[Música] El 19 de agosto de 2024, la superluna de esturión se alzó en el cielo, más brillante y cercana de lo que cualquiera podría haber imaginado. millones la admiraban, maravillados por su belleza, pero yo no. Yo no pude apartar la mirada de esa monstruosidad.
Hay cosas que el mundo no debería ver, cosas que deberían permanecer ocultas. Si tan solo supieran lo que realmente ocurrió en 1986 en esa expedición a la selva amazónica, tal vez habrían comprendido que la luna no es lo que parece; tal vez no estarían celebrando hoy. Mi nombre es Jack Harper.
Nací en Chicago en 1952. Crecí en un vecindario donde sobrevivir ya era un logro. Nunca fui un tipo religioso; mi padre decía que Dios era para los débiles, y yo me lo creí.
La vida me enseñó que, si querías algo, tenías que tomarlo tú mismo. Estudié fotografía en el Columbia College más por escapar de mi casa que por otra cosa. La cámara se convirtió en mi forma de ver el mundo, de filtrar la porquería que me rodeaba; capturaba lo que veía sin adornos, sin mentiras.
Nunca creí en nada más que en lo que podía enfocar con mi lente. En 1986, ya había trabajado en un montón de proyectos, desde documentales de guerra hasta sesiones de moda. Nada me impresionaba, nada me sorprendía.
Entonces recibí una llamada que cambió todo. Me ofrecieron un trabajo en la selva amazónica: documentar una expedición arqueológica. La paga era ridículamente alta, tanto que no me importó que el tipo al teléfono no dijera quién financiaba el proyecto.
Solo mencionó que una corporación anónima estaba detrás de todo. Acepté sin pensarlo dos veces; no me importaba quién pagaba, mientras cumpliera con mi parte del trato. Llegué a Manaos, Brasil, un lugar tan pegajoso y húmedo que me sentí sofocado desde el primer minuto.
Allí conocí al hombre a cargo: Heinrich Straus, un arqueólogo alemán, alto, flaco y con la piel tan pálida que parecía un cadáver. No era alguien fácil de olvidar. Straus no era de los que sonreían o hacían bromas; su mirada siempre estaba fija, como si viera algo que los demás no.
Me contó que había encontrado unos manuscritos antiguos en un mercado negro en Budapest, textos que, según él, hablaban de una civilización perdida en el Amazonas. Supuestamente, estos escritos mencionaban dioses que habían tenido contacto con esa civilización. Todo sonaba a fantasía, pero Straus estaba convencido.
Ese tipo no buscaba tesoros ni reliquias; buscaba algo más, algo que ni él mismo sabía explicar. Nos embarcamos en un bote viejo desde Manaos y, durante cuatro días, navegamos por el Amazonas. El río era inmenso, sus aguas oscuras y misteriosas.
El calor era sofocante y los mosquitos nos devoraban vivos. Cada noche acampamos en la orilla, rodeados de una selva que parecía estar siempre observándonos. Algo en el aire no estaba bien, pero nadie decía nada.
Además de Straus y yo, había tres asistentes europeos, tipos jóvenes que seguían a Straus sin hacer preguntas. También estaba Joao, nuestro guía local, un indígena de pocas palabras; era un hombre curtido, conocía la selva como nadie. Sin embargo, noté que cada vez que Straus mencionaba nuestro destino, Joao se tensaba, como si estuviera a punto de echarse atrás.
Una noche, mientras preparábamos el campamento, Joao dijo en voz baja: "Este lugar es malo. No deberíamos ir. " Straus, con su típico tono de superioridad, lo ignoró.
"Tú guías, yo decido. " Tras los cuatro días de navegación, llegamos a un afluente más pequeño y continuamos a pie. El sol apenas asomaba cuando nos metimos de lleno en la selva.
Joao, nuestro guía, iba adelante, cortando la maleza con su machete como si fuera lo único que lo mantenía cuerdo. La humedad era una pesadilla y cada paso parecía arrastrarnos más hacia un lugar del que no saldríamos fácilmente. Straus, el alemán obsesionado, no apartaba los ojos del mapa que había traído, convencido de que nos llevaba a algo grande.
Yo seguía con la cámara lista, sin dejar de sudar como un cerdo. Al principio, la selva era solo eso, una jungla densa y sofocante, pero mientras avanzábamos, las cosas empezaron a ponerse raras. Primero fueron los cráneos de animales colgados de las ramas, viejos, como si alguien los hubiera dejado ahí para asustar a los intrusos.
Luego, esos símbolos, tallados en los troncos podridos, cosas que ninguno de nosotros entendía, pero que a Straus parecían fascinar. Con la cara más seria que nunca, nos advirtió: "No toquen nada. Esto está aquí desde hace miles de años.
Son tierras sagradas. Respeten o sufriremos las consecuencias. " Nadie se atrevió a contradecirlo.
Mientras el equipo avanzaba, yo me quedaba atrás, cada pocos metros fotografiando todo: los cráneos colgantes, los símbolos en los troncos, esos amuletos raros que parecían puestos ahí para proteger o maldecir. Todo lo que veía lo capturaba con la cámara. Aunque era escéptico, algo en el aire me decía que no debía estar ahí.
El silencio de la selva no ayudaba, interrumpido solo por nuestros pasos y algún maldito insecto zumbando. Pero Straus no se inmutaba, más metido en su propio mundo que nunca. Caminamos durante horas, machete en mano, cortando ramas y lianas, sintiendo como el sol empezaba a apagarse sobre nuestras cabezas.
El día se iba y la oscuridad se acercaba rápido. Joao sugirió que acampáramos, que encendiéramos una fogata para mantener alejados a los depredadores, pero Straus, cabezón como él solo, se negó. "Estamos cerca.
No voy a perder más tiempo," gruñó. "Si quieren descansar, háganlo. Yo sigo adelante.
" Y, sin esperar respuesta, siguió caminando como si la selva misma no pudiera detenerlo. No avanzó mucho. De repente, algo se movió entre la maleza y todos nos congelamos.
Unos ojos brillantes nos miraban desde la oscuridad y, antes de que pudiéramos reaccionar, una sombra negra se lanzó sobre Straus. Era una pantera, una bestia que se abalanzó sobre él con una velocidad aterradora. El grito… del alemán resonó en la selva, mientras la Pantera lo mordía y lo sacudía como si fuera un muñeco de trapo.
Joao no perdió el tiempo; sacó un cuchillo que llevaba en la cintura y lo lanzó directo a la Pantera, clavándolo en las costillas. El animal soltó a Strauss, dando un rugido antes de largarse entre la maleza. Todos corrimos hacia el alemán, que yacía en el suelo, sangrando, pero vivo; había tenido suerte, la mordida no había sido mortal.
Logramos contener el sangrado con lo que teníamos a mano, mientras Strauss maldecía en alemán. Finalmente, accedió a acampar. Armamos el campamento como pudimos, encendimos la fogata y cenamos nuestras raciones enlatadas en silencio.
El ambiente era tenso; nadie decía mucho. Juan se quedó vigilando la zona con el machete en la mano, asegurándose de que no volviera ningún depredador. Mientras todos comían, no pude evitar preguntarle a Strauss: “¿Qué diablos es tan importante que estás dispuesto a que te maten por ello?
” Su respuesta fue un gruñido: “Eso no es asunto tuyo”. Hostil como siempre, no dejó espacio para más preguntas. Pasamos la noche así, con la fogata manteniéndonos despiertos y el miedo rondando en la oscuridad.
Yo, revisando mi equipo de cámara, me preguntaba si realmente había valido la pena venir hasta este maldito lugar. El calor y la humedad eran agobiantes, pero el cansancio nos venció a todos. Nos acomodamos como pudimos en el campamento y, uno por uno, caímos en un sueño ligero, el tipo de sueño que nunca es realmente reparador.
No sé cuánto tiempo dormí, pero un sonido me sacó de golpe de ese estado adormilado: un chapoteo, algo moviéndose en el agua. Abrí los ojos, parpadee varias veces para enfocar y me incorporé con esfuerzo. Lo primero que noté fue la luz de la luna iluminando la selva como si fuera de día; la jodida luna estaba enorme, más de lo que jamás había visto, parecía casi rozar las copas de los árboles.
Me levanté medio atontado y me acerqué al origen del sonido: un pequeño pantano frente a nuestro campamento, con agua estancada y oscura. Mientras apartaba las hierbas que lo rodeaban, lo vi: una serpiente gigantesca, una constrictora negra, se estaba enrollando alrededor de un jabalí. El animal luchaba desesperadamente, pero no había nada que hacer; la serpiente lo apretaba con una fuerza brutal mientras el agua chapoteaba bajo su peso.
Me quedé helado, observando cómo la vida se escapaba de los ojos del jabalí. Podía sentir su desesperación, pero no había nada que hacer; era solo la naturaleza, implacable y cruel. “Dios mío” solté sin pensarlo, mientras retrocedía horrorizado por lo que acababa de presenciar.
Pero al dar un paso atrás, choqué con algo sólido. Me giré, y ahí estaba Juan, el guía, mirándome con esos ojos oscuros y fríos. “Lo siento”, le dije, todavía tratando de procesar lo que acababa de ver.
Juan no respondió de inmediato; solo me miró como si estuviera evaluando algo dentro de mí. Después de unos segundos, habló: “Dios mío, pensé que no creías en Dios”. Su comentario me tomó por sorpresa.
“¿Cómo sabes que no creo en Dios? ” le pregunté, más curioso que ofendido. Juan soltó una especie de suspiro, una mezcla de lástima y certeza: “Lo veo en tu mirada.
Eres un hombre que vive por vivir, sin ningún objetivo, sin ninguna creencia, vacío”. “No es que no le dé importancia”, respondí, algo a la defensiva. “Solo no creo en esas cosas”.
“Dime, para ti, ¿quién o qué es Dios? ” Juan levantó la mano lentamente y señaló hacia la enorme luna que flotaba en el cielo, tan cerca que parecía estar observándonos. No necesitó decir más.
“¿Adoran a la luna en tu comunidad como si fuera Dios? ” le pregunté, intentando entender. Juan bajó la mano, pero no dejó de mirar la luna.
“No”, dijo con un tono que me heló la sangre. “Nuestro Dios vive allí”. Sin decir nada más, se dio la vuelta y caminó de regreso al campamento.
Lo seguí en silencio, dando vueltas en sus palabras: ¿Qué demonios quería decir con eso? Intenté dormir el resto de la noche, pero las imágenes de la serpiente, el jabalí y esa luna no me dejaban en paz. Algo no estaba bien, y lo sabíamos, aunque ninguno lo dijera en voz alta.
Después de la inquietante conversación nocturna con Juan, el amanecer trajo consigo una atmósfera pesada. El equipo se levantó temprano, sin mucho que decir; la tensión se palpaba en el aire y la conversación de la noche anterior aún rondaba en mi cabeza. Strauss estaba más impaciente que nunca, ignorando el dolor de la herida que la Pantera le había dejado.
Para él, todo lo que importaba era llegar a las ruinas que los manuscritos prometían. Nos pusimos en marcha, y conforme avanzábamos, la selva comenzó a cambiar de manera alarmante. Lo primero que notamos fue la muerte: árboles que antes eran verdes y llenos de vida, ahora estaban retorcidos y secos, como si hubieran sido carbonizados hace siglos.
La vegetación estaba podrida y el suelo era un tapiz de cadáveres de animales en diferentes estados de descomposición. No era normal; todos lo sabíamos, pero nadie se atrevió a decirlo en voz alta. Juan se detuvo en un punto, mirando los cadáveres con preocupación.
“Estos animales no murieron por causas naturales,” murmuró, sin apartar los ojos del suelo. Nadie respondió; no hacía falta. Seguimos adelante y, tras abrirnos paso por la maleza, nos topamos con algo que parecía salido de una pesadilla: un antiguo altar de piedra se levantaba en medio de la selva, rodeado por estatuas humanoides deterioradas, figuras que parecían humanas, pero con rostros torcidos, casi demoníacos.
Cada una de esas estatuas estaba orientada hacia la luna, que, increíblemente, aún se veía grande y amenazante en el cielo, incluso con el sol alto. Me quedé atrás, fotografiando cada detalle. Esas estatuas.
. . todo parecía diseñado para infundir terror.
Ju, siempre silencioso, se quedó mirando la luna y. . .
Murmuró: "Parece que la luna esta noche será de sangre. " Strauss, como si hubiera estado esperando esas palabras, respondió con un entusiasmo que me resultó inquietante. "Increíble.
Según los archivos antiguos, esta noche habrá un eclipse lunar. " Luego, con urgencia en su voz, añadió: "No hay tiempo que perder. Vamos.
" El viejo alemán, a pesar de su herida, estaba imparable; la obsesión lo guiaba y nada parecía importarle más que llegar a su objetivo. Finalmente, llegamos a una zona donde la hierba era tan alta que apenas podíamos ver más allá de nuestras narices. Ju, que iba al frente, se detuvo de repente.
Cuando le preguntamos qué pasaba, dijo con voz tensa: "Hasta aquí llego. Pasada esta hierba es Tierra Sagrada, no voy a entrar; mis dioses no me lo perdonarían. " Su tono no dejaba lugar a dudas; esta vez no era solo una advertencia, era una decisión final.
Nos dijo que volvería por nosotros antes del anochecer, pero que no deberíamos quedarnos mucho tiempo. Había miedo en sus ojos, algo que no había mostrado antes. Furioso, le espeté: "No me importan tus dioses o seres de fantasía.
Se supone que debes guiarnos. " Guo me miró con una frialdad que no había visto en él antes. "No te burles de mi creencia," respondió, y su voz era tan helada como la mirada que me lanzó.
Strauss, harto de la discusión, gritó: "¡Basta de tonterías! Los que quieran continuar, síganme. Tengo el mapa.
" Sin esperar respuesta, atravesó las hierbas altas y el resto lo seguimos, dejando a Joao detrás sin mirar atrás. Cuando finalmente cruzamos la maleza, lo que vimos nos dejó sin aliento: la selva se había convertido en un páramo desolado. Los árboles, la hierba, todo estaba muerto, como si hubiera sido carbonizado en algún cataclismo antiguo.
El suelo estaba cubierto por una capa de cenizas y tierra grisácea, y el aire olía a muerte y decadencia. En el centro de esa tierra yermo se erguía un templo antiguo, oscuro y ominoso, como una cicatriz en el paisaje. Las paredes estaban adornadas con cráneos humanos y figuras humanoides de piedra rodeaban el templo, observándonos con sus rostros maliciosos.
Strauss, visiblemente nervioso pero determinado, susurró: "Diablos, no tenemos tiempo. Vamos ya. " Avanzamos hacia el templo con una mezcla de fascinación y terror.
El silencio era absoluto, solo roto por el crujir de nuestras botas en la tierra muerta. Cuando llegamos al interior del templo, la escena era aún más perturbadora. El centro estaba dominado por un altar macabro adornado con restos humanos y tallados antiguos que sugerían rituales oscuros.
Strauss se lanzó de inmediato a examinarlo, buscando algo con una urgencia casi maníaca. Nos ordenó que buscáramos cualquier cosa de valor mientras él revisaba sus notas y manuscritos, maldiciendo entre dientes. Pasaron horas y ninguno de nosotros sabía qué demonios buscábamos.
El día se desvanecía lentamente y la luna en el cielo parecía crecer, como si estuviera observándonos, esperando algo. Estábamos exhaustos, frustrados, y la tensión se sentía en el aire, pero Strauss no se detenía. Finalmente, con un brillo en los ojos que bordeaba la locura, gritó: "¡Lo tengo!
¡Ayúdenme, rápido! " Nos acercamos al altar y vimos que señalaba tres estatuas que debían ser alineadas con la salida de la luna. Sus asistentes, aunque confundidos, obedecieron y empezaron a moverlas.
Las estatuas parecían inmóviles, pero cuando las empujaron, se movieron con facilidad, como si estuvieran diseñadas para ello. Strauss, a mares, nos apuraba: "¡No tenemos más tiempo! " repetía con desesperación.
Cuando giraron la última estatua, el suelo tembló ligeramente bajo nuestros pies. El altar central comenzó a abrirse, revelando una figura humanoide de piedra distinta de las demás; en sus manos sostenía una esfera negra, una gema oscura que parecía absorber la luz. Strauss corrió hacia la figura, tratando de arrancar la gema con avaricia desesperada.
Observando todo desde atrás, no pude evitar pensar en voz alta: "Todo este maldito teatro ¿para que este viejo sea solo un cazador de tesoros? " suspiré, hastiado. Tras varios intentos fallidos de sacar la gema, Strauss pareció darse cuenta de algo más.
Llamó a sus asistentes y les mostró tres bloques de piedra que habían emergido del suelo, cada uno con un símbolo: la luna, el sol, y la tierra. Uno de los asistentes, nervioso, pisó el bloque de la luna y este se hundió como un interruptor. "¡Perfecto!
" exclamó Strauss. "¡No te muevas! Ustedes dos, vayan a pisar los otros bloques, rápido.
" Los asistentes obedecieron, aunque sus rostros reflejaban miedo y duda. Desde la distancia, observé como Strauss lanzaba órdenes frenéticas. Me acerqué para fotografiar la extraña gema, notando como su negrura absorbía la luz del entorno.
Justo cuando los tres asistentes pisaron sus respectivos bloques, la figura de piedra comenzó a moverse, como si estuviera viva. Sus brazos se elevaron, ofreciendo la gema como una ofrenda. Con un brillo en los ojos que rozaba la locura, ordenó: "¡No se muevan!
Voy a tomar ese objeto y luego nos largaremos de aquí. " El ambiente se volvió irrespirable y todos aguardamos en silencio, conscientes de que en cualquier momento todo podría desmoronarse. Strauss tomó la esfera negra con ambas manos y, en ese instante, todo se fue al demonio: del techo del templo se abrieron tres aperturas, rápidas como un rayo, y de ellas cayeron unas estacas de madera.
No hubo tiempo de reaccionar; las estacas se incrustaron en las cabezas de los tres asistentes que estaban parados sobre los bloques del sol, la luna, y la tierra. La escena fue brutal; ni siquiera gritaron, murieron al instante, con los ojos abiertos y sus cuerpos aún temblando por los espasmos de la muerte. Retrocedí horrorizado, viendo como la sangre brotaba de sus cráneos, deslizándose rápidamente por las grietas del suelo, como un maldito río rojo.
La sangre se acumuló a los pies de la estatua de piedra que sostenía la esfera, y en ese momento, la esfera negra empezó a cambiar de color, un rojo oscuro profundo. "Y, malévolo en ese instante, me di cuenta de lo que realmente estaba ocurriendo; no era un tesoro, no era un simple objeto, era un maldito ritual y nosotros éramos parte de él. Antes de que pudiera decir algo, Straus, con una expresión de triunfo en su rostro, tomó la Esfera y salió corriendo del templo.
La estructura empezó a temblar de inmediato, como si todo se fuera a derrumbar. No tuve tiempo para pensar; el miedo me dominó y corrí detrás de él, rezando porque el techo no se nos viniera encima. Cuando salimos del templo, lo primero que vimos fue la luna enorme, brillante y teñida de un rojo sangriento que parecía pulsar con vida propia.
Nos quedamos sin aliento, hipnotizados por ese espectáculo siniestro, pero la calma no duró mucho. De entre los árboles podridos emergió Jua, el guía que habíamos dejado atrás; nos miraba fijamente, su rostro sin emoción, pero con una intensidad que helaba la sangre. —Les advertí que este era un lugar peligroso —dijo, con voz baja y controlada—.
Pero, sobre todo, les advertí que no se burlaran de mis creencias. Straus, aún aferrado a la Esfera, miró a Joan con confusión. —¿De qué rayos hablas?
¡Guíanos de vuelta al río! —exigió, impaciente. Pero Joao no respondió; su rostro seguía impasible.
En silencio, se acercó lentamente a nosotros. Sin decir una palabra, presionó con su pie un bloque tallado en la piedra del suelo. El dibujo en el bloque parecía mostrar a una persona gritando de terror.
Antes de que pudiéramos reaccionar, el suelo bajo nosotros se vino abajo. Caímos por un pozo profundo, gritando de pánico, y antes de llegar al fondo, otra compuerta se abrió bajo nuestros cuerpos. Lanzándonos subterráneos, resbalamos y rodamos sin control hasta que, finalmente, fuimos expulsados en una gran recámara subterránea.
Pude escuchar el crujido de sus huesos al golpear el suelo; no tardé mucho en caer sobre él, aplastándolo aún más. Me levanté rápidamente, adolorido, y corrí a ayudar al viejo alemán, pidiéndole disculpas por el golpe, pero él no parecía preocuparse por sus heridas. Sus piernas estaban rotas y, aún así, ignoraba el dolor; como un lunático, se arrastró hacia donde había caído la Esfera negra, agarrándola con desesperación increíble.
—Estás a punto de morir y solo piensas en esa joya —le grité, furioso y asustado. —¡No seas idiota! —me espetó Straus, su voz cargada de desprecio—.
Esto no es una joya. Con un esfuerzo que parecía sobrehumano, empezó a golpear la Esfera contra el suelo, intentando romperla. —¿Qué demonios estás haciendo?
—le grité, cada vez más confundido—. ¿No ibas a venderla o algo así? Straus se detuvo un momento, mirándome con una mezcla de lástima y frustración.
—Ya te dije que no es una joya. Si no puedo salir de aquí, al menos voy a destruir este maldito artefacto del mal. —¿Qué quieres decir con artefacto del mal?
—sintiendo que todo lo que creía entender se desmoronaba, Straus tomó un respiro, mirando alrededor por primera vez desde que habíamos llegado. —¿Acaso no te diste cuenta de dónde estamos? Mira a tu alrededor.
Fue entonces cuando me obligué a observar la recámara en la que nos encontrábamos; era inmensa, cavernosa, con pequeñas aberturas en las paredes por donde entraba la luz rojiza de la luna, iluminando la escena con una luz macabra. Y allí, en esa luz mortecina, vi lo que Straus quería que viera: estacas, miles de estacas, todas ocupadas por esqueletos humanos, como si hubieran sido sacrificados hace siglos. La recámara entera era un maldito matadero.
—¿Qué es todo esto? —pregunté, sintiendo el pánico apoderarse de mí—. ¿Qué está pasando?
Straus miró sus piernas rotas, dándose cuenta de que no había forma de que saliera de allí con vida. Su expresión cambió, como si por fin estuviera listo para decirme la verdad. —Te lo diré todo; alguien debe saberlo.
Yo trabajo para una organización secreta que intenta frustrar los planes de los arcontes. —¿Qué demonios es un arconte? —interrumpí, incapaz de contener mi asombro.
—Antiguos alienígenas —respondió sin rodeos—. Seres malignos que se alimentan del sufrimiento humano. Cada vez que alguien muere en un ritual, los arcontes reciben esa energía.
Lo que viste aquí es solo un pequeño ejemplo de lo que han hecho durante milenios. Este lugar fue un escenario de sacrificios masivos, una tribu masónica engañada para ofrecerse a estos monstruos, creyendo que eran dioses. Señaló la Esfera que ahora brillaba con un rojo siniestro.
—Esta esfera negra acumula todo el dolor y sufrimiento de los sacrificados, se tiñe de rojo igual que la luna y envía toda esa energía a los arcontes que están allá arriba, en la luna. Cada pocos milenios despiertan, hambrientos de energía negativa, y nosotros somos su cena. —¿Cuántas de estas esferas hay?
—pregunté, sintiendo un nudo en el estómago. —Seis —respondió Straus—. Esta es la más débil; aunque ha absorbido miles de muertes, las otras cinco han visto horrores inimaginables.
Una de ellas se activó durante la Segunda Guerra Mundial, recolectando el sufrimiento de los judíos en los campos de concentración. Los arcontes tienen líderes aquí en la tierra, disfrazados, creando guerras, muerte y destrucción para recargar estas esferas, todo para que, cuando despierten, tengan su festín. —¿Cuál era tu misión?
—pregunté, temblando al comprender la magnitud de lo que estaba diciendo. —Llevar esta esfera al río —explicó, agotado—. Otro equipo de mí nos esperaba para desactivarla, pero ahora, ahora lo único que puedo hacer es destruirla.
El peso de sus palabras me golpeó como un martillo. Mi cuerpo se sacudió de miedo y empecé a llorar, sabiendo que probablemente no saldríamos vivos de allí. Straus, con una mueca de desprecio, me llamó tonto.
—No llores por la muerte, no es lo que crees. —¿Qué quieres decir? —pregunté, limpiándome las lágrimas.
Straus me miró con una extraña calma. —Estamos aquí para una misión, y cuando la cumplimos, morimos y volvemos a nuestra verdadera dimensión. Pero los arcontes nos engañan, se interponen entre nuestras almas y.
. . " El más allá, haciéndose pasar por dioses o ángeles, mostrándonos recuerdos de nuestras vidas y diciéndonos que nuestra misión aún no ha terminado, nos obligan a regresar a reencarnar.
Atrapándolo, asimilando todo lo que me había dicho, por primera vez en mi vida me di cuenta de que tal vez había algo más allá de lo que podía ver. Me levanté lentamente, secando las lágrimas, y miré a Straus. —Está bien.
Nunca creí en nada en esta vida, pero tal vez ahora entiendo cuál es mi misión: debo ayudarte a llevar esa esfera fuera de aquí. Straus asintió, sorprendido pero agradecido. —Entonces no perdamos más tiempo.
Si vamos a morir, al menos hagámoslo peleando. Straus, con la esfera negra apretada en sus manos, no mostraba signos de soltarla, a pesar de que sus piernas estaban hechas polvo. —Pásame mis documentos.
Busqué en su mochila, sacando los viejos papeles llenos de símbolos extraños y mapas garabateados que él había protegido con su vida. Se los entregué y Straus comenzó a examinarlos frenéticamente, sus manos temblando mientras pasaba las páginas. Después de unos minutos que parecieron eternos, Straus levantó la cabeza con una chispa de esperanza en los ojos.
—Aquí hay una salida —dijo, señalando un punto en uno de los mapas con un dedo ensangrentado. Sin perder tiempo, me acerqué y lo levanté como pude. Cargarlo no era fácil, especialmente con sus piernas rotas, pero no había otra opción; no lo iba a dejar morir como a un perro.
Avanzamos hacia una esquina de la recámara, donde una pequeña abertura estaba escondida entre las sombras y los esqueletos. El acceso nos llevó a un túnel oscuro y estrecho; el aire estaba denso, pesado, y el olor a podredumbre era asfixiante. El túnel no solo era estrecho y opresivo, también estaba lleno de trampas.
Estacas y cuchillas ocultas emergían de las paredes a la mínima provocación. Estábamos en un maldito campo minado. Avanzamos con extremo cuidado, con Straus arrastrándose junto a mí, apretando la esfera como si fuera su vida misma.
Finalmente, llegamos a una sección del túnel que parecía un maldito callejón sin salida. Una trampa particularmente letal nos bloqueaba el camino. Era claro que alguien tendría que sacrificarse si queríamos pasar.
Me detuve, maldiciendo la situación, pero Straus ya había tomado su decisión. Lo vi en sus ojos. —Es aquí donde me quedo —dijo con voz apagada.
Antes de que pudiera protestar, me empujó la esfera contra el pecho, obligándome a tomarla. Yo también entendí mi misión: debo morir para que tú puedas escapar con esto. —No puedes hacer esto, viejo loco —grité, pero él no me dejó terminar.
—No hay tiempo para tus estupideces —me cortó, su voz ahora más fuerte, más firme—. Corre. No dejes que todo esto haya sido en vano.
Sus palabras eran una orden, no una sugerencia. En ese momento, mi cámara, la misma que había estado colgada de mi cuello desde que todo comenzó, se soltó y cayó al suelo. El impacto la destrozó en mil pedazos, y por un segundo me quedé mirándola.
Pero por primera vez en mi vida, no me importó; la cámara ya no significaba nada. Corrí, dejando a Straus detrás, escuchando cómo activaba la trampa. No me atreví a mirar atrás, pero oí el sonido de las estacas atravesando su cuerpo, su grito ahogado, y luego silencio.
Un silencio que lo decía todo. El túnel se abrió a la superficie y el aire fresco de la selva me golpeó en la cara. Por un momento pensé que había escapado, pero el destino no iba a ser tan amable.
Ahí, bajo la luna roja que colgaba en el cielo como un mal augurio, estaba Juan, el guía. Su rostro no mostraba emoción alguna, solo una fría determinación mientras sostenía un hacha que parecía haber sacado de alguna pesadilla. —Así que eras parte de todo esto —le grité, retrocediendo, mi corazón latiendo desbocado.
Pero Joao no respondió; sus ojos estaban fijos en mí, llenos de un odio que no había visto antes. Comenzó a acercarse, levantando el hacha, listo para destrozarme. Desesperado, me di la vuelta y eché a correr, mis piernas se movían por puro instinto, impulsadas por un miedo primitivo.
Sentía los pasos de Juan acercándose, el sonido del hacha cortando el aire a pocos metros de mi cabeza. Pero justo cuando pensé que todo estaba perdido, algo surgió de la oscuridad: la pantera negra, la misma que había atacado a Straus días atrás, salió de entre los árboles. Estaba herida, con la cicatriz del cuchillo de Joao aún visible, pero su furia era más fuerte que nunca.
Se lanzó sobre él, clavando sus colmillos en su cuello con una precisión mortal. Juan soltó un grito ahogado mientras el animal lo derribaba, su hacha cayendo al suelo sin hacer ruido. Aproveché la distracción y corrí por mi vida, sin mirar atrás, dejando a ambos a merced de sus propios destinos.
Corrí durante lo que me pareció una eternidad, mis pies ardiendo, mis pulmones al borde del colapso. Finalmente, después de lo que parecieron horas, llegué al río y allí, como una visión surrealista en medio del infierno, estaba el equipo de rescate que Straus había mencionado. Apenas tuve fuerzas para levantar una mano y llamar su atención.
Pero cuando me vieron, corrieron hacia mí, sacándome de la selva. Subí al bote, aferrándome a la esfera con todas mis fuerzas. Sentí que mis párpados se cerraban y, antes de perder la conciencia, lo último que vi fue la luna roja parpadeando en el cielo como un maldito presagio.
Desperté en el hospital de Brasil, con el cuerpo hecho un desastre y la cabeza llena de preguntas que no quería responder. Me tomó semanas recuperarme lo suficiente como para salir de ese lugar, y cuando finalmente lo hice, ya no era el mismo hombre que había llegado a Manaos. Algo en mí había cambiado y no era solo el miedo o la culpa por lo que había.
Pasado en esa selva era algo más profundo, algo que me carcomía desde adentro. Regresé a mi ciudad, a Chicago. Al principio intenté volver a mi antigua vida; fui fotógrafo durante años, pero cada vez que intentaba enfocarme en algo cotidiano, sentía un vacío en el estómago, un agujero negro que no podía llenar con nada.
Sabía que tenía que hacer algo, y pronto, así que empecé a investigar, a buscar respuestas a todas las preguntas que me atormentaban. Leí libros antiguos, textos oscuros que hablaban de seres extraterrestres que habían visitado la Tierra mucho antes de que el hombre caminara sobre ella; documentos ocultos, informes secretos, todos apuntaban a lo mismo: los arcontes, esas criaturas antiguas, esos malditos dioses falsos que se alimentan del sufrimiento humano, esperando el momento en que puedan saciar su hambre. Lo que Straus me dijo en esa recámara subterránea era cierto.
Cada vez que la luna presentaba un fenómeno extraño, los arcontes despertaban, hambrientos, exigiendo sacrificios. Cada eclipse, cada superluna, cada evento astronómico inusual: todos eran señales, señales de que los arcontes estaban activos reclamando su alimento. No podía mirar la luna de la misma forma otra vez.
Ahora sabía que cuando la gente admiraba la belleza de una luna roja o una luna azul, estaban ignorando el verdadero horror detrás de esos eventos. No era solo un espectáculo natural; era un banquete. Cada vez que veo la luna teñirse de rojo, sé que están exigiendo comer, y lo peor de todo es que algún día su hambre será tan grande que no habrá lugar en la Tierra donde podamos escondernos de su voracidad.
Solo espero estar muerto para entonces, porque vivir, sabiendo lo que sé, es un infierno que nadie debería soportar.