La vida fluía en las calles empedradas de Ciudad de México, con sus colinas adornadas de jacarandas violetas y bugambilias trepadas a las paredes de los antiguos edificios coloniales. En el horizonte se alzaba imponente el santuario de la Virgen de Guadalupe, su cúpula resplandeciente a la luz de un nuevo día. En el corazón de esta vibrante ciudad, en las Lomas de Chapultepec, se encontraba un supermercado exclusivo donde los clientes más refinados de la ciudad hacían sus compras.
Allí, todos los lunes a la misma hora, Moisés de La Vega, de 35 años, de aspecto caucásico y porte inglés, descendía con gracia de su Mercedes-Benz S-Class, un modelo oscuro y brillante que reflejaba la sofisticación de su dueño. Vestido con un impecable traje hecho a la medida, de corte clásico pero con un toque de modernidad, sus pasos resonaban firmes y seguros sobre el del estacionamiento. El aire se impregnaba de su fragante perfume Creed Aventus, dejando tras de sí una estela inconfundible de lujo y poder.
Desde su puesto en la caja rápida, Jimena López, de apenas 23 años, lo observaba mientras cruzaba la entrada del supermercado, como lo hacía cada lunes. Él caminaba directo hacia la sección de flores, sin detenerse a buscar nada más. El contraste entre la opulencia de su aspecto y la de su acción era intrigante, pero Jimena, acostumbrada a ser indiferente, apenas le dedicaba más que una mirada fugaz.
"Qué tonta la chica común que se enamore de un hombre así", se dijo a sí misma en silencio, luchando contra la chispa de curiosidad que él encendía en su interior. "Adinerado y seguro, rodeado de mujeres hermosas que se derriten por él. Gracias a Dios, a mí nunca me sucederá.
No creo en esas tonterías. El amor no existe; es una invención de los que quieren vivir de ilusiones. Tengo los pies bien plantados en la tierra y nunca caeré en esas boberías.
" Mientras procesaba sus propios pensamientos, Jimena se ajustó su larga coleta, intentando deshacerse de aquella absurda sensación de admiración. Moisés se detuvo en el área de flores; como de costumbre, sus dedos expertos recorrieron con delicadeza los tallos de las rosas, buscando las tres más perfectas, las más rojas, las que destacaban por su brillo natural. Tres rosas rojas; ni más ni menos era su ritual, un gesto elegante y preciso, igual que todo en su vida.
Con las flores en la mano, caminó hacia la caja rápida, donde Jimena, como cada lunes, lo esperaba. Al llegar frente a ella, Moisés levantó levemente la vista y sonrió con suavidad, una risa tranquila y cortés. “Buenos días”, dijo con voz grave pero amigable, mientras extendía las rosas hacia ella.
Jimena, sorprendida por la amabilidad, respondió con una pequeña sonrisa y una frase formal: “Buenos días”. Y entonces, sus miradas se encontraron por un breve instante. Todo en el supermercado pareció desvanecerse, dejando solo el cruce de sus miradas.
Los ojos de Moisés eran de un azul intenso, como las profundidades de un océano lejano, tan profundos que parecían esconder secretos. Jimena, a pesar de sus convicciones y su naturaleza terrenal, no pudo evitar perderse por un segundo en ese mar azul. Él pagó con una calma elegante, mientras ella procesaba la compra de las tres rosas, sus manos apenas rozando las suyas al entregarle el cambio.
“Gracias”, murmuró Moisés mientras recogía las rosas. “Que tenga un buen día”, respondió Jimena, observando cómo él se alejaba con la misma seguridad y elegancia con la que había entrado. Mientras lo veía marcharse, las tres perfectas rosas rojas en su mano y la estela de su exquisito perfume aún flotando en el aire, Jimena sonreía de manera involuntaria.
Hizo una última y profunda inhalación del aroma del costoso perfume antes de que desapareciera por completo de la tienda, dejando tras de sí una sensación de algo inacabado. Preguntándose por primera vez, quizás con un atisbo de interés, ¿para quién eran aquellas rosas rojas? Una semana después, el lunes siguiente, el reloj marcaba las 9 en punto cuando Moisés de la Vega apareció.
Bajó de su Mercedes-Benz S-Class, su traje oscuro brillando bajo el sol como si fuera una extensión de su propia aura. Sus pasos resonaron firmes en el suelo del estacionamiento, mientras el viento jugaba con su fragante perfume, inundando el aire con una mezcla de virilidad y poder. Jimena, detrás de su caja, lo vio cruzar las puertas del supermercado con la misma determinación de siempre.
Su corazón, aunque no lo admitiría, latiendo ligeramente más rápido, algo en ella, quizás una pequeña chispa de curiosidad, la hizo sonreír con más fuerza de lo habitual. Cuando él se acercó a la sección de flores, allí estaba Moisés, examinando cada tallo de las rosas como si su vida dependiera de la perfección de esas flores. Y como todos los lunes, escogió las tres rosas rojas más perfectas: brillantes, suaves, impecables.
Las sostuvo con la misma delicadeza con la que alguien maneja un objeto sagrado y caminó hacia la caja rápida, donde Jimena lo esperaba. Al llegar frente a ella, él alzó la mirada y le regaló esa misma sonrisa, esa risa tranquila que la había desarmado la semana anterior. “Buenos días”, saludó con su voz grave, que parecía resonar en el aire.
“Buenos días”, respondió Jimena, esta vez con una sonrisa más amplia, auténtica, sin darse cuenta del brillo en sus ojos mientras procesaba la compra. Algo en su interior, una fuerza involuntaria, tomó control de sus palabras. Antes de poder detenerse, la pregunta escapó de sus labios como un susurro cargado de curiosidad e indiscreción: “¿Para quién son esas rosas?
” El sonido de su propia voz la sorprendió. Apenas había terminado la frase, su mente comenzó a recriminarle: ¿qué acababa de hacer? No era su lugar preguntar algo tan personal y menos a un hombre como él, un cliente que irradiaba un aura intocable.
Durante un segundo eterno, el silencio se hizo. . .
hizo pesado entre ellos. Moisés no se inmutó; sus ojos, esos pozos profundos de un azul oceánico, se encontraron con los de ella. Una sombra de melancolía, como una nube que atraviesa el cielo en un día soleado, pasó fugazmente por su rostro y, con la misma serenidad con la que había entrado, respondió: "Son para alguien que no las verá jamás.
" Jimena sintió un súbito escalofrío recorrer su columna; una mezcla de estupor y confusión. Las palabras, pronunciadas con tanta calma y certeza, parecían resonar en su mente, pero al mismo tiempo dejaban tras de sí un vacío. ¿Qué significaba aquello?
¿Para quién eran realmente esas rosas? La respuesta fue tan enigmática como el hombre mismo. Moisés le sostuvo la mirada por un momento más, un instante que parecía estirarse en el tiempo, antes de que la calidez de su sonrisa volviera con un leve movimiento de cabeza a modo de despedida.
Moisés tomó las rosas y se giró con la misma elegancia para marcharse. Jimena, aún asimilando lo que acababa de escuchar, lo vio alejarse por la puerta del supermercado; su figura imponente perdiéndose entre el reflejo de las luces y las sombras que proyectaba el sol de la mañana. Las tres rosas rojas, sujetas firmemente en su mano, parecían brillar más intensamente bajo la luz natural.
Su perfume, Creed Aventus, mezclado con el aroma de las flores, permaneció en el aire como el eco de un misterio que ella no podía dejar de desear comprender. Jimena permaneció en su puesto, inmóvil, la pregunta aún vibrando en el aire, y por primera vez en mucho tiempo sintió que algo inexplicable comenzaba a despertarse en su interior. Horas más tarde, aquel mismo día, después de su breve e intrigante encuentro con Moisés, Jimena continuaba con su rutina, pero algo de ella había cambiado.
La calma meticulosa que solía guiar sus movimientos en la caja se sentía distante. Las palabras del hombre resonaban en su mente, desafiando la lógica. "Son para alguien que no verá jamás.
. . " ¿Qué significó cuando su turno terminó?
Una compañera de trabajo se le acercó para su relevo. Sin rumbo fijo, Jimena decidió salir a despejarse. La luz del sol bañaba las aceras y el bullicio de la ciudad la envolvía.
Sin pensarlo demasiado, casi por impulso, tomó un Uber hacia la Basílica de la Virgen de Guadalupe. No era devota, pero algo en su corazón la empujaba hacia ese lugar, quizás en busca de sí misma. Jimena entró a la basílica en silencio, envuelta por el ambiente solemne que invitaba a la introspección.
La iglesia estaba llena de gente, lo que la obligó a caminar con cuidado hacia el centro, buscando un espacio donde acomodarse para rezar. Aunque el acto no fuera algo habitual en ella, mientras intentaba hacerse sitio entre los fieles, sin darse cuenta tropezó con alguien de espaldas a ella. Se giró de inmediato para disculparse, pero al alzar la vista su corazón dio un vuelco.
Frente a ella, arrodillado, estaba el hombre millonario que había visto cada lunes en el supermercado. Su traje oscuro contrastaba con las tres rosas rojas que sostenía en sus manos. Cuando sus miradas se cruzaron, Jimena quedó paralizada; los profundos ojos azules del hombre la atraparon como el océano que parecían emular.
Tras un instante de sorpresa, él habló con una sonrisa suave: "Te conozco, eres la chica del supermercado. Vaya, no esperaba verte aquí," dijo él, levantándose frente a ella con esa voz grave y tranquila que la había desconcertado antes. En medio de una sonrisa cálida, ella contestó: "No, en realidad no.
" Jimena, esforzándose por recobrar la compostura, continuó: "No soy de las que vienen a rezar. Para ser honesta, no creo mucho en estas cosas. " Moisés la observó por un instante, intrigado, pero no sorprendido; con un leve arqueo de ceja preguntó: "Si no crees en estas cosas, ¿qué haces aquí?
" Jimena lo miró, sintiendo que sus propias palabras se enredaban con los pensamientos que había intentado evitar todo el día. Bajó la mirada por un momento, como si estuviera buscando las respuestas dentro de sí misma. Cuando finalmente habló, lo hizo con una sinceridad que incluso la sorprendió: "No lo sé, quizás vine buscando algo que no puedo explicar.
" Hizo una pausa y levantó los ojos hacia él, sintiendo el peso de la conexión que compartían en ese momento. "Tal vez no creo en los milagros, en las promesas eternas, pero últimamente siento que falta algo en mi vida, algo más allá de lo que puedo ver y tocar. " Moisés la escuchó en silencio, sus ojos fijos en los de ella, sintiendo la vulnerabilidad que ella dejaba ver.
"No sé si estoy aquí por fe o por curiosidad," continuó ella, con la voz un poco más suave, "pero creo que a veces tenemos que estar en los lugares donde menos esperamos encontrar respuestas. Quizás vine aquí para intentar encontrar algo que me haga sentir que hay más, más de lo que he decidido creer hasta ahora. " Los ojos de Moisés se suavizaron al escucharla, entendiendo que detrás de su aparente escepticismo había una búsqueda profunda y humana.
"A veces las respuestas nos encuentran antes de que sepamos qué preguntar," respondió él con una sonrisa cálida. "Y estar aquí quizás es una señal de que ya has comenzado a buscar. " Luego, dulcemente agregó: "Por cierto, soy Moisés de la Vega.
" Ella, rubicunda, apenas pronunció: "Jimena Vargas, para servirte. " Moisés sonrió con una mezcla de melancolía y comprensión. "Estas rosas," dijo, levantándolas un poco mientras su mirada se posaba en los pétalos suaves, "las traigo aquí todos los lunes para cumplir una promesa.
" Jimena frunció el ceño sin entender. "¿Una promesa? ¿A quién?
" "A la Virgen," respondió él con calma. "Hice la promesa de traerle tres rosas rojas cada lunes hasta que me conceda lo que le pedí. " Jimena lo miró con escepticismo, pero su curiosidad la empujó a seguir preguntando.
"¿Y qué le. . .
" "Pediste. " Moisés bajó la mirada un momento, como si se preparara para abrirse ante alguien por primera vez en mucho tiempo. "Le pedí que me devuelva al amor de mi vida," dijo con una sinceridad que desarmó por completo a Jimena.
"¿El amor de tu vida? " repitió ella, incrédula, casi con burla. "Eso suena a una de esas historias de películas cursis.
" Él sonrió, pero su sonrisa no era de ofensa, sino de una paciencia profunda. "Su nombre es Charlotte de Sauza. Estuvimos comprometidos durante años, pero hace un año decidió aceptar una oportunidad en Europa para expandir su consorcio.
No pude retenerla y tampoco quise. Eso solo habría transformado nuestra relación en una prisión invisible. El amor no debería ser una cadena, como dice Khalil Gibrán: 'Si amas a alguien, déjalo libre.
Si regresa, es tuyo; si no lo hace, nunca lo fue. ' Así que la dejé partir con la esperanza de que tal vez, en su viaje, ella encontrara el camino de regreso. Pero desde entonces he estado viniendo aquí todos los lunes con la esperanza de que la Virgen me conceda su regreso.
" Jimena lo miró desconcertada. Este hombre, con todo su poder, riqueza y apariencia perfecta, estaba rogando por algo tan intangible como el amor perdido. "¿Y tú de verdad crees que ella volverá?
" preguntó, con una mezcla de escepticismo y algo más, algo que no lograba identificar. "Creo en el amor, Jimena. " Su voz resonó con una sabiduría y un convencimiento que la dejó sin palabras.
"No importa cuántas veces el mundo nos diga que no existe o que es una ilusión. El amor es lo único que puede llenar esos vacíos que todos intentamos ignorar. " Ella lo miró con una mezcla de confusión y una chispa de algo que no quería vislumbrar: admiración.
Permanecieron allí largo rato en actitud hierática, mientras Moisés depositaba en la capilla mayor, cerca del altar principal de la Basílica, las tres rosas rojas en sagrada ofrenda por su amor perdido. Entonces salieron juntos de la iglesia y él propuso caminar un poco por la plaza de los alrededores. La tarde se sentía ligera; el aire fresco acariciaba sus rostros mientras caminaban por el parque de la Villa, apenas a unos minutos de la Basílica.
El sonido de las hojas al moverse y las risas de los niños los envolvía, creando una atmósfera casi irreal. Moisés, con las manos en los bolsillos de su elegante traje, caminaba al lado de Jimena, quien mantenía su habitual aire despreocupado, aunque la curiosidad brillaba en sus ojos. "¿Te apetece un helado?
" preguntó Moisés, con una sonrisa que parecía desarmar cualquier barrera. Jimena lo miró de reojo, intentando no dejarse llevar por la ligereza del momento. "Un millonario comiendo helado en la calle.
Eso sí que no lo veo venir. " "Todos los días," Moisés soltó una risa divertida y auténtica, como si sus títulos y su fortuna fueran lo menos importante en ese momento. "Te sorprenderías de lo simple que pueden ser los placeres de la vida para alguien como yo.
" Respondió sin perder la sonrisa. "Vamos, te invito. " Se acercaron a un carrito de helados que estaba en una esquina y, mientras el vendedor preparaba sus pedidos, Jimena no pudo evitar observar a Moisés desde otra perspectiva.
Él parecía completamente ajeno a su posición social, como si su fortuna no pesara sobre sus hombros. Era un hombre como cualquiera, aunque esa era una conclusión a la que ella no estaba dispuesta a llegar tan fácilmente. Moisés la miró por un instante, ella tan indecisa como una niña asomada al carrito con sus mejillas rubicundas en medio de su brillante sonrisa.
Luego, ya con los helados en mano, comenzaron a caminar lentamente por la plaza, rodeados de los sonidos suaves de la ciudad en su ritmo cotidiano. El helado parecía haber roto cualquier formalidad entre ellos y las conversaciones comenzaron a fluir con más naturalidad. Jimena seguía lanzando comentarios sarcásticos sobre la vida y el amor, mientras Moisés, con su paciencia infinita, la escuchaba con interés.
"Así que dime," acotó él tras un rato, limpiándose una gota de helado del dedo. "¿De verdad no crees en el amor? " Jimena lo miró con una sonrisa irónica, saboreando su helado mientras su mente ya preparaba la respuesta.
"El amor es como este helado," dijo finalmente. "Es dulce al principio, pero se derrite rápido. La gente cree que va a durar para siempre, pero solo es cuestión de tiempo antes de que desaparezca.
" Moisés la miró en silencio, asimilando sus palabras, pero sin apartar esa sonrisa tranquila que siempre llevaba consigo. "¿Y si te dijera que el amor verdadero no se derrite? " respondió él, con un tono más serio.
"Que el amor es algo que permanece, incluso cuando todo lo demás cambia. " Jimena soltó una risa sarcástica, sacudiendo la cabeza. "Vas a decirme que el amor es eterno.
Vamos, no eres un personaje de novela romántica; en el mundo real, las personas cambian, se marchitan como este helado. La gente cree que el amor es algo que pueden sostener, pero en cuanto la vida se complica, todo se desmorona. " Moisés detuvo su paso y se volvió hacia ella, su mirada azul tan firme como siempre.
"Te haré una apuesta. " Jimena arqueó una ceja, divertida por la repentina seriedad en su tono. "¿Una apuesta?
" repitió, con un toque de burla en su voz. "¿Qué tipo de apuesta haría un millonario sobre algo tan abstracto como el amor? " "Te apuesto a que puedo demostrarte que el amor verdadero existe," dijo él, con una certeza que la dejó desconcertada.
"Te mostraré a través de lo que siento por Charlotte lo que significa realmente amar a alguien, incluso cuando no está a tu lado. Si al final no logro convencerte, dejaré de esperar su regreso, dejaré de pedirle a la Virgen que vuelva. " Jimena quedó en silencio por un momento, sorprendida por la intensidad de sus palabras.
¿Estaba realmente dispuesto a renunciar a su esperanza por esa apuesta? Pero antes. .
. De que pudiera procesarlo, una chispa de diversión cruzó por su mente y respondió casi sin pensarlo: "De acuerdo", dijo, levantando una mano como si sellara el trato. "Acepto tu apuesta.
Pero si yo gano y no logro creer en ese amor eterno que dices que existe, entonces tendrás que hacer algo por mí. " Moisés sonrió, intrigado por su respuesta. "¿Y qué tendré que hacer?
" Jimena se cruzó de brazos, una sonrisa traviesa surcando su rostro. "Si pierdes, tendrás que olvidarte de Charlotte y casarte conmigo, con alguien tan común y corriente como yo. Vamos, ¿renunciarás a tu amor eterno por una chica que no cree en el amor?
" Moisés rió, una carcajada que resonó en el aire, pero algo en sus ojos no perdió la intensidad que esa conversación había provocado. "¿Casarme contigo? " preguntó entre risas.
"Eso sí que es una apuesta arriesgada. " Ambos rieron. Aunque la broma, en el fondo, dejó una tensión suave flotando entre ellos, la conversación, que había comenzado como una simple provocación, ahora llevaba una carga emocional que ninguno de los dos esperaba.
Algo había cambiado en ese momento; las palabras ya estaban dichas. Y aunque todo parecía un juego, la apuesta era real. Después de unos segundos de silencio, Moisés la miró fijamente, con una mezcla de desafío y complicidad en sus ojos.
"Vamos", dijo de repente, dejando el tono ligero de la broma atrás. "Acompáñame a un lugar, quiero mostrarte algo. " Frunció el ceño, divertida, pero también curiosa.
"¿A dónde? " preguntó, mordisqueando lo que quedaba de su helado. "Al lago de Chapultepec", respondió él con una sonrisa.
"Es un lugar especial. El aire allí tiene algo; quizá te ayude a entender lo que te quiero decir. " Jimena lo miró por unos segundos, pensando en si aceptar o no, pero finalmente, como si fuera parte del mismo juego que habían comenzado, asintió entre risas.
"De acuerdo, vamos a ver si ese aire romántico me convence. " Moisés sonrió satisfecho y ambos se dirigieron a su Mercedes Benz S-Class. El auto, que parecía encajar perfectamente con la elegancia de su dueño, subieron.
Y mientras el vehículo se deslizaba por las calles de la Ciudad de México, el silencio entre ellos se llenó de pensamientos no dichos. "¿Sigues pensando que el amor es algo que se disuelve? " dijo Moisés, rompiendo el silencio mientras giraba por una calle arbolada.
"Claro que sí", respondió Jimena sin dudarlo. "La gente se enamora de una idea, de una fantasía. Pero la realidad siempre encuentra la manera de romperlo todo.
Si no, no estarías aquí pidiendo un milagro para que Charlotte vuelva. " "Puede que tenga razón en algo," dijo él. "El amor no siempre es fácil, pero el verdadero amor no es una fantasía; es una elección, cada día, aunque no sea fácil, aunque duela.
" Jimena lo miró con una mezcla de escepticismo y curiosidad. "Una elección no suena muy romántico. " Moisés rió suavemente, sus ojos aún fijos en la carretera.
"El amor no es siempre ese torbellino apasionado que nos venden las historias; a veces, es solo la quieta presencia del otro. No se trata de vivir en un sueño perfecto, sino de aceptar las imperfecciones y, aún así, elegir quedarse. El verdadero amor no necesita ser grandioso o idealizado; su grandeza radica en su constancia, en su resistencia a desvanecerse, aun cuando la vida no sea como imaginamos.
" Jimena suspiró, sin saber qué responder. La manera en que Moisés hablaba con tanta certeza y sabiduría empezaba a hacerla dudar de sus propios pensamientos. Entonces pensó: ¿podía realmente alguien amar de esa forma?
Llegaron al Bosque de Chapultepec justo cuando el sol comenzaba a teñir el cielo de tonos naranjas y dorados. El lago se extendía ante ellos, reflejando los últimos destellos de luz del día. Todo estaba en calma, como si el tiempo se hubiera detenido solo para ellos.
Moisés la guió hacia el muelle donde se alquilaban las barcas y, antes de que Jimena pudiera protestar, ya estaban subidos en una de ellas. El suave movimiento del agua los envolvía en una atmósfera serena, mientras el sonido de los remos les acompañaba en silencio. "Es un lugar hermoso", dijo Jimena finalmente, mirando el paisaje que se desplegaba ante sus ojos.
El bote se deslizaba suavemente por el lago, las sombras de los árboles cercanos reflejándose en el agua, mientras el sol comenzaba a ocultarse tras las montañas. El silencio entre ellos era cómodo, pero cargado de pensamientos no expresados. Jimena estaba absorta en la belleza del paisaje, pero también en la confusión que las palabras de Moisés le habían provocado; esa idea de que el amor era una elección, que no se trataba solo de emociones efímeras, la inquietaba.
Algo en su corazón parecía removerse, pero aún no podía descifrarlo. Mientras remaba en silencio, él la observaba de reojo. "Jimena", dijo finalmente, rompiendo el silencio con un tono suave, casi reverente.
"El amor no se trata de promesas eternas que flotan en el aire, ni de esperar que el otro nos complete. No es un cuento de hadas ni una búsqueda desesperada por la perfección. " Ella lo miró, sus ojos reflejando el atardecer, expectante ante lo que estaba por decir.
"El amor verdadero", continuó Moisés, su voz firme pero cargada de ternura, "es aceptar que nada en esta vida es permanente, que las personas cambian, que a veces las cosas se rompen; pero, a pesar de todo eso, decides quedarte, decides seguir eligiendo a esa persona cada día, incluso cuando no es fácil, incluso cuando la realidad se impone y las fantasías se desvanecen. " Jimena sintió un nudo formarse en su garganta, pero no dijo nada. Moisés siguió, con una calma profunda: "El amor es un acto de valentía; no se trata de aferrarse a alguien porque te hace feliz, sino de estar dispuesto a ser vulnerable, a mostrarte tal como eres y aceptar al otro con todas sus imperfecciones.
No es la emoción que sientes cuando todo va bien; es la decisión que tomas. " Cuando todo parece estar en contra, porque al final lo que realmente nos hace humanos, lo que nos conecta y nos hace sentir vivos, no es la perfección, sino el coraje de amar en medio de la imperfección. Jimena lo miró y, en ese momento, sintió que algo se rompía dentro de ella; no podía recordar la última vez que alguien había hablado con tanta verdad.
Su visión del amor, tan cínica y protegida, se tambaleaba ante esas palabras que parecían desnudar las as. Así que, dime —concluyó Moisés, clavando sus ojos en los de ella—, ¿no es ese tipo de amor algo por lo que vale la pena apostar? El silencio que siguió fue pesado, pero no incómodo.
Shimenawa ha transcurrido varias semanas desde aquella tarde en el lago, y cada lunes, después de su jornada en el supermercado, Jimena acompaña a Moisés a la basílica. Es un ritual que al principio ella aceptó por simple curiosidad, pero que con el tiempo se ha vuelto algo más. Caminan juntos por el atrio; él, con un ramo de flores en la mano, que coloca con devoción a los pies de la Virgen.
La basílica tiene un aire solemne y Jimena no puede evitar sentirse conmovida cada vez que entra en ese lugar sagrado, aunque siga sin compartir del todo la fe de Moisés. Sin embargo, disfruta de su compañía, de la calma que la envuelve al estar a su lado. Entre ellos, la complicidad ha crecido de manera natural.
Las tardes que comparten están llenas de conversaciones profundas y risas espontáneas, y es precisamente en uno de esos días, en la jornada libre del supermercado, cuando Moisés la invita a conocer su oficina. Es un consorcio imponente, con amplios ventanales que abarcan la ciudad entera. Desde allí, la vista es impresionante: Ciudad de México se extiende como un mar infinito de edificios y luces.
Shimenawa, lo es —responde Moisés—, pero su tono sugiere que no se refiere al paisaje. Están en medio de una charla ligera cuando la puerta de la oficina se abre de golpe. Jimena se gira sobresaltada y sus ojos se encuentran con una figura elegante: Charlotte de Sousa, la ex prometida de Moisés, está allí de pie, como una aparición deslumbrante.
Exhala su perfume de Chanel mientras se mueve con un extraordinario abrigo de piel de marca. Su belleza es sobrecogedora y, por un momento, el mundo parece detenerse. —Moisés —dice Charlotte, con una voz firme pero cargada de emoción—, he venido desde Europa por ti.
El rostro de Moisés se ilumina al verla y, sin pensarlo, corre a abrazarla. Jimena, aún junto a la ventana, palidece; siente que el suelo se abre bajo sus pies. Las palabras de disculpa y súplicas de Charlotte llenan el espacio, pero Jimena apenas las escucha.
Su mente está en blanco, su corazón late desbocado y un nudo se forma en su garganta. —Te amo —dice Charlotte, aferrada a Moisés—, cometí un error, pero estoy aquí para enmendarlo. Por favor, perdóname.
Jimena apenas puede soportar la escena. Todo sucede frente a ella, pero se siente invisible. El abrazo entre Moisés y Charlotte parece eterno, y en ese momento, Jimena comprende algo devastador: ha perdido la apuesta.
Recoge su chaqueta y murmura una excusa inadvertida. —Yo debo irme. Pero ni Moisés ni Charlotte la oyen.
Jimena apenas logra contener las lágrimas mientras se apresura a salir de la oficina; su cuerpo temblando, la frialdad del pasillo y el eco de sus pasos la envuelven en una soledad abrumadora. Cuando por fin llega a la calle, no puede más; se detiene. El aire frío le corta la respiración y entonces, como si una represa se rompiera dentro de ella, las lágrimas comienzan a brotar sin control.
—¿Por qué le duele tanto? —Por esas lágrimas que no puede contener, se lleva una mano al pecho, sintiendo el dolor en cada rincón de su ser. Y en ese momento, la verdad cae sobre ella con la fuerza de un vendaval.
Está celosa, está enamorada, perdidamente enamorada de Moisés. Se ríe amargamente entre sollozos, pensando en cómo había despreciado la idea del amor verdadero, creyendo que no existía, que era solo un espejismo pasajero. Y ahora, allí, en medio de la calle, comprende que estaba equivocada; que el amor verdadero no es solo una emoción explosiva, sino algo que nace poco a poco, casi en silencio, y cuando menos lo esperas, ya ha echado raíces en lo profundo del alma.
Jimena es una decisión, como Moisés decía, no es fácil, no siempre es lo que uno espera, pero es real. Y le duele de una manera que nunca imaginó. Entre lágrimas, Jimena se da cuenta de que ha perdido más que una apuesta: ha perdido la oportunidad de descubrir si ese amor podía ser correspondido.
Lo ha visto abrazar a otra mujer con una devoción que ella nunca creyó posible, y aunque había sido una simple broma, una apuesta, ahora entiende que ella también había apostado su corazón sin saberlo. Mientras tanto, en la oficina, el abrazo entre Moisés y Charlotte perdura, pero algo dentro de él no encaja. Aunque sus brazos están alrededor de la mujer que alguna vez pensó que era su amor eterno, la sensación es extrañamente distante, como si estuviera abrazando a una desconocida.
Moisés cierra los ojos, intentando recuperar las emociones que una vez sintió por ella, pero algo falta. De repente, su mente viaja a Jimena, entendiendo que se ha ido de su oficina, y un pensamiento lo golpea con fuerza: ¿por qué no me siento completo sin ti? Al día siguiente, Moisés apretaba el volante de su Mercedes con fuerza mientras conducía.
La velocidad de su corazón superaba la del coche. Había pasado horas buscando a Jimena por toda la ciudad, preguntando por ella en el supermercado donde trabajaba, pero solo había recibido una respuesta devastadora: había renunciado sin avisar, sin despedirse. Compró tres rosas rojas, pensando en el milagro de poder entregárselas a aquella mujer que.
. . Le había mostrado, sin siquiera saberlo, que el amor verdadero no siempre es el que esperas, sino el que te sorprende cuando menos lo imaginas.
Cansado de deambular, se detuvo en la Basílica de Guadalupe. Sus ojos recorrieron el lugar con avidez, buscando entre los rostros que caminaban por el atrio. Y entonces la vio: allí estaba Jimena, arrodillada frente al altar, su figura envuelta en un halo de luz suave que entraba por los vitrales.
Su cuerpo se veía frágil, pero a la vez firme, como si estuviera luchando con una tormenta interna que nadie más podía ver. Moisés se acercó con paso seguro, aunque su corazón latía a mil por hora. Cuando estuvo a unos metros de ella, habló con una voz baja, pero llena de emoción: "Algo en mi interior sabía que aquí te encontraría".
Jimena levantó la cabeza lentamente, sus ojos llenos de lágrimas. Al verlo allí, sintió que su mundo se rompía en mil pedazos. No era capaz de pronunciar palabra; el nudo en su garganta era demasiado fuerte, pero Moisés continuó, dando un paso más cerca con su mano extendida: "Estas tres rosas rojas, si son para alguien que puede verlas, son para ti", dijo con una intensidad que hizo que sus manos temblaran ligeramente.
"Te amo, Jimena. Cuando abracé a Charlotte, lo supe: ella ya se había ido de mi alma hace mucho y no me había dado cuenta. Tú eres mi verdadero amor".
Jimena cerró los ojos con fuerza, intentando procesar lo que acababa de escuchar. Finalmente, con la voz rota pero llena de verdad, respondió: "Perdí la apuesta porque estoy irremediablemente enamorada de ti, Moisés". Las lágrimas corrieron por su rostro.
"Pensé que todo esto era una broma, un juego, pero no lo es. Me enamoré sin darme cuenta y ahora no sé cómo dejar de sentir todo esto por ti. Nunca creí en el amor, pero tú.
. . tú lo has cambiado todo".
Moisés dejó caer las rosas sobre el banco junto a ellos y, sin dudarlo más, la tomó en sus brazos. El calor de ese abrazo derritió cualquier barrera que aún quedaba entre ambos. Se sentían completos, como si finalmente hubieran llegado al lugar donde siempre debían estar.
"El amor que sentimos no tiene nada que ver con ganar o perder esa apuesta. Yo solo quiero quedarme contigo", le dijo Moisés. Jimena se aferró a él, su cuerpo temblando entre sollozos de alivio y amor.
Nunca se había sentido más segura, más amada. Se permitió sentir todo lo que había reprimido durante tanto tiempo y en ese momento supo que había encontrado algo mucho más valioso que cualquier certeza o escepticismo. "Te amo", susurró ella, finalmente levantando el rostro para mirarlo a los ojos.
"Te elijo a ti, Moisés, cada día. Eso lo aprendí de ti", agregó sonriendo. Moisés, con sus ojos llenos de una calidez infinita, respondió: "Y yo te elijo a ti, Jimena, siempre, cada día, cada momento".
Se quedaron allí, abrazados frente al altar, mientras las luces del santuario brillaban a su alrededor, como un testigo silencioso de una promesa que trascendía las palabras. El amor, ese que ambos habían dudado y renegado, finalmente había encontrado su lugar juntos, mientras las tres rosas rojas parecían emanar un resplandor directo al corazón de ellos. En la concesión del milagro de amor de la Virgen de Guadalupe, tres meses después, en ese mismo recinto sagrado, se celebró la boda de Moisés de la Vega y Jimena Vargas.
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