Al escuchar a la limpiadora tocar el piano, el millonario quedó paralizado al oír la música; la misma que su esposa tocaba antes de desaparecer hace 20 años. Ricardo Santoro, el hombre más exitoso y poderoso del sector inmobiliario, llevaba años sumido en una vida de lujo y trabajo incesante. Su mansión, sus hoteles de lujo y sus numerosos proyectos eran su refugio, pero nada llenaba el vacío que había en su corazón desde hace 20 años, cuando Isabela, su esposa, desapareció sin dejar rastro. Las noches que solían ser de compañía y amor se transformaron en horas solitarias,
llenas de recuerdos amargos y la constante pregunta que lo atormentaba: ¿qué le había pasado a Isabela? Era una tarde lluviosa cuando Ricardo decidió inspeccionar uno de sus hoteles más exclusivos. El Jardín Imperial era una rutina que había adoptado con los años; controlarlo todo personalmente, como si con ello pudiera mantener a raya el dolor que había inundado su vida tras la desaparición de su esposa. Entró al Gran Salón del hotel, impecable y reluciente como siempre. Sin embargo, algo, esa tarde, rompió la habitual calma del lugar. Mientras caminaba por el imponente pasillo de mármol, una melodía comenzó
a sonar a lo lejos. Ricardo se detuvo en seco; aquella música era imposible, pero el eco de las notas le resultaba dolorosamente familiar. No podía ser cierto, pero estaba seguro de que reconocía esa melodía; era la misma que Isabela solía tocar al piano, su canción, una pieza íntima y personal que nadie más conocía. El corazón de Ricardo comenzó a latir con fuerza y un nudo se formó en su garganta. Estaba imaginando cosas. Decidió seguir el sonido, guiado por el eco suave que parecía venir de la zona de servicio. Sus pasos resonaban en el silencio del
hotel mientras se adentraba en los corredores que llevaban a la cocina. Allí, en un rincón olvidado, encontró un viejo piano de cola cubierto de polvo, pero aún funcional. Sentada frente a él estaba una mujer que él conocía muy bien, aunque jamás la había visto en ese papel: Dolores, la encargada de la limpieza. Dolores, con las manos sobre las teclas del piano, tocaba la melodía como si formara parte de ella. Ricardo se quedó inmóvil, incapaz de procesar lo que estaba viendo. ¿Cómo podía ser que una simple trabajadora del hotel estuviera tocando esa misma canción, una que
había sido tan especial para Isabela y para él? La mente de Ricardo se llenaba de preguntas mientras la angustia le retorcía el pecho. —¿Dónde aprendiste a tocar esa canción? —preguntó, finalmente, su voz apenas un susurro, pero cargada de emociones que llevaba demasiado tiempo guardadas. Dolores se sobresaltó, deteniéndose de inmediato y girándose para mirarlo. Sus mejillas se sonrojaron de vergüenza al darse cuenta de que había sido descubierta. —Lo siento, señor Santoro —dijo con timidez, bajando la mirada—. No sabía que estaba prohibido tocar el piano aquí. Solo lo hice porque me recuerda algo, algo de mi infancia.
Ricardo, con la garganta seca, dio un paso adelante. —¿De dónde conoces esa melodía? —insistió, con la mirada fija en ella, incapaz de disimular su desconcierto. Dolores, claramente nerviosa, se encogió de hombros. —Mi madre solía tocarla cuando yo era pequeña, pero no recuerdo mucho de ella, señor. Solo sé que me hace sentir cerca de ella, aunque hace años que no sé nada de mi familia. El corazón de Ricardo dio un vuelco. ¿Era posible? ¿Cómo alguien como Dolores, una simple empleada de limpieza, conocía la canción que Isabela tocaba solo para él? Podría ser una coincidencia o había
algo más en esa historia. Ricardo, cuya vida siempre había estado regida por el control y la lógica, comenzaba a sentir cómo esa extraña melodía rompía las barreras que él mismo había construido a lo largo de los años. —Dime, Dolores —su voz ahora más firme—, ¿qué más recuerdas de tu madre? Dolores pareció titubear, como si no quisiera revelar demasiado. —No mucho, señor Santoro. Fui abandonada en un orfanato cuando era muy niña. No tengo muchos recuerdos claros de ella. Solo esa canción. El peso de sus palabras golpeó a Ricardo con fuerza: una canción, un abandono, un pasado
lleno de sombras. Algo en la historia de Dolores comenzaba a parecerle más que una simple coincidencia, y la curiosidad empezó a despertar en él una necesidad que no había sentido en años: la de encontrar respuestas. Dolores, sintiendo el silencio incómodo, se levantó lentamente del banco frente al piano y comenzó a disculparse. —Perdón, de verdad. No sabía que esto le molestaría. —Solo... No es eso —la interrumpió Ricardo, su mente trabajando a mil por hora—. Necesito saber más sobre tu pasado. ¿Estarías dispuesta a contarme? Dolores lo miró, claramente sorprendida por el repentino interés de su jefe en
su vida personal; sin embargo, algo en la intensidad de su mirada la hizo asentir lentamente. —Si usted lo quiere, señor Santoro, claro. Ricardo no sabía qué respuestas encontraría, pero lo que sí sabía era que esa melodía había desenterrado un dolor que él creía enterrado para siempre, y ahora, de alguna manera inexplicable, Dolores se había convertido en la clave para entender lo que realmente había pasado 20 años atrás. Ricardo Santoro no pudo dormir esa noche; la melodía que Dolores había tocado seguía resonando en su mente, como si hubiera despertado algo que él mismo había enterrado hacía
años. Se levantó temprano, incapaz de encontrar consuelo en la oscuridad de su habitación. Sabía que no podía dejar pasar lo que había ocurrido en el hotel; era una coincidencia demasiado extraña como para ignorarla. Se dirigió directamente a su despacho, una imponente oficina dentro de su mansión, decorada con libros de negocios y fotografías de sus logros profesionales. Pero entre esos trofeos de éxito destacaba una sola fotografía que siempre le recordaba que su vida, por perfecta que pareciera, no estaba completa: la de Isabel al piano, sonriendo feliz. Aquella foto había sido tomada pocos días antes de... Su
desaparición. Ricardo, sentado en su silla de cuero, tomó la fotografía en sus manos. Isabela... ¿Será posible que, de alguna manera, esa canción me esté llevando hacia ti? pensó mientras sus dedos recorrían el marco con nostalgia. Sentía que debía actuar, y actuar rápido. Horas después volvió al hotel; quería hablar con Dolores de nuevo, esta vez sin el shock inicial. Pensaba indagar más en su historia. Al entrar en la zona de servicio, vio a Dolores, que limpiaba uno de los pasillos. Ricardo, con una mezcla de firmeza y nerviosismo, se acercó. —Dolores —llamó, con un tono más suave
que la primera vez—. ¿Tienes un momento para hablar? Dolores se sobresaltó al verlo de nuevo; no esperaba que el dueño del hotel volviera a tener una conversación que había pensado que ya había terminado. —Por supuesto, señor Santoro —respondió, secándose las manos con su delantal—. ¿Sobre qué le gustaría hablar? Ricardo le indicó que lo acompañara a una sala más privada, lejos de los empleados y del bullicio. Una vez allí, ambos se sentaron, y Ricardo, con la mirada fija en ella, fue directo al punto: —Anoche no pude dejar de pensar en la canción que tocaste. Quiero saber
más sobre tu madre, sobre tu infancia. Dijiste que te abandonaron en un orfanato, ¿cierto? Dolores asintió lentamente, incómoda con la dirección de la conversación. —Sí, yo era muy pequeña cuando mi madre me dejó en el orfanato. No tengo muchos recuerdos claros de ella, solo que tocaba esa canción a veces, antes de que todo cambiara. Ricardo sintió un escalofrío recorrer su cuerpo; esa frase "antes de que todo cambiara" le resultaba familiar. Eran palabras que él mismo había pronunciado tantas veces al pensar en el día en que Isabela desapareció, el día en que su mundo cambió para
siempre. —¿Recuerdas algo más? —insistió Ricardo, ahora más interesado que nunca—. ¿Alguna imagen, alguna palabra? Dolores frunció el ceño, intentando concentrarse en los pocos fragmentos de su memoria. —Recuerdo un lugar... creo que era un parque, uno con muchos árboles, y había una mujer. No sé si era mi madre, pero su cara nunca la he podido recordar; es como si estuviera en sombras. Ricardo sintió que estaba a punto de descubrir algo grande, pero los recuerdos de Dolores eran demasiado vagos. No podía forzarla a recordar, y menos aún cuando ella no parecía saber la magnitud de lo que
sus palabras significaban para él. —Dolores, necesito saber algo más —dijo Ricardo, eligiendo con cuidado sus palabras—. ¿Alguna vez has intentado investigar tu pasado, saber quién fue realmente tu madre o por qué te abandonaron en ese orfanato? Dolores negó con la cabeza, un leve rastro de tristeza en su mirada. —Nunca lo intenté, señor. Para mí, el pasado siempre fue algo que preferí dejar atrás. Mi vida no ha sido fácil, pero me he acostumbrado a no esperar respuestas de algo que quedó tan lejos. Ricardo, acostumbrado a tener control sobre todas las situaciones, se sintió frustrado. Quería respuestas
y Dolores parecía resignada a no buscarlas, pero algo en su historia lo inquietaba profundamente y sentía que había algo más que ella no le estaba diciendo. Quizás por miedo o por simple desconocimiento. —Si no te importa, me gustaría ayudarte —dijo finalmente Ricardo—. Puedo contratar a alguien para que investigue. No es normal que alguien como tú, que no tiene recuerdos claros de su madre, conozca una canción tan específica. Algo más debe haber detrás de esto, y creo que es importante que lo descubras. Dolores lo miró sorprendida; no estaba acostumbrada a que alguien, y menos un hombre
tan importante como Ricardo, mostrara tanto interés en su vida personal. Su instinto le decía que era mejor dejar las cosas como estaban, pero algo en la voz de Ricardo le transmitía una seriedad que no podía ignorar. —Señor Santoro, no sé si sea necesario. He aprendido a vivir con lo poco que sé, pero si usted cree que vale la pena investigar, supongo que no tengo nada que perder. Ricardo asintió, decidido. —De acuerdo, contrataré a un detective. Solo necesito tu permiso para que comience a buscar información. Dolores, aún desconcertada por la situación, aceptó con un asentimiento leve.
Ricardo, sin perder tiempo, hizo una llamada rápida para organizar todo. Sabía que no podía dejar que el tiempo le robara la oportunidad de descubrir la verdad. —Gracias, Dolores —dijo finalmente, con una voz más suave—. Estoy seguro de que pronto sabremos más sobre tu pasado. Dolores no entendía del todo por qué Ricardo mostraba tanto interés, pero algo en su interior le decía que esta búsqueda podría traer respuestas que ella misma no sabía que necesitaba. Ricardo, por su parte, sabía que estaba ante el primer paso de algo mucho más grande; tenía la sensación de que estaba a
punto de descubrir un secreto que podría cambiar su vida para siempre. Los días pasaron con una extraña sensación de anticipación. Ricardo, que siempre había sido un hombre calculador y frío, sentía que el destino le estaba jugando una carta que no podía ignorar. Mientras el detective que había contratado comenzaba a indagar en el pasado de Dolores, él no dejaba de pensar en la posibilidad de que esa joven fuera más que una simple coincidencia en su vida. Las similitudes, los fragmentos de memoria, la canción... todo apuntaba a algo mucho más profundo. Ricardo había pedido al detective que
fuera discreto; no quería alarmar a Dolores ni mucho menos levantar sospechas antes de tener pruebas sólidas. Él mismo se había acostumbrado a ser metódico y a no actuar sin fundamentos, pero esta vez había algo visceral que lo impulsaba. Mientras tanto, Dolores seguía con su vida cotidiana en el hotel, sin saber que su pasado estaba siendo desenterrado. Una mañana, mientras Ricardo revisaba unos informes financieros en su despacho, su teléfono sonó. Era el detective. —Señor Santoro, tengo algunos avances sobre la investigación de Dolores —dijo la voz al otro lado de la línea. Ricardo sintió un nudo. En
el estómago, dejó de lado los documentos que tenía frente a él y se inclinó sobre el escritorio como si, con ese movimiento, pudiera acercarse más a las respuestas que tanto ansiaba. —¿Qué has encontrado? —preguntó con un tono que dejaba claro que no tenía tiempo para rodeos. —Dolores fue efectivamente abandonada en un orfanato cuando tenía alrededor de 5 años. No hay muchos registros oficiales sobre su familia. Todo lo que hay es el testimonio de la persona que la encontró: un trabajador social que la llevó al orfanato después de haber sido hallada cerca de un hospital en
las afueras de la ciudad. Parece que la niña estaba sola y no tenía identificación. Ricardo sintió cómo la frustración empezaba a crecer. Sabía que el sistema de orfanatos en aquel tiempo no era el más organizado, pero aún así esperaba más detalles, algo que le diera una concreta. —¿Hay algo más? —presionó, ansioso por obtener más información. —Sí, señor. Encontré un detalle que puede ser relevante. Según los archivos del hospital, una mujer fue admitida en urgencias por complicaciones graves unos días antes de que Dolores fuera encontrada. No hay muchos datos sobre ella, pero lo extraño es que
no se registró ningún nombre; simplemente fue ingresada, pero desapareció poco después de su ingreso. Ricardo sintió un escalofrío al escuchar aquello. Todo empezaba a encajar de una manera que lo inquietaba profundamente: una mujer misteriosa que desaparece, una niña encontrada poco después. Podría ser una coincidencia, pero su instinto le decía que no lo era. —¿Puedes conseguir más información sobre esa mujer? —preguntó Ricardo, tratando de controlar la creciente ansiedad en su voz. —Haré lo posible, pero el hospital donde ocurrió todo cerró hace años. Voy a intentar contactar a algunos empleados de la época; tal vez alguien recuerde
algo más. Pero lo que es claro, señor, es que el caso de Dolores está relacionado con esa mujer. Ricardo colgó el teléfono, sumido en pensamientos. Las piezas empezaban a juntarse, pero faltaban demasiadas para tener un cuadro completo. El silencio de su despacho se hacía más denso con cada minuto que pasaba. Se levantó y caminó hacia la ventana, mirando el horizonte de la ciudad, su imperio. —¿Cómo había pasado tanto tiempo sin saber la verdad? ¿Cómo no había notado antes las señales? —decidió que, aunque aún no tenía todas las respuestas, debía acercarse más a Dolores. Necesitaba hablar
con ella. No solo como el dueño del hotel, sino como alguien que compartía un dolor similar. Sabía que no podía revelarle nada aún, pero tenía que seguir ganando su confianza. Aquella tarde, Ricardo volvió al hotel buscando una excusa para encontrarse con Dolores. La encontró limpiando una de las suites de lujo. El contraste entre su figura humilde y la opulencia del lugar lo golpeó. —¿Cómo había llegado su vida a este punto? ¿Cómo una posible herencia de su sangre había terminado en esa situación? —Dolores la llamó suavemente, tratando de no sobresaltarla. —Necesito hablar contigo, si tienes un
momento. Dolores se giró, sorprendida de verlo allí. No estaba acostumbrada a que su jefe la buscara tan a menudo, y mucho menos para hablarle con tanta amabilidad. Con un leve gesto, dejó lo que estaba haciendo y salió de la habitación para escucharlo. —Claro, señor Santoro. ¿De qué se trata? —preguntó, limpiándose las manos con el delantal. Ricardo tomó aire, intentando no mostrar la tormenta de emociones que lo invadía. No era su estilo mostrarse vulnerable, pero algo en Dolores lo hacía bajar la guardia. —He estado pensando en lo que me contaste sobre tu infancia y quiero ayudarte.
Ya he contratado a alguien para investigar más sobre tus padres. Quiero que encuentres respuestas. Todos merecemos saber de dónde venimos. Dolores se quedó en silencio, procesando sus palabras. No entendía por qué Ricardo estaba tan interesado en su pasado, pero había algo en su voz que le daba sinceridad. —No sé qué decir, señor. Nunca imaginé que alguien, y menos usted, quisiera hacer algo así por mí. Pero no sé si estoy preparada para enfrentar lo que pueda salir a la luz. Ricardo la miró con una mezcla de comprensión y urgencia. Sabía lo que significaba vivir en la
incertidumbre, en la sombra de preguntas sin respuesta. Él había pasado dos décadas así. —Lo entiendo, Dolores, y si en algún momento sientes que es demasiado, no te preocupes. Solo quiero que sepas que estoy aquí para ayudarte, sea cual sea el resultado. Dolores asintió lentamente, agradecida por su preocupación. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que tal vez no estaba sola en su lucha interna por entender su origen. Ricardo se despidió, dejando que las palabras calaran en la mente de Dolores. Mientras salía del hotel, una única pregunta seguía atormentándolo: ¿qué pasaría cuando descubrieran toda la verdad?
Los días continuaron llenos de incertidumbre para Ricardo. A pesar de ser un hombre acostumbrado a controlar cada aspecto de su vida, sentía que estaba perdiendo las riendas en medio de un misterio que lo conectaba con un pasado que había intentado olvidar. Cada noche, volvía a su casa pensando en Dolores y en las piezas que aún faltaban para completar el rompecabezas de su vida. Una tarde, mientras leía unos contratos en su despacho, recibió la llamada que estaba esperando. El detective tenía novedades. Ricardo atendió con nerviosismo contenido, sintiendo que finalmente las respuestas estaban cerca. —Señor Santoro, tengo
nueva información —dijo la voz del detective, pausada pero directa—. Logré localizar a un antiguo empleado del hospital donde ingresaron a aquella mujer. Él recordaba el caso porque fue bastante extraño. Según su testimonio, la mujer llegó en un estado crítico, como si hubiera estado retenida contra su voluntad durante meses. Nunca dio su nombre, y aunque hubo intentos de tratarla, desapareció misteriosamente antes de que pudieran hacer más. Ricardo sintió un escalofrío recorriendo su cuerpo. Una mujer desaparecida... Las coincidencias eran demasiadas. Sabía que esta historia encajaba con lo que había pasado con Isabela, pero aún faltaban pruebas. Más
concretas. ¿Hay algún registro de lo que sucedió con ella? preguntó Ricardo, intentando mantener la calma. —No exactamente —respondió el detective—. Pero esto es lo más importante: esa mujer dio a luz en el hospital. El parto fue complicado, pero el bebé sobrevivió. No está claro cómo o por qué, pero el bebé fue abandonado poco después, y ahí es donde encontramos la conexión con Dolores. Ricardo se apoyó en el escritorio, incapaz de procesar del todo lo que estaba escuchando. Dolores había nacido en ese hospital; eso ya estaba casi confirmado. Pero lo que más le inquietaba era la
conexión entre esa mujer anónima y su esposa desaparecida. —¿Isabela? ¿Podemos estar seguros de que esa mujer era Isabela? —preguntó, temeroso de la respuesta, aunque su corazón ya parecía conocerla. El detective hizo una pausa antes de responder. —Señor Santoro, no podemos confirmarlo con un 100% de certeza, pero los detalles coinciden demasiado: el tiempo, el lugar, el estado en que fue encontrada. Todo apunta a que esa mujer era su esposa. Ahora, si lo que sospechamos es cierto, Dolores no solo fue abandonada, sino que es su hija. La revelación golpeó a Ricardo con fuerza. Siempre había imaginado que,
si encontraba a Isabela, lo haría solo. Pero ahora se enfrentaba a una verdad mucho más complicada: Dolores, la joven trabajadora que apenas conocía, podría ser su hija. Durante años, había vivido sin saber que tenía una hija, sin haber sospechado que su propio enemigo podría haberle arrebatado no solo a su esposa, sino también la posibilidad de ser padre. El peso de la información era abrumador. Ricardo se dejó caer en su silla, sintiendo cómo su mundo entero comenzaba a arder. Dolores, con quien había compartido pocas conversaciones formales, era más de lo que había pensado. La conexión que
sentía hacia ella no era casual; era sangre de su sangre. —Necesito pruebas —murmuró finalmente, su voz apenas un susurro—. No puedo simplemente suponerlo. Si Dolores es realmente mi hija, necesito saberlo con seguridad. —Entendido, señor —dijo el detective—. Podemos realizar una prueba de ADN para confirmarlo. Si es lo que desea, puedo arreglarlo todo de manera discreta. Ricardo asintió. Aunque el detective no pudiera verlo, sabía que no tenía otra opción: la prueba de ADN era el único camino para confirmar lo que su corazón ya le estaba diciendo. —Hazlo —ordenó, intentando recuperar la compostura—. Haz lo que sea
necesario. Colgó el teléfono y se quedó en silencio, con la mente agitada. Tenía que hablar con Dolores, pero no podía revelarle todo sin antes tener pruebas. Sin embargo, cada minuto que pasaba se volvía más difícil ocultar sus emociones. ¿Cómo iba a acercarse a ella ahora, sabiendo que podía ser su hija, sin desmoronarse emocionalmente? El resto de la semana transcurrió en una nube de nerviosismo. Ricardo, que siempre había sido el epítome de la serenidad en los negocios, estaba visiblemente alterado. Dolores notó el cambio en su comportamiento, pero no se atrevió a preguntarle directamente. La relación entre
ambos se había vuelto extrañamente cercana, pero seguía habiendo una barrera invisible que los separaba. Unos días después, el detective volvió a llamar. —Señor Santoro, ya tengo los resultados de la prueba de ADN —dijo con voz seria. Ricardo tomó aire, preparando su corazón para la respuesta que estaba a punto de escuchar, y preguntó con un tono que no ocultaba su desesperación: —¿Es positivo, señor? —Dolores es su hija. El mundo de Ricardo se detuvo. Por un instante, cerró los ojos, intentando procesar lo que acababa de escuchar. Dolores era su hija, la hija que nunca supo que tenía,
nacida en medio del horror del secuestro de su esposa. Isabela había sufrido más de lo que él jamás pudo imaginar, y ahora esa verdad estaba ante él, innegable y devastadora. —Gracias —dijo Ricardo, con la voz rota—. Haré lo que sea necesario para protegerla. Al colgar el teléfono, Ricardo supo que su vida ya no sería la misma. Tenía una hija, y ahora era su responsabilidad cuidarla, protegerla y, de alguna manera, intentar reparar el daño que su enemigo les había causado a ambas. Pero aún quedaba una pregunta por responder: ¿cómo le diría a Dolores la verdad? Ricardo
no podía sacarse de la cabeza la revelación que acababa de recibir: Dolores era su hija, su propia sangre. Había pasado años buscando respuestas sobre Isabela, pero nunca imaginó que, en su búsqueda, encontraría algo tan impactante. Ahora tenía que enfrentarse a una verdad aún más dura: debía contarle a Dolores quién era en realidad. Sin embargo, antes de tomar cualquier decisión, sabía que necesitaba más tiempo para procesar lo que había descubierto. Durante días, evitó cualquier confrontación directa con Dolores. Continuaba con sus rutinas, revisando los negocios, asistiendo a reuniones, pero su mente siempre estaba en otro lugar. El
peso de la verdad lo agobiaba; sabía que no podía ocultarlo por mucho más tiempo, pero ¿cómo podía acercarse a ella sin asustarla? Un sábado por la tarde, mientras caminaba por los pasillos del hotel, vio a Dolores trabajando en la limpieza de uno de los salones. Algo en su calma y sencillez lo llenaba de una extraña melancolía. Allí estaba ella, la hija que nunca supo que tenía, trabajando en su propio hotel, sin conocer su verdadero origen. Ricardo, sin pensarlo dos veces, decidió que no podía seguir posponiendo la verdad. —Dolores —llamó con un tono más suave del
habitual. Ella se giró con una ligera sonrisa. —Señor Santoro, ¿en qué puedo ayudarlo? Ricardo respiró hondo, sabía que lo que estaba a punto de decirle cambiaría la vida de ambos para siempre. —Necesito hablar contigo, pero no aquí. ¿Podrías acompañarme a mi oficina? Dolores frunció el ceño, sorprendida por la solicitud. Era raro que le pidiera algo tan personal, pero asintió sin cuestionar demasiado. Juntos caminaron hacia la oficina de Ricardo, un lugar que hasta ese momento Dolores había visto solo desde la distancia. Una vez dentro, Ricardo cerró la puerta detrás de ellos. "Siéntate," le dijo, señalando una
silla frente a su escritorio. Dolores, nerviosa por la seriedad en su voz, tomó asiento. Sabía que algo importante estaba a punto de ser revelado, pero no tenía idea de qué se trataba. Ricardo se sentó frente a ella, con las manos entrelazadas sobre el escritorio. Durante unos momentos, se quedó en silencio, buscando las palabras adecuadas. " Dolores, hay algo que debes saber, algo que he estado investigando desde que te conocí. No sé cómo empezar esto, pero lo que descubrí puede cambiar muchas cosas en tu vida." Dolores lo miró con los ojos entrecerrados, tratando de entender hacia
dónde se dirigía la conversación. "¿Qué quiere decir, señor Santoro?" preguntó con cautela. Ricardo inhaló profundamente antes de continuar. "He estado investigando tu pasado. Sé que mencionaste que fuiste abandonada cuando eras niña y que no recuerdas mucho sobre tu madre. Bueno, he encontrado información sobre tu origen." Dolores se tensó en su asiento. Sentía que lo que estaba a punto de escuchar era demasiado grande para comprenderlo de inmediato. "¿Qué encontró?" su voz apenas era un susurro, llena de incertidumbre. "Tu madre..." Ricardo hizo una pausa, su voz quebrándose ligeramente. "Tu madre era Isabela, mi esposa." Dolores lo miró
confundida, como si sus palabras no tuvieran sentido. "¿Su esposa?" Incrédulo, Ricardo asintió. "Sí. Hace 20 años, Isabela fue secuestrada y, durante ese tiempo, dio a luz a una niña. Esa niña eres tú, Dolores. Eres mi hija." El silencio que siguió fue insoportable. Dolores se quedó inmóvil, tratando de procesar lo que acababa de escuchar. Su vida entera, lo poco que recordaba de su pasado, se estaba desmoronando frente a ella. "¿Cómo podía ser cierto? ¿Cómo podía ser hija de un hombre tan poderoso y no saberlo?" "No," murmuró, sacudiendo la cabeza. "No puede ser." "Lo es, Dolores. He
hecho una prueba de ADN y los resultados confirman que eres mi hija. Lamento tanto que hayas pasado por esto sin saber la verdad. Pero ahora que lo sabemos, no puedo seguir ocultándolo." Dolores se levantó de la silla, con la respiración agitada y las manos dolorosas. Toda su vida había sentido un vacío, una falta de pertenencia, pero nunca imaginó que su madre fuera una mujer secuestrada y que su padre estuviera tan cerca todo este tiempo. "Esto no puede estar pasando," susurró, caminando de un lado a otro en la habitación. "Todo lo que he creído, todo lo
que he vivido… esto no tiene sentido." Ricardo se levantó lentamente, intentando acercarse a ella, pero sabía que lo que estaba enfrentando no era fácil. Él mismo había luchado con la verdad durante semanas; sabía que Dolores necesitaba tiempo. "Dolores, sé que es mucho para asimilar, y no espero que lo aceptes de inmediato, pero quiero que sepas que nunca dejé de buscar a tu madre. Nunca supe que ella estaba embarazada cuando fue secuestrada. Todo este tiempo pensé que había perdido a las dos personas más importantes de mi vida." Dolores lo miró con lágrimas en los ojos; no
sabía cómo reaccionar. Había pasado toda su vida sin padres, sintiendo que no pertenecía a ningún lugar y ahora, de repente, su jefe, el hombre al que apenas conocía, resultaba ser su padre. "Necesito tiempo," dijo, su voz temblando. "No sé qué hacer con todo esto." Ricardo asintió, respetando su necesidad de espacio. Sabía que no podía forzarla a aceptar la verdad de inmediato. "Tómate todo el tiempo que necesites, Dolores. Solo quiero que sepas que estaré aquí para ti, siempre." Dolores, sin decir una palabra más, salió de la oficina con el corazón acelerado y la mente inundada de
preguntas. Ricardo la observó irse con una mezcla de alivio y temor. Había dado el paso más difícil, pero ahora debía esperar a que Dolores procesara la verdad. La incertidumbre de lo que iba a suceder después lo mantenía en vilo. Mientras Dolores caminaba por los pasillos del hotel, su mente viajaba por las sombras de su pasado. ¿Qué debía hacer ahora? Su vida, tal como la conocía, había cambiado para siempre. Dolores caminaba sin rumbo fijo; después de la revelación que acababa de escuchar, su mente estaba llena de preguntas, dudas y recuerdos que apenas lograba comprender. ¿Cómo era
posible que todo lo que creía sobre su vida no fuera más que una sombra de la verdad? Sentía que el mundo se desmoronaba bajo sus pies. No podía creer que Ricardo, su jefe, fuera su padre y que su madre, de la que apenas tenía recuerdos vagos, fuera una mujer que había sido secuestrada. Pasó los días sumida en la confusión. En las noches, los recuerdos de su infancia volvían a ella como si fueran un rompecabezas mal armado: imágenes sueltas, sonidos y sensaciones que no lograba poner en orden. Recordaba la canción que su madre le había tocado,
la misma melodía que había provocado toda esta cadena de descubrimientos, pero no lograba recordar su rostro con claridad. Una tarde, mientras terminaba su turno en el hotel, decidió visitar el orfanato donde había crecido. Sentía que necesitaba entender más de su pasado, que de alguna manera ese lugar podría darle respuestas que aún no había encontrado. Al llegar, el lugar le pareció más pequeño de lo que recordaba, aunque lo reconoció al instante. Habían pasado muchos años desde que lo dejó, pero el eco de los pasos en el patio le recordó la soledad que había sentido tantas veces
mientras crecía allí. Al entrar, una de las antiguas cuidadoras, la señora Elena, la reconoció al instante. "Dolores, mi niña, cuánto tiempo," exclamó con una sonrisa cálida, abrazándola con fuerza. "¿Qué te trae por aquí después de tantos años?" Dolores, con una sonrisa tensa, correspondió al abrazo. No sabía exactamente cómo empezar esa conversación. "Necesito respuestas," dijo con voz entrecortada. "Sobre mi madre, sobre lo que pasó antes de que llegara aquí." La señora Elena la miró con cierta preocupación. Siempre había sabido que Dolores, como muchos otros niños en el orfanato, guardaba heridas profundas. Pero la historia… De dolores
había sido diferente, más misteriosa que la de los demás. —Claro, ven conmigo —dijo la mujer, llevándola a una pequeña sala donde solían guardar los archivos de los niños que habían pasado por el orfanato. Elena sacó una carpeta vieja, llena de papeles desgastados, y la abrió frente a Dolores. —Aquí está todo lo que tenemos sobre ti —dijo, deslizando los documentos hacia ella. Dolores tomó la carpeta con manos temblorosas mientras revisaba los papeles. Algo llamó su atención: una pequeña nota escrita a mano que parecía haber sido añadida al expediente años después de su ingreso. En ella alguien
había escrito: "Niña encontrada cerca de un hospital, madre desconocida, desaparecida". Dolores leyó esas palabras una y otra vez, tratando de comprender su significado. El hospital... esa era la clave. Todo lo que sabía de su pasado estaba vinculado a ese lugar. Sintió un nudo en el estómago al pensar en lo que había descubierto Ricardo sobre su madre Isabela y cómo eso encajaba con lo poco que ella recordaba. —¿Recuerdas algo sobre mi llegada? —preguntó, alzando la vista hacia la señora Elena. La mujer se sentó a su lado y asintió lentamente. —Fuiste traída por un trabajador social. Dijeron
que te habían encontrado sola cerca de un hospital y que nadie sabía quién era tu madre. Era muy extraño, porque no solían abandonar niños de esa manera, sin ningún rastro. Lo único que trajiste contigo fue una pequeña manta y una muñeca vieja. Dolores sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. No podía recordar nada de eso. Todo lo que tenía en su memoria eran esos fragmentos desconectados, imágenes que no lograba unir. Pero ahora todo empezaba a tener sentido. Aunque era una verdad que dolía demasiado. —¿Alguna vez mencioné algo sobre mi madre? —preguntó, con la esperanza de que
alguna conversación olvidada pudiera arrojar luz sobre lo que no lograba recordar. La señora Elena la miró con una expresión de tristeza. —Recuerdo que solías hablar de una canción. Decías que tu madre la tocaba para ti y que esa melodía era lo único que te hacía sentir cerca de ella. Pero, fuera de eso, nunca dijiste mucho más. Eras una niña muy callada; siempre muy reservada. Dolores asintió, procesando esa información. La canción… todo volvía a esa melodía. Era lo único que la conectaba con su madre, pero también era lo que la había llevado a esta situación tan
confusa. ¿Cómo podía una simple pieza de música haber desatado toda esta cadena de eventos? De repente, sintió una abrumadora necesidad de... ya no podía seguir viviendo con tantas preguntas sin resolver. Sabía que tenía que enfrentar lo que Ricardo le había revelado, pero también tenía que lidiar con sus propios sentimientos, con el dolor de descubrir que su vida entera había sido una mentira. Al salir del orfanato, el cielo comenzaba a oscurecerse. Las sombras de la noche se alargaban en las calles, reflejando el estado interno de Dolores. El peso de la verdad era más de lo que
podía soportar en ese momento, pero sabía que tenía que seguir adelante, que debía enfrentarse a lo inevitable. Al día siguiente decidió ir a la mansión de Ricardo. Necesitaba hablar con él, aclarar sus dudas y tal vez obtener más respuestas sobre su madre. Sabía que no sería una conversación fácil, pero no podía seguir viviendo en la oscuridad. Cuando llegó a la puerta, Ricardo la estaba esperando. Parecía ansioso, pero al mismo tiempo aliviado de verla. Ambos sabían que esta conversación era inevitable y que las heridas que se abrirían serían profundas. —Dolores —dijo Ricardo al verla entrar—, me
alegra que hayas venido. Dolores asintió, con los ojos llenos de preguntas. —Necesito saber más sobre mi madre —dijo con la voz firme—. Todo lo que descubriste, todo lo que me dijiste, necesito entenderlo mejor. Ricardo la miró con comprensión. Sabía que este momento llegaría, pero no podía evitar sentir una punzada de dolor al ver lo perdida que estaba. —Claro —respondió con suavidad—. Siéntate, Dolores. Hay mucho que necesito contarte sobre Isabela, sobre nuestra historia. Dolores se sentó frente a Ricardo, su mente girando con una mezcla de confusión y dolor. Ricardo sabía que esta conversación sería difícil, pero
también era necesaria. El silencio en la habitación era denso, lleno de una tensión que ninguno de los dos parecía saber cómo aliviar. —Dolores, sé que todo esto te ha golpeado con fuerza —comenzó Ricardo, su voz suave pero llena de seriedad—. Pero lo que descubrí sobre tu madre, sobre Isabela, no es solo una tragedia personal; es más complicado de lo que te imaginas. Dolores lo miró con los ojos entrecerrados, tratando de prepararse para lo que estaba por venir. —¿A qué te refieres? —preguntó, su voz temblando un poco. Ricardo se inclinó hacia adelante, apoyando las manos sobre
la mesa, como si estuviera a punto de revelar un secreto que había guardado durante demasiado tiempo. —Isabela fue secuestrada por un hombre. Alguien que en su momento fue mi socio en los negocios. Se llamaba Gonzalo Reyes. Nunca pude probarlo, pero siempre sospeché que fue él quien estuvo detrás de su desaparición. Dolores sintió que el nombre resonaba en su mente. Aunque no lo conocía, no podía imaginarse cómo un hombre como Gonzalo podría haber estado involucrado en algo tan atroz. —¿Por qué haría algo así? —preguntó, con incredulidad. —Venganza —respondió Ricardo, con los ojos llenos de una furia
contenida—. Gonzalo y yo éramos socios en una gran inversión inmobiliaria, pero las cosas se torcieron y él perdió todo. Mientras yo salí ileso, nunca pudo soportar que yo hubiera triunfado donde él fracasó. No tenía pruebas, pero siempre creí que tomó a Isabela para hacerme pagar. Y ahora sé que estaba en lo cierto. Dolores apretó los puños, tratando de contener la rabia y el dolor que sentía al escuchar cómo su madre había sido víctima de una venganza. que no tenía nada que ver con ella, así que todo esto fue por negocios. Mi madre fue secuestrada y
yo fui abandonada por algo que ni siquiera tenía que ver con ella. La voz de Dolores se quebró mientras hablaba, incapaz de contener la angustia que sentía. Ricardo asintió, con la mirada fija en el suelo; sabía que no había excusa para lo que había pasado y que el daño causado a Dolores era irreparable. —Sí, y no pasa un día en que no me arrepienta de no haber hecho más para detenerlo. En su momento no tenía pruebas y Gonzalo desapareció poco después de que Isabela fuera secuestrada. Lo busqué durante años, pero fue como si se hubiera
esfumado. Dolores sentía una mezcla de ira y desesperación. Todo lo que había pasado en su vida, todo ese vacío y ese sentimiento de abandono, estaba ligado a una lucha de poder que ella ni siquiera comprendía. —¿Y ahora? —preguntó con un tono desafiante—. ¿Dónde está ese hombre? Ricardo tragó saliva; sabía que esta parte de la conversación sería aún más difícil. —Hace unos días recibí una llamada de alguien cercano a Gonzalo. Me dijeron que él estaba al tanto de lo que hemos descubierto sobre ti, sobre Isabela, y ahora está intentando protegerse. Dolores sintió un escalofrío recorrer la
espalda. —¿La sombra de Gonzalo sigue presente acechándote? —preguntó alarmada. —Teme que si seguimos investigando, podamos descubrir la verdad completa sobre lo que le hizo a Isabela. Está desesperado, Dolores, y un hombre desesperado es peligroso. Dolores se levantó de la silla, sintiendo cómo la ira consumía su ser. No podía creer que, después de todo lo que había pasado, ese hombre seguía interfiriendo en su vida. —Quiero respuestas, pero también quiero justicia. —Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó con determinación en los ojos—. No voy a permitir que este hombre siga interfiriendo en mi vida, no después de todo lo que
me quitó. Ricardo asintió; sabía que Dolores tenía razón. Ya no podían quedarse esperando a que Gonzalo diera un paso. —Voy a enfrentarme a él —dijo Ricardo con firmeza—. Tengo algunos contactos que pueden ayudarme a localizarlo. No dejaré que nos vuelva a hacer daño. Dolores, aunque asustada por lo que estaba por venir, sintió una extraña sensación de alivio al ver la determinación en los ojos de Ricardo. Finalmente, alguien estaba tomando acción para protegerla. Aunque su relación con él aún era incierta y confusa, en ese momento sintió que podía confiar en él. —Quiero estar contigo cuando lo
enfrentes —dijo, decidida—. No pienso quedarme al margen mientras resuelves esto; yo también tengo derecho a obtener respuestas. Ricardo la miró con una mezcla de admiración y preocupación. Sabía que Dolores era fuerte, pero también sabía que enfrentarse a Gonzalo podría ser peligroso. —Lo sé y lo respeto, pero necesito que entiendas que Gonzalo no es alguien con quien se pueda negociar fácilmente. Es un hombre peligroso y no quiero que te pongas en riesgo. —No me importa el riesgo —respondió Dolores con firmeza—. Esta es mi vida y merezco saber la verdad. Ricardo asintió, sabiendo que no podría convencerla
de lo contrario. Dolores tenía razón; ella merecía estar allí, merecía saber todo lo que había ocurrido y enfrentarse a su pasado. —De acuerdo —dijo finalmente—, pero lo haremos juntos. No te dejaré sola en esto. Dolores sintió un extraño alivio en esas palabras, a pesar de toda la confusión y el dolor que sentía. Saber que Ricardo estaba dispuesto a enfrentarse a su pasado y a protegerla le dio una sensación de seguridad que no había sentido en mucho tiempo. Pero mientras ambos se preparaban para enfrentarse a Gonzalo, sabían que el camino que les esperaba sería oscuro y
lleno de incertidumbre. La verdad estaba cada vez más cerca, pero con ella también venía el peligro. Los días que siguieron estuvieron llenos de tensión y expectación. Ricardo había contactado a varios de sus antiguos colegas en busca de información sobre el paradero de Gonzalo. Las pistas eran escasas, pero no imposibles de seguir. Mientras tanto, Dolores, aún en proceso de aceptar la verdad sobre su pasado, se preparaba emocionalmente para lo que estaba por venir. Sabía que enfrentar al hombre que había destruido la vida de su madre y, por ende, la suya, no sería fácil, pero estaba decidida
a obtener justicia. Una mañana, Ricardo recibió una llamada crucial de uno de sus contactos. —Señor Santoro, tenemos información sobre Gonzalo Reyes —dijo la voz del otro lado de la línea—. Sabemos que ha estado operando en la sombra durante años, pero recientemente fue visto en una propiedad en las afueras de la ciudad. Parece que ha estado ocultándose allí, pero también ha estado moviendo ciertos negocios ilegales. Ricardo apretó el teléfono con fuerza; sabía que Gonzalo no se detendría ante nada para protegerse, y eso lo hacía aún más peligroso. —¿Estás seguro de esto? —preguntó Ricardo, su voz firme
pero tensa. —Sí, señor. Es un lugar discreto, pero hemos confirmado su presencia. Sin embargo, le advierto que no será fácil acercarse a él; está bien protegido. Ricardo agradeció la información y colgó. Sabía que no podían esperar más. Gonzalo estaba cerca y ahora tenían una oportunidad real de enfrentarlo, pero la situación también lo preocupaba. Sabía que Dolores quería estar presente, pero la posibilidad de que algo saliera mal lo atormentaba. Aquella tarde, Ricardo se reunió con Dolores en su despacho. La miró con seriedad, sabiendo que lo que estaba a punto de decirle podría cambiarlo todo. —Hemos encontrado
a Gonzalo —dijo sin rodeos, observando la reacción de Dolores. Ella lo miró con una mezcla de sorpresa y determinación; era lo que había estado esperando, pero escuchar esas palabras hacía que la situación se sintiera mucho más real, más peligrosa. —¿Dónde está? —preguntó, su voz firme. —En una propiedad fuera de la ciudad. Está bien protegido y parece estar involucrado en actividades ilegales. No será fácil enfrentarlo, pero esta es nuestra mejor oportunidad de obtener respuestas. Dolores respiró hondo, sabía que... Enfrentarse a Gonzalo no solo significaba descubrir la verdad sobre su madre, sino también enfrentarse a un hombre
capaz de cualquier cosa. Pero no estaba dispuesta a retroceder. "Voy contigo", dijo con determinación. "No puedo quedarme aquí mientras tú lo enfrentas solo. Quiero estar allí, quiero mirarlo a los ojos y entender por qué hizo todo esto". Ricardo asintió. Aunque su preocupación era evidente, "Lo entiendo, Dolores, pero quiero que sepas que esto no será fácil. Gonzalo es un hombre peligroso y no dudaría en hacer cualquier cosa para protegerse. Tienes que estar preparada para lo peor". Dolores lo miró directamente a los ojos. "He pasado mi vida entera buscando respuestas. No importa lo peligroso que sea, no
me detendré ahora". Ricardo admiraba la valentía de Dolores, pero sabía que este enfrentamiento no solo sería emocionalmente devastador, sino también físicamente arriesgado. Sin embargo, no tenía la intención de dejarla fuera de esto. Ella tenía derecho a estar allí. "De acuerdo, lo haremos juntos", dijo finalmente, sellando la decisión. Un par de días después, Ricardo y Dolores se dirigieron a la propiedad de Gonzalo. Habían hecho los arreglos necesarios para acercarse con discreción, pero ambos sabían que cualquier paso en falso podría ser fatal. El viaje hasta las afueras de la ciudad fue silencioso. Dolores miraba por la ventana,
su mente llena de imágenes vagas de su madre, tratando de recordar algún momento que pudiera darle más claridad. Todo lo que tenía eran fragmentos, retazos de recuerdos que no lograba unir. Al llegar, la propiedad se alzaba ante ellos, rodeada de árboles altos y una cerca de seguridad. Era un lugar discreto, pero claramente diseñado para mantenerse aislado del mundo exterior. Ricardo detuvo el coche a una distancia segura y ambos se prepararon para lo que estaba por venir. "¿Estás lista?", le preguntó Ricardo, mirándola con seriedad. Dolores asintió. Aunque su corazón latía con fuerza, estaba lista, pero también
aterrada; sabía que este enfrentamiento cambiaría su vida para siempre. Se acercaron a la entrada con cautela. Ricardo había contactado a algunos de sus antiguos colegas en la seguridad privada para que lo acompañaran, y ellos se aseguraron de que pudieran entrar sin ser detectados. Al acercarse a la casa principal, el silencio se volvió ensordecedor. Sabían que Gonzalo estaba allí, pero no sabían cómo reaccionaría ante su llegada. Finalmente, llegaron a la puerta principal. Ricardo tocó con fuerza y, durante unos segundos, no hubo respuesta. El silencio era sofocante. Pero entonces, la puerta se abrió lentamente. Un hombre corpulento,
que claramente era uno de los guardias de seguridad de Gonzalo, los miró con sospecha. "¿Qué quieren aquí?", preguntó, su voz profunda y amenazante. Ricardo mantuvo la calma, aunque su mente trabajaba rápidamente para evaluar la situación. "Estamos aquí para ver a Gonzalo Reyes", dijo con autoridad. "¿Quién soy? Díganle que Ricardo Santoro está aquí y que tenemos asuntos pendientes". El guardia lo miró con recelo, pero finalmente asintió y se retiró para comunicar el mensaje. Dolores sintió cómo la tensión en su cuerpo aumentaba. Estaba a punto de enfrentarse al hombre que había destruido su vida sin que ella
lo supiera. Su mente corría con preguntas: ¿por qué lo hizo? ¿Qué había ganado con todo esto? Y, lo más importante, ¿qué había pasado realmente con su madre? Después de unos minutos que parecieron eternos, Gonzalo apareció en el umbral de la puerta. Su figura, aunque mayor, seguía imponente. Llevaba una sonrisa torcida en el rostro, una sonrisa que no llegaba a sus ojos. "Ricardo, cuánto tiempo", dijo Gonzalo con una voz suave, pero llena de veneno. "No esperaba verte aquí, y mucho menos con compañía". Sus ojos se posaron en Dolores, quien lo miraba con una mezcla de odio
y miedo. "Sabes por qué estoy aquí, Gonzalo", dijo Ricardo, dando un paso adelante. "Quiero la verdad. Quiero saber qué le hiciste a Isabela y por qué abandonaste a mi hija". Gonzalo soltó una carcajada amarga, como si todo aquello fuera un juego para él. "La verdad, Ricardo, es que Isabela fue solo una pieza más en este juego. Y tu hija...", se detuvo, mirando a Dolores con desdén, "bueno, nunca debió haber nacido". Dolores sintió que el mundo se desmoronaba a su alrededor. Sabía que este hombre era cruel, pero escuchar esas palabras la golpeó como un puñal en
el corazón. Ricardo, por su parte, sintió cómo la rabia se apoderaba de él; sabía que estaba a punto de enfrentarse a una batalla emocional y física. Este era solo el principio de la confrontación que cambiaría sus vidas para siempre. El eco de las palabras de Gonzalo resonaba en los oídos de Dolores, cada sílaba cayendo como un peso imposible de soportar. "Nunca debió haber nacido". Aquellas palabras atravesaron su corazón como un cuchillo, haciéndola temblar de rabia y dolor. Por un instante, el mundo se detuvo para ella. Ricardo, al verla en ese estado, sintió una oleada de
furia recorrer su cuerpo. Ya no se trataba solo de buscar respuestas; ahora era una cuestión de justicia. "Dilo todo, Gonzalo", exigió Ricardo, avanzando un paso hacia él. "Ya no hay vuelta atrás. Quiero que Dolores escuche la verdad, todo lo que le hiciste a Isabela y cómo destruiste nuestras vidas. No puedes ocultarlo más." Gonzalo se cruzó de brazos, su expresión burlona no se desvanecía. Parecía disfrutar del sufrimiento que causaba con cada palabra. "La verdad", repitió con una sonrisa sarcástica. "¿Y qué te haría pensar que la verdad cambiará algo? Ricardo, Isabela fue una simple herramienta y tú...
tú fuiste demasiado ingenuo como para darte cuenta de lo que estaba pasando frente a tus propios ojos". Dolores, que hasta ese momento había permanecido inmóvil, dio un paso adelante. Su cuerpo entero temblaba, pero no de miedo, sino de una rabia incontrolable. Quería respuestas y las quería ahora. "¿Qué le hiciste a mi madre?", preguntó, su voz cargada de un dolor profundo. "¿Por qué no separaste? Dímelo". Gonzalo la miró con una frialdad que hacía que el aire se sintiera pesado. “Tu madre querida no era más que un peón en mi partida contra Ricardo. La tomé porque sabía
que él nunca podría recuperarse de su pérdida, y tenía razón, ¿verdad?” dijo, dirigiéndose a Ricardo con una sonrisa maliciosa. “Tu vida se desmoronó después de que desapareció. Me asegurémonos… [Música]. ¿Dónde está? ¿Qué pasó con ella?” Por primera vez, la sonrisa de Gonzalo se desvaneció ligeramente; sus ojos brillaron con una emoción que no era burla, sino algo más oscuro. “Isabela… Bueno, tu madre no sobrevivió mucho tiempo después de dar a luz.” Hizo una pausa, disfrutando del impacto que sus palabras causaban. “Estaba demasiado débil; el parto fue complicado y cuando la llevé al hospital ya no había
mucho que hacer.” Dolores sintió como su cuerpo se debilitaba. Al escuchar esas palabras, su madre había muerto sola después de haberla dado a luz en medio del cautiverio. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, pero no era tristeza lo que dominaba sus emociones. Era una ira contenida que se acumulaba en su pecho. “¿La dejaste morir?” preguntó Dolores con una mezcla de incredulidad y furia. “¿La secuestraste? ¿La hiciste pasar por todo eso y luego la abandonaste en un hospital?” Gonzalo la miró sin el más mínimo rastro de arrepentimiento. “Ella ya no me servía para nada.
Lo importante era que Ricardo sufriera, y créeme, cumplió su propósito.” Ricardo, incapaz de controlar más su ira, dio un paso adelante y agarró a Gonzalo por la solapa de su chaqueta. “¡Maldito seas, Gonzalo!” gritó, sacudiéndolo con fuerza. “Me arrebataste todo. Me quitaste a Isabela y a mi hija.” Pero Gonzalo, incluso frente a la furia de Ricardo, no mostró ni una pizca de miedo. “Ya es tarde para arrepentimientos, Ricardo,” dijo con frialdad. “Todo lo que querías ya lo perdiste y yo gané.” Dolores, incapaz de soportar más, intervino. “No ganaste nada,” dijo con firmeza. “Me has quitado
a mi madre, pero no te llevarás mi futuro. No permitiré que sigas controlando nuestras vidas.” Gonzalo se soltó del agarre de Ricardo y dio un paso atrás, ajustándose la chaqueta con aire de desprecio. “Eso ya no depende de ti, niña. Yo siempre tengo el control.” Pero antes de que pudiera decir algo más, un ruido fuerte se escuchó fuera de la propiedad. Ricardo y Dolores intercambiaron miradas de confusión mientras los guardias de Gonzalo corrían hacia la puerta. El caos estalló en segundos y las voces de los hombres de seguridad se oían claramente. “¡La policía está aquí!”
gritó uno de los guardias. “¡Tenemos que salir de aquí ya!” Gonzalo, visiblemente sorprendido, retrocedió; el pánico que intentaba disimular empezaba a reflejarse en su rostro. Sabía que el tiempo se le había agotado. Ricardo había tomado medidas para asegurarse de que la justicia finalmente lo alcanzara. “¡Es el fin!” gritó Ricardo. “No tienes a dónde ir.” Dolores lo miró, sabiendo que la verdad finalmente estaba a la vista. El hombre que había destruido su vida estaba acorralado y no había más salida para él. La justicia, aunque tardía, estaba por llegar. Los agentes entraron en la propiedad, arrestando a
los guardias de Gonzalo y asegurándose de que nadie pudiera escapar. Gonzalo, arrinconado, intentó resistirse, pero ya no tenía control sobre la situación. Los policías lo esposaron. Lanzó una última mirada de odio hacia Ricardo y Dolores. “¡Esto no ha terminado!” gritó. “¡Siempre habrá consecuencias!” Ricardo, con los ojos llenos de determinación, se acercó a él por última vez. “Ya terminó, Gonzalo. Has pagado por tus crímenes y ahora mi hija y yo podemos seguir adelante.” Dolores, todavía temblando por la intensidad del momento, sintió una mezcla de alivio y tristeza. Finalmente, el hombre que había causado tanto sufrimiento estaba
siendo llevado ante la justicia. Pero el vacío que sentía por la pérdida de su madre aún pesaba sobre su corazón. Ricardo la miró con una expresión de ternura, sabiendo que ambos habían sufrido demasiado, pero también sabía que juntos podrían encontrar la paz que tanto habían buscado. “Vamos a casa,” dijo Ricardo suavemente. “Esto ha terminado.” Dolores asintió, y mientras dejaban atrás la propiedad, supo que la verdad finalmente había salido a la luz. Y aunque el dolor seguía presente, ahora tenía la oportunidad de comenzar de nuevo junto a su padre. Dolores y Ricardo abandonaron la propiedad de
Gonzalo con una sensación agridulce. La justicia estaba en marcha, pero el peso de todo lo que había sucedido seguía presente. Para Dolores, saber que su madre había sufrido tanto antes de morir era una carga difícil de sobrellevar. Y aunque Gonzalo estaba siendo llevado ante la ley, nada podría devolverle los años perdidos. La mañana siguiente, Dolores despertó con la sensación de que todo había sido un sueño, un mal sueño del que no podía escapar. Se sentó en la cama, observando el tenue sol que entraba por la ventana de la mansión de Ricardo. Ya no era la
trabajadora humilde del hotel, sino la hija de un hombre poderoso, con un legado que ahora comprendía de una manera mucho más profunda. Pero esa nueva realidad traía consigo un dolor que no sabía cómo manejar. Mientras se vestía, su mente seguía llena de preguntas. ¿Qué haría ahora? ¿Cómo seguir adelante después de conocer la verdad? Sabía que Ricardo había estado tratando de protegerla, pero también sentía que había algo más en su relación con su padre que aún necesitaba explorar. Las cicatrices emocionales que ambos compartían eran profundas y el camino hacia la sanación sería largo. En el comedor,
Ricardo ya la esperaba con una taza de café en la mano, su rostro reflejando una mezcla de preocupación y cansancio. Sabía que el día anterior había sido devastador para Dolores y, aunque se sentía aliviado de que Gonzalo estuviera finalmente bajo custodia, también sabía que su relación con su hija necesitaba tiempo para sanar. “Buenos días, Dolores,” dijo con una sonrisa tenue. “¿Dormiste?” Bien, Dolores asintió, pero no dijo nada. Se sentó frente a él, tomando la taza de café que él le había servido. Durante unos minutos, el silencio entre ellos fue cómodo, como si ambos supieran que
no había necesidad de palabras apresuradas. Finalmente, Dolores habló: —Papá. La palabra salió de sus labios con una suavidad inesperada. Nunca antes había llamado a Ricardo de esa manera, pero ahora, después de todo lo que habían pasado juntos, sentía que había ganado el derecho de hacerlo. Ricardo levantó la vista, sorprendido, pero profundamente conmovido al escucharla llamarlo así. Era un pequeño paso, pero para él significaba todo. —Sí, hija —respondió, con la voz cargada de emoción—. ¿Qué tienes en mente? Dolores dejó escapar un suspiro, como si estuviera liberando un peso que había estado cargando por demasiado tiempo. —Ayer
escuché tantas cosas que no sabía cómo procesarlas —dijo, mirando su taza—. Pero lo que más me duele es saber que mi madre murió sola, sin mí. Todo este tiempo he sentido que me faltaba algo, y ahora sé lo que era: era ella. Ricardo asintió, entendiendo perfectamente lo que Dolores sentía. La pérdida de Isabela había dejado una cicatriz en su vida que jamás podría borrarse. —Lo sé, Dolores —dijo suavemente—. Y no hay nada que pueda decir para aliviar ese dolor. Pero quiero que sepas que haremos todo lo que esté en nuestras manos para honrar su memoria.
Nunca la olvidaremos. Dolores lo miró, asintiendo en silencio. Sabía que Ricardo también había sufrido, aunque su forma de manejar el dolor había sido muy distinta a la suya. Por primera vez, sintió que realmente podían entenderse el uno al otro. Justo cuando pensaba que finalmente podrían encontrar algo de paz, el teléfono de Ricardo sonó. Era una llamada del detective que había estado trabajando en el caso de Gonzalo. —Señor Santoro, tengo noticias urgentes —dijo la voz del otro lado de la línea. —¿Gonzalo? —Gonzalo escapó durante el traslado a prisión. Ricardo se quedó paralizado. ¿Cómo era posible? Había
confiado en que la justicia finalmente alcanzaría a Gonzalo, el hombre que había destruido su vida y la de Dolores. Estaba nuevamente en libertad. —¿Cómo pudo pasar esto? —preguntó Ricardo, incapaz de ocultar su frustración. —Lo estamos investigando, señor, pero parece que tenía cómplices dentro de la policía. Hay un equipo buscándolo ahora mismo, pero quería informarle de inmediato. Gonzalo podría estar intentando vengarse. Ricardo colgó el teléfono con el corazón en la garganta. Sabía que Gonzalo era un hombre peligroso, pero nunca había imaginado que tendría los recursos para escapar tan fácilmente. Miró a Dolores, que lo observaba con
preocupación. —¿Qué ha pasado? —preguntó ella, temiendo la respuesta. —Gonzalo escapó —dijo Ricardo, sin rodeos—. Ahora está libre y no sabemos qué hará. Dolores sintió un escalofrío recorrer la espalda. Sabía que Gonzalo no se quedaría quieto; se había escapado porque tenía un plan, un plan que seguramente los incluía a ellos. —¿Crees que vendrá por nosotros? —preguntó, su voz temblando ligeramente. —No lo sé —respondió Ricardo—, pero no pienso esperar para averiguarlo. Haré todo lo posible para protegerte, Dolores. No dejaré que ese hombre vuelva a lastimarte. Ricardo comenzó a hacer llamadas, organizando seguridad adicional para la mansión y
asegurándose de que todas las entradas estuvieran protegidas. Mientras tanto, Dolores no podía dejar de pensar en lo que Gonzalo podría estar planeando. Sabía que ese hombre no se detendría ante nada para vengarse, y la idea de que pudiera volver a sus vidas la llenaba de temor. Las horas pasaron lentamente y la tensión en la mansión era palpable. Ricardo y Dolores se mantuvieron en alerta, esperando noticias de la policía, pero la incertidumbre solo aumentaba con cada minuto que pasaba. Finalmente, cuando la noche cayó sobre la ciudad, recibieron la noticia que temían: Gonzalo había sido visto cerca
de la mansión. No había más tiempo para prepararse. El enfrentamiento final estaba a punto de ocurrir. Ricardo se armó de valor, sabiendo que no podía dejar que Gonzalo los destruyera nuevamente. Miró a Dolores, que, a pesar del miedo, se mantenía firme. —No dejaremos que nos venza —dijo Ricardo con determinación—. Esta vez haremos justicia de verdad. Dolores asintió, sintiendo una oleada de fuerza recorrer su cuerpo. Sabía que el momento de la verdad había llegado y, aunque el miedo seguía presente, estaba lista para enfrentarlo junto a su padre. El aire en la mansión de Ricardo se sentía
pesado, cargado de tensión y expectativa. Dolores observaba por la ventana con el corazón acelerado, consciente de que Gonzalo estaba cerca, dispuesto a terminar lo que había empezado hace tantos años. A su lado, Ricardo permanecía en silencio, organizando los últimos detalles con el equipo de seguridad. Sabía que esta vez no podían permitirse errores. —Tenemos todo cubierto, Dolores —dijo Ricardo, rompiendo el silencio—. No va a entrar aquí sin que lo detengamos. Dolores lo miró, intentando encontrar consuelo en sus palabras, pero el miedo seguía ahí, como una sombra persistente. Sabía que Gonzalo no era el tipo de hombre
que se rendía fácilmente; había demostrado ser implacable y, ahora, con nada que perder, era aún más peligroso. La mansión estaba bajo vigilancia; guardias de seguridad patrullaban los alrededores y todas las puertas y ventanas habían sido reforzadas. Ricardo había tomado todas las precauciones posibles, pero el peligro seguía siendo real. Sabían que Gonzalo no actuaría como un criminal común; su venganza era personal y eso lo hacía impredecible. La noche avanzaba lentamente; el silencio en los pasillos de la casa se volvía ensordecedor y cada ruido hacía que Dolores se tensara, esperando lo peor. Ricardo se mantenía firme, pero
ella podía ver en sus ojos la preocupación. No era solo por ella, sino por lo que este enfrentamiento representaba para ambos. Era la última oportunidad de enfrentar el pasado, de cerrar ese capítulo oscuro que había marcado sus vidas. Pasadas unas horas, el equipo de seguridad detectó movimiento en los alrededores de la propiedad. Ricardo recibió la alerta y se puso de... "Pie, de inmediato, con el rostro tenso, está aquí", dijo en voz baja, mirando a Dolores. Dolores sintió que su corazón daba un vuelco, pero se obligó a mantenerse firme; no podía permitirse mostrar debilidad. —¿Qué vamos
a hacer? —preguntó ella, sabiendo que la confrontación era inminente. —Lo detendremos antes de que pueda acercarse —respondió Ricardo, tratando de mantener la calma. Los guardias de seguridad se prepararon para el enfrentamiento, rodeando la mansión y asegurando cada entrada. Pero Gonzalo, astuto como siempre, había planeado algo más. Mientras Ricardo organizaba las defensas, uno de los guardias entró corriendo, visiblemente alterado. —Señor Santoro, algo anda mal —dijo el guardia con la respiración entrecortada—. Gonzalo no está solo. Ricardo frunció el ceño, su mente trabajando rápidamente para comprender lo que significaba esa nueva información. —¿Qué quieres decir? —preguntó, intentando mantener
el control. —Trajo refuerzos. No es solo él; parece que ha contratado a mercenarios para ayudarlo a entrar en la propiedad. Dolores sintió cómo el miedo se apoderaba de ella. Gonzalo había ido más allá de lo que imaginaban, y ahora no solo enfrentaban a un hombre desesperado, sino a un grupo armado. Ricardo, consciente de lo que esto significaba, se acercó a Dolores y la tomó de las manos. —Voy a protegerte —dijo con firmeza—. No importa lo que pase, no dejaré que te lastimen. Dolores asintió, sintiendo el apoyo de su padre, pero sabía que esto iba más
allá de lo que cualquiera de ellos había previsto. Los minutos se sintieron como horas. Los guardias tomaron posiciones mientras Gonzalo y su grupo se acercaban a la mansión. El sonido de los pasos y el crujido de las ramas en el exterior resonaban en la oscuridad; la tensión era insoportable. Finalmente, Gonzalo apareció en la entrada principal, rodeado de hombres desarmados. Su figura, aunque mayor, seguía irradiando la misma frialdad que Dolores había visto antes. Sus ojos no mostraban miedo, solo un deseo inquebrantable de venganza. —Ricardo —gritó Gonzalo desde la puerta—, sabes que esto no ha terminado. Sal
de ahí y enfréntame como un hombre. Ricardo, con una calma calculada, salió a enfrentarlo. Sabía que no podía dejar que Gonzalo se saliera con la suya una vez más. —Esto termina aquí, Gonzalo —dijo Ricardo con firmeza—. No tienes a dónde ir esta vez; no podrás escapar. Gonzalo soltó una carcajada amarga, sacudiendo la cabeza. —¿De verdad crees que me importa escapar? Esto no es sobre sobrevivir, Ricardo; esto es sobre hacerte pagar a ti y a esa niña que nunca debió haber nacido. Dolores, escuchando desde el interior, sintió que la furia y el dolor se mezclaban en
su pecho. Sabía que no podía quedarse allí, esperando que las cosas se resolvieran solas. Sin pensarlo dos veces, salió al encuentro de Gonzalo, sus ojos llenos de determinación. —¡No me vuelvas a llamar así! —gritó, enfrentándose a él directamente—. Mi madre no fue una herramienta en tu juego, y yo tampoco lo soy. Este es el fin para ti. Él la miró con desdén, pero antes de que pudiera responder, los guardias de Ricardo rodearon a su grupo, neutralizando a los mercenarios uno a uno. Gonzalo, al ver que su plan fallaba, intentó retroceder, pero ya era demasiado tarde.
La policía, que había sido alertada previamente por Ricardo, llegó en ese momento, bloqueando todas las salidas. En cuestión de minutos, Gonzalo fue arrestado. Esta vez no habría escapatoria. Ricardo y Dolores lo observaron mientras lo llevaban, sabiendo que finalmente habían cerrado ese capítulo oscuro de sus vidas. Dolores, aún temblando por la intensidad del momento, sintió cómo el peso de todo lo que había sucedido comenzaba a desvanecerse. Miró a Ricardo, su padre, y por primera vez en mucho tiempo sintió que podían comenzar de nuevo. —¿Estás bien? —le preguntó Ricardo con una voz llena de pasión. Dolores asintió
con una sonrisa débil pero sincera. —Lo estoy. Ahora lo estoy. Ambos, juntos, regresaron a la mansión, sabiendo que el futuro estaba lleno de incertidumbres, pero también de esperanza. El pasado que los había separado ahora los unía, y aunque las cicatrices permanecían, sabían que habían encontrado en el otro la fortaleza para seguir adelante. Finalmente, Dolores pudo decir adiós a la sombra de su madre y abrazar la posibilidad de una nueva vida: una vida con Ricardo, donde el amor y la familia eran lo más importante. La redención había llegado, y con ella, el recomo que tanto habían
anhelado.