Eliogáváo, también conocido como El Agábalo, fue un emperador romano de la dinastía severa que gobernó entre los años 218 y 222. subió al poder con apenas 14 años gracias a una intrincada conspiración liderada por su abuela Julia Mesa, quien utilizó su influencia política y grandes sumas de dinero para convencer a las legiones romanas en Oriente de proclamar emperador a su nieto. Su ascenso fue tan repentino como escandaloso y su corto reinado se convirtió rápidamente en uno de los más polémicos de toda la historia del Imperio Romano.
Desde muy joven, Eliogávábalo mostró un comportamiento inusual para los estándares romanos. Obsesionado con los placeres carnales y con una vida marcada por el exceso, el emperador convirtió el Palacio imperial en un escenario de libertinaje absoluto. A pesar de gobernar apenas 4 años, su nombre quedó para siempre asociado a la decadencia, la transgresión y el escándalo.
Su imperio no solo fue un campo de batalla político, sino también un teatro de sus deseos más personales, donde el poder y el placer se entrelazaban de forma peligrosa. Uno de los aspectos más notorios de su vida fue su adicción al sexo. Según relatos históricos, rara vez mantenía relaciones con la misma persona más de una vez.
Su sed de nuevas experiencias lo llevó a involucrarse con hombres, mujeres, esclavos, senadores, gladiadores en e incluso prostitutas. Organizó banquetes que comenzaban como cenas formales y terminaban en desenfrenadas. Hay registros de que llegó a contratar a cientos de amantes al mismo tiempo para satisfacer su curiosidad insaciable.
Era una vida sin frenos, sin límites, sin moral alguna a los ojos del conservador pueblo romano. Pero no todo era sexo. Eliogávalo también practicaba lo que hoy podríamos llamar una especie de narcisismo religioso.
Se consideraba la reencarnación del dios solar sirio o el Gabal, de quien adoptó el nombre. construyó un templo en Roma, el elagabalium, y forzó al Senado a aceptar esta nueva divinidad dentro del panteón romano. Durante las ceremonias religiosas, obligaba a los altos cargos del imperio a postrarse ante una piedra negra sagrada, símbolo del dios solar.
En algunas festividades, él mismo se presentaba con túnicas doradas, maquillaje y una tiara resplandeciente proclamándose mediador entre los dioses y los hombres. El historiador romano Dion Casio lo describe como alguien que despreciaba las normas romanas y vivía como un oriental, lo cual en su contexto era sinónimo de lujo excesivo, sensualidad sin restricciones y costumbres ajenas al control tradicional romano. Entre sus excentricidades más famosas se encontraba el uso de perfumes tan intensos que intoxicaban a quienes lo rodeaban y banquetes donde servía comidas exóticas como lenguas de flamencos, sesos de avestruz y garras de tigre.
Su desprecio hacia el Senado era evidente. Llegó a declarar que el Senado debía ser una institución decorativa, no deliberativa, lo que enfureció a los políticos tradicionales. En una ocasión se dice que envió excrementos dentro de cajas selladas como respuesta a una petición formal del Senado.
Este nivel de provocación contribuyó enormemente a su caída. La crueldad también formaba parte de su personalidad. En una ocasión ordenó amarrar a varios invitados a una rueda hidráulica gigante y girarla lentamente mientras eran expuestos al fuego.
En otro evento público apareció en el foro romano, vestido como una prostituta sagrada, rodeado por las cortesanas más famosas de Roma, afirmando que él también vendía su cuerpo por devoción divina. Su obsesión por la feminidad era tan intensa que habría ofrecido grandes sumas de dinero a cualquier médico que pudiera convertirlo físicamente en mujer, algo completamente impensable para la época. Su madre, Julia Soemia, apoyaba incondicionalmente cada uno de sus caprichos.
era vista como su aliada más cercana y muchos decían que ella misma participaba en las orjías imperiales. Su influencia era tan fuerte que en ocasiones oficiaba rituales junto a su hijo, ambos vestidos con túnicas femeninas, presentándose como encarnaciones vivas del dios Solar. Esta fusión de poder imperial con teatralidad mística descolocó a Roma por completo.
Se casó oficialmente cinco veces, pero ninguno de esos matrimonios lo satisfizo emocionalmente. Su verdadero amor fue un esclavo llamado Jerocles, un cochero originario de Karia, se enamoró perdidamente de él y lo declaró públicamente como su esposo, llegando incluso a llamarse a sí mismo su esposa y reina. En otra relación intensa se involucró con un atleta llamado Aurelio Sótico, a quien llamaba mi marido durante ceremonias públicas.
Estas decisiones no solo escandalizaban a la élite romana, sino que también generaban una profunda preocupación entre los militares y el Senado, que veían como el respeto imperial se erosionaba rápidamente. Otro aspecto notable fue su afición a los disfraces y a los roles invertidos. Para Eliogábalo, el género no era una barrera, sino una herramienta para explorar su identidad y provocar a la sociedad romana.
Se dice que disfrutaba vestir ropa femenina no solo en fiestas privadas, sino también durante ceremonias religiosas públicas, desafiando abiertamente las rígidas normas sociales de Roma. Llevaba túnicas bordadas, collares de perlas, pelucas elaboradas y maquillaje facial cuidadosamente aplicado. Su manera de caminar, su tono de voz y hasta su risa eran ensayadas para parecer lo más femeninas posible.
En las noches a menudo abandonaba el palacio disfrazado, sin escolta y se dirigía a los barrios más bajos de Roma, donde frecuentaba burdeles como una prostituta más. No era raro que se sentara en las ventanas como hacían las trabajadoras sexuales, ofreciendo sus servicios a transeútes, sin que estos supieran que estaban frente al emperador del mundo romano. Hay registros de que incluso pagaba a los hombres para que lo eligieran, no por deseo, sino por el placer de ser rechazado y humillado como parte de un elaborado juego de roles que combinaba poder y su misión.
Algunos historiadores, como el ya citado Dion Casio, narran que Eliogávábalo llegaba a rogar a sus médicos que le realizaran una operación que le permitiera tener genitales femeninos, un deseo considerado absolutamente impensable y escandaloso en aquel tiempo. Para muchos romanos este comportamiento era más que inusual, era blasfemo. El emperador no solo rompía con la moral sexual tradicional, sino que también ridiculizaba los roles de género que sostenían el tejido social romano.
En una sociedad obsesionada con la virilidad, la disciplina y la figura del Páer Familias, ver al máximo líder del imperio comportarse como una sacerdotisa o una cortesana era considerado una amenaza directa al orden. Algunos senadores afirmaban que Elio Gábalo no solo deshonraba su cargo, sino que ponía en peligro el favor de los dioses sobre Roma. Su obsesión por el erotismo, la feminización y la autohumillación fue interpretada por muchos como una señal de decadencia irreversible y mientras más provocaba, más enemigos ganaba.
Su relación con el pueblo era ambivalente, aunque algunos se fascinaban con sus excentricidades, la mayoría lo consideraba un loco peligroso. Los soldados también estaban cada vez más irritados. Eliogávábalo había empezado a reducir los beneficios militares, gastando fortunas en ceremonias religiosas, en sus amantes y en ornamentos inútiles para sus templos.
Además, mostraba un abierto desprecio por la disciplina militar, lo que generaba una creciente desconfianza en los cuarteles. Con su popularidad en caída libre y el descontento generalizado creciendo entre los soldados, la nobleza y hasta el pueblo común. Su abuela Julia Mesa, que una vez lo había elevado al trono, empezó a tramar su caída.
Viendo que el imperio se desmoronaba con cada nuevo escándalo, diseñó un plan político frío y calculado. Persuadió a su nieto para que adoptara como heredero a su joven primo Alejandro Severo, un niño de apenas 12 años que tenía fama de disciplinado, educado y moderado, todo lo que Eliogábalo no era. Aunque inicialmente accedió, Eliogávábalo pronto sospechó que estaba siendo traicionado.
comenzó a mostrar señales de paranoia, redobló la vigilancia, aisló a Alejandro e incluso intentó asesinarlo en secreto, pero ya era demasiado tarde. La guardia pretoriana, la fuerza militar de élite que protegía al emperador, se había vuelto en su contra. Aquellos mismos que un día lo aclamaron, ahora conspiraban para matarlo.
El 11 de marzo del año 222, Eliogávalo fue sorprendido por sus propios guardias. fue brutalmente apuñalado junto a su madre en una ejecución sumaria y cruel. Tenía apenas 18 años.
Sus cadáveres fueron arrastrados públicamente por las calles de Roma entre insultos y risas. Su cuerpo mutilado fue arrojado al Tiber como si se tratara de un criminal cualquiera, sin tumba, sin ceremonia, sin respeto. Para muchos había sido una purga necesaria, para otros una advertencia de lo que ocurre cuando el poder absoluto se mezcla con el deseo sin límites.
A pesar de su trágico final, Eliogávalo dejó una huella profunda e inolvidable en la historia romana. Fue tachado de demente, libertino, sádico, sacrílego y herético, pero también representa en retrospectiva una figura fascinante que desafió todos los límites posibles del cuerpo, del poder, del género y de la religión. Su historia es un retrato brutal de cómo la Roma imperial podía glorificar a un joven como un dios y poco después destruirlo como a un monstruo.
Cabe destacar que algunos de los relatos más extremos sobre la vida de Eliogáalo, como las orjías imperiales, su deseo de ser humillado en público o incluso su supuesto intento de cambiar de sexo, provienen de fuentes antiguas que eran profundamente hostiles hacia él. Historiadores como Dion Casio y la propia historia Augusta escribieron décadas después de su muerte y en muchos casos con intenciones políticas o morales claras. Por eso, aunque estos relatos forman parte del legado histórico que rodea su figura, es importante entenderlos también como parte de una narrativa que buscaba demonizar al emperador.
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