El viento del altiplano silvaba entre las grietas de la casita de adobe, trayendo consigo el eco de las montañas solitarias. Era una madrugada fría, muy fría, de esas que calan hasta los huesos y hacen llorar a las piedras. En medio de esa soledad tan vasta, se escuchó el llanto suave, casi tímido, de una criatura recién nacida.
Lucianita acababa de llegar al mundo. Su madre, la dulce delfina, la sostenía con manos temblorosas, pero llenas de amor. La miraba con los ojos empapados de lágrimas, esas que nacen del milagro de la vida.
La envolvió con un pedazo de manta tejida a mano, ya gastada, y la acercó a su pecho, susurrándole con voz quebrada. Mi niñita linda, mi florcita del alma, mi hijita preciosa, ya estás aquí. Pero no todos la esperaban con el mismo amor.
Don Teófilo, el padre, se quedó en silencio. Miró hacia la cuna de madera rústica donde Delfina había colocado a la niña y, en lugar de sonreír frunció el ceño. Dio media vuelta, se puso su sombrero de lana y salió sin decir una sola palabra, dejando la puerta abierta al viento helado.
Él había querido un varón, un hijo fuerte, que pastara llamas, que cargara leña, que continuara con su apellido y su orgullo. Pero Dios le había dado una niña, y eso, para su corazón endurecido por años de lucha y pobreza, fue como una traición del cielo. Lucianita creció entre las caricias de su madre y el silencio seco de su padre.
Cada amanecer, cuando abría sus ojitos grandes como luceros, buscaba con ilusión la figura de aquel hombre alto que la ignoraba. A veces estiraba sus bracitos queriendo alcanzarlo, queriendo un abrazo, una caricia, una palabra. Pero él jamás se detenía.
La miraba de reojo y seguía su camino como si ella fuera apenas el reflejo de una sombra. Y sin embargo, Lucianita lo amaba. Desde su inocencia tejía con ramitas pequeñas formas de animalitos y los dejaba en la mesa donde su papá tomaba mate.
Le cantaba bajito mientras él dormía, escondida tras la cortina de costales. Hacía todo lo posible para que él la notara, pero él solo veía en ella la ausencia del hijo que nunca tuvo. "Eres mujer", le gritaba con voz áspera y amarga.
"No sirves para la chakra. ¿Por qué Dios me castiga así? Delfina, que lo escuchaba en silencio, apretaba el pecho con fuerza, tragándose el llanto.
Cada palabra de desprecio era como un cuchillo que partía su alma en dos. Sabía que su hija sentía todo, incluso aquello que no se decía. Lucianita tenía el corazón más sensible que el agua, y cada gesto de su padre la hería como el frío de las madrugadas.
Una tarde, mientras el cielo se teñía de gris y el viento cargaba arena seca del altiplano, Delfín encontró a su hijita sentada en una piedra, mirando al horizonte, abrazando una muñequita de trapo sin brazos. "¿Qué haces solita aquí, mi cholita? ", preguntó la madre acariciándole los cabellos renegridos.
Estoy esperando a mi papito, susurró Lucianita con una vocecita tan dulce y tan rota que a Delfina se le quebró el alma. ¿Para qué, mi amor? Quiero decirle que lo quiero mucho y que no me molesta que no me mire, yo igual lo quiero.
Delfina no pudo evitar que el llanto le ganara. Apretó a su hija contra su pecho, temblando por dentro. ¿Cómo explicarle a esa criatura tan llena de amor que su padre no sabía cómo amar?
¿Cómo proteger a su florcita de un corazón que se había vuelto de piedra? Esa noche, mientras cocinaban una sopita rala de quinoa y papas, Lucianita se acercó una vez más a su papá. "Papito, hice esto para ti", le dijo, ofreciéndole una piedrita en forma de corazón que había encontrado entre los cerros.
Teófilo ni la miró, la apartó con la mano y gruñó. Anda a dormir, niña, no molestes. Lucianita se fue en silencio, sin llorar, pero con los ojitos llenos de un brillo que solo los ángeles entienden.
Guardó la piedra en su bolsita de lana y se metió bajo la manta. Esa noche no pidió nada a Dios, solo deseó que su papá algún día la quisiera, aunque fuera un poquito. Y así pasaban los días y las noches y las estaciones en una casita perdida del altiplano donde una niña llamada Lucianita crecía como crecen las flores entre las piedras, en silencio, con dulzura y esperando con el alma rota que su papá la mirara con amor, aunque solo fuera una vez.
Los días en el altiplano eran largos y fríos, y las noches aún más. El viento silvaba como si llorara por dentro, como si supiera lo que vivía aquella niña de trenzas oscuras y mirada grande que andaba descalsa por el patio de tierra dura. Lucianita, con sus manitos agrietadas por el frío y sus mejillas quemadas por el sol, seguía creciendo en silencio.
Tenía seis añitos ya, pero parecía más chiquita. Siempre iba detrás de su madre, como un pollito detrás de la gallina, buscando refugio, buscando calor. Delfina la vestía con lo poco que tenía, una chompa remendada, una falda de valleta y un aguayo viejo que antes fue de su abuela.
Aún así, Lucianita sonreía. Siempre sonreía. Pero cuando su papá llegaba del campo, todo cambiaba.
El aire se volvía más pesado. La casa se llenaba de un silencio duro de esos que no se rompen ni con gritos. Teófilo cruzaba la puerta con su ponchó cubierto de polvo y sus ojos apagados.
Se sentaba a comer sin decir palabra y cuando su hija le acercaba la jarra de agua con una sonrisa tímida, él simplemente giraba el rostro. ¿No entiendes que no quiero nada de ti? Soltaba con voz cortante.
Lucianita se retiraba sin responder. Se sentaba junto al fogón, abrazada a su muñeca de trapo, esa que ella misma había cocido con pedacitos de tela que su mamá le regalaba. La llamaba chasca porque decía que era una estrella caída del cielo que la acompañaba cuando nadie más lo hacía.
Un día, mientras Delfina tejía en la puerta, Lucianita se le acercó y con la dulzura más pura le preguntó, "Mamá, yo hice algo mal para que papito no me quiera. " Delfina sintió que el mundo se le venía abajo. "No, hijita, tú eres un ángel.
Él es el que no sabe mirar. Pero si yo fuera niño, me querría. " La madre tragó saliva, abrazó fuerte a su niña como queriendo protegerla del mundo entero.
Dios te hizo niña, porque así eres perfecta, mi hijita linda. No cambies nunca, ni aunque el mundo te haga llorar. Lucianita no respondió, solo bajó la cabecita y jugó con sus deditos mientras una lagrimita solitaria caía sobre la tierra seca.
Pasaron semanas. Una tarde Lucianita salió a recoger leña con su madre. Se habían alejado bastante de la casa porque ya no quedaban ramas cerca.
Delfina cargaba un fardo en la espalda y Lucianita iba detrás con una ramita en cada brazo. Cuando regresaron, el cielo estaba nublado y el viento empezaba a soplar más fuerte. Al llegar, Teófilo ya estaba en casa.
Al verlas llegar tarde, gritó, "¿Dónde se habían metido? ¿No ves que oscurece? " "Fuimos por leña, no había cerca", explicó Delfina cansada.
"¿Y tú también? ", le gritó a su hija. "¿Para qué sirves tú?
" "Ah, no eres hombre ni para ayudarme. " Lucianita no dijo nada, solo bajó la cabeza. Pero esa noche, cuando todos dormían, ella se levantó sin hacer ruido.
Tomó su aguayito viejo, una bolsita de tela y salió a escondidas de la casa. Se fue cerro arriba a buscar más leña. Quería demostrarle a su papá que si servía, que sí podía, pero el viento era fuerte, la noche era helada.
Lucianita caminó por horas entre piedras y arbustos secos. Se raspó las rodillas, se cayó dos veces, pero no se rindió. Cargó todo lo que pudo en su espalda pequeña.
Cuando volvió, la madrugada estaba por asomar. Sus deditos estaban morados el frío tenía fiebre, pero aún así dejó el fardo de leña en la puerta con una notita escrita con letra temblorosa. Papito, te traje leña.
Perdón si no soy varón, pero yo te quiero igual. Delfina la encontró desmayada junto al fogón con la carita pálida y las manitos frías como el hielo. "Lucianita", gritó rompiéndose el alma.
"Hijita, despierta. " Teófilo corrió a ver qué pasaba. Al leer la nota en la puerta, se quedó congelado.
Algo dentro de él se quebró. se agachó junto a su hija y por primera vez en su vida la tocó con ternura. "¿Qué hiciste, hijita?
", susurró con un nudo en la garganta. Lucianita abrió los ojitos apenas. Una sonrisa chiquita se dibujó en su carita.
"¿Te gustó la leña, papito? ", preguntó con voz débil. Teófilo no pudo hablar, solo la miró y por primera vez sintió lo que nunca antes había sentido.
Culpa, dolor y amor. Pero era tarde o eso parecía. Lucianita cerró los ojos agotada.
Su cuerpito ardía en fiebre. Delfina lloraba en silencio, sosteniéndola, rogándole a Dios con todo el corazón. Esa noche, mientras el viento seguía llorando entre las montañas, una familia temblaba entre el miedo, el arrepentimiento y la esperanza.
La fiebre de Lucianita no bajó. Pasaron dos días y dos noches en que su cuerpecito ardía como si llevara un sol dentro, pero sus manos estaban heladas y sus labios resecos y temblorosos. Delfina no se despegaba de su lado, le cambiaba pañitos con agua, le hablaba bajito al oído, le cantaba coplas antiguas que su propia madre le cantaba cuando era niña.
Resiste, mi florcita, mi Lucianita linda, por favor. Teófilo, en cambio, no sabía qué hacer. caminaba de un lado a otro dentro de la casita, con las manos en los bolsillos, mirando a su hija sin poder sostenerle la mirada.
Se le notaba confundido, quebrado por dentro, como si el mundo se le viniera encima y no supiera cómo detenerlo. Ya no gritaba, ya no hablaba, solo callaba. El médico del pueblo estaba a varias horas de caminata.
Delfina quería ir, pero no podía dejar sola a su hija. Entonces, una madrugada, sin decirle nada a nadie, Teófilo se levantó, abrió el cajón más escondido de la habitación y sacó un frasco de vidrio donde desde hacía años guardaba las pocas monedas que había ido reuniendo en silencio. Las contó con manos temblorosas.
No eran muchas, pero eran todo lo que tenía. Las metió en un pañuelo, lo ató con fuerza y salió con paso decidido. Cruzó cerros, ríos y piedras hasta llegar al pequeño puesto de salud del pueblo, donde lo recibió un enfermero de rostro cansado, pero mirada buena.
"Mi hija está muy mal", le dijo Teófilo. "Tiene fiebre desde hace días. " No responde.
Por favor, ayúdeme. El enfermero lo observó con atención y luego le dijo, "Necesita medicamentos que no tenemos aquí. Solo me quedan unos pocos frascos que guardamos para emergencias, pero son caros y difíciles de reponer.
Teófilo sacó el pañuelo y lo colocó sobre la mesa. Las monedas tintinearon con un sonido triste. Es todo lo que tengo, dijo Teófilo con la voz quebrada, colocando el pañuelo con las monedas sobre la mesa.
Le ruego, por favor, ayúdeme. Mi hija lo necesita. Se lo supico.
El enfermero lo miró largo rato en silencio. Luego suspiró profundamente y se levantó. Espéreme aquí.
Volvió minutos después con una bolsita de tela cerrada con cuidado. La puso en sus manos sin decir nada más. Corra y no pierda la fe.
Teófilo asintió. no habló, solo apretó la bolsita contra su pecho como si llevara allí la vida misma. Cuando regresó, al caer la tarde estaba agotado.
Sus pies angraban por dentro de los abarcas viejos y su rostro estaba cubierto de polvo, pero sus ojos llevaban una luz nueva. Una promesa. Entró a la casita y encontró a Delfina dormida sobre el pecho de Lucianita.
La niña seguía ardiendo, respiraba apenas. Sus ojitos no se abrían. Teófilo se arrodilló junto a ella, le tomó la manito pequeña y temblorosa y susurró con voz rota.
Aquí están, hijita. Ya traje lo que necesitas. No te vayas.
Tu papito está aquí y ahora sí sabe cuánto te ama. Él se sentó al lado de la camita de tierra donde descansaba su hija y le acarició la frente. Perdóname, hijita.
Perdóname por ser un ciego, por no saber quererte desde el inicio. Susurró, no te vayas, por favor. Lucianita no respondió, solo movió los deditos suavemente, como si hubiera escuchado desde algún rincón entre el sueño y la fiebre.
Esa noche los tres durmieron juntos. Delfina abrazando a su hija. Teófilo sujetándole la manito delgadita.
Afuera el viento soplaba con menos rabia y el cielo, por primera vez en muchos días se abrió en una tregua de estrellas. Al amanecer, Delfina salió a buscar hierbas para preparar infusiones. El sol apenas comenzaba a pintar de oro los cerros del altiplano.
Teófilo quedó solo con su hija, sentado junto a su camita, velando su respiración. Fue entonces cuando escuchó los pasos. Al principio creyó que eran los de su esposa regresando, pero no.
Eran lentos, tranquilos, distintos. Tocaron suavemente la puerta de adobe. Teófilo, desconfiado, abrió.
Frente a él había un anciano de cabello blanco, largo, con una manta tejida que caía sobre sus hombros delgados. Sostenía un bastón de madera tallado y sus ojos sus ojos no eran como los de ningún hombre. Eran hondos, serenos, como si reflejaran siglos de sabiduría y ternura.
Buenos días, hijo", dijo el anciano con voz profunda y suave. "He venido porque mi corazón me trajo hasta aquí. ¿Puedo pasar?
" Teófilo dudó, pero algo dentro de él, algo que no sabía explicar, le dijo que sí. El anciano se sentó al lado de la camita, miró a Lucianita con ternura, le acarició la mejilla y cerró los ojos por un instante, como si escuchara lo que el alma de la niña decía en silencio. Ella ama con pureza, incluso a quienes la yeren, murmuró.
Su corazón es una ofrenda, una flor que brotó entre piedras. Teófilo tragó saliva. El anciano lo miró.
¿Sabes lo que es más difícil para un hombre, hijo? ¿Qué cosa? Pedir perdón y amar sin orgullo.
Teófilo bajó la cabeza. Yo no supe quererla. Quería un hijo varón y desprecié a esta bendición.
El anciano le tomó el hombro con firmeza. A veces Dios nos da flores cuando pedimos espadas, porque las flores sanan y las espadas hiereren. Luego sacó de su bolsa una pequeña semilla dorada, brillante como si guardara un rayo de sol en su interior.
La colocó suavemente en la manito de Lucianita, como si sembrara esperanza en su corazón. Ella no está sola, nunca lo estuvo y se levantó para irse. ¿Quién es usted?
, preguntó Teófilo confuso. El anciano solo sonrió. Solo soy un caminante que viene cuando Dios lo manda.
Y desapareció por el camino envuelto en la bruma de la mañana. Teófilo se quedó allí mirando la pequeña semilla dorada en la manito de su hija y sintió que algo nuevo comenzaba a germinar dentro de él, algo que se parecía al amor y a la esperanza. La mañana siguiente amaneció distinta.
El viento, que siempre llegaba rugiendo, esa vez apenas susurraba entre las pajas bravas. El cielo, que solía estar cubierto de nubes grises, se mostraba despejado, como si el sol quisiera ver con claridad lo que sucedía en aquella casita humilde del altiplano. Todo parecía en calma, menos el corazón de Teófilo.
Había pasado la noche sin dormir, sentado junto a la camita de Lucianita, observando como el pequeño pecho de su hija se alzaba y bajaba con dificultad. Cada respiración suya era un milagro en sí mismo. La fiebre aún no cedía del todo, pero su carita estaba menos pálida y sus manos ya no estaban tan frías.
Delfina regresó al amanecer con un atado de hierbas sagradas y lágrimas en los ojos. Cuando vio a su esposo acariciando la cabecita de su hija, no dijo nada, solo se arrodilló junto a él y ambos compartieron un silencio lleno de ternura, como si finalmente hablaran con el alma. ¿Quién era ese anciano?
, preguntó ella suavemente mientras preparaba una infusión de muña. "No lo sé", respondió Teófilo sin apartar la vista de Lucianita. Pero sus ojos eran como el cielo cuando no hay tormenta.
En la manito de la niña, la semilla dorada seguía brillando suavemente, como si llevara dentro una luz que no dependía de ninguna vela, sino del amor que empezaba a florecer. Esa tarde algo cambió en Teófilo. Por primera vez en su vida no salió a trabajar ni al campo ni al pueblo.
Se quedó en casa moliendo maíz, cocinando papillas, cargando agua, haciendo todo lo que nunca había hecho. Delfina lo miraba con asombro. Era como si otro hombre viviera ahora en su cuerpo.
"Quiero aprender a ser papá", le dijo él con los ojos húmedos. Pero tengo miedo de que ya sea tarde. Delfina le tomó la mano.
Nunca es tarde cuando el amor empieza a despertar. Y así, día tras día, Lucianita fue recibiendo no solo medicinas, sino lo que su corazón había esperado por años, caricias de su padre, palabras dulces, miradas llenas de cuidado. A veces abría un poquito los ojos y al ver a su papá sentado a su lado, le sonreía débilmente.
"Ya me quieres, papito", murmuraba con voz bajita. Teófilo se inclinaba, le besaba la frente y le respondía con voz quebrada. Desde siempre, hijita, solo que no supe cómo mostrarlo y ahora quiero amarte con todo lo que soy.
Afuera, la vida seguía su curso. Las llamas caminaban por los cerros, los cóndores sobrevolaban los valles. Pero dentro de esa casita de adobe, una transformación silenciosa y milagrosa estaba ocurriendo.
Y no era solo en el cuerpo de Lucianita, sino sobre todo en el alma de su padre. Una noche, mientras la niña dormía profundamente, Teófilo salió al patio de tierra seca. se arrodilló bajo el cielo estrellado, algo que jamás había hecho antes, y levantó los ojos al cielo.
"Dios mío, si estás ahí", susurró con voz temblorosa, "perdóname. Perdóname por no saber amar a tiempo, por despreciar a mi hija, por ser un hombre duro, frío, ciego. Si me das una segunda oportunidad, si salvas a mi niñita, te juro que nunca más dejaré de amarla como merece.
Las lágrimas corrían por su rostro sin que pudiera detenerlas. Eran años de hielo derritiéndose en su interior. En ese momento, una estrella fugaz cruzó el cielo y él lo sintió.
Sintió paz como si alguien lo hubiera escuchado. A la mañana siguiente, Lucianita despertó con los ojitos más vivos. se sentó con esfuerzo en su camita y dijo muy bajito.
Soñé con un abuelito, un abuelito de ojos bonitos, que me dijo que ya todo iba a estar bien. Delfina se llevó las manos a la boca. Teófilo se arrodilló frente a ella y la abrazó fuerte.
Ese abuelito estuvo aquí, hijita, y vino para cuidarte. Lucianita sonrió y por primera vez en mucho tiempo el sol entró por la ventana con una tibieza que lo llenó todo. La casita, antes fría y oscura, ahora brillaba con una luz nueva, la del amor, el perdón y la fe.
El milagro no fue un rayo del cielo ni un acto grandioso. Fue el cambio de un corazón. Fue el renacimiento de un padre.
Fue la sonrisa de una niña que aún con fiebre supo perdonar y amar sin medida. Los días siguientes fueron de esperanza. Lucianita poco a poco comenzó a recuperar el color en sus mejillas.
Ya no temblaba de fiebre y sus ojitos volvieron a brillar como antes, aunque aún se cansaba al hablar. Delfina no dejaba de agradecer a Dios en silencio, y Teófilo, que no se despegaba de su lado, parecía otro hombre. Ya no gritaba, ya no se escondía en su orgullo.
Ahora hablaba despacito, con voz temblorosa, como si cada palabra fuera un hilo frágil de perdón. Hijita, cada vez que me miras con esos ojitos bonitos, me duele no haber sabido mirarte desde el principio. Lucianita le sonreía con esa dulzura tan suya, tan inocente.
Yo siempre supe que algún día ibas a quererme, papito respondía con voz bajita. Por eso nunca me enojé contigo. Teófilo lloraba en silencio al escucharla.
Se agachaba a besarle las manitos. Ahora más tibias, más vivas, como dos florecitas despertando tras una tormenta. Una tarde, mientras Delfina cocinaba una sopita de quinoa y Teófilo cosía con torpeza una mantita nueva para su hija, Lucianita los miró desde su camita y dijo, "¿Puedo salir un ratito al patio?
Quiero ver las estrellitas cuando oscurezca. " "No, hijita, estás aún débil", le dijo su madre con suavidad. Pero Teófilo se levantó, le puso su ponchito, le acomodó la bufanda con ternura y la cargó en brazos.
Vamos, Florcita, yo te llevo. Salieron al patio de tierra dura bajo el cielo andino que ya empezaba a oscurecer. El viento era suave, como si también supiera que debía comportarse.
Teófilo se sentó en una piedra grande con Lucianita en el regazo y los tres miraron juntos como las primeras estrellas aparecían una a una como luciérnagas eternas. ¿Sabes, papito? susurró Lucianita recostada en su pecho.
Cuando estaba muy enferma, soñé que me dormía en los brazos de Dios y que él me decía, "Tu papá te va a amar. " No temas, "Él también es mi hijo. " Teófilo apretó los dientes para no romperse.
Le temblaban las manos. "Ese fue el sueño más bonito que pudiste tener, mi hijita linda, porque es verdad. Y tú también eres hijo de Dios, papito.
Teófilo respiró hondo y por primera vez en su vida levantó la mirada al cielo estrellado y dijo en voz alta, "Sí, también soy su hijo y por eso tengo que aprender a amar como él ama. " Delfina, que los miraba desde la puerta con los ojos llenos de lágrimas, sintió que por fin, después de tantos años, su familia era una de verdad. Esa noche, Teófilo durmió abrazando a Lucianita.
La niña apoyó su cabecita en el pecho de su papá y se durmió tranquila con una sonrisa que no le cabía en la carita. Soñó con su ángel de ojos bonitos, el mismo caminante del alba, que le dijo, "El amor floreció. Ya puedes descansar sin miedo.
Desde entonces todo cambió. Teófilo ya no volvió a salir solo al campo. Iba de la mano de Lucianita, le enseñaba a hablarle a las llamas, a reconocer el canto de los pájaros.
Le construyó una pequeña casita de barro en el patio, donde ella jugaba con su muñeca chasca. Le contaba historias, le tejía con sus propias manos. Y cada noche, antes de dormir, le decía, "Eres mi flor sagrada.
Dios me dio a la hija más hermosa del mundo y yo fui tan necio que no lo vi. Pero ya no más, hijita, nunca más. Lucianita creció rodeada de amor.
Delfina volvía a reír y el hogar, que antes era frío y seco, ahora olía a pan caliente, a sopa buena, a esperanza. En los días de lluvia, Teófilo tomaba su charango y le cantaba coplas. nuevas a su hija.
En los días de sol sembraban flores silvestres junto al huerto y en los días de silencio solo se miraban y sabían que lo más importante ya estaba hecho. El corazón se había quebrado, pero para dejar entrar la luz. A veces el amor más puro nace donde menos lo esperamos.
Hay corazones que tardan en despertar, hombres que aprenden a amar después de haber herido y niñas que, como pequeñas flores, crecen con paciencia entre el desprecio y el silencio, esperando solo una mirada, solo un abrazo, solo un te quiero. Esta historia nos recuerda que nunca es tarde para cambiar, para pedir perdón, para sanar lo que se ha roto. El verdadero milagro no siempre viene del cielo en forma de luz o truenos.
A veces el milagro ocurre cuando un padre se arrodilla ante su propia hija y reconoce que ella fue su bendición más grande. Dios no se equivoca al darnos lo que necesitamos, aunque a veces no sea lo que queríamos. El planta flores donde pedíamos árboles y nos muestra con paciencia infinita que esas flores son las que más fuerte perfuman el alma.
Que esta historia nos inspire a amar con humildad, a sanar nuestras heridas con ternura y a no despreciar jamás el regalo que es una vida inocente. Porque en el corazón de cada niño hay una luz y solo los que aprenden a mirar con amor verdadero pueden ver en esa luz el rostro de Dios. Gracias por acompañarme hasta el final de esta historia.
Una historia que nos recuerda que el amor todo lo transforma, que el perdón sana y que Dios nunca deja de obrar milagros en el silencio. Si esta historia tocó tu corazón, si alguna lágrima rodó por tu mejilla o si simplemente sentiste que el alma se te llenó de fe y esperanza, te invito a que te suscribas a este humilde canal, Reflexiones del abuelo. Aquí encontrarás relatos llenos de amor, fe, sacrificio y esperanza.
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Que Dios te bendiga a ti y a tu familia. M.