupados con la boda. No podemos simplemente... Rodrigo la miró fijamente y, por un momento, toda la velocidad de Melissa pareció no tener efecto en él.
—No, Melissa, tengo que ir. Esa casa, ese lugar, necesito cerrar ese capítulo. Melissa, dándose cuenta de que no podría convencerlo esta vez, adoptó su tono más cariñoso. —Está bien, amor mío, si es tan importante para ti, cariño, iré contigo, pero no me pidas que me quede mucho tiempo en ese pueblito. Cielo, tú sabes que no soy de ese tipo de lugares. Rodrigo asintió, sabiendo que este viaje sería más difícil de lo que imaginaba. Mientras tanto, en San Miguel, México, Jimena Ramírez, ahora de 30 años, vivía una vida tranquila en el mismo pueblo donde había crecido.
Había encontrado su vocación en la enseñanza y se había convertido en maestra de primaria en la pequeña escuela del pueblo. Aunque era querida por sus alumnos y respetada por sus colegas, su vida era una lucha constante para mantener a flote la casita que había heredado, llena de deudas y recuerdos. Cada día, después de terminar sus clases, Jimena se quedaba unos minutos más, mirando por la ventana del salón, observando cómo el sol caía sobre el mar. Sus dedos a menudo encontraban su camino, por desliz caprichoso, hacia sus orejas, acariciando los pequeños aretes ya deslucidos que nunca
se quitaba. Eran un recordatorio constante de una promesa silenciosa de un niño que había dejado una marca indeleble en su corazón. Habría tenido la oportunidad de casarse en alguna ocasión, pero algo en su interior se había revelado contra la idea. Ningún novio, aunque fuese bueno y honesto, lograba tocar las profundidades de su alma como ella necesitaba; rompía cada compromiso sin una explicación clara. Y desde ahí, a pesar de su belleza, había vivido en soledad, dedicando su vida a sus alumnos y a intentar pagar las deudas que había heredado de su padre, quien en los últimos
años se había dedicado a beber. Esa noche, lejos de allí, Rodrigo y Melissa abordaban un vuelo con destino a México, ambos sumidos en sus propios pensamientos. Mientras Rodrigo contemplaba lo que le esperaba en San Miguel, Melissa ya planeaba cómo volver a Nueva York lo antes posible, completamente ajena al peso emocional que el viaje representaba para Rodrigo. Las vidas de Rodrigo y Jimena, separadas por el tiempo y la distancia, estaban a punto de coincidir nuevamente, pero ninguno de los dos imaginaba cuánto cambiaría ese encuentro sus destinos para siempre. A la mañana siguiente, un lujoso auto de
alquiler, un sedán negro y elegante, se detuvo frente al cementerio donde tenía lugar el entierro. Rodrigo Castillo, al volante, había apagado el motor para tomar un respiro profundo antes de abrir la puerta. El vuelo desde Estados Unidos hasta México había sido agotador, no solo por la distancia, sino por el peso emocional que lo acompañaba. Conducir el mismo hasta San Miguel le había dado tiempo para procesar lo que estaba por enfrentar, aunque nada lo había preparado realmente para el momento que estaba por vivir. Rodrigo salió del auto y, al alzar la vista, sintió que el aire
denso y húmedo del pueblo lo envolvía, trayendo consigo una avalancha de recuerdos de su infancia. Vestido de negro, caminó con paso firme hacia el grupo de personas congregadas; sus ojos se encontraron con rostros familiares, algunos ahora marcados por el tiempo y otros que apenas reconocía. Y entonces la vio. Sí, ella, mientras su propia voz interior le repetía que el destino tiene su propia manera de unir a quienes están reservados a... encontrarse sin importar cuánto tiempo pase, vestida con un sencillo vestido negro, Jimena Ramírez estaba de pie junto a otras personas del pueblo. Sus ojos claros,
que una vez habían sido llenos de inocencia y alegría, lo miraron con una intensidad que le cortó la respiración. Rodrigo se quedó inmóvil, sintiendo que el tiempo se detenía; sus pensamientos se enredaron en una mezcla de nostalgia y sorpresa. Era ella, más hermosa que nunca, con una madurez que la hacía más fascinante. Pero lo que realmente capturó la atención de Rodrigo fueron los aretes que colgaban de sus orejas: un pequeño par de aretes que le había regalado cuando eran niños, que brillaban con la misma fuerza que los recuerdos que él había intentado enterrar a pesar
de los años y la distancia. Esos aretes seguían siendo un testimonio silencioso de lo que habían compartido. Jimena lo miró y, por un instante, todos los recuerdos y emociones que había guardado en su interior durante dos décadas parecieron resurgir. Melissa Anderson, la prometida de Rodrigo, apareció tras él; había preferido quedarse unos minutos en el auto, ajustando su maquillaje y asegurándose de que su apariencia fuera impecable. Al acercarse a Rodrigo, su vestido negro, perfectamente ajustado, resaltaba su figura y su maquillaje estaba perfectamente aplicado, contrastando con el ambiente sombrío del cementerio. "Rodrigo, cariño," exclamó Melissa con una
sonrisa brillante, ignorando completamente el tono solemne del momento y con una efusividad que dejó a todos atónitos. Melissa se lanzó a los brazos de Rodrigo con fuerza, pasándolo por un instante frente a todos los presentes. Jimena, que había estado observando la escena desde la distancia, sintió cómo su corazón se rompía en mil pedazos. La acción de Melissa, tan fuera de lugar en ese momento de dolor, le había mostrado la dura realidad de que Rodrigo estaba comprometido; incluso pensó que seguro ya estaba casado con aquella distinguida mujer. Rodrigo correspondió al beso instantáneo de manera automática; apenas
por un segundo su mente aún atrapada en la confusión de emociones al ver a Jimena después de tantos años. Al abrir los ojos, buscó nuevamente a Jimena y alcanzó a ver que esta bajó la mirada, incapaz de soportar lo que estaba viendo, mientras una lágrima silenciosa rodó por su mejilla. Sin decir una palabra, Jimena dio media vuelta y comenzó a alejarse del cementerio, sus pasos decididos como si intentara huir de la realidad que acababa de enfrentar. Rodrigo la siguió con la mirada, su corazón acelerado y sus pensamientos en un torbellino. Cada paso de Jimena le
parecía una eternidad y con cada uno de ellos sentía que se alejaba de algo elemental, algo que aún no lograba comprender del todo. Las preguntas se agolpaban en su mente: ¿Era realmente Jimena? ¿Cómo era posible que después de tantos años ella siguiera usando aquellos aretes? ¿Qué significaba todo esto? Mientras la figura de Jimena se desvanecía entre los árboles de las afueras del cementerio, Rodrigo murmuró para sí mismo, con la voz temblorosa y llena de emoción: "¿Es Jimena? ¿Realmente es ella? Está más bella que nunca." Pero antes de que pudiera dar otro paso o siquiera procesar
lo que había visto, Melissa, ajena a todo lo que estaba pasando en el corazón de Rodrigo, lo abrazó con más fuerza y lo apartó de sus pensamientos. "Rodrigo, amor, vámonos de aquí. Este lugar me deprime, corazón," dijo Melissa con una voz dulce pero vacía de empatía. Rodrigo, aún con la mirada perdida en la dirección en la que Jimena había desaparecido, le enfatizó que no se movería hasta finalizar el entierro de su padre. Sin embargo, sabía que había algo más en este viaje de lo que había imaginado: su vida estaba a punto de cambiar y lo
que acababa de presenciar era solo el comienzo, pues tendría que aprender que no es la distancia la que separa a las personas, sino la falta de voluntad de encontrar el camino de regreso. Después del entierro, Rodrigo y Melissa llegaron al único hotel del pequeño pueblo de San Miguel. El lugar, sencillo pero acogedor, tenía un encanto rústico que contrastaba fuertemente con el lujo al que Melissa estaba acostumbrada. Apenas llegaron a su habitación, Melissa soltó un suspiro exagerado y, con una expresión de hastío, se dejó caer sobre la cama. "Rodrigo, cariño, este lugar es tan campestre," dijo,
buscando las palabras adecuadas mientras miraba alrededor con una mezcla de desdén y resignación. "Creo que lo mejor será que me relaje un rato en la tina mientras tú vas a resolver esos asuntos con el abogado. De acuerdo, amor, no soporto ese ambiente lúgubre de los cementerios, cielo." Rodrigo asintió, aprovechando la oportunidad que se le daba. Se acercó a ella, depositó un beso en su frente y le aseguró que no tardaría demasiado. "No te preocupes, Melissa, relájate y disfruta un poco de la tranquilidad. Volveré pronto," dijo, tomando las llaves del auto. Sin perder tiempo, Rodrigo salió
del hotel, pero en lugar de dirigirse a la oficina del abogado, condujo en dirección al lugar donde sabía que tenía que ir: la colina con el viejo árbol que había sido su refugio en la infancia. Lo llamaba, y en lo más profundo de su ser sabía que Jimena estaría allí. Cuando llegó, el paisaje se desplegó ante él como una pintura congelada en el tiempo. El viejo árbol de ahuehuete seguía de pie, majestuoso y protector, con sus ramas extendidas hacia el cielo. Y allí, en la gruesa rama donde solían sentarse juntos, estaba Jimena. Su figura delgada
y elegante se recortaba contra el fondo del cielo, y sus ojos, llenos de una melancolía profunda, miraban el arroyo que corría a sus pies. Rodrigo se acercó con paso firme, pero suave, como si temiera romper el hechizo de aquel momento. "Sabía que te encontraría aquí," dijo, una sonrisa asomando en sus labios. Jimena se sobresaltó ligeramente, girando la cabeza para verlo. Sus ojos se encontraron y, durante un instante, el brillo en los ojos de... Jimena se intensificó hasta convertirse en lágrimas, las cuales ni ella misma hubiera podido explicar. Rodrigo se sentó junto a ella en la
rama, dejando que el silencio hablara por ellos durante unos minutos. Luego, con un suspiro profundo, comenzó a dialogar como si estuviera exhumando palabras que había mantenido enterradas durante demasiado tiempo. —Jimena, mi Jimena. Perdón por llamarte así. ¿Cómo has estado? —dijo, entrelazando su mano con la de ella sin que ella opusiera resistencia—. Hay algo que necesito decirte, y ni siquiera sé por qué. Algo que no había entendido hasta hoy —comenzó, su voz baja y cargada de sinceridad—. Estoy comprometido con una mujer muy hermosa, de la cual quise convencerme a mí mismo de estar enamorado, pero desde
que llegué aquí, desde que te vi en el cementerio, no sé cómo, no sé por qué se vinieron abajo todas mis convicciones. Nunca he sentido ese tipo de conexión con Melissa como la siento contigo aquí y ahora. Por alguna razón, sentía que estaba incompleto, vacío, que faltaba algo que no lograba identificar. Rodrigo hizo una pausa, su mirada perdida en las hojas del árbol que se mecía suavemente con la brisa. Jimena, con los ojos llenos de lágrimas pero manteniendo la calma, lo miró fijamente como si tratara de entender el torbellino de emociones que Rodrigo estaba compartiendo
con ella. Fue en ese momento cuando Jimena decidió que no quería ser la causa de una ruptura ni causar heridas emocionales a su prometida, pues había una gran nobleza en su corazón. Así que, con el alma hecha trizas y dispuesta a dejarlo ir, pensó en profunda introspección: el amor no se trata de poseer, sino de liberar y ser feliz con la felicidad del otro. Luego de lo cual, sonrió forzadamente y agregó, acariciando la mano entrelazada de Rodrigo: —Rodrigo, lo que realmente importa, aun cuando el destino separe a las personas, es que lo que está en
el fondo de nuestro corazón nunca desaparecerá. Tú solo eres un bonito recuerdo para mí. Nuestros caminos se separaron hace ya mucho tiempo. Somos una neblina, una nostalgia, un lienzo inacabado. Tu prometida es la realidad, el presente, el paisaje entero. Lo que sentimos, por tanto, en nuestra algarabía de emociones es solo un poco de melancolía: aquel par de niños que éramos y que ya nunca más habrán de ser. Rodrigo, asombrado por el trasfondo de sus palabras, bajó la mirada hacia los aretes que Jimena seguía usando, los mismos que él le había dado hace tantos años. La
curiosidad, mezclada con un profundo respeto, lo llevó a preguntar: —¿Y si este sentimiento no es real, si es solo nostalgia como dices, entonces esos aretes... veo que los has conservado todos estos años, ¿por qué? Jimena sonrió débilmente y su mirada se volvió hacia el horizonte, como si buscara en la distancia las palabras adecuadas para no descubrir su inmenso amor por Rodrigo. —Estos aretes son mucho más que simples joyas, Rodrigo. Son un símbolo de un tiempo en mi vida que fue puro, verdadero y sin complicaciones. Los llevo no solo porque me recuerdan a ti, sino porque
me recuerdan a la persona que era yo misma cuando estaba contigo. Una parte de mí siempre supo que no importa cuán lejos nos llevara la vida, siempre habría algo que me conectaría contigo. Los llevo porque son un recordatorio de la promesa que hicimos de nunca olvidar lo que significó el uno para el otro, y en eso consiste la promesa: no en estar juntos, sino en recordar el significado de nuestra especial amistad. Rodrigo sintió un nudo en la garganta, conmovido por la profundidad de las palabras de Jimena. Luego preguntó, con explícito miedo: —¿Te casaste, Jimena? Perdón
por la pregunta, es imposible que no lo hayas hecho, estás tan bella. Jimena, sollozando por dentro y viendo en esta interrogante la oportunidad de eludir la embarazosa situación de confesar la verdad de su amor por Rodrigo, argumentó una mentira mientras no dejaba de repetirse a sí misma para darse fuerza: —El valor del amor no se mide por lo que se recibe, sino por lo que se está dispuesto a dar. Me casaré pronto, tal vez en unos meses. Mi prometido está en otra región y vendrá en poco tiempo. Rodrigo soltó su mano suavemente y, cabizbajo, exhalando
tristeza, solo dijo: —Comprendo. En ese momento, bajo el viejo árbol de ahuehuete que había sido testigo de sus sueños y miedos infantiles, supo que su vida nunca sería la misma. Las palabras de Jimena habían llegado a lo más profundo de su alma, y aunque el camino por delante estaba lleno de incertidumbre, por primera vez en mucho tiempo no se sentía solo. El viento susurró suavemente entre las hojas, como si el propio árbol estuviera bendiciendo su reencuentro. Ambos permanecieron en silencio, aún con las ilusiones rotas, disfrutando de la presencia del otro, dejando que el momento hablara
por sí mismo. Rodrigo finalmente comenzó a darse cuenta de que su compromiso con Melissa no llena el vacío en su corazón y se enfrenta a la idea de que el amor que creía tener no es tan profundo como lo que siente por Jimena. La chica, por su parte, lucha por mantener la compostura y ofrecer una salida noble, aunque llena de dolor para ambos. La decisión de Jimena de mentir sobre un compromiso inexistente es un sacrificio personal que resalta su deseo de proteger a Rodrigo y mantener la pureza de lo que compartieron. Su mentira no solo
es un acto de amor, sino también una forma de evitar que Rodrigo deshaga su vida por una decisión impulsada por la nostalgia, causándole dolor a Melissa, una mujer a quien cree muy honorable. Rodrigo, incapaz de conciliar el sueño tras el intenso reencuentro con Jimena, se encuentra atrapado en un remolino de pensamientos y emociones. El peso de la nostalgia y la... Realización de sus sentimientos lo mantiene despierto en la silenciosa habitación del pequeño hotel de San Miguel. Melissa, su prometida, duerme profundamente a su lado, ajena a la tormenta interna que azota a Rodrigo, quien se dice
a sí mismo: "A veces necesitamos perdernos para poder encontrarnos de nuevo". Y al hacerlo, descubrimos quiénes somos realmente. En ese momento de introspección, comprendió que su vida, aunque exitosa, había estado vacía sin el amor que nunca dejó de sentir por Jimena. Decidido a encontrar algo de paz, Rodrigo se levanta de la cama y sale de la habitación en silencio, intentando no despertar a Melissa. Con pasos lentos, recorre los pasillos del hotel, que está sumido en la penumbra de la noche. El edificio, de estilo colonial, tiene un aire nostálgico que resuena con su estado de ánimo.
Mientras camina, sus pensamientos vuelven una y otra vez a Jimena, a sus vidas que se han cruzado de nuevo en circunstancias tan inesperadas. Sus pasos lo llevan a un pequeño salón en el ala más antigua del hotel. Este espacio, aunque modesto, tiene un encanto que atrae la atención de Rodrigo. La luna se cuela a través de las altas ventanas, iluminando el polvo que flota en el aire y revelando un piano antiguo en el rincón del salón. Es un piano de cola, de aquellos que han soportado el paso del tiempo y que parecen guardar en su
interior historias olvidadas. El instrumento, aunque viejo y un poco desgastado, emana una presencia majestuosa, como si esperara el momento adecuado para cobrar vida nuevamente. El corazón de Rodrigo da un vuelco al ver el piano. Se siente atraído hacia él como un imán. Hace tanto tiempo que no ha sentido la chispa de la inspiración y, sin embargo, en este momento, algo dentro de él se enciende. Se acerca al piano, deslizando los dedos por su superficie desgastada, sintiendo la energía que emana del instrumento. Es como si este viejo piano, escondido en un rincón olvidado del hotel, hubiera
estado esperando por él. Rodrigo toma asiento en el banco de madera, ajustando su postura. Cierra los ojos por un momento, dejándose llevar por la mezcla de emociones que lo invade. Sin pensarlo demasiado, comienza a tocar, mientras se repite interiormente: "A veces es necesario atravesar la oscuridad de nuestras dudas para encontrar la luz de nuestra verdad". Las primeras notas resuenan en el silencio de la noche, llenando el salón con una melodía que brota desde lo más profundo de su ser. Las manos de Rodrigo se mueven con una fluidez que no había sentido en años; cada acorde,
cada cambio de tono, refleja la intensidad de los sentimientos que ha estado reprimiendo durante tanto tiempo. La melodía que surge de sus dedos es suave, pero también llena de una pasión contenida, una tristeza que se transforma en esperanza. Las imágenes de Jimena, de sus días juntos en la infancia, de la promesa no cumplida, todo se entrelaza en la música. Así, en la quietud de la madrugada, Rodrigo compone una pieza que se convertirá en su mayor obra. La titula "Amor sin fin" y sabe con certeza que esta melodía es el reflejo de lo que realmente siente:
un amor eterno e inquebrantable hacia Jimena. Es como si al tocar esas teclas hubiera encontrado la clave que había estado buscando durante tantos años. La inspiración perdida ha regresado y, con ella, una claridad que lo impulsa a actuar. Mientras compone, solo piensa: "El tiempo no borra lo que el corazón nunca ha dejado de recordar". Rodrigo toca hasta que los primeros rayos del sol comienzan a filtrarse por las ventanas. Exhausto, pero con el corazón lleno de determinación, regresa a su habitación. Sabe que no puede seguir ignorando lo que ha descubierto en su alma, concluyendo para sí
mismo: "El corazón siempre sabe lo que quiere, incluso cuando la mente trata de desviarlo". La tarde del día siguiente, después de haber reflexionado sobre todo lo acontecido, Rodrigo toma una decisión: debe buscar a Jimena y declararle finalmente su amor. Está decidido a pedirle que no se case, a rogarle que le dé la oportunidad de estar juntos y de vivir el amor que nunca pudieron vivir en su juventud. Pero cuando llega a la casa donde Jimena pasó toda su vida, un desconocido sale a su encuentro. El hombre, con una expresión llena de amargura, le informa que
la propiedad estaba hipotecada por el banco y que él era el nuevo dueño, tras no poder pagar las deudas que su padre había dejado al fallecer meses antes. Jimena acababa de perder la casa, quedando en la calle. Rodrigo se queda inmóvil, afligido y desconcertado. La mujer que ha inspirado su obra más grandiosa, que ha reavivado la pasión en su vida, ahora se encuentra sin hogar y posiblemente sola. La desesperación lo invade y la urgencia de encontrar a Jimena se vuelve más fuerte que nunca, más aún pensando que podría salir de la región en busca de
aquel enigmático prometido que ella apenas había mencionado. Al reencontrarse junto al árbol, Rodrigo sabe que no puede dejarla ir; debe encontrarla sin importar lo que cueste y luchar por el amor que ha redescubierto. Pensó en voz alta mientras conducía: "A veces, la vida nos da una segunda oportunidad para hacer las cosas bien y esas son las oportunidades que no podemos dejar pasar". Se dirige a la pequeña escuela donde Jimena trabajaba, con la esperanza de encontrarla allí. Pero al llegar, una de las maestras le informa que Jimena ha renunciado ese mismo día y se ha marchado
del pueblo. Mientras en el hotel, Melissa comienza a sospechar que algo ha cambiado en Rodrigo. Su instinto le advierte que algo está ocurriendo. Sin mostrar suspicacias, decide investigar a escondidas. Con Rodrigo fuera, Melissa aprovecha la oportunidad para registrar la habitación. Durante su búsqueda, descubre aquella partitura recién escrita con un título que la hizo detenerse: "Amor sin fin". Al principio, su corazón... Vuelco, creyendo que Rodrigo había compuesto esa pieza para ella como una muestra de su amor, víspera a la suntuosa boda que tanto añoraba. Pero, a medida que leía las notas y los comentarios garabateados al
margen, hablando del amor perdido y reencontrado, la duda comenzó a invadirla. La música parecía apasionada, nostálgica, y las palabras escritas no tenían el tono que Rodrigo solía usar con ella; algo no... Poco después, Melissa escuchó la puerta abrirse rápidamente, guardó la partitura donde la había encontrado y se apresuró a la sala contigua. Desde allí, escuchó a Rodrigo llegando de nuevo a la habitación y susurrando por teléfono: "Necesito que me ayudes a encontrarla", dijo Rodrigo, su voz cargada de urgencia, hablando con alguien. "Su nombre es Jimena Ramírez, una maestra del pueblo. Es el amor de mi
vida desde la infancia y no puedo perderla otra vez. Haz lo que sea necesario, pero encuéntrala". Melissa se quedó paralizada, su corazón latiendo con fuerza mientras la realidad la golpeaba como una tormenta: la partitura, la falta de atención de Rodrigo, su cambio repentino... Todo tenía sentido ahora. La mujer que había inspirado esa apasionada melodía no era ella, sino Jimena. La furia y la desesperación comenzaron a mezclarse en su mente. Rodrigo había estado distanciado, frío y ahora comprendía por qué. Pero Melissa no era de las que se rendían fácilmente; si algo sabía hacer bien era manipular
las situaciones a su favor, y esta vez no sería diferente. Decidida a recuperar su control sobre Rodrigo, trazó un plan. Se volvería más melosa que nunca, asegurándose de que Rodrigo no sospechara que ella estaba al tanto de sus verdaderos sentimientos. Lo mantendría cerca, distraído, mientras urdía un torbellino en su silencio, envolviéndolo como un manto impenetrable. Melissa mantuvo su fachada de dulzura mientras lo vigilaba de cerca. Más tarde, el celular de Rodrigo vibró con un mensaje y, en un descuido, Melissa aprovechó para leerlo. Era del abogado, indicando una dirección en las afueras del pueblo, una vieja
cabaña donde había sido vista Jimena. Con una sonrisa astuta, Melissa decidió esperar a que Rodrigo leyera el mensaje y le diera alguna excusa para salir de inmediato. Como lo había previsto, Rodrigo mencionó que tenía que salir para atender un asunto urgente. Melissa, ataviada con un elegante vestido que resaltaba su figura, lo dejó ir sin cuestionamientos, pero ya tenía su plan en marcha. Minutos después, ella también salió del hotel, tomando un taxi privado para seguirlo sin que él se diera cuenta. Rodrigo llegó a la desmejorada cabaña en medio de la montaña y allí, de pie frente
al horizonte, encontró a Jimena. Su corazón dio un vuelco al verla tan genuinamente hermosa. Al acercarse, Jimena lo miró incrédula, sus ojos llenos de sorpresa y emoción. "No puedo creer que estés aquí", dijo ella, su voz temblando mientras intentaba contener las lágrimas. Rodrigo sonrió con ternura, sintiendo cómo cada fibra de su ser vibraba con la conexión que había vuelto a encontrar en ella. "Jimena, tenía que encontrarte. No podía dejar que te fueras sin que supieras lo que siento", respondió él, acercándose más, con un sobre en la mano que extendió para ella. "¿Qué es esto?", preguntó
Jimena con curiosidad y algo de nerviosismo mientras abría el sobre. Al leer los documentos, sus ojos se llenaron de lágrimas al darse cuenta de lo que contenían: el título de propiedad de la casa donde había crecido, la misma casa que había perdido por las deudas que le dejó su padre. Rodrigo, mediante su abogado, la había comprado al nuevo propietario por el doble de su valor y ahora la devolvía a Jimena, poniéndola a su nombre. "Rodrigo, no sé qué decir", murmuró Jimena entre lágrimas mientras lo abrazaba con fuerza, su gratitud y emoción desbordándose. Rodrigo la sostuvo,
acariciando su cabello, y con una voz llena de sinceridad le confesó: "Te amo, Jimena. Siempre te he amado desde que éramos niños. Ahora comprendo que el amor verdadero nunca se desvanece; solo se esconde esperando el momento adecuado para florecer. Siento que todo lo que he hecho, todo lo que he logrado, no tenía sentido sin ti. No quiero que te cases con nadie más a menos que no me ames, sino a ese misterioso prometido que apenas me mencionaste, algo evasiva, cuando nos reencontramos. El brillo de tus ojos y estas hermosas lágrimas que corren por tus mejillas
cada vez que me miras me hacen dudar de que ames a alguien más." Jimena, conmovida, asintió, admitiendo entre lágrimas: "Ese prometido no existe. Jamás quise traicionarme a mí misma aceptando a alguien solo por soledad, pues siempre supe que solo podía amarte verdaderamente a ti. Lo inventé porque no quería lastimar a Melissa, tu prometida. No soy capaz de causar dolor intencionalmente". En ese momento, justamente, la voz de Melissa resonó a lo lejos, llamando a Rodrigo. Ambos se separaron antes de ser vistos por ella, viendo luego a Melissa acercarse con una sonrisa forzada y exageradamente melosa. "Rodrigo,
mi amor, al fin te encuentro. Cariño, te he buscado por todas partes. Le pregunté a tu abogado y me dijo que estabas aquí, tesoro", dijo Melissa, abrazándolo sin ni siquiera saludar a Jimena, como si ella no existiera. "Mi cielo, necesitamos irnos de inmediato a Nueva York. Ha surgido un compromiso de última hora para que des un concierto, mi amor. Por cierto, vi la partitura que me dedicaste, 'Amor sin fin'. Seguro que la ibas a tocar como sorpresa en la boda, ¿qué es en pocos días, verdad, cielito? Arruinaste tu sorpresa al descubrirla. Lo siento, amor". Jimena
palideció al escuchar esas palabras e intentó alejarse, dirigiéndose hacia la cabaña. Rodrigo, con firmeza pero con suavidad, la tomó por el brazo y le dijo: "Jimena, tu lugar es a mi lado". Rodrigo entonces volteó a mirar a Melissa con una expresión de decisión en su rostro. "Melissa, esa partitura no era para ti". Melissa parpadeó, tratando de mantener su... Actuación, y con una risa nerviosa respondió mientras se le colgaba al cuello: “¿De qué hablas, amor? No te preocupes, cielo, haré como que nunca la vi”. “Eres tan romántico, cariño”, pero Rodrigo, apartándola suavemente, la miró con seriedad.
“Lo siento, Melissa. Nunca fue mi intención ilusionarte en vano, pero no puedo casarme contigo. Esa partitura la compuse para esta bella mujer que ves aquí, Jimena, la única que he amado toda mi vida. Desde mi infancia, no estoy ni estuve nunca enamorado verdaderamente de ti. No es justo que te cases con alguien que no te ame tanto como tú te mereces”. La sonrisa falsa de Melissa se desvaneció en un instante, revelando su verdadero carácter; sus ojos brillaron con furia y su voz, antes tan dulce, se volvió cortante y fría. “¿Estás diciendo que me dejas por
esta… esta insignificante pueblerina?”, dijo, lanzando una mirada despectiva hacia Jimena. “Mírala, Rodrigo; no tiene mi elegancia, mi belleza… ni mucho menos mi estilo. Yo tengo la estampa de la esposa perfecta para el gran pianista que eres. Y juntos podemos ser la pareja más famosa de Nueva York, en todas las portadas de revistas. Pero eliges a esta vulgar maestra de pueblo. Debes estar bromeando”. Rodrigo la miró con tristeza, comprendiendo finalmente las verdaderas motivaciones de Melissa. “Melissa, lo único que me ofrecías era una vida vacía, basada en apariencias y superficialidades. No busco estatus ni fama. Quiero una
vida llena de amor verdadero, y eso es algo que nunca podrías darme, porque todo este tiempo solo has estado interesada en lo que podría darte: fama, lujo, conexiones… lo que sea para impulsarte a ser la modelo exitosa que siempre soñaste y que no eres capaz de lograr por ti misma. Pero yo quiero más que eso; quiero amor verdadero, y eso lo tengo aquí con mi Jimena”. Con esas palabras, Melissa, herida y humillada, soltó un bufido de desprecio, diciendo: “Veré que te arrepientas y regreses de rodillas ante mí. ¿Crees que con tu estúpida partitura no te
catalogaré como un pianista mediocre, o que una revista te contrate para su portada al verte con una triste pueblerina insignificante?”. Y antes de dar media vuelta y marcharse furiosa, sin mirar atrás, Rodrigo, sintiendo el peso de la liberación y la tristeza, se volvió hacia Jimena, habiendo comprendido finalmente que el amor es la llave que abre todas las puertas del alma, revelando el tesoro que siempre hemos llevado dentro. “Jimena”, dijo con la voz temblorosa, mientras se arrodillaba frente a ella, “he esperado toda mi vida para decirte esto: ¿te casarías conmigo?”. Al escuchar estas palabras, Jimena, aún
con lágrimas en los ojos, lo miró con asombro, y finalmente, con una sonrisa que reflejaba todo el amor que había guardado durante tantos años, se abalanzó sobre él, dándole el “sí” con el más dulce beso de sus vidas. Meses después, en un magistral concierto en Nueva York que abarrotó el auditorio, Rodrigo, sentado al piano, elegantemente vestido, tocó la pieza “Amor sin fin”, mientras su flamante esposa, Jimena, divinamente ataviada y con una deslumbrante joya en el cuello, como él le había prometido obsequiarle en la infancia, aplaudía en primera fila, con la más esplendorosa sonrisa. Si quieres
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