EL PRECIO DE UNA OBSESIÓN (RELATOS DE TERROR Y BRUJERÍA)

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El Sótano del Horror
EL PRECIO DE UNA OBSESIÓN (RELATOS DE TERROR Y BRUJERÍA) Víctor, cautivado por una obsesión peligro...
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Hola comunidad, mi nombre es Víctor. Nací y crecí en un pueblo a las afueras de Veracruz. Desde joven tuve facilidad para las mujeres.
Siempre supe distinguir con solo verlas quién caería rápido y quién me daría un poco de juego. No era por guapo, sino porque sabía hablar, sabía moverme, sabía mirar. Nunca me costó esfuerzo.
Ellas solitas venían como polillas a la luz. Y sí, lo aproveché sin pensarlo dos veces. Viví así muchos años sin atarme a nadie, hasta que por cosas del destino, una noche me colé a una fiesta en Chalapa.
Ni siquiera era invitado, pero terminé ahí tomando y bailando cuando la vi. Se llamaba Julieta, morena clara, cintura apretada, caderas amplias y unos ojos grandes que brillaban como si escondieran secretos. La boca le sonreía sin esfuerzo, como si supiera lo que yo pensaba.
Desde el primer momento supe que algo en mí iba a cambiar. A la semana ya estaba en su cama. He estado con muchas, pero Julieta tenía algo distinto.
Era como si su cuerpo no solo se entregara, sino que absorbiera. Me envolvía, me jalaba más y más. En poco tiempo decidimos vivir juntos.
Julieta tenía 26 años, yo 32. El amor era intenso, casi violento, pero había un detalle que no esperaba. Vivía con su mamá.
Cuando conocí a la señora, sentí que el mundo me tambaleaba. Se llamaba Margarita. El nombre no decía mucho, pero su presencia sí.
No parecía una señora cualquiera. Su cuerpo era firme, su piel lisa y sus ojos, esos ojos me miraban como si ya me conocieran. Margarita era puro fuego contenido.
Se movía con elegancia, pero con firmeza. Nunca me faltó al respeto, pero sí me provocaba con miradas, con gestos sutiles. Desde el primer día supe que ahí estaba el verdadero peligro.
A pesar de estar con Julieta, empecé a pensar cada vez más en su mamá. Al principio lo ignoré. Me decía a mí mismo que era normal, que era una fantasía absurda, pero cada día se volvía más presente.
Julieta y su mamá discutían mucho, no se llevaban bien. Eso me facilitaba estar a solas con Margarita, aunque fuera por minutos. Empezaron los roses, las insinuaciones, las miradas que duraban de más.
El día de la boda fue sencillo con unos cuantos amigos y familia. Margarita llegó con un vestido rojo pegado al cuerpo. El escote discreto, pero suficiente.
El perfume dulzón me envolvió toda la ceremonia. Me costó mantener la vista en Julieta. Aún así, juré que iba a dejar esa tentación atrás, pero no lo hice.
Comencé a buscar en internet cosas sobre amarres, hechizos de control, dominación sentimental. Al principio por curiosidad. Luego con intención encontré en un foro el nombre de una señora llamada doña Remedios, que vivía en las afueras de Coatepec.
La gente decía que hacía trabajos para atraer el amor, para someter a la pareja, para quitar rivales. Un día que Julieta estaba en su turno en el hospital, me fui a buscarla. La casa de Doña Remedios era una construcción vieja de adobe, rodeada de monte.
Había velas prendidas, ramas colgadas y un olor fuerte a incienso. Me recibió sin preguntarme nada. Me dijo que ya sabía lo que venía a buscar.
Le expliqué que la mujer con la que quería estar era mi suegra. Me miró como si no le sorprendiera. Preparó un baño con ruda, romero y otras hierbas.
me dio un amuleto hecho con listones rojos y me hizo repetir unas frases. Me advirtió que lo que pedía no era juego, que sí funcionaba, pero siempre tenía precio. No hice caso, el deseo era más fuerte.
Esa misma noche, Julieta cambió. La mujer, que era celosa y controladora, de repente era dócil. Me dejaba salir sin preguntar.
Me esperaba con la cena lista y una sonrisa calmada. En la cama era más intensa, más entregada. Algo se había movido y yo lo sabía.
Dos días después, Margarita llegó sola a la casa. Traía un pan que había horneado. Me dijo que Julieta estaba en el hospital de guardia.
Entró, se sentó y cruzó las piernas lentamente. Me preguntó si estaba cuidando bien a su hija. Le dije que sí, que era todo para mí.
Sonrió como si supiera que mentía. dijo que a veces sentía que yo la miraba diferente. Me quedé congelado.
El hechizo estaba funcionando y rápido. Antes de irse me advirtió, lo que empieza con fuego termina en cenizas. Julieta seguía transformándose.
Parecía menos presente, más ausente, como si algo dentro de ella se estuviera apagando. Yo lo disfrutaba, me trataba como un rey, pero cada vez pensaba más en Margarita. Empecé a inventar excusas para ir a su casa, a veces con pretextos, otras veces solo pasaba por casualidad.
Ella me recibía sin resistencia, pero también sin entusiasmo. Me decía que tuviera cuidado con lo que deseaba, pero sus gestos, sus movimientos, su forma de hablarme, todo decía lo contrario. Regresé con doña Remedios.
Llevé una prenda íntima de Julieta, un vaso que había usado Margarita y unas gotas de mi sangre. Mezcló todo en un tazón de barro. Encendió velas negras.
me dijo que ahora la hija no vería y la madre no resistiría. Esa noche Julieta se me entregó como nunca, pero su mirada estaba vacía. Yo ya no buscaba amor, buscaba control y lo tenía.
Seguí acercándome a Margarita cada vez más, hasta que un día, mientras Julieta se bañaba, Margarita se quedó sola conmigo en la sala. Se notaba tensa. Yo le serví un café.
No lo tocó. Me dijo que algo raro estaba pasando, que soñaba conmigo, que sentía mi presencia, que no era normal. Me acerqué, la toqué, sentí un choque eléctrico.
Me dijo que yo la había embrujado, pero no se alejó. Lloró. Dijo que era una porquería, pero que no podía evitar sentir lo que sentía.
Esa noche, Julieta salió del baño con una bata delgada y nos encontró en silencio. Preguntó si todo estaba bien. Margarita se recompuso rápido.
Dijo que solo charlábamos. Julieta no sospechó. Ya no tenía la misma energía.
El hechizo la tenía ciega. Días después, Margarita me mandó un mensaje. Decía que no entendía lo que sentía, que era como una enfermedad, que algo se había metido dentro de ella.
Yo sonreí. Sabía que el trabajo de remedios funcionaba. Preparé un nuevo baño con canela, clavo, miel y más sangre mía.
Mientras lo vertía sobre mi cuerpo, dije que Margarita ya era mía. La siguiente vez que Julieta se fue a trabajar, Margarita vino sin pretextos. Dijo que no venía por su hija.
Se quedó parada frente a mí en la cocina. Me tomó la mano y dijo que si lo hacía no había vuelta atrás. Le dije que ya habíamos pasado esa línea.
Me besó con desesperación, con culpa. Minutos después, Julieta llamó. dijo que regresaría antes.
Margarita salió corriendo, pero el daño ya estaba hecho. El límite había sido cruzado. Después de ese primer beso, no pude pensar en otra cosa.
El sabor de Margarita se me quedó en la boca por días. Me obsesioné. Empecé a enviarle mensajes, a buscarla más seguido, pero algo cambió.
Se alejó, dejó de contestar, no volvió a la casa. Pasaron varios días sin rastro de ella. Mientras tanto, Julieta se apagaba más.
Dormía mucho, comía poco. A veces la encontraba parada frente al refrigerador con la mirada perdida o llorando en la regadera sin poder explicar por qué. Me decía que sentía una tristeza ajena, que había algo en la casa que no la dejaba en paz.
Yo sabía lo que era. El hechizo seguía drenando su energía, pero yo no paré. Volví a ver a doña Remedios.
Esta vez llevé una prenda de margarita, un mechón de su cabello que encontré en el sillón y más de mi sangre. Ella preparó una mezcla más fuerte, encendió velas negras, tiró un líquido espeso sobre las llamas y dibujó símbolos con tiza blanca en el piso. Me dijo que este trabajo iba a sellar el vínculo, que la hija ya no vería y la madre no se resistiría.
Esa misma noche, Julieta me abrazó como si yo fuera el centro de su existencia. Su mirada era más vacía que nunca. Su voz más suave, más sumisa en la cama era otra, totalmente entregada, pero ausente.
Yo la tenía bajo control, pero no era ella lo que yo quería. Empecé a buscar a Margarita en su casa, en la panadería donde trabajaba. Un día me abrió la puerta, me dijo que solo entrara un momento, me miró con miedo, pero también con deseo.
Se notaba cansada, ojerosa. Me dijo que soñaba conmigo, que no podía sacarme de su cabeza, que hasta el olor de mi ropa la perseguía. Me acerqué, le toqué la cara, se estremeció, me dijo que todo esto estaba mal, que yo era el esposo de su hija, que ella era una mujer mayor con sentido común, pero que ya no tenía control de sí misma.
Lloró otra vez, dijo que esto era una maldición. Después se fue sin darme explicación y yo, en vez de parar, intensifiqué el trabajo. Enterré una prenda íntima de margarita en una encrucijada cerca del monte, donde los caminos se cruzan entre cañas.
Usé jazmín, sangre y un polvo de control que Doña Remedios me vendió sin muchas preguntas. Repetí las palabras como me enseñó, mirando al suelo, invocando a una entidad que según ella, respondía a los deseos más oscuros. A los dos días, Julieta tuvo una crisis.
Se levantó en la madrugada gritando que alguien la estaba viendo desde el espejo del baño. Fui con ella. Me dijo que era una mujer, una sombra.
La abracé. Le dije que era un mal sueño, que debía descansar más. Pero sabía que no era sueño, era el aviso de que el precio se estaba empezando a cobrar.
Mientras tanto, Margarita volvió a la casa. Esta vez de noche, sin tocar antes, entró con los ojos llorosos, sin maquillaje, con un abrigo viejo. Me dijo que ya no dormía, que escuchaba susurros, que había algo en su casa que movía los cuadros, que dejaba huellas en la pared, que ya no era ella misma.
La abracé. Le pedí que se quedara esa noche. Julieta dormía con pastillas que yo mismo le daba.
Margarita se metió a mi cama. se aferró a mí como si se estuviera hundiendo. La sentí temblar.
Su cuerpo era delgado, casi frágil. Y ahí por primera vez dormimos juntos como si fuéramos una pareja real. Pero no dormí.
Sentí que alguien nos miraba. En la madrugada escuché cómo arrastraban algo por el suelo. Cuando prendí la luz, el espejo de la sala estaba recargado contra la puerta del cuarto.
Nadie lo había movido. Yo número. Margarita tampoco.
Al día siguiente se fue temprano, pero no volvió en una semana. Empecé a buscarla sin éxito. No respondía, no iba al trabajo.
La gente decía que la habían visto salir de madrugada con una maleta en pijama. Me preocupé no porque la extrañara de forma pura, sino porque temía que se arrepintiera, que buscara ayuda, que se liberara. Julieta, mientras tanto, estaba peor.
No salía de la cama, casi no comía, se le caía el cabello. Una tarde la encontré sentada en el piso, abrazada al espejo, diciendo que la mujer del reflejo la odiaba. Tenía arañazos en los brazos y la cara.
La llevé al hospital. Los doctores dijeron que era colapso nervioso. Querían internarla.
Me negué. No podía arriesgarme a que contara algo. Margarita volvió en la madrugada, tocó mi puerta llorando.
Venía descalza, temblaba. Me dijo que no podía más, que su casa ya no era suya, que no dormía, que las paredes le hablaban. Le dije que se quedara, que durmiera conmigo, que estaba a salvo.
Y así fue. Dormimos juntos otra vez. Pero esa noche escuché claramente la voz de una mujer, una voz que venía de todas partes.
Me decía que ya no era suficiente, que ella quería todo, que el cuerpo no bastaba, que quería un templo. No entendí todo, pero sentí miedo. En los días siguientes, Margarita empezó a actuar raro.
Se paraba frente al espejo por largos ratos. A veces hablaba sola, otras lloraba. Me decía que escuchaba a su hija en sus sueños, que Julieta la llamaba desde un lugar oscuro, que pedía ayuda.
Le dije que era culpa, que era normal, que tenía que dejar el pasado atrás, pero no funcionó. Una noche, mientras yo rezaba el nuevo conjuro que había aprendido, Margarita se levantó como sonámbula, me miró y dijo que aceptaba, que si eso acababa con todo, lo aceptaba. No supe a qué se refería.
La sacudí, pero parecía no estar del todo despierta. Fui de nuevo con doña Remedios, le conté todo. Me dijo que ya había pasado el límite, que la entidad quería más, que quería a Margarita entera, no como amante, no como deseo, como recipiente, como cuerpo para cruzar.
me dijo que tenía dos opciones. O entregaba a Margarita por completo o dejaba que la entidad viniera a mí, pero en ese caso no habría marcha atrás. Yo sería consumido.
Volví a casa con la cabeza ardiendo. Margarita me esperaba con los ojos hundidos, una vela encendida junto a ella. me dijo que había rezado, que Dios le había mostrado la verdad, que yo era la causa, que yo era el principio de todo.
Le dije que sí, que era cierto, que no podíamos retroceder, que ya estábamos muy adentro. Me abrazó, me pidió que no la dejara sola, que si iba al infierno que fuera conmigo. Y esa noche hicimos el amor como si fuera la última vez.
Pero yo sabía que apenas era el principio del final. Las primeras semanas después de que Julieta fue internada parecían tranquilas. Margarita se mudó definitivamente a mi casa.
La rutina se volvió casi normal. Cocinábamos juntos, limpiábamos, hacíamos el amor en silencio, como si hubiéramos enterrado todo el pasado. Incluso arregló el cuarto de Julieta, lo decoró como si fuera un homenaje con flores secas y veladoras, pero yo sabía que esa calma no era real.
Por las noches, los susurros regresaron. Al principio eran lejanos, luego se volvieron más claros. Siempre decían lo mismo.
Ella no es solo tuya, fue prometida. Me despertaba sudando con el pecho agitado. Miraba a Margarita dormir, pero no se movía.
Y el espejo del ropero aparecía empañado, como si alguien respirara del otro lado. Una mañana, Margarita gritó desde el patio. Salí corriendo.
Estaba sosteniendo un vestido blanco que había pertenecido a Julieta. Lo había guardado en una bolsa de ropa vieja. Estaba manchado de sangre, no sangre seca, sino fresca.
Y el vestido se sentía caliente como si estuviera vivo. Margarita lloraba. Decía que había algo en la casa.
que la miraban, que la seguían. Traté de calmarla. Le dije que era su mente, que no durmió bien, pero por dentro sabía que era la entidad, reclamando su parte.
Esa semana Margarita comenzó a deteriorarse. Dejó de comer, tenía ataques de ansiedad. Me decía que soñaba con Julieta, que la veía atrapada en un lugar oscuro, llorando, que le decía que solo ella podía liberarla.
Le respondí que era la culpa. que era normal, pero ella insistía que no, que no era culpa, era real. Empezó a evitar los espejos, pero yo la encontraba parada frente a ellos como hipnotizada, con la boca abierta y los ojos vacíos.
Una vez la escuché decir, "Yo acepto. Lo acepto si con eso termina. " Ese mismo día volví con doña Remedios, le conté todo.
Me miró como si ya no quedara nada por hacer. Me dijo que la entidad ahora quería un templo, que Margarita iba a ser poseída por completo, que su cuerpo se convertiría en el canal de esa fuerza. Le pregunté si podía detenerlo.
Me dijo que no, que solo había una manera de evitarlo. Tomar yo su lugar, hacer un ritual de absorción. transferir el peso a mí, pero que era arriesgado, que podía no sobrevivir, que la entidad podía partirnos en dos y ninguno quedaría vivo.
Acepté. Esa noche empecé el ritual. Encendí velas negras y rojas, dibujé los símbolos en la sala.
Puse una prenda de margarita, mi sangre y un espejo frente a mí. El ambiente se puso denso, el aire olía a tierra mojada y metal. Margarita dormía, pero respiraba con dificultad.
Su cuerpo sudaba, su piel estaba fría. El ritual fue largo. La vela se apagó sola varias veces, las paredes crujían y cuando llamé el nombre de la entidad, el espejo se rompió sin tocarlo.
La sombra apareció. No tenía rostro, solo ojos vacíos y una boca llena de dientes afilados. Me dijo que si quería absorberla debía pagar el precio completo.
Sentí un calor subir por mis pies. Me arrodillé. La sombra me rodeó como un humo espeso.
Me pidió que la dejara entrar, que le abriera el pecho, que le ofreciera mi alma. Dije que sí en voz alta. Sentí que me partía en dos.
Caí al suelo. Cuando desperté, Margarita ya no estaba en la cama. La busqué por toda la casa.
La encontré en el patio de pie con el rostro sin expresión. Me miró. Su voz era otra.
Me dijo que ya no era ella, que algo vivía dentro de ella, que no podía escapar. Yo tampoco era el mismo. Me miré en el espejo y vi dos rostros mezclados, el mío y el de Margarita, o tal vez el de la entidad.
Ya no distinguía, ya no sabía quién era. Desde ese día nada fue igual. Los días pasaban lentos.
Margarita se volvió un cuerpo vacío. Comía en silencio. Dormía poco.
No me tocaba, solo se quedaba sentada mirando a la nada. Yo empecé a tener alucinaciones. Veía a Julieta parada en las esquinas.
Escuchaba su voz en el refrigerador. Me hablaba desde los enchufes. Me decía que la había traicionado.
Una tarde, Margarita me abrazó. Su cuerpo estaba helado. Me dijo que ya no podía más, que la voz la seguía a todas partes, que no dormía, que la entidad no se había ido.
Me pidió que la matara, que terminara todo. No lo hice. Esa noche Margarita entró en el baño y se cortó las palmas con un cuchillo de cocina.
Me gritó que no era ella, que la voz le ordenaba hacerlo. La llevé al hospital. Le hicieron puntos.
dijo que fue un accidente, pero yo sabía que no. Los doctores recomendaron internarla. Me negué otra vez.
Regresamos a casa. Tapé todos los espejos, encerré los objetos de Julieta, guardé todo lo relacionado con ella en el cuarto más alejado. Aún así, la entidad no se fue.
Margarita comenzó a hablar sola, a veces en lenguas que no conocía. Se arrastraba por el piso, se mordía los labios. En una ocasión la encontré con la cara pegada al piso, murmurando que la tierra estaba respirando.
Yo ya no dormía, no comía, no salía. Me convertí en sombra. Vivía con una mujer poseída en una casa esperando que algo acabara, pero nada acababa.
Una noche, Margarita me besó con fuerza, como antes, como si me deseara, pero su mirada estaba vacía. Luego me dijo que no me amaba, que nunca lo hizo, que la entidad la obligaba, me insultó, me escupió, me dijo que era un monstruo, pero al mismo tiempo su cuerpo temblaba de deseo. La tomé con rabia, con hambre, con miedo.
Y en ese acto supe que ya no había retorno, que ni ella ni yo éramos humanos, que éramos pedazos de una misma maldición. Después se fue al baño y vomitó tierra. Después de esa noche en que Margarita vomitó tierra, su cuerpo comenzó a cambiar.
Estaba más flaca, más pálida. Las ojeras parecían manchadas con tinta. Sus movimientos eran lentos, casi como si no tuviera energía para sostenerse.
Apenas hablaba y cuando lo hacía eran frases cortas, sin sentido. Una mañana la encontré parada en el pasillo frente al espejo que habíamos cubierto con una sábana blanca. Había quitado la tela.
Estaba completamente desnuda con el cuerpo lleno de marcas oscuras. No dijo nada. Me miraba a través del reflejo, pero no era ella.
Sus ojos estaban vacíos, como si alguien más los ocupara desde adentro. Esa noche no durmió. Se la pasó caminando por la casa hablando sola, murmurando nombres que yo no conocía.
Yo la seguía, pero ya no sabía si estaba cuidándola o vigilándola. Julieta, desde la clínica empezó a enviar cartas. No tenía idea de cómo conseguía papel y lápiz, pero los sobres llegaban sin remitente.
En cada uno apenas unas líneas. Decía que no dormía, que escuchaba mi nombre en la madrugada, que veía mi cara en los techos del hospital. En uno de los papeles solo escribió, "La sombra ya no es mía, es tuya.
" Quemé las cartas. Intenté hacer otro ritual para cerrar lo que había abierto. Usé agua bendita, sal, crucifijos que me vendieron en una iglesia del centro.
No funcionó. El aire en la casa seguía denso. Las sombras parecían moverse solas.
Los espejos ya no reflejaban con normalidad. Margarita empezó a mostrar heridas en la piel. Arañazos, quemaduras pequeñas.
Decía que no se las hacía ella. que eran castigos, que la estaban preparando. Me preguntó si ya me había rendido.
No supe qué responder. Me preguntó si había valido la pena todo esto, si al final ella era lo que quería. Le dije que sí.
Me abofeteó, pero no con fuerza. Fue más bien un gesto automático. Se echó a llorar.
me dijo que quería morirse, que no aguantaba vivir en esa casa, que sentía que su alma ya no estaba en su cuerpo, que a veces se veía desde afuera. Una tarde llegó con un costal de velas negras y me pidió que hiciéramos un último trabajo, que si no funcionaba se iría. Yo acepté.
Preparamos todo en el patio trasero. Dibujé los círculos con sal y tierra de panteón. Puse fotos nuestras, una prenda suya, otra mía, sangre fresca de los dos.
Encendí las velas. Ella se colocó en el centro del círculo. Cerré los ojos.
Empecé a decir las palabras que Remedios me enseñó, mezcladas con las que yo mismo había ido aprendiendo en libros viejos que encontré en un mercado de San Andrés. Algo se movió entre los árboles. Las velas se apagaron de golpe.
Margarita gritó, se dobló sobre sí misma, comenzó a convulsionar. Sus ojos se pusieron blancos, su boca escupía espuma. Corría a ayudarla, pero no podía tocarla.
Había algo que me detení como una barrera invisible. Grité su nombre. No respondía.
Cuando todo se calmó, estaba inconsciente. La cargué hasta la cama. Tardó horas en despertar.
Al abrir los ojos no me reconocía. Me llamó por otro nombre, uno que nunca había escuchado. Me empujó.
Me dijo que no era yo, que el hombre que amaba ya estaba muerto. Esa noche me encerré en el baño. Miré mi rostro en el espejo.
No era el mismo. Había algo en mis ojos, algo que se movía dentro. Sentí hambre, no de comida, una hambre diferente, una necesidad de dominar, de poseer.
Me masturbé frente al espejo repitiendo el nombre de Margarita. La vela que tenía junto a mí cambió de color, de amarillo a azul. Supe que la entidad ya estaba completamente dentro.
Los días siguientes fueron confusos. Margarita se alejaba de mí físicamente, pero no podía escapar del lazo que teníamos. A veces me miraba y lloraba.
Otras veces me pedía que la tocara, que la hiciera sentir viva. Yo obedecía. Era una mezcla de odio y deseo, de culpa y placer.
Una madrugada se levantó de golpe. Se paró frente al espejo de la sala, el mismo que había traído de su casa cuando se mudó. se quedó ahí quieta, respirando pesado.
Me acerqué, vi su reflejo, pero no era solo ella. Detrás de su imagen había otra figura. Una mujer encapuchada.
No tenía rostro, solo una sombra. Margarita murmuró que esa era la verdadera dueña de su cuerpo, que la había estado esperando desde que yo hice el primer ritual, que siempre fue ella la elegida. Yo no entendía.
Le pregunté si era culpa mía. Dijo que no, que ella ya había sido marcada antes de conocerme, que yo solo fui el instrumento. Me sentí usado por ella, por la entidad, por todo.
Pero también me sentí poderoso porque aún así, todo lo que había sucedido, todo lo que había sido destruido, fue por mí, porque yo lo decidí, porque fui yo quien abrió la puerta. Esa noche Margarita desapareció. Busqué por todos lados.
No estaba ni su celular, ni su ropa, nadie la había visto. Pensé en llamar a la policía, pero no tenía cómo explicar nada. Esperé días, recorrí hospitales, iglesias, casas de conocidos, nada.
El día 6 de su desaparición la vi. Estaba parada afuera de la casa bajo la lluvia. sin paraguas, con un vestido blanco empapado.
Parecía no tener alma. Entró sin decir palabra, me miró con los ojos rojos, se sentó en el sillón, me dijo que ya no se llamaba Margarita, que ahora su nombre era otro, uno que yo no podía pronunciar. Después de que Margarita regresó bajo la lluvia y se sentó en el sillón empapada, supe que algo en ella ya no existía.
Me miraba con los ojos abiertos, pero sin alma. me dijo que su nombre ya no era Margarita, que ese nombre le fue arrancado en sueños, que ahora tenía uno nuevo, uno antiguo, que no podía decirse en voz alta. Pasó esa noche en silencio, no comió, no se bañó, se quedó en el sillón hasta el amanecer.
Yo no dormí, me senté frente a ella sin hablar. Cada vez que parpadeaba, su rostro parecía cambiar ligeramente, como si debajo de su piel se escondiera otra cosa. Al día siguiente, la casa amaneció distinta.
El aire olía a humedad y a carne vieja. Las paredes tenían manchas que no estaban ahí antes, una especie de mo negro que salía de las esquinas. Intenté limpiarlo.
No pude. Margarita no se movía. Seguía en el sillón con la mirada clavada en el piso.
Esa tarde, mientras intentaba calentar un poco de sopa, la escuché reír. No era su risa, era una risa seca, como la de una mujer anciana con la garganta llena de polvo. Corría al cuarto.
Estaba de pie, completamente desnuda, frente al espejo del ropero. se acariciaba el cuerpo mientras decía que al fin tenía lo que merecía, que yo le había dado su trono. No supe qué responder.
Sentí miedo, no por ella, por mí, porque entendí que ya no había forma de sacarla, que lo que habitaba ese cuerpo no era humano. Esa noche el espejo del baño estalló solo. Los vidrios se incrustaron en la pared como si hubieran sido lanzados con fuerza.
Margarita no se inmutó. me dijo que ya no necesitábamos espejos, que todo lo que tenía que ver lo veía desde adentro. Julieta seguía en la clínica.
Me llegaban reportes del hospital. Decían que su condición había empeorado, que ya no hablaba, que solo dibujaba círculos en las paredes con el dedo, que su piel estaba más pálida cada día, que las enfermeras sentían escalofríos al entrar a su cuarto. Margarita ya no dormía en la cama, dormía sentada en el suelo con la cabeza agachada.
A veces se despertaba en la madrugada gritando frases en idiomas que no entendía. Otras veces solo se reía. empezó a escribir en las paredes con su sangre.
No la sangre de cortes nuevos, era sangre espesa, negra, como si viniera de muy adentro. Yo también comencé a cambiar. Mi reflejo no siempre me devolvía la mirada.
A veces parpadeaba cuando yo no lo hacía. A veces sonreía sin razón. Mis sueños eran cada vez más reales.
Me veía en un campo seco lleno de cruces torcidas. Caminaba sin pies y Margarita me esperaba al fondo con un vestido rasgado, la piel agrietada y los ojos sin pupilas. Una madrugada desperté con tierra en la boca, literalmente como si hubiera comido tierra húmeda mientras dormía.
Mi lengua sangraba. Margarita me observaba desde la puerta. me dijo que la transición ya había empezado, que pronto seríamos uno solo.
Quise huir. Tomé una mochila, ropa, dinero, pero la puerta principal estaba cerrada con cadenas que no puse yo. No había llave, las ventanas no se abrían, el gas no funcionaba, la luz parpadeaba como si la casa respirara.
La casa ya no era mía. Margarita caminaba descalsa con los pies llenos de lodo. A veces olía a carne quemada, a veces a flores podridas.
Me ofrecía comida, pero sabía a ceniza. Me besaba, pero su aliento sabía a hierro. Su piel estaba fría, pero su cuerpo ardía.
No podía resistirme. Hacíamos el amor con violencia, como si quisiéramos destruirnos. Cada vez que la tocaba escuchaba voces en mi cabeza, voces que me decían que el ciclo estaba por cerrarse, que el pacto se había cumplido, que ya no tenía cuerpo ni alma propios.
El último día antes del final escuché a Julieta en la radio vieja que teníamos en la cocina. La voz era clara, me llamaba por mi nombre completo, me decía que me perdonaba, que ya no dolía, que no luchara. La radio ni siquiera tenía baterías.
Margarita apareció desnuda en el pasillo, su cuerpo cubierto de símbolos que brillaban con un tono rojo oscuro. Me dijo que era el momento, que la entidad ya estaba lista, que esa noche todo terminaría. Me llevó al cuarto, encendió velas negras, puso mi ropa en el centro, puso su sangre en mi pecho, me acostó en el suelo, se montó sobre mí y comenzó a hablar con otra voz, una voz antigua, fuerte, que me decía que yo le pertenecía, que todo lo que era ahora era suyo.
Vi el techo derretirse. Sentí que mi piel se abría, que mi alma se dividía en cientos de fragmentos. Vi a Julieta gritar desde un rincón.
Vi a mi madre muerta. Vi a mí mismo enterrado. Vi el campo de cruces otra vez.
Desperté tres días después, según el calendario del celular. Margarita no estaba. La casa estaba vacía, silenciosa, las paredes limpias, el espejo roto, todo en orden, como si nada hubiera pasado.
Salí a la calle, caminé hasta la plaza, nadie me reconocía, nadie me hablaba. Fui al hospital, pregunté por Julieta, me dijeron que no había ninguna paciente con ese nombre, ni registros, ni archivos, nada. Regresé a casa.
Me senté frente al espejo. Mi reflejo sonríó, pero yo no lo hice. Sí.
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