Chico sufre ACOSO escolar, PERO SU PITBULL APARECE Y LO QUE HIZO DEJÓ A TODOS ESTREMECIDOS

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Relatos Animalistas
Chico sufre ACOSO escolar, PERO SU PITBULL APARECE Y LO QUE HIZO DEJÓ A TODOS ESTREMECIDOS
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Chico sufre acoso escolar, pero su pitbull aparece, y lo que hizo dejó a todos estremecidos. El sol del mediodía golpeaba con fuerza sobre la desgastada cancha de cemento de la escuela municipal San Martín. El calor hacía que los chicos sudaran a raudales, mientras intentaban, con energías dispares, completar la actividad de Educación Física.
Mateo Fernández, un chico de 12 años de complexión delgada y rostro siempre algo apesadumbrado, estaba de pie al borde de la cancha, con las manos sudorosas apretando el dobladillo de su camiseta. No le gustaba el fútbol y, mucho menos, que lo obligaran a jugar. Sabía que no era bueno en ese deporte y que eso lo convertía en un blanco fácil.
"¡Fernández, entra al campo! ", gritó el profesor, un hombre robusto con un silvato siempre colgando del cuello y un desinterés evidente por la dinámica entre los chicos. Mateo tragó saliva y avanzó lentamente hacia el centro de la cancha; sabía lo que venía.
En el equipo contrario estaba Santiago Gómez, un chico alto y con una sonrisa burlona que siempre lideraba las humillaciones hacia él. A su lado, como una sombra obediente, estaba Luis Torres, quien reía ante cada comentario sarcástico de Santiago. Aunque sus risas parecían siempre forzadas, el balón comenzó a rodar; los gritos y órdenes llenaban el aire, mientras los chicos más hábiles se peleaban por la posesión.
Mateo se quedó en un rincón del campo, intentando pasar desapercibido, pero su nerviosismo era evidente. Miraba de reojo a Santiago, quien le lanzaba miradas cargadas de burla mientras corría tras el balón. De repente, el profesor sopló su silvato y lanzó la pelota hacia Mateo.
El impacto de todos los ojos sobre él fue inmediato; se quedó paralizado. Por un segundo, sintiendo como su corazón latía con fuerza, resonando en sus oídos, levantó un pie torpemente para intentar controlar la pelota, y aunque logró mantenerla por un breve instante, sus movimientos eran lentos y descoordinados. Santiago corrió hacia él como un depredador que persigue a su presa.
"¡Pásala, Fernández, o vas a tropezarte contigo mismo! ", se burló Santiago, con una sonrisa ladeada. Mateo intentó girar, pero un pie mal colocado lo hizo perder el equilibrio.
La pelota dio disparada hacia un jugador del equipo contrario, quien aprovechó la oportunidad para marcar un gol. El grito de triunfo del otro equipo resonó en toda la cancha, seguido por las risas estruendosas de los compañeros de Mateo. Santiago, por supuesto, fue el más escandaloso.
"Increíble", exclamó con teatralidad. "Este tipo ni para estorbo sirve. " Mateo sintió sus mejillas arder mientras los murmullos y risas lo envolvían como una ola.
Quería desaparecer, hundirse en el cemento bajo sus pies. Sus manos temblaban mientras trataba de no mirar a nadie. Los ojos del profesor pasaron brevemente por él, pero no hizo ningún comentario, limitándose a señalar que el juego continuara.
Santiago se acercó mientras caminaban hacia sus posiciones. "Fernández, prepárate, porque cuando termine la clase, vamos a enseñarte lo que significa perder", le susurró de verdad, con una sonrisa amenazante. Luis, detrás de él, soltó una risa corta, pero evitó mirar directamente a Mateo; parecía incómodo, pero no decía nada.
Mateo no respondió; no podía. Sabía que si decía algo, solo empeoraría la situación. Cuando finalmente el silvato del profesor anunció el fin de la clase, Mateo sintió un alivio momentáneo mezclado con un terror creciente.
Sin esperar a que Santiago cumpliera su amenaza, salió corriendo hacia los vestuarios, recogió su mochila y se dirigió rápidamente hacia la salida de la escuela. Sus pasos eran apresurados, sus manos sudaban tanto como durante el partido y su respiración era irregular. En el camino a casa, las palabras de Santiago resonaban en su mente como un eco constante.
No podía dejar de pensar en la humillación de la cancha y en las risas que lo habían perseguido hasta la salida. Miraba el suelo mientras caminaba, sin notar el cielo despejado ni el calor sofocante. Sus pensamientos eran un torbellino de inseguridades.
"¿Por qué yo? ", susurró para sí mismo, con un nudo en la garganta. Se limpió rápidamente una lágrima que amenazaba con caer.
No quería llorar. "No aquí, no ahora. " Al doblar la esquina, divisó la fachada familiar de su casa.
El simple hecho de verla le dio un leve consuelo; aceleró el paso para llegar a su cuarto, el único lugar donde se sentía a salvo. Sabía que allí estaría Ares, esperando con su habitual entusiasmo. El solo pensar en su fiel compañero lo hizo apretar los labios, conteniendo un sollozo.
Subió los escalones de la entrada, abrió la puerta y dejó que el sonido del cierre detrás de él marcara el fin de un día que deseaba olvidar. El sonido de la puerta cerrándose resonó por toda la casa. Mateo dejó caer su mochila junto a la entrada, tratando de no hacer ruido.
Respiró hondo, esforzándose por calmar el temblor en sus manos. Quería cruzar la sala rápidamente y subir a su cuarto, pero la voz de su madre lo detuvo desde la cocina. "Mateo, eres tú?
", preguntó Dolores, asomándose por la puerta con una cuchara de madera en la mano y el cabello recogido en un moño desordenado. Mateo levantó la vista apenas un instante, intentando esbozar una sonrisa que no llegó a sus ojos. "Sí, mamá.
Solo estoy cansado", respondió, evitando que su voz delatara el nudo en su garganta. Dolores lo miró por un momento, como si intentara descifrarlo, pero luego asintió y regresó a la cocina. "Está bien, la cena estará lista en un rato.
" Mateo se dirigió al patio trasero, buscando desesperadamente la única compañía que sabía que no le haría preguntas ni lo juzgaría. Apenas abrió la puerta, el sonido de las patas de Ares corriendo hacia él llenó el aire. El pitbull, con su pelaje marrón brillante y manchas blancas en el pecho, saltó emocionado, moviendo la cola con una energía contagiosa.
"¡Hola, amigo! ", dijo Mateo, con un susurro quebrado, agachándose para rodear al perro con amor. Los brazos de Ares lamieron su cara como si intentara borrar las lágrimas que empezaban a rodar por sus mejillas.
Mateo dejó que el peso de su día se derramara en silencio mientras abrazaba a su compañero. Se sentaron juntos en el césped, con Ares apoyando su cabeza en el regazo del chico, emitiendo suaves gruñidos que parecían decirle: "Estoy aquí". —¿Por qué tiene que ser así?
—preguntó Mateo en voz baja, mientras pasaba los dedos por el pelaje de Ares. —¿Por qué no puedo ser como los demás? ¿Por qué siempre soy yo el que ellos eligen?
Ares lo miraba con sus grandes ojos oscuros, llenos de una comprensión silenciosa que solo los perros parecen tener. Mateo se recostó en el césped, mirando el cielo que comenzaba a teñirse de tonos anaranjados mientras el sol descendía. El aire fresco del atardecer y la presencia tranquila de Ares lo ayudaron a calmarse un poco.
Aunque el peso en su pecho seguía allí, sus pensamientos lo llevaron de vuelta al día en que Ares llegó a sus vidas. Tenía apenas 8 años cuando Dolores apareció en casa con una caja de cartón en los brazos. Mateo recordaba claramente cómo el aire se llenó de emoción al escuchar un pequeño gemido desde el interior de la caja.
—Tengo una sorpresa para ti —dijo Dolores con una sonrisa, colocando la caja en el suelo frente a él. Mateo se acercó con cautela, y al abrir la caja, vio a un pequeño cachorro de pitbull con las patas demasiado grandes para su cuerpo y el hocico húmedo. El cachorro lo miró con curiosidad antes de tropezar hacia él y lamerle los dedos.
—¿Qué es para mí? —preguntó Mateo, con los ojos brillando de emoción. Dolores asintió.
—Sí, lo encontré en un refugio. Pensé que podrías necesitar un amigo. Desde ese momento, Ares y Mateo se volvieron inseparables.
El cachorro creció rápidamente, pero su dulzura y lealtad nunca cambiaron. Cada paseo, cada juego en el patio, cada noche en que Ares dormía junto a su cama durante una tormenta fortalecía el vínculo entre ellos. Ares no era solo un perro; era su compañero, su refugio en un mundo que muchas veces parecía demasiado cruel.
Volviendo al presente, Mateo se levantó del césped y lanzó un palo al otro lado del patio. Ares salió corriendo tras él con la energía de siempre, como si el mundo fuera perfecto en ese pequeño rincón del universo. Mateo no pudo evitar sonreír mientras veía a su amigo regresar triunfante con el palo en la boca.
—Eres el mejor, Ares, ¿sabes eso? —dijo, acariciando la cabeza del perro. El sonido de la voz de Dolores desde la cocina lo llamó de vuelta a la realidad.
—Mateo, ven a cenar. —Voy enseguida —respondió, aunque su voz seguía cargada de melancolía. Entró en la casa, con Ares siguiéndolo de cerca.
Durante la cena, Dolores intentó conversar con él sobre su día, pero Mateo se limitó a responder con monosílabos. No quería preocuparla, aunque ella no dejaba de observarlo con una mezcla de curiosidad y preocupación. Cuando finalmente terminó de comer, Mateo subió a su cuarto, cerrando la puerta detrás de él.
Se dejó caer en la cama, mirando el techo. Ares se acomodó en el suelo junto a la cama, emitiendo un suave suspiro. Mateo apagó la luz, esperando que la oscuridad le trajera algún alivio, pero los recuerdos del día no lo dejaban en paz.
Las risas de los bully resonaban en su mente, mezclándose con las palabras de Santiago que seguían dándole vueltas: "Prepárate, vamos a enseñarte lo que significa perder de verdad". Mateo giró en la cama, tratando de encontrar una posición cómoda, pero su mente no se apagaba. Sentía el peso de lo que podría pasar mañana, el miedo a enfrentarse nuevamente a sus acosadores.
Suspiró, mirando la sombra de Ares en el suelo. Saber que su amigo estaba allí le daba algo de consuelo, pero no lo suficiente para calmar sus pensamientos. —¿Qué voy a hacer, Ares?
—susurró en la oscuridad. Aunque sabía que no había una respuesta fácil, el pitbull levantó la cabeza y lo miró en silencio, como si entendiera. Mateo cerró los ojos con fuerza, intentando empujar el miedo fuera de su mente, pero el sueño no llegaba.
Solo el tic-tac del reloj y la respiración constante de Ares llenaban el cuarto, mientras el peso de sus preocupaciones lo mantenía despierto. Atrapado entre el pasado y el miedo. Al día siguiente, el sol apenas comenzaba a calentar las calles cuando Mateo llegó a la entrada de la escuela municipal San Martín.
La mochila colgaba pesadamente de su hombro, no por su contenido, sino por el peso emocional que sentía. Sus ojos evitaban mirar a los demás estudiantes que se congregaban en pequeños grupos, riendo y charlando antes de que comenzaran las clases. Su meta era clara: pasar desapercibido y evitar a toda costa a Santiago y su grupo.
Al cruzar el pasillo principal, Mateo mantuvo la mirada fija en el suelo. Podía sentir las miradas de algunos compañeros que lo reconocían como el chico que arruinó el partido el día anterior. Los murmullos eran suaves, pero para Mateo cada risa y cada comentario parecían ensordecedores.
—Fernández —la voz de Santiago lo hizo detenerse en seco. Mateo giró lentamente, viendo a Santiago apoyado contra una pared, con los brazos cruzados y una sonrisa sarcástica en su rostro. A su lado estaba Luis, quien evitaba el contacto visual, mirando hacia el suelo como si no quisiera estar allí.
—¿A dónde crees que vas tan rápido? —preguntó Santiago, avanzando un par de pasos hacia él. Su tono era ligero, casi casual, pero Mateo sabía que siempre escondía una amenaza.
—Déjame en paz —murmuró Mateo, apenas audiblemente. —¿Qué dijiste? —Santiago rió.
La salida más cercana estaba al final del corredor, pero no creía que pudiera llegar sin ser alcanzado. —Mira, si vas a correr como un cobarde, al menos hazlo bien. Ayer casi ni te moviste.
El partido añadió Santiago, provocando risas de los otros chicos; incluso Luis dejó escapar una risa débil. Aunque su expresión seguía siendo incómoda, Mateo apretó los labios y, sin pensarlo demasiado, giró rápidamente hacia la puerta del baño masculino, esperando encontrar un refugio momentáneo. Entró y cerró la puerta tras de sí, respirando profundamente mientras trataba de calmar los latidos de su corazón.
El alivio fue breve; Santiago y su grupo entraron poco después, llenando el pequeño baño con su presencia intimidante. Mateo dio un paso atrás, observando como Santiago inspeccionaba el lugar con una sonrisa satisfecha. "Este es un buen lugar para una charla privada, ¿no crees?
", dijo Santiago mientras uno de sus amigos bloqueaba la puerta. "Por favor, déjenme", pidió Mateo, con la voz temblorosa. Santiago se acercó lentamente, como un depredador acechando a su presa.
Antes de que Mateo pudiera reaccionar, fue empujado hacia una de las cabinas; la puerta se cerró de golpe y, antes de que pudiera abrirla, escuchó el sonido metálico de un cerrojo improvisado desde el exterior. Estaba atrapado ahí. "Estarás bien por un rato", dijo Santiago, riendo.
Sus amigos se unieron a las risas y el eco en las paredes del baño hacía que todo sonara aún más aterrador. "Déjenme salir", gritó Mateo, golpeando la puerta de la cabina, pero su voz fue apagada por las risas y los comentarios sarcásticos. "No te preocupes, Fernández, tal vez alguien te encuentre algún día", se burló uno de ellos, antes de salir con su grupo, dejando el baño vacío, salvo por el sonido de la respiración agitada de Mateo.
El silencio que siguió fue aún más opresivo. Mateo se dejó caer en la tapa del inodoro, con las manos temblorosas y los ojos llenos de lágrimas. El espacio estrecho de la cabina lo hacía sentir como si el aire se volviera más pesado con cada minuto que pasaba.
El olor a humedad y el eco de sus propios sollozos eran su única compañía. Cada intento de forzar la puerta terminaba en fracaso. La desesperación crecía dentro de él, alimentando un torbellino de pensamientos oscuros.
Se sentía invisible, insignificante, como si nadie fuera a darse cuenta de que estaba atrapado. No sabía cuánto tiempo había pasado. Cuando escuchó el sonido de pasos acercándose, Mateo contuvo la respiración, temiendo que fueran Santiago y su grupo regresando para continuar con su tortura.
Pero, en lugar de eso, una voz grave y conocida rompió el silencio. "¿Hay alguien aquí? ", preguntó Carlos, el viejo conserje de la escuela.
Mateo se levantó rápidamente, acercándose lo más que pudo a la puerta. "Aquí estoy, aquí", gritó con la voz ronca por los intentos anteriores. Carlos empujó la puerta principal del baño y entró con su carrito de limpieza.
Al ver la cabina cerrada, frunció el ceño. "¿Qué haces ahí dentro, muchacho? ", preguntó mientras revisaba el cerrojo improvisado.
"Me encerraron, por favor, sáqueme de aquí", respondió Mateo, su voz quebrada por el alivio. Carlos soltó un resoplido, sacudiendo la cabeza con desaprobación. Sacó un destornillador de su carrito y, con algunos movimientos rápidos, logró liberar la puerta.
Mateo salió de la cabina, con los ojos rojos y las manos temblorosas. "¿Quién hizo esto? ", preguntó Carlos, cruzando los brazos.
Mateo bajó la mirada, incapaz de responder; no quería problemas mayores, pero la vergüenza lo consumía. "Banda, ve a lavarte la cara; no dejes que te vean así", dijo Carlos, suavizando su tono. Le dio una palmada en el hombro antes de regresar a su trabajo.
Mateo fue hasta el lavabo, dejando que el agua fría calmara su rostro y sus pensamientos. Mientras se miraba en el espejo, vio a un chico cansado, pero decidido a no dejar que nadie lo viera romperse de nuevo. Guardó sus cosas y salió del baño en silencio, deseando que el día terminara pronto.
El sol ya comenzaba a ocultarse tras los edificios bajos del vecindario cuando Mateo salió apresuradamente de la escuela. Caminaba con pasos rápidos, casi tropezándose consigo mismo, mientras su mochila golpeaba su espalda con cada movimiento. Había esperado hasta que la mayoría de los estudiantes se hubieran ido, para evitar cruzarse con Santiago y su grupo.
Sin embargo, el miedo lo seguía como una sombra; miraba constantemente por encima del hombro, sintiendo que en cualquier momento alguien lo llamaría por su nombre, con ese tono burlón que ya conocía tan bien. Decidió tomar un camino alternativo hacia casa, una pequeña callejuela que atravesaba un conjunto de casas viejas. Era más solitaria, pero eso también significaba menos testigos, algo que en este momento prefería.
El sonido de sus pasos resonaba en la acera, mezclándose con el zumbido intermitente de los postes de luz. El cielo se teñía de un naranja apagado y las primeras estrellas comenzaban a asomarse. Mateo respiraba profundamente, intentando calmarse, pero no podía sacudirse la sensación de que estaba siendo observado.
El ruido de risas familiares hizo que se detuviera en seco. Giró la cabeza lentamente y vio, a unos metros detrás de él, la figura alta de Santiago junto con su inseparable grupo. Santiago sonreía con esa mueca de superioridad que Mateo ya conocía demasiado bien.
"Fernández", gritó Santiago, alzando una mano como si lo saludara. "¿A dónde vas tan rápido? ¿Es que nos estabas esperando?
". El corazón de Mateo comenzó a latir con fuerza mientras intentaba acelerar el paso, pero Santiago y los demás también lo hicieron. Mateo dobló una esquina, adentrándose más en la callejuela, con la esperanza de que se rindieran, pero ellos no tenían intención de dejarlo escapar.
"Vamos, no te escondas", gritó otro de los chicos, riendo. Finalmente, Mateo quedó atrapado. La callejuela terminaba en un muro alto, con yedra cubriendo parcialmente los ladrillos desgastados.
No había salida. Se giró lentamente, viendo cómo Santiago y los demás se acercaban con calma, bloqueando cualquier posibilidad de retroceder. "¿De verdad pensaste que podrías escaparte?
", preguntó Santiago, sacudiendo la cabeza con fingida decepción. "Solo, déjenme en paz", murmuró Mateo, aunque su voz apenas era audible. Santiago rió, dando un.
. . Paso hacia él.
Eso depende, Fernández; tal vez, si aprendes a ser más útil, aunque lo dudo —dijo, empujándolo suavemente hacia el muro. Mateo chocó contra los ladrillos, sintiendo la aspereza de la superficie en su espalda. Su respiración se volvió más rápida mientras trataba de mantener la compostura.
Luis, que estaba al lado de Santiago, parecía incómodo, mirando al suelo en lugar de a Mateo. —Santiago, ya déjalo, es suficiente —dijo Luis, finalmente, con la voz baja. Santiago lo miró de reojo, arqueando una ceja.
—¿Qué pasa, Luis? ¿Te dio lástima? —preguntó con un tono burlón—.
Si quieres irte, vete, pero no esperes que te cubramos después. Luis no respondió, pero tampoco se movió. Mateo lo miró, buscando algún indicio de apoyo, pero el silencio de Luis solo lo hizo sentirse más solo.
Santiago se giró nuevamente hacia Mateo, ahora con una expresión más seria. —A veces pienso que necesitas un recordatorio de tu lugar, ¿no crees? —dijo, levantando una mano como si estuviera a punto de empujarlo de nuevo.
Un sonido bajo y amenazante rompió el aire, deteniendo a todos en seco. Era un gruñido profundo y continuo que venía de algún lugar detrás de ellos. Santiago se congeló, girando la cabeza lentamente.
En la entrada de la callejuela, apenas iluminado por la luz tenue de un poste, estaba Ares, el pitbull. Parecía una figura sacada de una pesadilla; su pelaje marrón brillaba bajo la luz, sus orejas estaban tensas y sus dientes asomaban bajo el labio levantado. Sus ojos, normalmente cálidos y amables, ahora parecían oscuros y calculadores.
Daba la impresión de estar evaluando a cada uno de los chicos, decidiendo cuál sería el primero en atacar. —¿Qué demonio? —murmuró Santiago, retrocediendo un paso.
Ares avanzó lentamente, cada movimiento acompañado por el eco de sus garras en el suelo. Su gruñido se hizo más fuerte, y Mateo pudo ver cómo la cola de su perro permanecía rígida, como una señal clara de que estaba listo para actuar. —Es solo un perro —dijo uno de los chicos, aunque su voz temblaba.
—No parece solo un perro —respondió Luis, dando un paso hacia atrás. Mateo observó la escena con el corazón en la garganta. Por un lado, sentía un alivio inmenso al ver a Ares allí, protegiéndolo como siempre lo hacía.
Pero, por otro, sabía que la situación podía descontrolarse fácilmente. Santiago, intentando recuperar su postura, levantó una mano. —¡Como si pudiera entar al people!
—largo de aquí —gritó, pero su voz carecía de la confianza habitual. Ares no se movió; su gruñido se convirtió en un ladrido explosivo que resonó en toda la calle. Santiago dio un salto hacia atrás, perdiendo completamente la compostura.
Mateo sintió un torbellino de emociones; quería que Ares les diera una lección, que los asustara tanto que nunca más se atrevieran a molestarlo, pero al mismo tiempo sabía que si Ares atacaba, las cosas podrían empeorar para todos. —¡Ares, para! —murmuró, pero su voz fue ahogada por el sonido de otro ladrido.
Feroz, el pitbull avanzó un par de pasos más, acercándose a Santiago, quien tropezó y cayó al suelo. Luis intentó ayudarlo a levantarse, pero sus manos temblaban tanto que apenas podía sostenerlo. Mateo apretó los puños, sintiendo el peso de la decisión que tenía que tomar.
Podía dejar que Ares actuara por instinto, dejando que el miedo se convirtiera en su escudo, o podía intervenir y demostrar que era más fuerte de lo que todos creían. Sus ojos se encontraron con los de Ares, y en ese momento supo que tenía que decidir. Mateo apretó los puños mientras su mente luchaba con pensamientos contradictorios.
Una parte de él quería dejar que Ares actuara, que les enseñara a esos bullies lo que era el verdadero miedo. Quería que sintieran una fracción del terror que él había cargado durante tanto tiempo, pero había algo más: una pequeña voz dentro de él que le decía que no podía dejar que la situación se saliera de control. —Ves, basta —murmuró, pero su voz apenas salió como un susurro.
El pitbull no reaccionó; sus ojos seguían fijos en Santiago, sus dientes aún al descubierto. Mateo sabía que tenía que ser más firme. Respiró profundamente, reuniendo toda la fuerza que tenía dentro de sí, y dio un paso hacia adelante.
—¡Ares, para! —gritó, esta vez con un tono que resonó en toda la calle. El perro giró la cabeza hacia él, sus ojos encontrándose con los de Mateo.
Durante un instante, todo estuvo en silencio, excepto por la respiración entrecortada de Santiago y los demás. Ares bajó lentamente su cabeza, dejando de gruñir, pero manteniéndose alerta. Mateo se arrodilló, extendiendo una mano hacia su amigo.
—Ven aquí, Ares, todo está bien —dijo con voz más suave, aunque sus manos temblaban. Ares dio unos pasos hacia él, relajando su postura. Mateo sintió un alivio inmenso cuando el pitbull finalmente llegó a su lado, apoyando su cabeza contra su pierna.
Pasó una mano por el pelaje de Ares, sintiendo cómo su propio ritmo cardíaco comenzaba a calmarse. Santiago, aún en el suelo, soltó un suspiro que parecía contener todo el miedo acumulado. Miró a Mateo con una mezcla de confusión y vergüenza mientras intentaba levantarse.
Luis se apresuró a ayudarlo, pero ni siquiera pudo sostener su mirada. —No quiero volver a verlo cerca de mí —dijo Mateo, con un tono que sorprendió incluso a él mismo. Sus palabras eran firmes, seguras, algo que nunca antes había sentido.
Santiago no respondió de inmediato; se sacudió el polvo de la ropa, evitando mirar a Mateo. Sus amigos murmuraron algo inaudible antes de comenzar a retroceder lentamente. Luis fue el último en moverse, lanzando una mirada rápida hacia Mateo como si quisiera decir algo, pero finalmente se dio la vuelta y siguió a los demás.
El silencio volvió a llenar la callejuela. Mateo se quedó quieto, acariciando la cabeza de Ares mientras observaba cómo los bully se alejaban. Sentía una mezcla extraña de emociones: alivio, orgullo, pero también un leve temor por lo.
. . "¿Qué podría pasar después?
" Ares lo miró, ladeando la cabeza como si esperara una señal. "Lo hiciste bien, amigo. " "Gracias por estar aquí," susurró Mateo, inclinándose para abrazar al Pitbull con un suspiro.
Mateo comenzó a caminar hacia la salida de la callejuela, con Ares pegado a su lado. Los postes de luz parpadeaban débilmente, creando sombras que se alargaban y encogían con cada paso. El ambiente era más tranquilo ahora, pero la mente de Mateo seguía trabajando a toda velocidad.
A medida que avanzaba por las calles hacia su casa, los eventos del enfrentamiento seguían reproduciéndose en su mente. Había tenido miedo, mucho miedo, pero había tomado el control. Por primera vez sintió que había enfrentado algo que siempre creyó imposible.
Miró a Ares, que caminaba con la cabeza en alto, y no pudo evitar sonreír un poco. Cuando finalmente llegó a la puerta de su casa, Mateo respiró profundamente antes de abrirla. El interior estaba en silencio, con la luz de la sala encendida y el olor familiar de la cena de su madre flotando en el aire.
Dejó su mochila junto a la entrada y se agachó una vez más para acariciar a Ares. "Eres el mejor, ¿sabes? " dijo con una sonrisa cansada pero sincera.
Ares movió la cola como si entendiera cada palabra. Mateo cerró la puerta detrás de ellos, dejando el peso del día fuera, al menos por un momento. Sabía que había dado un paso importante, pero también sabía que las consecuencias de su decisión aún estaban por venir.
Los días siguientes al enfrentamiento en la callejuela trajeron un cambio que Mateo nunca había imaginado. Por primera vez en mucho tiempo, caminó hacia la escuela sin ese peso insoportable en el pecho, aunque los recuerdos de las burlas seguían vivos en su mente. Había algo diferente en el aire.
Al llegar a los pasillos, notó cómo los bullies, especialmente Sago, evitaban cruzarse con él. Ya no escuchaba los murmullos ni las risas dirigidas a él. Había silencio, pero no el silencio opresivo que conocía, sino uno que traía tranquilidad.
Durante el recreo, Mateo se sentó bajo el árbol del patio, como siempre lo hacía. Sin embargo, esta vez algunos compañeros se acercaron. Uno de ellos, Diego, un chico de su clase, lo saludó tímidamente antes de sentarse a su lado.
"Oye, Mateo, vi lo que pasó con Santiago. Fuiste muy valiente," dijo Diego con una sonrisa sincera. Mateo lo miró sorprendido, pero logró devolver la sonrisa.
Pronto la conversación fluyó de manera natural y, antes de darse cuenta, otros se unieron. Mateo comenzó a sentir que el muro que siempre había existido entre él y los demás empezaba a desmoronarse. Por primera vez se sintió parte de algo.
Cuando llegó a casa ese día, Ares corrió hacia él como siempre. Mateo se agachó para abrazarlo, dejando que el cansancio del día se desvaneciera en la calidez de su compañero. "Lo estamos logrando, amigo," susurró mientras acariciaba la cabeza del Pitbull.
Esa noche, mientras cenaban, Dolores observó a su hijo con más atención. Había notado cambios en él: una postura más erguida, una energía diferente en su mirada. Finalmente decidió preguntar.
"Mateo, ¿qué ha estado pasando? Te he notado diferente estos días," dijo, dejando el tenedor a un lado. Mateo dudó por un momento, pero luego tomó aire y comenzó a hablar.
Por primera vez le contó todo: las burlas, el miedo que sentía cada día, el enfrentamiento con Santiago y cómo Ares había estado allí para apoyarlo. Dolores lo escuchó en silencio, con los ojos llenos de emoción. Cuando Mateo terminó, ella se levantó de la mesa y lo abrazó con fuerza.
"No sabía que estabas pasando por todo eso, hijo, pero estoy tan orgullosa de ti. Prometo que estaré más atenta a partir de ahora," dijo, su voz temblando ligeramente. Mateo sintió un alivio enorme al escuchar esas palabras.
Había temido que contarle todo a su madre lo hiciera parecer débil, pero, en cambio, sintió que la conexión entre ellos se fortalecía. Los días siguientes fueron un reflejo de esa nueva etapa. En el patio trasero, Mateo y Ares pasaban horas jugando, como siempre.
Pero esta vez con una alegría diferente. Dolores se unía a veces, riendo mientras veía a su hijo correr junto a su perro. Era un momento de paz, un respiro después de tantas tormentas.
Una tarde, mientras el sol comenzaba a ponerse, Mateo decidió salir a caminar con Ares. El Pitbull trotaba a su lado, con la cola moviéndose de un lado a otro. Mateo miraba las calles de su barrio con una nueva perspectiva.
Cada paso que daba junto a Ares era un recordatorio de que ya no era el mismo chico que solía esconderse de los demás. Al cruzar una esquina, se encontró con Diego y algunos de los compañeros que se habían acercado a él en la escuela. Le sonrieron y lo saludaron con entusiasmo.
Mateo respondió con naturalidad, algo que antes le habría parecido imposible. "Vamos, Ares," dijo, dándole una palmadita al perro antes de seguir caminando. Mientras avanzaban por la calle iluminada por los últimos rayos del sol, Mateo sintió una calma que nunca antes había experimentado.
Ares caminaba a su lado, su presencia firme y leal como siempre. Mateo sonrió, sabiendo que, sin importar lo que viniera, ahora estaba listo para enfrentarlo. Había encontrado su fuerza y, con ella, un nuevo comienzo.
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