Elena, la nueva limpiadora, escuchaba los sollozos de Doña Amelia todas las noches, intrigada y preocupada. Una noche, fingió irse a dormir y se infiltró sigilosamente en la habitación de la anciana. Lo que vio la dejó helada: el sol apenas comenzaba a asomarse por el horizonte cuando Elena salió de su pequeño apartamento en las afueras de la ciudad. El aire fresco de la mañana la golpeó en el rostro, despertándola por completo. Mientras caminaba hacia la parada de autobús, a sus 28 años, Elena nunca imaginó que estaría en esta situación, buscando trabajo como limpiadora después de
haber perdido su empleo en una agencia de publicidad hacía apenas unos meses. La crisis económica había golpeado fuerte, y el sector creativo había sido uno de los más afectados. Elena, con su título en diseño gráfico y 5 años de experiencia, se encontró de repente sin opciones en su campo. Las facturas se acumulaban y el alquiler no esperaba. Así que, cuando vio el anuncio en el periódico local buscando una limpiadora para una casa en el barrio acomodado de la ciudad, no lo pensó dos veces. El autobús llegó con un chirrido de frenos, sacando a Elena de
sus pensamientos. Subió y se sentó junto a la ventana, observando cómo las calles pasaban frente a sus ojos. El trayecto de 40 minutos la llevaba de su modesto vecindario a las amplias avenidas bordeadas de mansiones y jardines perfectamente cuidados. Mientras el paisaje cambiaba, Elena no pudo evitar pensar en cómo había llegado a este punto. Recordó los días en la universidad, llenos de sueños y ambiciones; se vio a sí misma presentando campañas creativas, diseñando logotipos innovadores y ganando premios en festivales de publicidad. La realidad, sin embargo, había sido muy diferente: años de trabajo arduo en la
agencia, noches en vela para cumplir con los plazos y, al final, un frío "lo sentimos, tenemos que hacer recortes" de su jefe. El autobús se detuvo en su parada, y Elena descendió con un suspiro. Caminó por la acera impecable, sus zapatos gastados contrastando con el lujo que la rodeaba. Se detuvo frente a una gran casa victoriana pintada de un suave tono azul pastel, con detalles en blanco. El jardín delantero era un pequeño paraíso de rosas y hortensias, y un camino de piedra serpenteaba hasta la entrada principal. Elena consultó la dirección en el papel arrugado que
llevaba en el bolsillo. Sí, este era el lugar. Respiró hondo, alisó su blusa más presentable, que aún así parecía fuera de lugar en este vecindario, y se acercó a la puerta, con el corazón latiendo fuerte. Tocó el timbre. Pasaron unos momentos que parecieron eternos antes de que la puerta se abriera. Una mujer mayor, de unos 70 y tantos años, apareció en el umbral. Tenía el cabello blanco recogido en un moño elegante y vestía un conjunto de falda y blusa que, aunque sencillo, gritaba calidad en cada costura. —Buenos días —dijo Elena, tratando de mantener la voz
firme—. Soy Elena Martínez. Vengo por el anuncio de limpiadora. La mujer mayor la miró de arriba a abajo, sus ojos azules evaluándola, haciendo que Elena se sintiera expuesta. Finalmente, una pequeña sonrisa apareció en sus labios. —Ah, sí, pasa, querida —dijo haciéndose a un lado—. Soy Doña Amelia Vega. Adelante, tomemos un té mientras hablamos. Elena entró, sintiéndose inmediatamente fuera de lugar en el elegante vestíbulo. Una gran escalera de madera pulida se elevaba hacia el segundo piso y las paredes estaban decoradas con pinturas que parecían originales y costosas. Siguió a Doña Amelia hasta una cocina que era
más grande que todo su apartamento. —Siéntate, por favor —indicó Doña Amelia, señalando una silla junto a una mesa de desayuno junto a la ventana. Elena obedeció, observando cómo la mujer mayor se movía con gracia por la cocina, preparando el té. —Cuéntame sobre ti, Elena —dijo Doña Amelia mientras colocaba dos tazas de porcelana fina sobre la mesa y se sentaba frente a ella. Elena dudó por un momento. ¿Qué podía decir? Que hasta hace poco diseñaba campañas publicitarias y ahora estaba desesperada por limpiar casas. Optó por una versión simplificada de la verdad. —Bueno, tengo 28 años, perdí
mi trabajo hace unos meses debido a la crisis económica y, bueno, necesito trabajar. No tengo experiencia como limpiadora profesional, pero siempre he mantenido mi casa impecable y aprendo rápido. Doña Amelia la observó por encima de su taza de té, sus ojos brillando con algo que Elena no pudo descifrar: ¿era compasión, curiosidad? —Ya veo —dijo finalmente la mujer mayor—. Y, ¿qué hacías antes, si puedo preguntar? Elena dudó nuevamente, pero algo en la mirada de Doña Amelia la hizo sentir que podía ser honesta. —Era diseñadora gráfica en una agencia de publicidad. Las cejas de Doña Amelia se
elevaron ligeramente. —Vaya, eso sí que es un cambio. Debe ser difícil. —Lo es —admitió Elena, sorprendida por su propia franqueza—, pero las facturas no se pagan solas y este trabajo... Bueno, lo necesito. Doña Amelia asintió, una expresión pensativa en su rostro. —La vida a veces nos lleva por caminos inesperados, ¿no es así? Yo misma, bueno, digamos que entiendo lo que es tener que adaptarse a nuevas circunstancias. Hubo un momento de silencio y Elena sintió una conexión inesperada con esta mujer elegante, que parecía pertenecer a un mundo tan diferente al suyo. —Bien —dijo finalmente Doña Amelia,
enderezándose—. El trabajo es sencillo, pero requiere atención al detalle. La casa tiene tres pisos, incluido el ático. Necesito que se limpie a fondo dos veces por semana, los lunes y jueves. Eso incluye sacudir, aspirar, limpiar los baños, cambiar las sábanas y hacer algo de lavandería ligera. También apreciaría si pudieras ocuparte de regar las plantas del interior. Elena asintió, absorbiendo la información. No sonaba demasiado diferente a lo que hacía en su propio apartamento, solo que a una escala mucho mayor. —¿Tienes alguna pregunta? —inquirió Doña Amelia. Elena pensó por un momento. ¿Hay alguna área de la casa
que esté fuera de...? Límites o algo que requiera un cuidado especial. Una sombra pareció cruzar el rostro de Doña Amelia. Por un instante tan rápido que Elena pensó que lo había imaginado: "El ático está cerrado con llave, no necesitarás preocuparte por esa área. En cuanto al resto, confío en tu buen juicio. Los muebles son antiguos, así que ten cuidado al limpiarlos. Oh, y por favor, no muevas los objetos de los estantes o las mesitas; tengo todo organizado de una manera específica." Elena asintió nuevamente. —Entendido. Y en cuanto al horario, me gustaría que comenzaras temprano, digamos
a las 8 de la mañana. Normalmente estaré en casa, pero no te preocupes por mí, solo haz tu trabajo, y si necesitas algo, estaré en mi estudio en el segundo piso. Discutieron el salario, que era sorprendentemente generoso, y acordaron que Elena comenzaría al día siguiente. Mientras se levantaba para irse, notó que Doña Amelia parecía querer decir algo más. —Elena —dijo finalmente la mujer mayor, su voz suave pero con un tono que Elena no pudo descifrar—, hay una cosa más que debes saber: mi hijo Ernesto a veces viene de visita. Es bueno, digamos que puede ser
un poco temperamental. Si está aquí cuando vengas a limpiar, lo mejor es que lo evites. Simplemente haz tu trabajo y no interactúes con él, si puedes evitarlo. Elena frunció el ceño, intrigada y ligeramente preocupada por esta advertencia. —Entiendo. Gracias por avisarme, Doña Amelia. La acompañó hasta la puerta y justo antes de que Elena saliera, la mujer mayor la tomó suavemente del brazo. —Elena, querida, sé que este trabajo no es lo que esperabas estar haciendo, pero a veces las circunstancias nos llevan a lugares inesperados, por una razón. ¿Quién sabe? Tal vez encuentres algo más que solo
un trabajo aquí. Con esas enigmáticas palabras, Doña Amelia cerró la puerta, dejando a Elena en el porche confundida y curiosa. El camino de regreso a casa fue un torbellino de pensamientos para Elena. Por un lado, estaba aliviada de haber conseguido el trabajo; el salario ayudaría enormemente con sus facturas pendientes y le daría un respiro financiero. Pero por otro lado, no podía sacudirse la sensación de que había algo más en esa casa, algo que no podía definir. Doña Amelia parecía amable, pero había momentos en los que una sombra cruzaba su rostro, como si cargara un peso
invisible. Y luego estaba esa extraña advertencia sobre su hijo. Elena se preguntó qué tipo de persona sería Ernesto para que su propia madre advirtiera a una extraña sobre él. Cuando llegó a su pequeño apartamento, Elena se dejó caer en el sofá desgastado, exhausta emocional y físicamente. Miró a su alrededor, observando los restos de su vida anterior. En una esquina, su caballete de dibujo acumulaba polvo; los proyectos a medio terminar, un recordatorio doloroso de sueños interrumpidos. En la pared colgaba, enmarcado, su diploma universitario, una ironía cruel considerando su situación actual. Elena cerró los ojos, permitiéndose un
momento de autocompasión. ¿Cómo había llegado a este punto? Recordó los días en la universidad, llenos de promesas y ambiciones. Se había graduado con honores, convencida de que el mundo del diseño la estaba esperando con los brazos abiertos. Y durante un tiempo, pareció que así era. Consiguió un trabajo en una agencia prestigiosa casi inmediatamente después de graduarse, y durante 5 años vivió y respiró diseño. Hubo noches interminables frente al ordenador, perfeccionando cada píxel; fines de semana sacrificados en el altar de los plazos imposibles; discusiones acaloradas con clientes que no entendían el valor de un buen diseño.
Pero también hubo triunfos: campañas que se volvieron virales, tipos que se convirtieron en parte del paisaje urbano, el respeto y la admiración de sus colegas. Elena abrió los ojos y su mirada se posó en una fotografía enmarcada en la mesita de café. En ella, un grupo de jóvenes sonrientes levantaban copas en lo que parecía ser una fiesta de oficina. Elena se reconoció en el centro, con una sonrisa radiante y ojos brillantes de entusiasmo. Esa foto había sido tomada apenas unos meses antes de que todo se derrumbara. La crisis económica había golpeado como un tsunami, arrasando
con todo a su paso. Las empresas recortaron sus presupuestos de marketing, los clientes desaparecieron, y de repente el departamento creativo se convirtió en un lujo que la agencia no podía permitirse. Elena recordó el día en que su jefe la llamó a su oficina. Había tratado de ser amable, hablando de reestructuración y decisiones difíciles, pero al final el resultado era el mismo: estaba desempleada. Los primeros días después de perder su trabajo, Elena había mantenido el optimismo. Después de todo, tenía un buen currículum y una cartera impresionante; seguramente encontraría algo pronto. Pero a medida que pasaban las
semanas y los correos de rechazo se acumulaban en su bandeja de entrada, ese optimismo se fue desvaneciendo. Intentó trabajar como freelance, pero en un mercado saturado de diseñadores desesperados dispuestos a trabajar por una fracción de lo que solía cobrar, apenas logró conseguir unos pocos trabajos mal pagados. Las facturas comenzaron a acumularse, y el miedo se instaló en su estómago como un peso constante. Y ahora, aquí estaba, a punto de comenzar un trabajo como limpiadora en la casa de una mujer que probablemente gastaba en una semana lo que Elena solía ganar en un mes. La ironía
de la situación no se le escapaba. Sin embargo, mientras estaba allí sentada recordando su encuentro con Doña Amelia, Elena sintió que algo se agitaba en su interior. No era resignación, ni siquiera aceptación; era curiosidad. Había algo en esa casa, en esa mujer elegante con ojos tristes, que la intrigaba. Las palabras de Doña Amelia resonaban en su mente: tal vez encuentres algo más que solo un trabajo aquí. Elena se levantó del sofá y se dirigió a su pequeña cocina. Mientras preparaba una taza de café instantáneo, un lujo que se permitía solo ocasionalmente estos días, comenzó a
pensar en el día. Siguiente, sí, iba a limpiar una casa; no era el trabajo de sus sueños, ni siquiera cerca, pero era un comienzo, una oportunidad, y quizás, solo quizás, podría ser más que eso. Tomó un sorbo de su café y, grimorio, irónicamente, dos mundos diferentes, pensó; pero tal vez, de alguna manera, esos mundos estaban destinados a cruzarse. El despertador sonó a las 6 de la mañana, sacando a Elena de un sueño inquieto. Se incorporó en la cama, frotándose los ojos mientras los recuerdos de la noche anterior volvían a ella. Hoy era el día, su
primer día como limpiadora en la casa de doña Amelia. Con un suspiro, se levantó y se dirigió al baño. Mientras se cepillaba los dientes, se miró en el espejo manchado; sus ojos, normalmente brillantes y llenos de determinación, ahora parecían cansados y un poco apagados. —Vamos, Elena —se dijo a sí misma—, es solo un trabajo, lo has hecho antes, puedes hacerlo de nuevo. Se vistió con los vaqueros y la camiseta que había dejado preparados la noche anterior, recogió su largo cabello castaño en una coleta práctica y desayunó rápidamente un tazón de cereales. Antes de salir, echó
un último vistazo a su apartamento; sus ojos se posaron en su caballete cubierto por una sábana. Por un momento, sintió el impulso de destaparlo, de tomar sus pinceles y sumergirse en un mundo de color y creatividad. Pero el reloj en la pared le recordó que no tenía tiempo para soñar despierta. Con un suspiro, cerró la puerta y se dirigió a la parada del autobús. El viaje hacia el barrio acomodado donde vivía doña Amelia fue igual que el día anterior, un recordatorio constante de la distancia entre su vida actual y la que había imaginado para sí
misma. Cuando el autobús se detuvo en su parada, Elena se bajó con una mezcla de nerviosismo y determinación. Caminó por la acera impecable hasta llegar a la gran casa victoriana. Esta vez, en lugar de dirigirse a la entrada principal, rodeó la casa hasta la puerta de servicio en la parte trasera, tal como doña Amelia le había indicado. Respiró hondo y tocó el timbre. Pasaron unos momentos antes de que la puerta se abriera, revelando a doña Amelia. La mujer mayor llevaba un elegante vestido de día y su cabello blanco estaba perfectamente peinado. —Buenos días, Elena —saludó
doña Amelia con una sonrisa amable—. Pasa, por favor, te mostraré dónde están todos los suministros de limpieza. Elena siguió a doña Amelia al interior de la casa, maravillándose nuevamente por la opulencia que la rodeaba; incluso la zona de servicio, con su cocina elegante y su lavadero espacioso, era más lujosa que cualquier cosa que Elena hubiera visto antes. —Aquí tienes —dijo doña Amelia, abriendo un armario lleno de productos de limpieza de alta gama—. Hay aspiradoras en cada piso y los trapos y esponjas están aquí. Si necesitas algo más, no dudes en pedírmelo. Elena asintió, tomando nota
mental de la ubicación de cada cosa. —Gracias, doña Amelia. ¿Por dónde prefiere que empiece? —Oh, eso lo dejo a tu criterio, querida. Confío en tu juicio. Solo recuerda lo que te dije ayer sobre el cuidado con los muebles antiguos y no mover los objetos de su lugar. —Por supuesto —respondió Elena—. Lo tendré en cuenta. Doña Amelia sonrió, pero Elena notó que la sonrisa no llegaba del todo a sus ojos. Había una tensión en los hombros de la mujer mayor, una preocupación que parecía estar siempre presente. —Estaré en mi estudio la mayor parte del día —dijo
doña Amelia—. Si necesitas algo, no dudes en buscarme allí. Con eso, la mujer mayor se giró y salió de la cocina, dejando a Elena sola con sus pensamientos y una casa enorme por limpiar. Elena respiró hondo, se puso los guantes de goma y comenzó su tarea. Decidió empezar por la planta baja, trabajando metódicamente de habitación en habitación. Mientras limpiaba, no pudo evitar maravillarse por los detalles de la casa; cada habitación parecía contar una historia, con muebles antiguos cuidadosamente conservados y obras de arte que probablemente valían más que todo lo que Elena poseía. En el salón
principal, se detuvo frente a un gran retrato al óleo que mostraba a una mujer joven, probablemente en sus 30, con un niño pequeño en su regazo. La mujer tenía una sonrisa radiante y ojos azules brillantes que le resultaban familiares. Con un sobresalto, Elena se dio cuenta de que estaba mirando a una versión más joven de doña Amelia. El niño en el retrato, que Elena supuso que era Ernesto, el hijo de doña Amelia, tenía una expresión seria para alguien tan joven; sus ojos oscuros parecían mirar directamente a Elena, haciéndola sentir incómoda. Recordó la advertencia de doña
Amelia sobre su hijo y se preguntó qué habría pasado para que una madre hablara así de su propio hijo. Mientras limpiaba el polvo de los marcos de las fotos en una repisa, Elena notó algo curioso: había varias fotos de doña Amelia con su hijo a lo largo de los años, desde que era un bebé hasta su adolescencia. Pero después de eso, las fotos de Ernesto desaparecían abruptamente. Las fotos más recientes mostraban solo a doña Amelia, a menudo en eventos sociales o viajes, pero siempre sola. Elena sacudió la cabeza, recordándole que debía concentrarse en su tarea,
limpiando a fondo cada rincón de la planta baja antes de subir al segundo piso. En el pasillo del segundo piso, Elena se detuvo frente a una puerta cerrada; un cartel elegante decía "Estudio". Podía escuchar el suave tecleo de un ordenador al otro lado. Por un momento, se preguntó qué estaría haciendo doña Amelia allí todo el día: ¿escribiendo, trabajando o simplemente escondiéndose del mundo? Sacudiendo estos pensamientos, Elena continuó con su trabajo. Limpió los dormitorios de invitados, cada uno con un estilo diferente, pero igualmente lujoso. Cuando llegó al dormitorio... El principal se detuvo en el umbral, impresionada
por el tamaño y la elegancia de la habitación. Una enorme cama con dosel dominaba el espacio, flanqueada por mesitas de noche antiguas. Las cortinas de seda caían en cascada desde el techo hasta el suelo, y una alfombra persa cubría gran parte del suelo de madera pulida. En un rincón, había un tocador vintage, su superficie cubierta de frascos de perfume y joyeros. Elena se acercó al tocador, fascinada por los detalles intrincados tallados en la madera. Mientras limpiaba cuidadosamente alrededor de los frascos de perfume, su mirada se posó en una fotografía enmarcada en plata que mostraba a
doña Amelia, mucho más joven, abrazada a un hombre atractivo. Ambos sonreían a la cámara, sus rostros radiantes de felicidad. "Ese es mi difunto esposo, Alberto," dijo una voz detrás de ella. Elena se sobresaltó rápidamente para ver a doña Amelia de pie en la puerta de la habitación, una expresión melancólica en su rostro. "Lo siento, no quise... no estaba husmeando. Solo estaba limpiando," balbuceó Elena, sintiéndose culpable. Doña Amelia levantó una mano, interrumpiéndola suavemente. "No te preocupes, querida, no has hecho nada malo. Es natural sentir curiosidad." Se acercó al tocador y tomó la fotografía, mirándola con una
sonrisa triste. "Alberto murió hace 15 años; un ataque al corazón. Fue repentino." Elena no sabía qué decir. "Lo siento mucho," murmuró finalmente. Doña Amelia asintió, devolviendo la fotografía a su lugar. "La vida a veces nos quita las cosas que más queremos," dijo en voz baja, más para sí misma que para Elena. Luego, como sacudiéndose de un trance, miró a Elena con una sonrisa. "Pero no estamos aquí para hablar de cosas tristes. ¿Cómo va la limpieza? ¿Necesitas algo?" "Va bien, gracias," respondió Elena. "Casi he terminado con esta planta." "Excelente," dijo doña Amelia. "Cuando termines, ¿te importaría
bajar a la cocina? Me gustaría hablar contigo sobre algo." Elena asintió, intrigada y un poco preocupada. "¿Habría hecho algo mal?" "Por supuesto, bajaré en cuanto termine aquí." Doña Amelia sonrió y salió de la habitación, dejando a Elena con más preguntas que respuestas. Terminó de limpiar el dormitorio principal lo más rápido y meticulosamente que pudo, su mente dando vueltas sobre qué querría hablar doña Amelia con ella. Cuando bajó a la cocina, encontró a doña Amelia sentada a la mesa, dos tazas de té humeante frente a ella. "Siéntate, por favor," Elena dijo, gesticulando hacia la silla frente
a ella. Elena se sentó, nerviosa. "¿Hay algún problema con mi trabajo?" preguntó, incapaz de contener su preocupación. Doña Amelia sonrió, sacudiendo la cabeza. "En absoluto, querida. Tu trabajo es excelente. De hecho, quería hablarte de una oportunidad adicional." Elena se relajó visiblemente, tomando un sorbo de té para ocultar su alivio. "¿Una oportunidad?" preguntó, curiosa. "Sí," asintió doña Amelia. "Verás, además de necesitar ayuda con la limpieza, también me vendría bien alguien que pudiera quedarse aquí algunas noches. Tengo problemas para dormir a veces y me sentiría más segura sabiendo que hay alguien más en la casa." Elena parpadeó,
sorprendida. "Oh," dijo, sin saber qué más decir. "Por supuesto, te pagaría extra por ello," continuó doña Amelia rápidamente, "y tendrías tu propia habitación aquí, una de las de invitados. Sería solo ocasionalmente, tal vez una o dos noches por semana. ¿Qué opinas?" Elena consideró la propuesta. Por un lado, el dinero sería muy bienvenido y tener un lugar para quedarse algunas noches a la semana, aunque fuera temporal, sería un alivio para su presupuesto ajustado. Pero, por otro lado, la idea de pasar las noches en esta gran casa con sus secretos y silencios la ponía un poco nerviosa.
"Me halaga que confíes en mí para esto," dijo finalmente Elena. "Pero, ¿puedo preguntar por qué? Yo apenas te conozco." Doña Amelia sonrió, una sonrisa genuina esta vez. "Tienes razón, apenas te conozco, pero hay algo en ti, Elena; una integridad, supongo que podrías llamarlo. Y además," añadió con un guiño, "eres la primera persona en mucho tiempo que no ha intentado robarme nada en el primer día de trabajo." Elena no pudo evitar reír ante esto. "Bueno, supongo que eso me da puntos extra," dijo, sintiéndose más relajada. "Entonces, ¿qué dices?" preguntó doña Amelia. "¿Aceptas?" Elena lo pensó por
un momento más. A pesar de su nerviosismo inicial, había algo en doña Amelia que le inspiraba confianza, y si era honesta consigo misma, estaba intrigada por esta mujer y su vida. Quizás esta sería una oportunidad para entender mejor el misterio que parecía rodear a la casa y a su dueña. "De acuerdo," dijo finalmente Elena. "Acepto." La sonrisa de doña Amelia se ensanchó. "Excelente," dijo, levantándose. "Entonces, ¿qué te parece si te quedas esta noche? Así podrás familiarizarte con la casa de noche." Elena asintió, un poco sorprendida por la rapidez con la que todo estaba sucediendo. "Claro,
solo necesito ir a casa a buscar algunas cosas." "Por supuesto," dijo doña Amelia. "Tómate el resto de la tarde libre, vuelve para la cena, digamos a las 7." Elena asintió nuevamente, sintiéndose como si estuviera en una especie de sueño surrealista. Cuando salió de la casa unos minutos después, su cabeza daba vueltas con todo lo que había sucedido. ¿En qué se estaba metiendo? El resto de la tarde pasó en un borrón. Elena regresó a su apartamento, empacó una pequeña bolsa con ropa y artículos de tocador y se encontró de vuelta en la puerta de la casa
victoriana justo antes de las 7. Doña Amelia la recibió con una sonrisa cálida y la guió hasta el comedor, donde una cena elegante para dos estaba servida. Mientras comían, conversaron sobre temas ligeros: el tiempo, los jardines de la casa, la historia del barrio. Elena se sorprendió de lo fácil que era hablar con doña Amelia, a pesar de la diferencia de edad y estatus social entre ellas. Después de la cena, doña Amelia le mostró la habitación de invitados donde se quedaría. Era espaciosa y lujosa, con una cama king. Un baño privado que era más grande que
toda la cocina de Elena. Elena se despertó sobresaltada en medio de la noche, desorientada por un momento en la oscuridad de la habitación desconocida. Le tomó unos segundos recordar dónde estaba: la casa de doña Amelia, la habitación de invitados en el segundo piso. Miró el reloj digital en la mesita de noche: 2:37 a.m. Estaba a punto de volver a dormirse cuando lo oyó: un sonido débil, apenas perceptible, pero inconfundible en el silencio de la noche. Alguien estaba llorando. Elena se incorporó en la cama, aguzando el oído. Sí, definitivamente era llanto y parecía venir de arriba,
del ático; no, se corrigió, recordando la disposición de la casa, del tercer piso: probablemente la habitación de doña Amelia. Por un momento, Elena dudó sobre qué hacer. ¿Debería ignorarlo? Después de todo, el llanto de doña Amelia era algo privado y ella era solo la limpiadora. Pero entonces recordó las palabras de la mujer mayor esa misma tarde: "Tengo problemas para dormir a veces y me sentiría más segura sabiendo que hay alguien más en la casa". Con un suspiro, Elena se levantó de la cama y se puso la bata que había traído consigo. Salió silenciosamente al pasillo,
que estaba iluminado tenuemente por la luz de la luna que se filtraba a través de las ventanas. El llanto se hizo más claro cuando llegó al pie de la escalera que conducía al tercer piso. Elena subió las escaleras con cuidado, tratando de no hacer ruido. Cuando llegó al rellano del tercer piso, vio una franja de luz que se escapaba por debajo de una puerta cerrada al final del pasillo. El llanto venía de allí. Se acercó lentamente a la puerta, el corazón latiendo con fuerza en el pecho. Cuando estaba a punto de tocar, dudó: ¿qué iba
a decir? ¿Cómo iba a explicar su presencia allí en medio de la noche? Antes de que pudiera decidirse, el llanto se detuvo abruptamente, reemplazado por el sonido de pasos acercándose a la puerta. Elena retrocedió rápidamente, buscando un lugar para esconderse, pero era demasiado tarde: la puerta se abrió y allí estaba doña Amelia, con los ojos enrojecidos y el rostro marcado por las lágrimas. —Elena —dijo la mujer mayor, sorprendida—. ¿Qué haces aquí? Elena balbuceó, sintiéndose como una niña atrapada haciendo algo que no debía. —Yo lo siento, doña Amelia. Escuché... pensé que tal vez necesitaba ayuda. Doña
Amelia la miró por un largo momento, su expresión ilegible. Luego, para sorpresa de Elena, sonrió tristemente. —Oh, querida. Eres muy amable. Pasa, por favor. Creo que es hora de que tengamos una conversación. Elena siguió a doña Amelia al interior de la habitación, que resultó ser un estudio privado. Las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de libros y un gran escritorio ocupaba el centro de la habitación. Doña Amelia se sentó en un sillón de cuero junto a una ventana que daba al jardín trasero e indicó a Elena que tomara asiento en otro sillón frente a ella.
—Supongo que te estarás preguntando qué está pasando —comenzó doña Amelia, su voz cansada pero firme— y mereces una explicación, especialmente después de haberte pedido que te quedes aquí. Elena asintió, sin saber qué decir. Doña Amelia tomó una fotografía enmarcada de una mesita cercana y se la pasó a Elena. La foto mostraba a un hombre joven, probablemente en sus 20 años, sonriendo a la cámara. Tenía el mismo cabello oscuro y ojos penetrantes que Elena había visto en el retrato del salón. —Este es mi hijo, Ernesto —dijo doña Amelia—. O al menos así es como lo recuerdo.
Esta foto fue tomada hace 10 años, justo antes de que todo cambiara. Elena miró la foto con atención. El joven de la imagen parecía feliz, lleno de vida; nada que ver con la descripción que doña Amelia había hecho de él el día anterior. —¿Qué pasó? —preguntó Elena suavemente, devolviendo la foto. Doña Amelia suspiró profundamente. —Ernesto siempre fue un chico brillante, demasiado brillante quizás. Cuando tenía 22 años, consiguió un trabajo en una gran empresa tecnológica. Estábamos tan orgullosos de él, pero entonces empezó a cambiar. Se volvió distante, irritable; pasaba noches enteras trabajando en proyectos secretos y,
luego, un día, simplemente desapareció. Elena contuvo la respiración, sorprendida. —¿Desapareció? ¿Como si se hubiera esfumado? Doña Amelia asintió. —Así es. Un día estaba aquí y al siguiente se había ido. Sin dejar nota, sin llevarse nada, como si la tierra se lo hubiera tragado. Contraté detectives privados, moví cielo y tierra para encontrarlo, pero nada. Durante tres años no supimos nada de él. —Eso es terrible —murmuró Elena—. No puedo imaginar lo que debió haber sido para usted. —Fue como si una parte de mí hubiera muerto —dijo doña Amelia, su voz quebrándose ligeramente—. Mi esposo, Alberto, nunca se
recuperó del shock. Murió 6 meses después de la desaparición de Ernesto; un ataque al corazón, dijeron los médicos. Yo digo que fue de pena. Elena sintió que se le formaba un nudo en la garganta. De repente, la tristeza que parecía impregnar cada rincón de la casa cobraba un nuevo significado. —¿Y qué pasó después? —preguntó suavemente—. Dijo que durante tres años no supieron nada de él. Doña Amelia asintió, sus ojos perdidos en el recuerdo. —Tres años de silencio absoluto y, luego, una noche sonó el timbre. Abrí la puerta y allí estaba Ernesto, pero no era el
mismo chico que se había ido. Estaba cambiado. Sus ojos... había algo diferente en ellos, algo frío, calculador. Elena escuchaba con atención, fascinada y horrorizada a partes iguales por la historia. —Me dijo que había estado trabajando en un proyecto secreto, algo que iba a cambiar el mundo. No quiso darme detalles, solo dijo que era demasiado peligroso que yo supiera más. Me pidió dinero, mucho dinero, y cuando me negué, cuando le dije que necesitaba explicaciones, que no podía simplemente desaparecer durante años y luego volver como si nada... Se puso violento. Doña Amelia se detuvo, tomando una respiración
temblorosa. Elena, impulsivamente, se inclinó hacia delante y tomó la mano de la mujer mayor entre las suyas. —Lo siento mucho —dijo Elena—. No puedo imaginar lo difícil que debe haber sido para usted. Doña Amelia le dio un suave apretón a su mano, agradecida. —Desde entonces, Ernesto aparece de vez en cuando, siempre pidiendo dinero, siempre amenazando. He intentado razonar con él, he intentado conseguirle ayuda, pero se niega. Dice que estoy intentando sabotear su trabajo, que no entiendo la importancia de lo que está haciendo. —¿Y la policía? —preguntó Elena. —No pueden hacer nada —Doña Amelia sacudió la
cabeza—. He presentado denuncias, pero sin pruebas concretas de sus amenazas no pueden hacer mucho. Además, Ernesto es escurridizo; nunca se queda en un lugar por mucho tiempo. Elena asintió, procesando toda la información. De repente, la advertencia de Doña Amelia sobre su hijo cobraba un nuevo y sombrío significado. —¿Es por eso que me pidió que me quedara? —preguntó Elena—. ¿Tiene miedo de que Ernesto vuelva? Doña Amelia asintió lentamente. —En parte sí, pero también la verdad es que me siento sola. Elena, esta casa es demasiado grande, demasiado silenciosa. Y las noches... las noches son lo peor. Es
cuando los recuerdos vuelven, cuando pienso en lo que pudo haber sido. ¿En dónde me equivoqué como madre? Elena sintió que se le encogía el corazón ante la vulnerabilidad de la mujer mayor. —No fue su culpa, Doña Amelia —dijo con firmeza—. No puede culparse por las decisiones de Ernesto. Doña Amelia sonrió tristemente. —Eres muy amable, Elena, pero una madre siempre se preguntará qué pudo haber hecho diferente. Miró por la ventana, donde el cielo comenzaba a aclararse con los primeros rayos del amanecer. —Oh Dios mío, te he mantenido despierta toda la noche con mis viejas historias. Elena
sacudió la cabeza. —No se preocupe por eso. Me alegro de que me lo haya contado y quiero que sepa que puede contar conmigo, Doña Amelia. No solo para limpiar la casa, sino para lo que necesite. Doña Amelia la miró con gratitud. —Gracias, querida. Eres un ángel. Se levantó lentamente del sillón. —Ahora creo que ambas necesitamos descansar un poco. ¿Por qué no te tomas el día libre? Has hecho más que suficiente esta noche. Elena asintió, sintiéndose de repente exhausta. Se levantó y se dirigió hacia la puerta. Pero antes de salir, se giró hacia Doña Amelia. —¿Estará
bien? —preguntó. Doña Amelia sonrió, una sonrisa cansada pero genuina. —Lo estaré, querida. Gracias a ti, lo estaré. Elena volvió a su habitación, su mente dando vueltas con toda la información que acababa de recibir. Se metió en la cama, pero el sueño tardó en llegar. No podía dejar de pensar en Doña Amelia, en Ernesto, en toda la tragedia que se escondía detrás de las paredes de esta hermosa casa. Cuando finalmente se quedó dormida, sus sueños estuvieron llenos de sombras amenazantes y ojos fríos que la observaban desde la oscuridad. Elena se despertó tarde al día siguiente. El
sol de la tarde se filtraba a través de las cortinas. Por un momento, se sintió desorientada, hasta que los recuerdos de la noche anterior volvieron a ella. Se levantó lentamente, sintiéndose física y emocionalmente agotada. Después de ducharse y vestirse, bajó a la cocina, donde encontró una nota de Doña Amelia. —Querida Elena, he salido a hacer algunas diligencias. Por favor, siéntete como en casa. Hay comida en la nevera si tienes hambre. Volveré para la cena. Gracias por anoche. Amelia. Elena se preparó un café y un sándwich y se sentó en la isla de la cocina. Mirando
por la ventana hacia el jardín trasero, la belleza del lugar contrastaba fuertemente con la oscura historia que había descubierto la noche anterior. Mientras comía, Elena no pudo evitar pensar en Ernesto. ¿Qué le habría pasado durante esos tres años de ausencia? ¿Qué tipo de proyecto podría ser tan importante como para alejarlo de su familia, para cambiar su personalidad de esa manera? Sus pensamientos fueron interrumpidos por el sonido del timbre. Elena se sobresaltó, derramando un poco de café sobre la encimera. No esperaba visitas y Doña Amelia tenía llave. Por un momento, sintió una punzada de miedo. ¿Y
si era Ernesto? Se acercó cautelosamente a la puerta principal, su corazón latiendo con fuerza. A través de la mirilla vio a un hombre de mediana edad, vestido con un traje elegante. No se parecía en nada a la foto de Ernesto que había visto la noche anterior. —¿Quién es? —preguntó Elena, sin abrir la puerta. —Buenos días —respondió el hombre—. Soy el abogado de la señora Vega. Tengo una cita con ella. Elena dudó. Doña Amelia no había mencionado nada sobre una visita de su abogado. —Lo siento, la señora Vega no está en casa en este momento —dijo
el hombre, frunciendo el ceño—. Qué extraño, teníamos una cita programada para hoy. ¿Sabe cuándo volverá? —No estoy segura —respondió Elena—, pero puedo darle su mensaje cuando regrese. El abogado pareció considerar esto por un momento. —Está bien —dijo finalmente—. Por favor, dígale que el señor Ramírez vino a verla y que es urgente que me contacte lo antes posible. Tiene mi número. Elena asintió. Aunque el hombre no podía verla, dijo: —Se lo diré. Que tenga un buen día. Esperó hasta que oyó los pasos del hombre alejándose antes de alejarse de la puerta. Algo en esa interacción la
había dejado inquieta. ¿Por qué Doña Amelia no le había mencionado esta cita? ¿Y por qué era tan urgente que el abogado la viera? El resto del día pasó lentamente. Elena intentó distraerse limpiando algunas áreas de la casa que había pasado por alto el día anterior, pero su mente seguía volviendo a la conversación de la noche anterior y a la extraña visita del abogado. El sonido de las llaves en la cerradura sacó a Elena de sus pensamientos. Se levantó rápidamente del sofá, donde había estado sentada, alisándolo. Doña Amelia entró, cargada con varias bolsas de compras. —Oh,
Elena, querida —dijo la mujer mayor, sonriendo al verla—. No esperaba que siguieras aquí. Déjame que te ayude con eso. Respondió Elena, apresurándose a tomar algunas de las bolsas mientras llevaban las compras a la cocina. Elena notó que Doña Amelia parecía cansada, con círculos oscuros bajo sus ojos que el maquillaje no lograba ocultar completamente. —¿Has tenido un día ocupado? —preguntó Elena, tratando de sonar casual mientras comenzaba a guardar los comestibles. Doña Amelia suspiró, dejándose caer en una de las sillas de la cocina. —Sí, bastante. Tuve que ocuparme de algunos asuntos legales. Nada de qué preocuparse —añadió
rápidamente al ver la expresión de Elena. Elena dudó por un momento, pero luego decidió mencionar la visita del abogado. —Hablando de asuntos legales, vino un hombre hoy —dijo—. Dijo que era su abogado. El señor Ramírez mencionó que tenían una cita. Doña Amelia se tensó visiblemente, su rostro palideciendo. —¿Ramírez estuvo aquí? —¿Qué le dijiste? —Solo le dije que usted no estaba en casa y que le daría su mensaje —respondió Elena, sorprendida por la reacción de la mujer mayor—. Dijo que era urgente que se pusiera en contacto con él. —¿Está todo bien, Doña Amelia? La mujer mayor
se pasó una mano por el rostro, pareciendo de repente mucho más vieja y cansada. —Oh, Elena, me temo que las cosas son más complicadas de lo que pensaba. Elena se sentó frente a Doña Amelia, su preocupación creciendo. —¿Qué quiere decir? ¿Tiene algo que ver con Ernesto? Doña Amelia asintió lentamente. —Indirectamente, sí. Verás, después de que Ernesto desapareciera, mi esposo y yo cambiamos nuestro testamento. Decidimos dejar la mayor parte de nuestra fortuna a varias organizaciones benéficas, con solo una pequeña ínfa para Ernesto, si alguna vez reaparecía. Elena escuchaba atentamente, comenzando a entender la gravedad de la
situación. —Cuando Ernesto regresó y comenzó a exigir dinero, me negué a cambiar el testamento. No podía confiar en que usaría el dinero responsablemente, pero ahora... —Doña Amelia hizo una pausa, su voz temblando ligeramente—. Ahora está amenazando con impugnar el testamento. Si algo me sucede, dice que tiene pruebas de que no estoy en mi sano juicio, que estoy siendo manipulada. Elena sintió que se le helaba la sangre. —Pero eso es ridículo, usted está perfectamente lúcida. Doña Amelia sonrió tristemente. —Tú lo sabes y yo lo sé, pero Ernesto es persuasivo y tiene contactos en lugares que no
me atrevo a imaginar. El señor Ramírez ha estado trabajando en fortalecer el testamento, tratando de hacerlo a prueba de impugnaciones, pero es un proceso complicado y delicado. —¿Y por eso no se reunió con él hoy? —preguntó Elena. Doña Amelia asintió. —Tenía que ver a alguien más. Alguien que podría ayudarme a protegerme de Ernesto de una vez por todas. Elena frunció el ceño, confundida y preocupada. —Doña Amelia, ¿en qué se está metiendo? Suena peligroso. La mujer mayor tomó la mano de Elena entre las suyas. —Oh, querida, lo es, y me temo que al involucrarte también te
he puesto en peligro. Lo siento mucho, Elena. Nunca fue mi intención arrastrarte a este lío. Elena sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero apretó la mano de Doña Amelia, reconfortante. —No se preocupe por mí, quiero ayudar. ¿Qué puedo hacer? Doña Amelia la miró con una mezcla de gratitud y preocupación. —Eres muy valiente, Elena. Pero esto es más grande de lo que imaginas. Ernesto, el proyecto en el que está trabajando, es algo peligroso, algo que podría cambiar el mundo, y no necesariamente para mejor. —¿Qué quiere decir? —preguntó Elena, su curiosidad superando momentáneamente su miedo. Doña Amelia
se levantó y comenzó a pasearse por la cocina, su agitación evidente. —No estoy segura de todos los detalles. Ernesto siempre ha sido cuidadoso con la información que comparte, pero por lo que he podido averiguar, está trabajando en algún tipo de tecnología de inteligencia artificial avanzada, algo que en las manos equivocadas podría ser catastrófico. Elena sintió que su cabeza daba vueltas; esto sonaba como algo salido de una película de ciencia ficción, no como algo que pudiera estar sucediendo en la vida real. —Pero, ¿cómo? ¿Cómo puede una sola persona desarrollar algo así? —No es solo una persona
—respondió Doña Amelia, deteniéndose junto a la ventana y mirando hacia el jardín en penumbras—. Ernesto tiene respaldo: personas poderosas que están interesadas en su trabajo, y eso es lo que me asusta más que nada. No es solo mi hijo descarriado pidiendo dinero, es algo mucho, mucho más grande. Elena se quedó en silencio por un momento, tratando de procesar toda esta información. Finalmente, habló. —¿Y la persona con la que se reunió hoy puede ayudar? Doña Amelia se volvió hacia ella, una chispa de esperanza en sus ojos cansados. —Eso espero. Es alguien que solía trabajar con Ernesto
antes de que desapareciera; alguien que sabe más sobre este proyecto y que está dispuesto a ayudarme a detenerlo. —¿Confía en esta persona? —preguntó Elena, cautelosa. —Tengo que hacerlo —respondió Doña Amelia—. En este momento, es la única opción que tengo. El silencio cayó sobre la cocina, pesado y cargado de tensión. Elena miraba a Doña Amelia, esta mujer que hace apenas unos días era una completa extraña y que ahora estaba confiándonos secretos que podrían cambiar el mundo. —¿Qué hacemos ahora? —preguntó finalmente Elena. Doña Amelia la miró, una pequeña sonrisa formándose en sus labios. —Ahora, querida, cenamos y
luego planeamos, porque me temo que las cosas están a punto de volverse mucho más complicadas. Esa noche, después de una cena silenciosa y tensa, Elena se retiró a su habitación, su mente dando vueltas con todo lo que había aprendido. Se sentó en la cama, mirando por la ventana hacia el jardín oscuro, preguntándose en qué se había metido. Parte de ella quería huir, volver a su pequeño apartamento y olvidar todo sobre Doña Amelia, Ernesto y los misteriosos proyectos de inteligencia artificial, pero otra parte, una parte que se... Hacía cada vez más fuerte. Sabía que no podía
abandonar a doña Amelia. No ahora, cuando la mujer mayor claramente necesitaba ayuda. Elena estaba a punto de meterse en la cama cuando el viento en el jardín captó su atención. Entrecerró los ojos, tratando de ver mejor en la oscuridad. Por un momento, creyó ver una figura moviéndose entre los arbustos, pero tan pronto como la vio, desapareció. Con el corazón latiendo con fuerza, Elena cerró las cortinas y se metió en la cama, tratando de convencerse de que solo había sido su imaginación, pero no pudo sacudirse la sensación de que estaban siendo vigilados. A la mañana siguiente,
temprano, sintiéndose inquieta después de una noche de sueño intranquilo, se vistió rápidamente y bajó a la cocina, sorprendiéndose al encontrar a doña Amelia ya despierta y preparando el desayuno. —Buenos días, querida —saludó la mujer mayor, ofreciéndole una taza de café—. Espero que hayas dormido bien. Elena aceptó el café, agradecida. —Más o menos —respondió. Honestamente, dudó por un momento antes de continuar. —Doña Amelia, anoche creo que vi a alguien en el jardín. La taza que doña Amelia estaba sosteniendo se detuvo a medio camino de su boca. —¿Qué viste exactamente? —preguntó, su voz tensa. Elena describió lo
que había visto, o creído ver. Doña Amelia escuchó atentamente, su rostro volviéndose cada vez más pálido. —Podría no haber sido nada —dijo Elena, tratando de sonar tranquilizadora—. Probablemente solo fue mi imaginación. Doña Amelia sacudió la cabeza. —No, Elena. Me temo que no fue tu imaginación. Creo que Ernesto nos está vigilando. Elena sintió que se le helaba la sangre. —¿Cree que sabe lo que estamos haciendo? —Es posible —respondió doña Amelia—. Ernesto siempre ha sido cauteloso, y ahora que he empezado a moverme contra él, es probable que esté aún más atento. —¿Qué hacemos? —preguntó Elena, su voz
apenas un susurro. Doña Amelia se sentó a la mesa, gesticulando para que Elena hiciera lo mismo. —Tenemos que ser muy cuidadosas a partir de ahora. No podemos hablar de nada importante dentro de la casa o en el jardín, y tenemos que acelerar nuestros planes. —¿Qué planes? —preguntó Elena, inclinándose hacia adelante. —La persona con la que me reuní ayer, el excolega de Ernesto, me dio algunas informaciones muy interesantes —explicó doña Amelia—. Aparentemente, Ernesto tiene un laboratorio secreto en las afueras de la ciudad, es donde está desarrollando su proyecto de IA. Elena asintió, absorbiendo la información. —¿Y
qué vamos a hacer con esa información? Los ojos de doña Amelia brillaron con una determinación feroz. —Vamos a encontrar ese laboratorio, Elena, y vamos a detener a Ernesto antes de que sea demasiado tarde. Elena sintió una mezcla de miedo y emoción ante la idea. —Pero, ¿cómo? No somos agentes secretos ni nada parecido. Doña Amelia sonrió, una sonrisa que parecía fuera de lugar en su rostro normalmente sereno. —No, no lo somos. Pero tenemos algo que Ernesto no espera: el elemento sorpresa. Cree que soy una anciana indefensa, y a ti ni siquiera te conoce; no nos verá
venir. Elena no estaba tan segura, pero la confianza de doña Amelia era contagiosa. —De acuerdo —dijo finalmente—. ¿Por dónde empezamos? —Primero —dijo doña Amelia, levantándose de la mesa—, tenemos que salir de aquí. No es seguro hablar en la casa. Vamos a dar un paseo. Media hora después, Elena y doña Amelia estaban caminando por un parque cercano, sus voces bajas, perdidas entre el ruido de los niños jugando y los perros ladrando. —El laboratorio de Ernesto está ubicado en un antiguo almacén en la zona industrial —explicó doña Amelia—. Según mi fuente, utiliza un sistema de seguridad avanzado,
pero tiene un punto débil: la entrada de servicio en la parte trasera del edificio. Elena escuchaba atentamente, tratando de no parecer sospechosa mientras absorbía esta información aparentemente inocua. —¿Y cómo vamos a aprovechar ese punto débil? —Esa es la parte complicada —admitió doña Amelia—. Necesitamos acceso al sistema de seguridad, aunque sea por unos minutos, lo suficiente para desactivarlo y entrar. Elena frunció el ceño. —¿Pero cómo vamos a hacer eso? No somos hackers ni nada parecido. Doña Amelia sonrió misteriosamente. —No, pero conozco a alguien que sí lo es. Un viejo amigo de la familia que ha estado
ayudándome a rastrear las actividades de Ernesto. Se llama Carlos y es un genio de la informática. —¿Y confías en él? —preguntó Elena, cautelosa. —Con mi vida —respondió doña Amelia sin dudarlo—. Carlos ha sido como un segundo hijo para mí desde que Ernesto desapareció, nunca me traicionaría. Elena asintió, un poco más tranquila. —Entonces, ¿cuál es el plan exactamente? Doña Amelia miró a su alrededor, asegurándose de que nadie estuviera lo suficientemente cerca para escuchar. —Carlos va a crear una distracción en el sistema de seguridad principal. Mientras los guardias están ocupados con eso, nosotras entraremos por la puerta
de servicio. Una vez dentro, tendremos que movernos rápido. Necesitamos encontrar pruebas de lo que Ernesto está haciendo y salir antes de que nos descubran. La noche había caído sobre la ciudad, un manto de oscuridad que parecía volver a Elena y doña Amelia mientras se acercaban sigilosamente al antiguo almacén en la zona industrial. El corazón de Elena latía con fuerza en su pecho, una mezcla de miedo y adrenalina corriendo por sus venas. —¿Estás segura de esto? —susurró Elena, mirando nerviosamente a su alrededor. El área estaba desierta, las farolas apenas iluminaban las calles desiertas, creando sombras inquietantes
en cada esquina. Doña Amelia asintió, su rostro una máscara de determinación. —No tenemos otra opción, querida. Es ahora o nunca. Se detuvieron a una cuadra del almacén, ocultándose detrás de un contenedor de basura. Elena podía ver la entrada principal del edificio, custodiada por dos hombres de aspecto intimidante. —¿Dónde está Carlos? —preguntó Elena, buscando con la mirada alguna señal del misterioso hacker amigo de doña Amelia. Como si hubiera sido convocado por sus palabras, el teléfono de doña Amelia vibró suavemente. La mujer mayor lo sacó de su bolsillo. Leyendo rápidamente, el mensaje es la señal, dijo, guardando
el teléfono. Carlos está listo en cualquier momento. Antes de que pudiera terminar la frase, las luces del almacén parpadearon y se apagaron. Los guardias de la entrada se pusieron en alerta, hablando rápidamente por sus radios. —Ahora —susurró Doña Amelia, tomando a Elena de la mano y guiándola rápidamente hacia la parte trasera del edificio. Corrieron, sus pasos amortiguados por el suelo de tierra. Elena sentía el corazón en la garganta, segura de que en cualquier momento alguien las descubriría, pero llegaron a la puerta de servicio sin incidentes. Doña Amelia sacó una pequeña tarjeta de su bolsillo y
la pasó por el lector electrónico junto a la puerta. Para sorpresa de Elena, la luz del lector cambió de rojo a verde y se oyó un suave "click". —¿Cómo...? —comenzó a preguntar Elena, pero Doña Amelia la interrumpió con un gesto. —Carlos —fue toda la explicación que dio mientras abría la puerta y se deslizaban al interior. El interior del almacén era un laberinto de pasillos y habitaciones. Elena seguía de cerca a Doña Amelia, maravillada de cómo la mujer mayor parecía saber exactamente hacia dónde se dirigían. —¿Cómo sabe por dónde ir? —susurró Elena mientras doblaban otra esquina.
—El plano del edificio —respondió Doña Amelia en voz baja—. Lo consiguió. El laboratorio principal debería estar justo adelante. Se detuvieron frente a una puerta de metal pesado. A diferencia de las otras puertas que habían pasado, esta tenía un panel de control mucho más sofisticado. —Esto va a ser más difícil —murmuró Doña Amelia, examinando el panel. Sacó su teléfono y comenzó a teclear rápidamente. Elena vigilaba nerviosamente el pasillo, segura de que en cualquier momento aparecerían guardias. Los segundos parecían arrastrarse eternamente mientras Doña Amelia trabajaba en el panel. Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, se
oyó un pitido y la puerta se desbloqueó con un chasquido metálico. —Lo logramos —dijo Doña Amelia, con una sonrisa de triunfo en su rostro—. Vamos, no tenemos mucho tiempo. Entraron rápidamente en el laboratorio, cerrando la puerta detrás de ellas. Elena se quedó sin aliento ante lo que vio: el laboratorio era enorme, lleno de equipos de alta tecnología que ni siquiera podía empezar a comprender. Pantallas gigantes cubrían una pared entera, mostrando gráficos y datos que se movían a una velocidad vertiginosa. En el centro de la habitación había una estructura que parecía una especie de superordenador, zumbando
suavemente. —Dios mío —susurró Elena—. ¿Qué es todo esto? Doña Amelia se movía rápidamente por la habitación, examinando pantallas y equipos. —Es el proyecto de Ernesto, la IA en la que ha estado trabajando. Elena se acercó a una de las pantallas, tratando de entender lo que veía. Los gráficos mostraban lo que parecían ser patrones neuronales, pero a una escala que nunca había visto antes. —Esto es increíble —dijo Elena, asombrada, a pesar del peligro de la situación. —Y terriblemente peligroso —añadió Doña Amelia, con su voz tensa—. Mira esto. Elena se acercó a donde estaba Doña Amelia, frente
a una pantalla que mostraba lo que parecía ser un mapa del mundo. Puntos de luz parpadeaban en diferentes ubicaciones, conectados por líneas que formaban una red compleja. —¿Qué es esto? —preguntó Elena. —Si no me equivoco —dijo Doña Amelia, su voz apenas un susurro—, esto muestra la expansión de la IA de Ernesto. Está infiltrándose en sistemas de todo el mundo. Elena sintió un escalofrío recorrer su espalda. —¿Pero para qué? ¿Qué está tratando de hacer? Antes de que Doña Amelia pudiera responder, una voz resonó en la habitación, haciendo que ambas mujeres se congelaran en el lugar. —Mamá,
mamá, mamá... siempre metiéndote donde no te llaman. Elena y Doña Amelia se giraron lentamente. Allí, en la entrada del laboratorio, estaba un hombre que Elena reconoció inmediatamente de las fotografías. Ernesto era alto y delgado, con el mismo cabello oscuro y ojos penetrantes que había visto en las fotos. Pero había algo diferente en él: algo frío y calculador que hizo que Elena sintiera un escalofrío. —Ernesto —dijo Doña Amelia, su voz sorprendentemente firme—. Esto tiene que parar. Lo que estás haciendo es demasiado peligroso. Ernesto sonrió, pero era una sonrisa sin alegría. —Oh, mamá, siempre tan dramática. No
es peligroso, es el futuro. Dio un paso hacia ellas y Elena, instintivamente, retrocedió. Ernesto la miró como si acabara de notar su presencia. —¿Y quién es tu nueva amiga? —preguntó, su mirada recorriendo a Elena de una manera que la hizo sentir incómoda. —Déjala fuera de esto, Ernesto —dijo Doña Amelia, colocándose protectora frente a Elena—. Esto es entre tú y yo. Ernesto se rió, un sonido que hizo que el vello de la nuca de Elena se erizara. —Oh, pero me temo que ya es demasiado tarde para eso. Está aquí, no ha visto demasiado. Se acercó a
una de las pantallas, tecleando algo rápidamente. Las imágenes cambiaron, mostrando ahora lo que parecían ser feeds de cámaras de seguridad de diferentes partes del mundo. —¿Ven esto? —dijo Ernesto, gesticulando hacia la pantalla—. Este es el alcance de mi creación. Está en todas partes: en cada cámara de seguridad, en cada smartphone, en cada ordenador conectado a internet. Elena miró las imágenes horrorizada; podía ver gente en sus casas, en las calles, en oficinas, todos inconscientes de que estaban siendo observados. —¿Qué has hecho? —preguntó Doña Amelia, su voz llena de dolor y decepción. —He creado el futuro, mamá
—respondió Ernesto, sus ojos brillando con un fervor que rayaba en la locura—. Una IA que puede ver y entender todo; que puede predecir y controlar el comportamiento humano a una escala global. —Pero eso... eso es una violación de la privacidad de millones de personas —dijo Elena, incapaz de contener su indignación. Ernesto la miró como si hubiera olvidado que estaba allí. —La privacidad es un concepto obsoleto, querida. En el mundo que estoy creando no habrá secretos, no habrá crimen, no habrá conflictos, porque mi IA podrá predecir y prevenir cualquier. acto antes de que suceda eso no
es un mundo libre. Ernesto dijo: "Doña Amelia, es una distopía. Es el único camino hacia la verdadera paz", respondió Ernesto. "Y ustedes no van a detenerme". Presionó un botón en el panel de control y las puertas del laboratorio se cerraron con un estruendo metálico. Elena sintió que el pánico comenzaba a apoderarse de ella. "¿Qué vas a hacer con nosotras?" preguntó, su voz temblando ligeramente. Ernesto sonrió, una sonrisa que no llegaba a sus ojos. "Oh, no se preocupen, no les haré daño. De hecho, van a ser parte de algo maravilloso". Se acercó al superordenador en el
centro de la habitación, tecleando rápidamente en un panel. La máquina comenzó a zumbar más fuerte, las luces parpadeando con más intensidad. "Ven esto", dijo, señalando una pantalla que mostraba lo que parecía ser un escaneo cerebral. "Esta es la próxima fase de mi proyecto: la integración directa de la mente humana con la IA". Elena sintió que se le helaba la sangre. "¿Qué significa eso exactamente?" preguntó, aunque temía la respuesta. "Significa, mi querida intrusa, que tú y mi madre van a ser las primeras en experimentar una conexión neural directa con mi IA", respondió Ernesto, su voz llena
de un entusiasmo perturbador. "Sus mentes se fusionarán con la red global que he creado; serán parte de algo más grande de lo que puedan imaginar". Doña Amelia dio un paso adelante, su rostro una máscara de determinación. "No puedes hacer esto, Ernesto. No te lo permitiremos". Ernesto se rió. "¿Y cómo planean detenerme? Están atrapadas aquí y en unos minutos, cuando el proceso comience, ya no importará lo que piensen o quieran". Elena miró a su alrededor desesperadamente, buscando alguna forma de escapar, pero las puertas estaban cerradas y Ernesto bloqueaba el acceso al panel de control principal. Fue
entonces cuando notó algo: un pequeño dispositivo en la muñeca de Doña Amelia, oculto bajo la manga de su chaqueta. Parecía un reloj, pero Elena nunca había visto a la mujer mayor usarlo antes. Como si sintiera la mirada de Elena, Doña Amelia llevó su mano discretamente al dispositivo. Sus ojos se encontraron por un momento y Elena vio en ellos una chispa de esperanza. "Ernesto," dijo Doña Amelia, su voz sorprendentemente calmada, "antes de que hagas algo irreversible, quiero que sepas que te amo. Siempre lo he hecho y siempre lo haré. Eres mi hijo y nada cambiará eso".
Ernesto pareció momentáneamente desconcertado por las palabras de su madre; por un instante, Elena vio un destello de duda en sus ojos. "Mamá, yo..." comenzó a decir, pero se interrumpió, sacudiendo la cabeza como si tratara de aclarar sus pensamientos. "No, no. Esto es más grande que nosotros, más grande que el amor de una madre o los lazos familiares. Esto es sobre el futuro de la humanidad". "Lo sé, cariño," dijo Doña Amelia, dando un paso hacia él. "Y es por eso que tengo que hacer esto". Antes de que Ernesto pudiera reaccionar, Doña Amelia presionó algo en el
dispositivo de su muñeca. De repente, todas las luces del laboratorio parpadearon y se apagaron. Las pantallas se volvieron negras y el zumbido del superordenador se detuvo abruptamente. "¡No!" gritó Ernesto, corriendo hacia el panel de control. "¿Qué has hecho?" En la oscuridad, Elena sintió que alguien la tomaba de la mano. "Vamos," susurró la voz de Doña Amelia. "Tenemos que salir de aquí". Tropezando en la oscuridad, Elena siguió a Doña Amelia hacia donde recordaba que estaba la puerta. Para su sorpresa, esta se abrió fácilmente. "¿Cómo...?" comenzó a preguntar Elena mientras corrían por el pasillo. "Carlos," respondió Doña
Amelia entre jadeos, "el dispositivo en mi muñeca es un interruptor de emergencia que desactiva todo el sistema y abre todas las puertas". Detrás de ellas, podían oír los gritos furiosos de Ernesto y el sonido de sus pasos acercándose. Corrieron por los pasillos del almacén, guiadas solo por la tenue luz de emergencia. Elena podía oír su corazón latiendo en sus oídos, el miedo y la adrenalina impulsándola. Lo que pareció una eternidad, llegaron a la puerta de servicio por la que habían entrado. Salieron al aire fresco de la noche, sin detenerse hasta que estuvieron a varias cuadras
de distancia. "¿Qué pasó allí, allí dentro?" preguntó Elena entre jadeos, inclinándose para recuperar el aliento. "Desactivé todo el sistema y borré todos los datos: el trabajo de Ernesto, todo se ha ido". Elena la miró con los ojos muy abiertos, procesando lo que acababa de suceder. "¿Pero qué pasará con él?" Doña Amelia sacudió la cabeza, una mezcla de tristeza y determinación en su rostro. "No lo sé, querida, pero lo que estaba haciendo era demasiado peligroso. Tenía que ser detenido". Antes de que Elena pudiera responder, el sonido de sirenas llenó el aire. Varias patrullas de policía pasaron
a toda velocidad en dirección al almacén. "Carlos debe haber alertado a las autoridades," dijo Doña Amelia. "Vamos, tenemos que irnos de aquí". Caminaron rápidamente por las calles oscuras, alejándose del caos que habían dejado atrás. Elena sentía como si estuviera en una especie de sueño surrealista, incapaz de procesar completamente todo lo que había ocurrido. "¿Qué hacemos ahora?" preguntó finalmente, cuando estuvieron lo suficientemente lejos como para sentirse seguras. Doña Amelia suspiró profundamente. "Ahora, querida, volvemos a casa". El viaje de regreso a la casa de Doña Amelia fue silencioso, cada una sumida en sus propios pensamientos. Cuando finalmente
llegaron, el amanecer comenzaba a asomar en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos rosados y dorados. Una vez dentro, Doña Amelia se dejó caer pesadamente en un sillón del salón. Elena, sin saber qué hacer, se sentó frente a ella. "Lo siento mucho," dijo finalmente Doña Amelia, su voz cansada y llena de pesar. "Nunca quise involucrarte en todo esto. Debes pensar que estoy loca". Elena sacudió la cabeza. "No, Doña Amelia, no pienso que esté loca. Creo que es increíblemente valiente. Lo hiciste, esta noche, salvaste a..." Mucha gente. Doña Amelia sonrió tristemente, tal vez, pero también he
perdido a mi hijo. De nuevo, Elena se inclinó hacia delante, tomando las manos de la mujer mayor entre las suyas. Hizo lo que tenía que hacer. Ernesto, lo que estaba haciendo, era terriblemente peligroso, lo sé, asintió Doña Amelia. Pero, aún así, es mi hijo y ahora, ahora probablemente irá a prisión. Cayó sobre ellas, pesado y cargado de emociones. Elena no sabía qué decir para consolar a esta mujer que, en tan poco tiempo, se había convertido en alguien tan importante para ella. Finalmente, Doña Amelia se enderezó, secándose una lágrima solitaria. —Bueno, no tiene sentido lamentarse ahora.
Lo hecho, hecho está. Ahora tenemos que enfrentar las consecuencias. Como si sus palabras hubieran sido una señal, el timbre de la puerta sonó. Ambas mujeres se miraron, sabiendo instintivamente quién estaba al otro lado. Doña Amelia se levantó lentamente, alisándose. —Es hora de enfrentar la música —dijo, intentando sonreír. Elena se puso de pie también. —No tiene que hacerlo sola, estoy aquí con usted. Doña Amelia la miró con gratitud. —Gracias, querida. Eres un verdadero ángel. Juntas caminaron hacia la puerta. Doña Amelia respiró profundamente antes de abrirla, revelando a dos oficiales de policía de aspecto serio. —Señora Amelia
Vega —preguntó uno de ellos. —Sí, soy yo —respondió Doña Amelia con voz firme. —Necesitamos que nos acompañe a la estación para responder algunas preguntas sobre los eventos de esta noche —dijo el oficial. Doña Amelia asintió. —Por supuesto, solo déjenme tomar mi bolso. Mientras Doña Amelia iba a buscar sus cosas, Elena se quedó en la puerta, mirando a los oficiales. —¿Puedo ir con ella? —preguntó. Los oficiales se miraron entre sí antes de asentir. —Si la señora Vega está de acuerdo, puede acompañarnos. Cuando Doña Amelia regresó, Elena le informó de su decisión. La mujer mayor la miró
con sorpresa y gratitud. —No tienes que hacer esto, Elena —dijo suavemente. —Lo sé —respondió Elena—, pero quiero hacerlo. Estamos juntas en esto, recuerda. Doña Amelia sonrió, una sonrisa genuina que iluminó su rostro cansado. —Gracias, querida. No sé qué he hecho para merecer tu lealtad, pero estoy profundamente agradecida. Juntas salieron de la casa y subieron al coche patrulla. Mientras se alejaban, Elena miró por la ventana trasera, viendo cómo la gran casa victoriana se hacía cada vez más pequeña en la distancia. En la estación de policía, las siguientes horas fueron un torbellino de declaraciones, preguntas y papeleo.
Elena se mantuvo firme al lado de Doña Amelia, corroborando su historia y ofreciendo su propio testimonio sobre los eventos de la noche. Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, un detective les informó que eran libres de irse por ahora. —Añadió que es posible que necesitemos hacerles más preguntas en el futuro. Cuando salieron de la estación, el sol estaba alto en el cielo. Elena se sentía agotada, física y emocionalmente. Miró a Doña Amelia, notando las profundas ojeras bajo sus ojos y la tensión en sus hombros. —¿Está bien? —preguntó suavemente. Doña Amelia asintió lentamente. —Lo estaré,
querida. Gracias a ti. Se dirigieron a un café cercano, ambas necesitando desesperadamente cafeína y algo de comer. Mientras esperaban sus pedidos, Doña Amelia miró a Elena con una expresión pensativa. —Sabes, Elena, cuando te contraté como limpiadora, nunca imaginé que terminaríamos así —dijo con una pequeña sonrisa. Elena se rió suavemente. —Yo tampoco. Definitivamente no estaba en la descripción del trabajo. —No, ciertamente no lo estaba —asintió Doña Amelia. Hizo una pausa, como si estuviera considerando cuidadosamente sus siguientes palabras. —Elena, quiero agradecerte no solo por tu ayuda anoche, sino por todo. Has sido una luz en mi vida
en un momento muy oscuro. Elena sintió que se le formaba un nudo en la garganta. —Doña Amelia... — —Por favor, llámame Amelia —interrumpió la mujer mayor—. Creo que después de todo lo que hemos pasado, podemos dejar las formalidades de lado. Elena sonrió. —Amelia, yo también quiero agradecerte. Cuando perdí mi trabajo, pensé que mi vida se había acabado, pero tú me diste una oportunidad y, mucho más que eso, me diste un propósito. Amelia tomó la mano de Elena entre las suyas. —Mi querida niña, creo que nos encontramos la una a la otra por una razón. Y
aunque el futuro es incierto, me alegro de tenerte a mi lado para enfrentarlo. En ese momento, el camarero llegó con sus cafés y sándwiches. Mientras comían, hablaron sobre lo que vendría después. Sabían que habría más preguntas, posiblemente un juicio; el destino de Ernesto era incierto, pero ambas sabían que tendrían que enfrentar esa realidad juntas. —¿Qué pasará con la casa? —preguntó Elena entre bocados de su sándwich. Amelia consideró la pregunta por un momento. —He estado pensando en eso. Es demasiado grande para mí sola y ahora... bueno, ahora está llena de recuerdos dolorosos. Estoy considerando venderla. Elena
asintió comprensivamente. —¿Y a dónde irás? —Aún no lo sé —respondió Amelia—, pero estaba pensando... tal vez podrías ayudarme a encontrar un lugar nuevo, algo más pequeño, más acogedor, un lugar donde podamos empezar de nuevo. Elena la miró sorprendida. —¿Nosotras? —Sí, nosotras. Si quieres, por supuesto. Me he dado cuenta de que ya no quiero vivir sola, Elena. Y tú, bueno, te has convertido en mucho más que una empleada para mí. Eres como la hija que nunca tuve. Elena sintió que las lágrimas llenaban sus ojos. —Amelia, yo no sé qué decir... —No tienes que decir nada ahora
—dijo Amelia suavemente—. Piénsalo, sé que es una decisión importante. Elena asintió, secándose una lágrima. —Lo pensaré. Pero, para ser honesta, creo que ya sé mi respuesta. Terminaron su comida en un cómodo silencio, cada una perdida en sus propios pensamientos. Cuando salieron del café, el sol de la tarde bañaba las calles con una luz dorada. —¿Listas para volver a casa? —preguntó Amelia. Elena sonrió. —Sí, estoy lista para ir a casa. Nuestra casa. Mientras caminaban juntas por la acera, Elena reflexionó sobre los giros... Inesperados que había dado su vida, había llegado a esa casa buscando un trabajo
de limpieza y, en su lugar, había encontrado una familia, un propósito y una aventura que nunca olvidaría. El futuro era incierto, lleno de desafíos y preguntas sin responder, pero, mientras caminaba al lado de Amelia, Elena se dio cuenta de que ya no tenía miedo. Juntas podrían enfrentar cualquier cosa que la vida les deparara. Mientras se alejaban, el sol poniente proyectaba sus sombras en la acera: dos figuras caminando lado a lado hacia un nuevo capítulo de sus vidas. La historia de la limpiadora y la anciana había terminado, pero la historia de Elena y Amelia apenas estaba
comenzando. Fin. Si esta historia te ha gustado, te agradecemos por escucharla de corazón y, por cierto, también puedes compartirla y ver estas otras que aparecen en pantalla.