El sol comenzaba a desvanecerse sobre los imponentes paisajes de Estambul, una ciudad vibrante donde los ecos del pasado se mezclaban con el bullicio moderno. El Bósforo brillaba como un espejo dorado, separando Europa de Asia. En el lujoso distrito de Bebek, unas elegantes villas colgaban sobre el mar. Un convoy de autos negros avanzaba con precisión; entre ellos, un reluciente Rolls-Royce Phantom con ventanas tintadas se destacaba. Dentro, el príncipe Selim Rashad observaba el exterior con indiferencia, un hombre moderno con una herencia que se remontaba siglos atrás, envuelto en su tradicional turbante de seda color marfil, pero
vestido con un traje impecable de diseñador occidental. Selim, a pesar de su linaje, prefería la vida de la ciudad, sus reuniones de negocios internacionales y su posición como líder de una de las familias reales más antiguas de Oriente Medio, que aún mantenía ciertas tierras y costumbres arraigadas en lo que ahora era una monarquía constitucional en los Emiratos. Su vida era, a simple vista, perfecta, pero esa tarde algo iba a cambiar para siempre. El tráfico avanzaba lentamente y, mientras Selim deslizaba su mirada por los adoquines y la gente que caminaba despreocupada por la acera, algo, o
más bien alguien, capturó su atención. Allí, cruzando la calle con paso decidido, estaba ella: una mujer de cabello oscuro, rebelde, atado en una coleta alta. Su vestido de verano ondeaba con la brisa y su piel bronceada brillaba bajo el sol del atardecer. Era diferente a todo lo que había visto; algo en su andar desafiaba las normas del lugar. Selim bajó la ventanilla lentamente, lo justo para observarla con más detalle. Nunca antes había sentido la necesidad de detenerse por nadie, pero esta vez algo lo impulsó. "Detén el auto", ordenó con voz firme a su chófer. El
coche se detuvo con suavidad y Yosuani Restrepo, una turista colombiana completamente ajena a la atención que atraía, continuaba caminando. La joven estaba allí para unas breves vacaciones, un descanso de su agitada vida en Medellín, y jamás imaginó que en una ciudad tan distante y exótica algo tan extraordinario la estaría esperando. Selim no podía apartar la mirada; no sabía qué lo atraía más, si su porte indomable o el aura de independencia que parecía emanar de cada uno de sus movimientos. No era una mujer común, lo sentía en lo profundo de su ser. Con un rápido movimiento,
abrió la puerta del auto y salió, provocando un leve suspiro de sorpresa entre sus escoltas, quienes de inmediato tomaron posiciones a su alrededor. Yosuani, al escuchar el ruido, giró la cabeza. Sus ojos oscuros se encontraron con los del príncipe; una conexión inmediata e intensa la atravesó, pero decidió ignorarlo y siguió su camino, aunque un hormigueo de curiosidad la recorrió de pies a cabeza. "Disculpa", dijo Selim, acercándose sin ceremonias. "No suelo hacer esto, pero no puedo permitir que te vayas sin saber tu nombre". Yosuani se detuvo, frunció el ceño y lo miró con una mezcla de
incredulidad y desdén. "Perdón", respondió con un marcado acento colombiano, su tono claramente irritado. "Mi nombre es Selim". "Y ya ves que también hablo tu idioma", dijo él, inclinándose ligeramente. "Me gustaría saber el tuyo". "No veo por qué sea relevante", contestó Yosuani mientras cruzaba los brazos, intentando apartarse de la conversación. Selim sonrió, una sonrisa ladina y encantadora, como si estuviera acostumbrado a obtener lo que quería, pero en este caso no era arrogancia, sino genuino interés. "Solo dime tu nombre y te dejaré ir, lo prometo". Yosuani bufó e hizo un gesto irritable con los ojos. "Ahora que
lo sabes, puedo seguir con mi día". Antes de que pudiera dar un paso más, el príncipe hizo un leve gesto a uno de sus hombres, que se acercó con rapidez. "Te invito a mi residencia", dijo Selim, sin apartar la vista de ella. Yosuani abrió los ojos, claramente molesta, observando fijamente al príncipe. "Perdón, ¿quién te crees que eres?" Su tono era firme y mordaz. "Soy Selim Rashad Al Kadir, príncipe heredero del reino de Zaran", dijo, pronunciando su título con una mezcla de orgullo y arrogancia. "Y desde ahora, estás invitada a pernoctar en mi casa". El tono
firme y autoritario hizo eco en el aire, resonando con el peso de la tradición y el poder. Yosuani lo miró incrédula; su ceño se frunció aún más. "¿Estás loco? Quedarme en tu casa... mejor me voy", replicó, girando sobre sus tacones para marcharse. Pero antes de que diera más de dos pasos, Selim hizo un gesto breve con la mano. De inmediato, los escoltas que lo acompañaban se desplegaron en un círculo perfecto, rodeando a Yosuani. Sus movimientos eran silenciosos pero contundentes, bloqueando cualquier intento de retirada. "¿Qué demonio?", exclamó Yosuani, visiblemente enfadada. Luego se giró para enfrentar al
príncipe. "Perdón, príncipe de Estambul, pero estás hablando con una princesa colombiana. Así que, si me lo permites..." Hizo una demanda decidida de retirada, dispuesta a abrirse paso entre los escoltas. "Aún no has entendido, princesa colombiana". La voz de Selim era suave, pero con un tono que sugería que no estaba acostumbrado a recibir negativas. "Esto es una invitación obligatoria. Nadie puede desdeñar una orden mía". Yosuani soltó una risa breve, cargada de sarcasmo. "Bueno, te presento la excepción a la regla: soy yo misma. Así que, con permiso..." dijo, mientras intentaba abrirse paso nuevamente. Antes de que pudiera
alejarse, Selim hizo otro gesto y los escoltas avanzaron, interceptando su salida. Esta vez Yosuani se detuvo en seco, sorprendida y, por primera vez, con una leve sensación de miedo creciendo en su pecho. Giró rápidamente para enfrentarlo de nuevo, pero esta vez sus ojos estaban llenos de desconfianza. "Aclaremos algo, príncipe", empezó, su voz dura. "¿Qué es lo que quieres de mí?" Aunque mejor no me respondas; seguramente lo que quieren todos los hombres. Selim, que hasta entonces había mantenido la cabeza en alto, bajó la mirada. En sus ojos oscuros, Yosuani vio algo inesperado: un aire de vulnerabilidad.
tristeza que contrastaba con su porte arrogante. El príncipe levantó la vista hacia ella, pero la dureza se había desvanecido. Ahora parecía un hombre vulnerable. —Solo quiero que me acompañes en mi soledad por tres días —dijo, su tono casi suplicante— justo tal y como eres, sin intentar cambiarte. Todas las mujeres se rinden a mis pies con su misión, pero en ti hay un aire distinto, como un linaje de rebeldía que aún no logro descifrar. Tal vez quiero que me contradigas una y otra vez con tu dulce voz, mientras tus hermosos ojos oscuros se abren aún más,
airados contra mí, tan clara e inequívoca de que eres tú y nadie más que tú, quien puede hacer añicos los muros de mi soledad. Tan solo por tres días. La intensidad de sus palabras impactó a Yosuani de una manera que no había previsto. Algo en su interior se removió y, por un momento, la furia y el miedo que la habían impulsado empezaron a ceder. No era la súplica lo que la conmovía, sino la honestidad que percibía en la tristeza de su mirada. —Jamás había esperado ver ese lado en un hombre como él. —¿Solo tres días?
—preguntó en voz baja, casi sin darse cuenta, como si la pregunta se hubiera escapado antes de que pudiera detenerla. Selim sintió lentamente. —Harás un juramento solemne —añadió ella, levantando la barbilla en señal de desafío. Aunque su voz había perdido parte de su dureza, Selim sonrió levemente, una sonrisa triste pero sincera. —Mi palabra y tus ojos se entienden bien —respondió—, y entre ambos se refrenda todo juramento. Yosuani lo miró en silencio por un largo instante, sopesando sus palabras, su oferta y la extraña conexión que había surgido entre ellos. Aquella misma noche, el aire tibio envolvía la
terraza de la mansión, cuyo diseño combinaba la magnificencia otomana con detalles modernos que la hacían una joya arquitectónica. Desde sus balcones, Yosuani podía ver el Bósforo, que serpenteaba como una cinta de plata. Bajo el cielo enrojecido, ella permanecía inmóvil, absorta en la belleza del lugar, incapaz de procesar la inmensidad de lo que la rodeaba. Selim la observaba desde la distancia, consciente del impacto que aquel entorno tenía sobre ella. Hizo un gesto apenas perceptible a uno de sus sirvientes, que desapareció por una puerta lateral y volvió con dos copas de cristal y una botella llena de
un licor dorado, todo sobre una bandeja que brillaba bajo la luz de las farolas. —Acompáñame —dijo Selim con suavidad a la chica, acercándose a ella y señalando hacia la terraza, justo hacia una mesa de mármol tallado con esmero. Ella asintió, sintiéndose extraña. Se acercaron juntos a la terraza, sentándose ambos en silencio por unos segundos, hasta que las copas fueron servidas por el mayordomo. Yosuani, con la copa en la mano, lo miró de reojo, notando la tensión en su rostro, una sombra que no había detectado antes. Lo que parecía ser una vida perfecta, el príncipe en
su palacio, ocultaba algo mucho más profundo. —Este lugar es impresionante —murmuró Yosuani finalmente, dejando que sus ojos recorrieran el entorno—. Nunca pensé que algo así pudiera existir en la realidad. Parece sacado de una leyenda. Selim no respondió de inmediato; mantuvo su mirada fija en la distancia. —No todo es tan bello como parece —dijo, después de una pausa, con una amargura apenas perceptible en su tono. Yosuani sintió una extraña necesidad de indagar más. Lo observó con más detenimiento, tratando de entender qué era lo que ocultaba detrás de esa fachada impecable. —¿Por qué me trajiste aquí? —preguntó—.
Y no me refiero solo a esta mansión, sino a tu vida. ¿Qué quieres de mí? Selim suspiró profundamente. Llevaba días debatiéndose internamente, pero decidió hablar con la misma franqueza con la que ella lo confrontaba. —Mi vida está inscrita y circunscrita a leyes y tradiciones que no elegí —empezó, su tono bajo y serio—. En mi cultura, los matrimonios no son un asunto de amor, sino de deber, de poder, de herencia. Mi padre ya ha elegido a mi esposa; es una princesa. Se llama Amina, una mujer de mi clase, de mi linaje. Un matrimonio arreglado para asegurar
alianzas, como se ha hecho durante siglos. Yosuani lo observaba atentamente, sintiendo cómo la distancia entre ellos, aunque física, se acortaba emocionalmente. Sabía que detrás de esas palabras había un gran peso. —¿Y estás enamorado de ella? —preguntó en voz baja, casi temiendo la respuesta. Selim negó con la cabeza. —No, no lo estoy —respondió con honestidad—. Amina es todo lo que mi familia desea, pero nada de lo que mi corazón busca. No hay amor entre nosotros, solo un acuerdo. Mi padre espera que de esa unión nazca el primer varón, el heredero que consolidará nuestra línea de sucesión.
Esa es la única razón por la que debo casarme con ella, para cumplir con el deber que se espera de mí. El silencio que siguió fue denso, casi insoportable. Yosuani sentía la opresión de esas palabras, el peso de una vida definida por las expectativas ajenas. Sabía que debía decir algo, pero las palabras parecían escaparse. Finalmente, tras un largo suspiro, habló con una serenidad que contrastaba con la intensidad de la situación. —Hay una enseñanza que he llevado siempre conmigo —comenzó Yosuani, y con calma, recordando las palabras que siempre le inculcaron sus padres—. El amor no da
nada salvo de sí mismo, y no toma nada salvo de sí mismo. El amor no posee ni quiere ser poseído, porque el amor se basta a sí mismo. Selim la miró, claramente afectado por esas palabras, su rostro una mezcla de dolor y admiración. —Estás atrapado en una red de responsabilidades que te roban lo que es tuyo por derecho —continuó Yosuani—. Pero si no sigues tu corazón, Selim, si no haces lo que tu alma anhela, todo lo que construyas será como una fortaleza vacía. Te han enseñado que tu deber está por encima de todo, pero... ¿Qué
clase de herencia dejarás si el precio es la negación de tu verdadero ser? Selim se removió en su asiento, sintiendo el peso de esas palabras como una daga. La tristeza en su mirada se profundizó. Pero había algo más: una chispa de esperanza, una comprensión naciente. —Lo que dices tiene sentido, pero mi vida no es solo mía; hay siglos de historia que dependen de lo que haga, de los pactos que honre. ¿Cómo puedo escapar de todo eso sin traicionar a mi familia, a mi linaje? —Jos se lo miró directamente a los ojos con una calma que
nacía de su sabiduría—. El deber es pesado como una montaña, pero el corazón, cuando habla, es ligero como una pluma. —Selim, a veces los sacrificios que creemos hacer por otros, en realidad los hacemos para nuestra propia perdición. No digo que deshonras a tu familia, pero tal vez el verdadero honor esté en encontrar el equilibrio entre tus responsabilidades y tu felicidad. Solo entonces podrás ser el príncipe que estás destinado a ser. El silencio volvió a caer entre ellos, pero esta vez era un silencio lleno de entendimiento, como si las palabras hubieran abierto una puerta que ambos
temían cruzar, pero sabían que debían. Selim miró el horizonte, las luces de Estambul parpadeando a lo lejos, y luego volvió a fijar su mirada en ella. —Nunca nadie me ha hablado así —dijo finalmente, su voz ronca de emoción—. Quizás eres la única persona que me ha visto como un ser humano, no como un príncipe. Yosuani le sostuvo la mirada, su expresión suave pero firme. —No puedes vivir una vida para los demás, Selim. Algún día tendrás que decidir si serás un príncipe que sigue órdenes o un hombre que sigue su corazón. Las palabras flotaron en el
aire, resonando en los rincones más profundos de su alma. Ambos sabían que esa conversación era solo el principio de algo mucho más grande. El resto de la velada, aquella noche, fue extraordinaria, entre manjares exquisitos que llevaban los sabores de Oriente a su máximo esplendor y las anécdotas de Selim. La noche se deslizó suave como el murmullo del viento en el Bósforo. La conversación fluía ligera y sincera, como si ambos se hubieran conocido desde siempre. Sus miradas se entrelazaban entre los destellos de las lámparas. Y aunque las palabras eran simples, los silencios hablaban de algo más
profundo, algo que aún no comprendían, pero que ya los unía. Al llegar al final de la noche, subieron juntos la majestuosa escalera de mármol, sus pasos resonando con una cadencia rítmica, acompasada. No se decían nada, pero el silencio compartido era como una promesa no pronunciada, una complicidad creciente. Al llegar al pasillo superior, se detuvieron frente a sus habitaciones, una al lado de la otra. Se miraron, ambos inmersos en una mezcla de sensaciones, como si fueran dos mitades de un alma buscando descubrirse. Selim, con una sonrisa apenas perceptible, habló primero, su voz tan baja como el
susurro del mar a lo lejos: —Descansa bien, Yosuani. Mañana será otro día. Ella asintió, pero sus ojos decían más que sus palabras. —Buenas noches, Selim. Cada uno entró en su respectiva habitación, pero el peso del día no terminó con el cierre de las puertas. En la oscuridad de sus aposentos, ambos quedaron pensando en el otro, sin entender por qué. A la mañana siguiente, muy temprano, un leve toque en la puerta de Yosuani la despertó. Adormilada, se levantó y abrió con cautela. Uno de los sirvientes de Selim le ofreció una serie de atuendos típicos de la
región. Yosuani lo recibió con una sonrisa, sus dedos rozando las suaves telas mientras admiraba la belleza de cada pieza. Sin decir palabra, cerró la puerta y se quedó allí, inmóvil, mirando los atuendos, una mezcla de curiosidad y emoción en su mirada. Sabía que esa mañana no sería como las demás. Más tarde, el sol ya estaba alto cuando el almuerzo fue expuesto con el esmero de siglos de tradición. El comedor, una sala inmensa adornada con mármol y mosaicos que parecían contar historias de otra época, rebosaba de luz que atravesaba los grandes ventanales. Una mesa alargada se
extendía en el centro, cubierta por un mantel de seda bordado a mano, sobre el que descansaban platos finamente decorados, reflejando la opulencia de la ocasión. Los sirvientes, vestidos de forma impecable, iban y venían en un silencio casi reverente, colocando cada detalle con precisión. Yosuani, vestida con los atuendos tradicionales que le habían entregado esa mañana, entró en la sala. Su figura se movía con una elegancia natural, pero era su atuendo lo que cautivaba: el vestido de seda azul zafiro, adornado con bordados dorados, ondeaba suavemente a su alrededor, mientras que la capa marfil caía sobre sus hombros,
realzando su porte con un aire oso. El pañuelo de gasa, delicadamente colocado, le daba un toque de gracia que combinaba con el entorno. Al entrar, quedó boquiabierta ante la magnificencia de la sala. El brillo de los mosaicos, el aroma de las especias y el ambiente cargado de historia la abrumaron por un momento. Sin embargo, antes de que pudiera asimilarlo del todo, una presencia la sacó de sus pensamientos. Selim apareció en el umbral, observándola con una mezcla de asombro y admiración. Los ojos del príncipe brillaban como nunca antes, reflejando algo que iba más allá de la
simple atracción. Una lágrima silenciosa se deslizó por su mejilla al verla, como si ella perteneciera a su cultura. —Estás… —Selim comenzó a hablar con la voz entrecortada por la emoción—. Estás… Pero antes de que pudiera completar el cumplido, una voz alta e imperiosa irrumpió en la sala, cortando el aire con la dureza de una espada. —¡Qué conmovedora escena! —dijo una mujer desde el otro extremo del salón, su tono lleno de sarcasmo—. El príncipe y su nueva adquisición. Era Amina, la prometida de Selim, que había sido elegida por su padre. Para él, su presencia dominaba la
sala no por su gracia, sino por la frialdad en su mirada y la altivez de su porte. Selim giró lentamente hacia Amina, su rostro se tensó y el brillo en sus ojos se apagó como si una sombra lo envolviera. Amina dijo con voz apagada, casi resignada, como si el solo pronunciar su nombre lo devolviera a la realidad de su destino: —No esperaba que llegaras tan pronto. Amina caminó con paso firme hacia la mesa, sin apartar la vista de Yosuani. —Bueno, parece que mi prometido tiene más sorpresas preparadas de las que pensaba —dijo sin ocultar su
desprecio—. Así que tú eres la nueva invitada especial de Selim. Él suele hacer eso para relajarse antes de nuestra boda —añadió entre risas sarcásticas—. Cuéntame, ¿qué haces aquí en este país, tan lejos del tuyo? O debería preguntarte, ¿qué esperas obtener de todo esto? Joshuan, sintiendo la tensión en el ambiente, pero decidida a no dejarse intimidar, levantó la barbilla y le sostuvo la mirada. —No espero obtener nada, Amina —dijo con calma, su voz firme pero respetuosa—. Estoy aquí porque fui invitada. Si eso te molesta, no es mi intención, pero tampoco mi problema. El aire en la
sala se volvió más denso. Amina, claramente molesta por la respuesta, sonrió con amargura mientras se sentaba en la mesa con un movimiento brusco, sin dejar de mirar a Yosuani. —Qué interesante —replicó Amina—. La arrogancia en una mujer extranjera es algo que no se ve todos los días en estos lugares. Quizás Selim te ha contado que no todas las que cruzan por estas puertas sobreviven a sus caprichos. Selim, que hasta ese momento había permanecido en silencio, intervino. Aunque su voz carecía de la fuerza que Yosuani esperaba: —Amina, no es necesario este tono. Yosuani es nuestra invitada
y deberías mostrarle el respeto que merece. Amina soltó una risa, inclinándose hacia Selim. —Respeto, Selim querido. Respeto es lo que tú me debes, tú que has olvidado nuestros deberes, nuestras tradiciones, por entretenerte con una mujer que ni siquiera pertenece a este mundo. ¿Cuánto tiempo más crees que podrás huir de lo que se espera de ti? Selim agachó la cabeza; su expresión reflejaba la lucha interna que lo consumía. Parecía atrapado entre dos mundos: el deber que lo ataba a Amina y su linaje, y el deseo, la chispa de vida que Yosuani encendía en su alma. Yosuani,
sin apartar la vista de Amina, decidió hablar con una claridad que hasta ella misma desconocía. —Quizás lo que realmente te molesta, Amina, no soy yo. Tal vez lo que te incomoda es que Selim tenga la oportunidad de elegir, porque hasta ahora, todo lo que parece rodearte está basado en la imposición. ¿Te has preguntado alguna vez qué siente él realmente? Amina entrecerró los ojos, fulminando a Yosuani con la mirada. Pero antes de que pudiera responder, Selim levantó la cabeza; su voz se escuchó suave, pero cargada de una verdad profunda. —Amina —dijo, su tono triste pero resignado—,
Yosuani tiene razón; no se trata de ella ni de ti, se trata de mí. Llevo toda mi vida viviendo bajo el peso de un destino que no elegí. Siempre he cumplido con lo que se me ha pedido, pero nunca se me ha permitido sentir como ahora. Amina, sorprendida por su franqueza, frunció el ceño y clavó los ojos en él. —¿Y qué esperas lograr, Selim? ¿Crees que esta mujer te liberará de tu destino? —dijo con burla, señalando a Yosuani—. Siempre serás un príncipe, destinado a hacer lo que se espera de ti. No puedes escapar. El silencio
volvió a caer, pero esta vez Yosuani no lo soportó. Tomó aire y habló con más determinación. —Tal vez no pueda escapar de su destino, Amina, pero puede decidir cómo caminar ese camino, y no necesitas un trono o una corona para ser un verdadero rey. El verdadero poder está en tomar tus decisiones, no en seguir órdenes ciegamente. Las palabras resonaron en la sala como un eco, y Selim las escuchó en lo profundo de su alma. Sabía que el momento de decidir se acercaba, y la presión de siglos de tradición pesaba sobre él. Pero en ese instante,
mientras miraba a Yosuani, entendió que tal vez había otra forma de ser fiel a su herencia. Y así mismo, Amina, visiblemente enfadada, empujó su silla hacia atrás, levantándose de golpe. —Esto no ha terminado, Selim. Voy inmediatamente a hablar con tu padre para que saque a esta extranjera del palacio donde tú y yo vamos a vivir en pocos días —murmuró con veneno antes de abandonar la sala, dejando a Selim y Yosuani en un tenso silencio, conscientes de que el verdadero enfrentamiento apenas comenzaba. El cielo de Estambul se había oscurecido, cubriendo la ciudad con un manto de
sombras y luces parpadeantes. El palacio del príncipe Selim permanecía en silencio, aunque la tensión era tan espesa que se sentía como una tormenta a punto de estallar. En una sala llena de lujo y tradición, Selim permanecía solo, sumido en sus pensamientos, mientras Yosuani había subido un momento a cambiarse en sus aposentos; sabía que el conflicto que evitaba lo alcanzaría pronto. De repente, el sonido de puertas que se abrían violentamente rompió la calma, seguido por pasos pesados que resonaban en los pasillos. El jeque Rashad, padre de Selim y guardián de siglos de tradición, irrumpió en la
sala; alto, imponente, con su túnica blanca ondeando, caminaba como si fuera una tempestad que nadie podía detener. Detrás de él, casi como una sombra afilada, Amina, la prometida del príncipe, avanzaba con una sonrisa fría, el sarcasmo listo en sus labios. —Selim —rugió el jeque, su voz resonando como un trueno—. ¿Qué deshonra es esta que he escuchado? ¿Qué has hecho? El príncipe se puso de pie de inmediato, sintiendo la furia de su padre. Antes de que las palabras siquiera llegaran por completo a su lado, Amina cruzó los brazos, observando la escena. Escena con un aire de
satisfacción que no se molestaba en ocultar. “Oh, Selim,” susurró Aa con una sonrisa cínica. “No esperaba que esto fuera necesario, pero parece que tu distracción ha causado más problemas de lo que imaginaba.” Selim no respondió de inmediato, pero el peso de lo que se avecinaba lo envolvía. Sabía que su padre no había venido solo a hablar; había venido a imponer el peso de las generaciones sobre él. “Padre, yo puedo explicarlo,” comenzó Selim con la voz vacilante. “No hay explicación posible para esto,” lo interrumpió el jeque, avanzando hasta estar frente a su hijo. “Has traído a
esta extranjera a nuestras tierras, a tu vida, cuando ya habías aceptado tu destino acá. Has olvidado el peso que recae sobre tus hombros. La sucesión de nuestra familia no es un juego. Selim, me urge que tengas un heredero de nuestro linaje.” Amina dio un paso adelante, su tono cargado de veneno. “Es curioso como de repente todas tus promesas parecen tan efímeras, Selim. Me pregunto qué pensaría nuestro pueblo si supieran que el príncipe se distrae tan fácilmente con una extranjera cuando su padre llora un heredero real,” dijo, su voz suave pero afilada. “¿Es esto lo que
has elegido por encima de siglos de historia?” Selim sintió que el suelo bajo él temblaba, no por el peso de las palabras de Amina, sino por la furia implacable de su padre. Era verdad, todo lo que había hecho parecía una traición a la herencia que llevaba. No encontraba fuerzas emocionales para defenderse sin sentirse culpable. “El linaje, Selim…” El jeque avanzó otro paso, su rostro endurecido por la ira. “No te pertenece a ti solo; es de todos nosotros, de los que vinieron antes y de los que vendrán después. ¿Acaso piensas que puedes arriesgar todo esto por
un capricho? Tu deber es mantener viva nuestra herencia, nuestro legado. Debes casarte con Amina y asegurar la sucesión, o todo se perderá.” Selim sintió cómo cada palabra lo encadenaba, dejándolo sin escape. El deber lo había perseguido toda su vida y ahora parecía imposible liberarse de él. Justo cuando estaba a punto de sucumbir, una voz clara y firme irrumpió en la escena. “¿De verdad cree que puede hablar del linaje sin conocer toda la verdad, señor?” dijo Yosuani, ataviada idéntica a una princesa de Estambul, apareciendo desde las sombras con una mirada desafiante clavada en los ojos del
jeque, que sorprendió a todos. Su presencia no era la de una simple extranjera, sino la de una mujer que sabía que tenía el poder de cambiarlo todo. Amina soltó una risa sarcástica, como si la intromisión de Yosuani fuera un mal chiste. “Ah, pero mira quién ha decidido unirse a la conversación: la invitada especial.” Amina alzó una ceja. “Me pregunto qué verdad podrías conocer tú, extranjera, sobre nuestro linaje. Quizás algo que recogiste en una guía turística de Estambul,” agregó, hilarante con un extremo cinismo. El jeque la miró con frialdad, incapaz de ocultar su desprecio. “¿Y quién
eres tú para hablar de nuestro linaje?” preguntó el jeque, su voz cargada de autoridad. “Tú debes ser la extranjera de quien me habló Amina. No tienes lugar aquí; eres solo una intrusa que ha desviado a mi hijo de su verdadero destino. No cambiarás nada.” Yosuani no se inmutó; dio un paso adelante y su mirada desafiante se cruzó con la del jeque. “No soy solo una extranjera,” dejó que sus palabras resonaran en la sala. “Llevo el linaje de su hijo dentro de mí, jeque Rashad. Llevo en mi vientre al futuro de su familia.” El jeque se
quedó inmóvil, su rostro mostrando sorpresa, pero antes de que pudiera responder, Amina estalló en una risa incrédula. “Oh, por favor,” dijo Amina, burlándose mientras cruzaba los brazos. “Tienes dos días aquí, y ahora resultas ser la madre del linaje de Zará. ¿Qué esperas ganar con esa mentira, forastera?” Pero Yosuani, con calma, enfrentó al jeque y a Amina, sabiendo que esta era su única oportunidad para salvar no solo a Selim, sino a sí misma. “No es ninguna mentira,” dijo Yosuani con la misma firmeza que la había guiado hasta aquí. “Estoy doblemente embarazada de su hijo, el príncipe.
Por eso vine desde Colombia a decírselo en persona. No olvide que hace un par de meses su hijo estuvo de viaje en América del Sur.” El jeque quedó helado por un momento; las palabras resonaron en su mente como si aún no pudiera procesarlas. Miró fijamente a Yosuani, buscando la verdad en sus ojos. Después miró a su hijo, el príncipe, y preguntó: “¿Es eso cierto, Selim? ¿Esta extranjera está doblemente embarazada de ti?” “Padre…” balbuceó el príncipe, pálido, sin saber qué objetar ante la inusitada intervención de Yosuani, que le parecía descabellada, como un intento desesperado por salvarlo
del matrimonio obligado con una mujer que detestaba. “Mejor no digas nada, Selim. Haré revisar inmediatamente a esta extranjera con mis médicos de cabecera y se sabrá toda la verdad de su doble embarazo, ya mismo. ¡Ordeno que vengan!” interrumpió el jeque, furioso como un león herido. Amina sonrió con desprecio, dando vueltas a su lado, disfrutando de cada palabra que salía de la boca del jeque. Pero Yosuani, lejos de amedrentarse, mantuvo la compostura. Por su parte, el jeque se apartó para dar unas instrucciones por su celular. Los minutos que prosiguieron en la espera del médico parecían eternos.
Poco después, el eco de los pasos firmes del médico resonaba en los vastos pasillos del palacio, donde cada rincón parecía amplificar la tensión que envolvía el ambiente. Yosuani acompañaba al especialista hasta la habitación donde realizaría la revisión, caminando con una dignidad que disimulaba el torbellino de emociones que la agitaba por dentro. Ella sabía lo que estaba en juego, pero su semblante no mostraba un ápice de duda; estaba concentrada en rescatar a Selim del terrible matrimonio que le esperaba con una mujer tan cruel como Amina, por quien él no… Sentía amor por su parte. El médico,
un hombre mayor de cabello canoso y gesto profesional, llevaba consigo un dispositivo portátil de ecografía en una pequeña unidad rodante. A medida que avanzaban hacia la habitación designada, el silencio se hacía más espeso mientras, detrás, en la sala principal, el jeque Rashad, Amina y Selim esperaban con una mezcla de expectación y ansiedad. Selim, muy rígido, sentía como si las paredes del palacio se cerraran lentamente sobre él. En su mente, el conflicto entre el deber y el deseo lo consumía en un monólogo interior: ¿qué haría ahora que se descubriera que todo era una mentira? El peso
de la herencia y la responsabilidad de su linaje lo habían acorralado durante toda su vida y ahora esa extranjera de mirada retadora estaba desafiando siglos de tradición con lo que parecía ser un desesperado engaño. ¿Por qué lo haría? ¿Por qué Yosuani habría inventado algo tan delicado solo para salvarlo a él, a quien acababa de conocer, de un destino que no quería? ¿Qué hacía tan especial a esta mujer, con una fiereza propia de una princesa colombiana, capaz de retar a su padre, el jeque, un hombre implacable? Cada minuto que pasaba era eterno; el silencio en la
sala era solo interrumpido por el sutil sonido de la respiración agitada de Amina, que caminaba de un lado a otro con una expresión de desprecio que solo crecía. El jeque permanecía sentado, su rostro inexpresivo, pero la tensión en sus manos, que descansaban firmemente sobre los brazos de la silla, revelaba el torbellino que también lo asaltaba. ¿Podría realmente haber un heredero dentro de esa mujer extranjera? Pensó en las generaciones anteriores, en las veces que la historia de su familia estuvo a punto de quebrarse y cómo un error en ese momento podría destruir siglos de legado. Mientras
tanto, en la habitación, el médico sacó el equipo portátil de ultrasonido, colocándolo sobre una pequeña mesa de mármol junto a la cama donde Joshua yacía, con el rostro sereno pero concentrado. Sabía que no podía fallar; el destino de todos dependía de ese momento. El médico comenzó a preparar el gel y colocó el transductor sobre el vientre plano de Yosuani, que apenas mostraba signos de lo que ocurría en su interior. "Tranquila, esto solo tomará unos minutos", dijo el médico en un tono calmado al notar la tensión apenas visible en los ojos de la joven. El sonido
suave del monitor llenó la habitación y, tras unos segundos, la imagen borrosa del interior de su vientre comenzó a formarse en la pantalla. Yosuani mantuvo su mirada fija en el techo mientras el médico inspeccionaba la imagen con una mirada profesional, pero cada vez más atenta. Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, el médico se detuvo, ampliando la imagen con un gesto rápido de la mano. Dos pequeños puntos, diminutos pero inconfundibles, aparecieron en la pantalla. "Ah, aquí están", dijo el médico, tras unos segundos de silencio, su tono cambiando a uno más profesional mientras ampliaba la
imagen. Salió de la habitación con la imagen impresa en la mano y Yosuani detrás de él, caminando con una calma que contrastaba con el impacto que estaba a punto de desatarse en la sala principal. Cuando ambos entraron, todas las miradas se volvieron hacia el médico, cuyo rostro ahora estaba marcado por una mezcla de asombro y profesionalismo. "Jeque Rashad, he hecho la ecografía como pidió", dijo con voz firme. "Efectivamente, se trata de un embarazo gemelar. Hay dos fetos visibles y ambos están en buen estado. Aunque es temprano para detectarlo sin un equipo avanzado, el embarazo tiene
menos de seis semanas, por lo que aún no se nota externamente." Selim sintió como si el suelo bajo él se desmoronara. ¿Cómo era posible? No había explicación lógica que pudiera justificar lo que acababa de escuchar. Pero el médico no había terminado: "Los fetos son muy pequeños, pero definitivamente están ahí", añadió mientras mostraba la imagen en blanco y negro de la ecografía, los dos pequeños puntos que parecían sellar el destino de todos en esa habitación. Un silencio abismal cayó sobre la sala; nadie parecía capaz de procesar la noticia. El jeque Rashad, el hombre cuya furia había
llenado la sala momentos antes, se quedó inmóvil, sus ojos que habían estado endurecidos por la ira y la tradición comenzaron a suavizarse poco a poco, como si una comprensión ancestral lo invadiera. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Su linaje continuaría; no importaba que la madre fuera extranjera, los descendientes de Selim, sus nietos, crecerían en la tradición de su familia. En un gesto inesperado, el jeque se llevó las manos al rostro y dejó caer las lágrimas sin esfuerzo por contenerlas. "Mis nietos", murmuró con una voz apenas audible. "Nuestro linaje sigue." Amina, por otro lado, había perdido
todo rastro de su compostura habitual; su rostro, generalmente frío y calculador, se contorsionó con una mezcla de incredulidad y furia. La idea de que su lugar al lado de Selim estuviera en peligro, de que esa extranjera llevara en su vientre a los futuros herederos, era una humillación que no podía aceptar. "¡Esto es una farsa!", exclamó con rabia, sus ojos llenos de furia venenosa. "No puede ser cierto, debe haber un error; esto es sencillamente ridículo." Selim permanecía inmóvil mientras el silencio abrumador llenaba la sala; sus ojos estaban fijos en la pantalla de la ecografía, mostrando dos
pequeños puntos que lo cambiarían todo. "Gemelos", pensaba, incapaz de asimilar completamente la magnitud de la revelación. Un torbellino de pensamientos lo azotaba sin descanso, pero en el centro de ese caos, una sola verdad comenzaba a emerger, tan clara como el amanecer después de una larga noche de dudas. "No puede ser verdad", se decía mientras luchaba por racionalizar lo que acababa de escuchar. "Sé que esos mellizos no son míos, pues la conozco apenas hace un par de días y no la he tocado. Aunque..." Estaba claro que no tenía la paternidad de ese doble embarazo. Al mismo
tiempo, se daba cuenta de que eso, sorprendentemente, no le importaba. La mente de Selim se detuvo en las imágenes de los últimos días: la firmeza en la mirada de Yosuani cuando se enfrentó a su padre y a Amina, el coraje que había mostrado al pararse ante siglos de tradición con una fuerza que nadie más había tenido. Su autenticidad, su temple, su sabiduría... Había algo en ella que lo había cautivado, algo que había despertado en su interior un sentimiento que jamás había estado por encontrar. "Ella es maravillosa", pensó, permitiéndose por primera vez abrazar esa idea con
todo su ser. "Es auténtica, valiente, es como una tormenta que barre todo a su paso, pero al mismo tiempo es el refugio más seguro en medio de la tempestad". Y en ese momento, Selim supo que estaba enamorado de ella. Entonces, algo profundo dentro de Selim cambió: la confusión, el miedo, la certidumbre... Todo se disolvió. En su lugar quedó una resolución firme, una decisión que venía desde el fondo de su ser. Respiró profundamente y se levantó de su asiento, sus ojos brillando con una determinación que no había sentido nunca antes. Mientras avanzaba hacia su padre, el
jeque Rashad notó que todos en la sala lo observaban expectantes, pero ya no sentía miedo. Sabía lo que tenía que hacer. Se paró frente al jeque, su voz calmada pero cargada de sabiduría. "Padre", comenzó, "durante toda mi vida he seguido tus enseñanzas, he obedecido cada norma, he llevado sobre mis hombros el peso de nuestro linaje. Lo he hecho porque creía que ese era mi deber y porque pensé que era lo correcto. Pero hoy algo ha cambiado en mí. Hoy he comprendido algo que antes no veía". El jeque lo observaba en silencio, aún afectado por la
noticia, pero sin interrumpirlo. "Me enseñaste que el linaje es lo más importante, que la sangre es lo que define quiénes somos y lo que dejaremos como legado. Pero, ¿de qué sirve ese legado si no viene acompañado del amor verdadero?" preguntó Selim, su voz cargada de sinceridad. "Sin amor, padre, no somos más que custodios vacíos de tradiciones. El linaje no es suficiente, no puede serlo. Lo que da sentido a todo es el corazón, lo que sentimos por aquellos que elegimos a nuestro lado. Y hoy yo elijo a Yosuani". Reque estaba en silencio, pero sus ojos mostraban
una mezcla de sorpresa y respeto. Selim nunca había hablado así antes, nunca había mostrado tal seguridad en lo que decía. "Padre, te pido tu bendición para casarme con Yosuani, si ella me acepta como su esposo", continuó Selim. "No porque lo exijan nuestras costumbres, sino porque es lo que mi corazón ha decidido. Y si no puedes dármela, seguiré adelante de todos modos porque no voy a vivir una vida vacía sin amor. Y eso, para mí, es lo único que importa". El silencio que siguió a sus palabras era profundo, cargado de significado. Todos en la sala parecían
contener la respiración, esperando el veredicto del jeque Rashad, quien ahora debía decidir si aceptaba la decisión de su hijo o lo enfrentaba una vez más. Selim había hablado como nunca antes, con una sabiduría y firmeza que el jeque no había previsto. Antes de que el jeque pudiera articular alguna respuesta, un grito abrupto rompió la calma. "¡Un momento!" Amina, con el rostro crispado por la furia, avanzó hacia el centro de la sala, interrumpiendo la tensión entre padre e hijo. Su voz resonó como una amenaza latente, cargada de resentimiento y cálculo. "Esto no puede seguir así", dirigió
su mirada hacia el jeque, ignorando deliberadamente a Selim. "No se puede permitir que ese matrimonio se lleve a cabo sin antes asegurarse de que esos mellizos lleven el linaje real. Debería ordenarse primero una prueba de ADN". El silencio que siguió fue aún más intenso, como si la sala hubiera quedado suspendida en un abismo de incertidumbre. La mirada de Amina era cortante, llena de veneno, mientras buscaba en el jeque la aprobación de su propuesta, sabiendo que tocar el tema del linaje podría inclinar la balanza a su favor. El jeque, cuyo rostro había comenzado a suavizarse frente
a las palabras de su hijo, volvió a endurecerse; la idea de Amina había penetrado en sus pensamientos. Se llevó la mano al mentón, pensativo. "El linaje", pensó, "sabía que era vital asegurarse de que cualquier descendiente de su casa llevara su sangre. Y si esos niños no pertenecen a nuestra familia..." La duda comenzó a instalarse en su mente como una sombra. "Asintió lentamente, aceptando la idea de Amina. 'Amina tiene razón', dijo el jeque con voz firme. 'Si vamos a hablar de matrimonio y de herencia, es imprescindible que primero sepamos si esos niños llevan nuestra sangre. La
prueba de ADN es obligatoria'". Selim se quedó en silencio por un breve instante. Sintió una punzada en el pecho al escuchar las palabras de su padre y el frío cálculo de Amina. "Todo se reduce al linaje para ellos", pensó. Y entonces, con una claridad renovada, supo lo que debía hacer. "Padre", Selim dijo en voz baja, pero su tono era seguro y firme. "No hace falta esa prueba de ADN". El jeque y Amina lo miraron sorprendidos, mientras la tensión en la sala crecía. Todos esperaban su explicación, y Selim, con el peso de generaciones sobre sus hombros,
se preparó para decir la verdad que había decidido cargar. "No hace falta, porque sé que esos mellizos no son míos", confesó, sin apartar la mirada de su padre. Las palabras se desplegaron con serenidad, como si liberaran algo que había estado guardado en lo más profundo de su ser. "La verdad es que no ha habido ningún contacto físico entre nosotros". La sorpresa inundó el rostro de todos en la sala, pero Selim no flaqueó. "Continuó, más firme que nunca. Sin embargo, eso no cambia nada". No me importa quién sea el padre biológico de esos mellizos, no me
importa si llevan mi sangre o no, porque lo que realmente importa es lo que siento por ella. Yo la amo, padre. Amo a Yosuani, su carácter, su sabiduría, su fortaleza. Ella ha llenado un vacío en mi vida que nunca supe que existía. Es la mujer que he buscado sin saberlo, la única a la que quiero a mi lado, y estoy dispuesto a criar a esos niños como si fueran míos, si ella me lo permite. Porque el amor es lo que verdaderamente da sentido a todo, no la sangre. El jeque permanecía en silencio, procesando las palabras
de su hijo, mientras la emoción comenzaba a reflejarse en su rostro. Por primera vez, el amor, la honestidad y la claridad con que Selim hablaba rompían los muros de tradición y deber que siempre lo habían rodeado. Selim continuó: "No voy a vivir bajo las expectativas de otros. Si eso significa negarme lo más importante. El amor verdadero, te pido nuevamente que me concedas tu bendición". El jeque lo había escuchado con atención y, por primera vez, sintió que su hijo ya no era el príncipe dubitativo y obediente que siempre había conocido, sino un hombre que había encontrado
su propio camino. Se acercó a Selim y, cuando habló, lo hizo con una voz cargada de sabiduría que rara vez se permitía mostrar. —Selim, hijo mío —dijo con una serenidad inusual—, a lo largo de los años te he enseñado el valor del linaje, la importancia de mantener nuestras tradiciones, de honrar la sangre que corre por nuestras venas, y he sido firme en eso, porque como guardián de nuestro legado creía que esa era mi mayor responsabilidad. Pero hoy, he visto en ti algo que me llena de orgullo. Selim lo observaba con atención mientras su padre continuaba:
—Has demostrado una templanza y una sabiduría que solo un verdadero descendiente de nuestra estirpe podría poseer. Tu carácter es digno de nuestro linaje, Selim, y estoy orgulloso de ti por la fuerza de tus convicciones y la solidez de tus argumentos. Sin embargo, los mellizos no tienen sangre real. Antes de que pudiera terminar, la voz clara de Yosuani irrumpió en la sala, deteniendo al jeque en seco. Todos voltearon hacia ella, sorprendidos. Yosuani, con los ojos llenos de una mezcla de amor y determinación, avanzó unos pasos hacia el centro de la sala, mirando directamente a Selim. —Te
amo con todo mi corazón, príncipe Selim —dijo, su voz firme pero llena de ternura, dirigiéndose al hombre que tenía frente a ella—, pero no te amo desde hace dos días. Su voz temblaba ligeramente mientras la revelación cargaba el ambiente. —Te amo desde hace seis semanas, cuando te conocí. El silencio que siguió fue tan abrumador que parecía detener el tiempo. Selim la miró, completamente abismado, incapaz de procesar de inmediato lo que acababa de escuchar. Seis semanas, la misma cantidad de tiempo que llevaba su embarazo. Todos en la sala contenían la respiración, incluso Amina, cuya furia se
desdibujó momentáneamente por la sorpresa. —Fue en tu viaje a América del Sur —continuó Yosuani, sus palabras fluyendo con la misma suavidad que los recuerdos en su mente—. Hiciste una pequeña escala en Cartagena de Indias, Colombia. Era una celebración cultural, una fiesta llena de máscaras y disfraces donde la gente se perdía en el anonimato de las identidades ocultas. Allí te conocí. Su voz se suavizó recordando aquel momento. —Caí entre tus brazos esa noche, en medio de risas, en medio de algo tan efímero, pero que cambió mi vida para siempre. Y allí, en ese instante, concebimos juntos
a los mellizos que llevo en mi vientre. Los ojos de Selim se llenaron de una mezcla de asombro y emoción. Los recuerdos empezaron a regresar, pequeños fragmentos que él había guardado sin reconocer su importancia. —Cartagena —pensó—, aquella noche, la máscara, el sentimiento de familiaridad inexplicable. Yosuani continuó con una suave sonrisa entre lágrimas. —Esa es la verdadera razón por la que vine a Estambul. No esperaba encontrarte, ni siquiera sabía que eras el príncipe de Estambul, pero quería que nuestros hijos nacieran aquí, en tu tierra, como una señal de mi amor sincero por ti. Quería que crecieran
rodeados de tu cultura, de todo lo que sé que valoras. Aquella noche en Cartagena solo te dije mi seudónimo, Jos, sin saber que un día te lo revelaría todo. Y aunque llevabas máscara, no necesitaba más para saber quién eras. Cuando llegué a tu palacio, te recognicí por tu tono de tristeza, el mismo que escuché cuando, hace seis semanas, me hablaste del matrimonio que te habían impuesto en Estambul, del destino que no habías elegido por amor. El silencio en la sala era total. Los ojos de Selim se llenaron de lágrimas al comprender la magnitud de lo
que acababa de escuchar. Había sido ciego durante todo ese tiempo, pero ahora todo encajaba: el viaje, los mellizos, la conexión inexplicable que había sentido por ella desde el primer momento. Ella siempre había sido la dueña de su corazón, y ahora lo sabía con certeza absoluta. Yosuani dio un paso más hacia él, con una mirada llena de amor y vulnerabilidad. —Nunca supe que eras el príncipe de Estambul, Selim, pero ahora lo sé, y aun así no cambiaría nada, porque te amo por quien eres, no por tu título. Te amé esa noche, te amo ahora y siempre
te amaré. El jeque, profundamente conmovido por las palabras de Yosuani y la evidente conexión entre los dos, dio un paso hacia adelante. Con lágrimas en los ojos, lentamente extendió los brazos hacia ella y, conmovido, la abrazó con calidez, reconociendo en ella a la mujer que no solo había conquistado a su hijo, sino que también había demostrado una fortaleza y un amor que él no podía ignorar. —Tienes mi bendición, hija —dijo, igual que tú, Selim —añadió el jeque con la voz quebrada. Pido perdón a mi hijo por las imposiciones que le he hecho cargar. Hoy entiendo
que el verdadero legado que dejaremos es el amor que forjamos. Bienvenida a nuestra familia, Yosuani. Desde hoy, eres la princesa colombiana. Entre lágrimas, Selim se acercó a su padre y a Yosuani, abrazándolos a ambos mientras las emociones lo superaban. Amina, incapaz de soportar más, salió de la sala en silencio, con el rostro distorsionado por la rabia y el dolor de su derrota. Un mes después, el sol bañaba con su luz suave el majestuoso Palacio de Estambul, donde los preparativos para una boda real se llevaban a cabo en el jardín principal, bajo un arco adornado con
flores blancas y doradas. Selim esperaba a su amada y, entonces, apareció Yosuani, vestida con un traje de novia impecable. Su embarazo de mellizos ya comenzaba a notarse; caminaba hacia Selim con una sonrisa radiante, sus ojos brillando de amor y alegría. Selim, al verla, sintió que su corazón se llenaba de gratitud y amor puro. Selim y Yosuani sellaron su amor con un beso, unidos no por la tradición, como era costumbre en los matrimonios arreglados, sino por el más puro de los sentimientos, mientras la multitud estallaba en aplausos y el jeque lloraba de emoción. Si quieres ayudar
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