Seguramente, alguna vez has visto y conoces esta foto. Te ha puesto que has oído sobre este caso, y si es así, déjame decirte que todo lo que viste y leíste es falso. Te preguntarás cómo lo sé.
La respuesta es sencilla, ya que encontré los archivos secretos de mi abuelo, quien participó en el verdadero procedimiento forense de un alienígena. Y créeme, es mucho más terrorífico de lo que te imaginas. Mi nombre es Gary Baxley.
Soy un chico de 20 años que ha pasado toda su vida en Carlsbad, Nuevo México, un lugar tranquilo donde lo más emocionante que podía pasar era que fallara la TV, perdiera la señal. Mi vida no tenía grandes altibajos, y así me gustaba; la rutina de pasar horas frente a la pantalla jugando videojuegos me mantenía en una burbuja segura, alejada de responsabilidades y del mundo real. Mi padre, Christopher Baxley, a sus 45 años, ya había aceptado que su hijo era un vago irremediable.
Nuestra relación era, en el mejor de los casos, distante. Él intentaba hacerme cumplir con alguna que otra obligación, pero en general me dejaba a mi aire, resignado. Todo cambió el día que mi padre entró en mi habitación con esa expresión que ya conocía, esa expresión que significaba que algo se esperaba de mí, algo que definitivamente no quería hacer.
—Gary, necesito que vayas a la casa del abuelo en Artesia —dijo sin rodeos. Su tono no admitía discusión—. Quiero que vayas con Jackson y la limpien.
Hace años que nadie ha puesto un pie allí y está hecha un desastre. Al principio pensé que estaba bromeando: limpiar la casa de mi abuelo muerto en medio de la nada con mi primo Jackson, que era casi tan vago como yo, no era precisamente mi idea de un buen plan. Pero la mirada de mi padre me dejó claro que no tenía elección.
—¿Y por qué no vas tú? —pregunté, aunque sabía que era una pregunta inútil. —Porque necesito que lo hagas tú —su tono era firme, casi autoritario, algo inusual en él—.
Es hora de que asumas alguna responsabilidad. Suspiré resignado; no había mucho que discutir. Así que al día siguiente me encontré en la vieja camioneta de mi padre, al lado de Jackson, dirigiéndonos a esa casa en Artesia que apenas recordaba.
El viaje fue incómodo, tanto por el calor asfixiante como por el silencio incómodo que compartía con Jackson. Ninguno de los dos estaba entusiasmado con la idea de pasar el día limpiando una casa vieja y polvorienta. Cuando finalmente llegamos, la visión de la casa del abuelo no hizo más que aumentar mi mal humor: el lugar estaba en ruinas, las ventanas estaban rotas o cubiertas de polvo, la pintura de las paredes se había desmoronado y el jardín se había convertido en un campo de maleza.
—Bueno, aquí estamos —dijo Jackson mientras se bajaba de la camioneta—. Supongo que mejor empezamos. La puerta principal crujió de forma espeluznante cuando la abrimos.
El interior de la casa estaba en peor estado del que imaginaba; un olor amo impregnaba el aire y las habitaciones estaban llenas de polvo, telarañas y recuerdos de una vida que ya no existía. El primer hallazgo fue un montón de periódicos antiguos apilados en una esquina, casi escondidos detrás de una estantería medio caída. Me agaché para recoger uno y, al desdoblarlo, el papel se desmoronó un poco en mis manos, dejando ver titulares que hablaban de avistamientos de ovnis y misteriosas desapariciones.
No era algo que uno esperaría encontrar en la casa de un médico respetable como mi abuelo. Los titulares tenían fechas que databan de los años 50, pero lo más extraño era el tono alarmista y casi conspirativo de las noticias. Había algo perturbador en esos artículos, pero no podía detenerme a leerlos todos; había una montaña de basura que necesitábamos sacar antes de que anocheciera.
En un momento, mientras Jackson intentaba levantar un pesado sofá cubierto de polvo, tropezó con algo en el suelo, cayendo de bruces al piso con una maldición. —¡Demonios! —exclamó, frotándose la rodilla—.
¿Qué demonios es esto? Me acerqué para ver qué había causado su caída. Bajo la alfombra raída y desgastada del salón tomaba una pequeña placa de metal.
Jackson la apartó de un tirón, revelando lo que parecía ser una escotilla. Nos quedamos mirando la puerta de metal incrustada en el suelo, perplejos. No recordaba haber visto algo así en mis visitas anteriores a la casa del abuelo, aunque, siendo sincero, apenas prestaba atención a nada cuando venía aquí de niño.
—¿Crees que deberíamos abrirla? —pregunté, sintiendo un nudo en el estómago. Jackson me miró con una mezcla de curiosidad y cautela.
—¿Y por qué no? —respondió finalmente con un tono desafiante—. Seguro que es solo un viejo sótano.
Pero su tono no me convenció. Había algo en la forma en que la escotilla estaba oculta que no me gustaba; aun así, la curiosidad era más fuerte que el miedo. Ambos nos agachamos y, con esfuerzo, logramos levantar la escotilla, que emitió un chirrido escalofriante mientras se abría, revelando una escalera que descendía en la oscuridad.
El sótano no estaba iluminado y el aire que subía desde abajo era más frío y húmedo, cargado con un olor terroso. Tomé la linterna del auto y la encendí, apuntando hacia la oscuridad. La luz reveló unas escaleras de madera desgastadas que parecían no haber sido pisadas en años.
—Vamos, baja tú primero —dijo Jackson, empujándome ligeramente. Suspiré y empecé a descender con cuidado, con cada paso resonando en las paredes de lo que parecía ser un espacio cerrado y angosto. Jackson me siguió de cerca; la tensión en el ambiente era palpable.
A medida que descendía, la luz de la linterna comenzó a revelar más detalles: paredes de piedra tosca, telarañas que colgaban como cortinas, y un suelo de tierra apisonada. Cuando finalmente llegamos al fondo, la linterna iluminó una caja grande y pesada en el centro del sótano; estaba envuelta. Con cinta negra de manera meticulosa, como si alguien hubiera querido asegurarse de que nadie la abriera fácilmente, la caja tenía algo que me resultaba inquietante.
No parecía una simple caja de almacenamiento; era más como un contenedor cerrado a conciencia para guardar algo importante o peligroso. —¿Qué crees que hay dentro? —pregunté, aunque en realidad no estaba seguro de querer saber la respuesta.
Jackson se acercó, tanteando la caja con cuidado, como si esperara que algo saltara de ella en cualquier momento. —Solo hay una forma de averiguarlo —dijo y comenzó a retirar la cinta negra con manos temblorosas. Cada tirón parecía resonar en el sótano, amplificando la sensación de que estábamos haciendo algo prohibido.
Cuando finalmente retiramos toda la cinta, nos encontramos con una caja fuerte. Su pesada estructura de metal estaba cubierta de polvo, pero aún se podía distinguir un antiguo dial numérico en el frente. —Esto no va a ser fácil —murmuré.
—Lo intentaré —respondí, aunque no estaba del todo seguro. Comencé a girar el dial, probando combinaciones aleatorias: 10 a la derecha, 15 a la izquierda, 20 a la derecha, pero cada intento terminaba en un clic sordo, indicando que la combinación era incorrecta. Lo intenté una y otra vez, pero el mecanismo no cedía.
—Esto es inútil —dije finalmente, apartándome con un suspiro. Jackson se agachó para intentarlo, pero después de varios intentos fallidos, ambos nos dimos cuenta de que no íbamos a abrir la caja sin la combinación correcta. —Vamos, arriba —dijo Jackson, levantándose.
—No podremos abrirla ni en sueños —asentí. Aunque la idea de dejar la caja fuerte cerrada me incomodaba, subimos de nuevo al salón y continuamos con la limpieza, aunque nuestras mentes estaban claramente en otro lugar. Mientras sacudía el polvo de unos viejos libros en una estantería, un sonido crujiente llamó mi atención.
Un libro particularmente grueso se deslizó hacia un lado, revelando lo que parecía ser una carpeta oculta entre las páginas. La saqué con cuidado, notando que estaba llena de papeles amarillentos y corroídos por la humedad. —¿Qué encontraste?
—preguntó Jackson, acercándose. Abrí la carpeta y mis ojos se posaron en las primeras páginas; eran documentos antiguos, escritos con una letra firme y elegante. Los leí por encima, notando que la mayoría eran anotaciones sin mucho sentido para mí, pero lo que realmente captó mi atención fueron unos números escritos en la parte superior de las primeras siete páginas.
Eran series de cinco dígitos, pero en cada una de esas páginas, uno de los números estaba resaltado en un color diferente. —Mira esto —dije, mostrando los papeles a Jackson—. Estos números parecen formar algún tipo de patrón.
Jackson frunció el ceño mientras los examinaba. —Podría hacer la combinación que estamos buscando —dijo, susurrando, como si alguien pudiera oírnos. Sentí un repentino latido de adrenalina en el pecho.
Era posible que estos números fueran la clave para abrir la caja fuerte. Sin perder tiempo, tomé una hoja y anoté la secuencia de números resaltados; luego nos dirigimos de nuevo al sótano. Una vez frente a la caja, me arrodillé a girar el dial, introduciendo la combinación que había anotado.
Mi corazón latía con fuerza; cada clic del mecanismo resonaba en el silencio del sótano. Finalmente, al girar el último número, escuché un clic diferente, un sonido más profundo y definitivo. Nos miramos con los ojos abiertos de par en par.
La caja fuerte se abrió ante nosotros con un chirrido metálico, revelando en su interior una carpeta marcada con la palabra "Clasificado". —¿Lo abres tú o lo hago yo? —preguntó Jackson en un susurro, claramente sintiendo lo mismo que yo.
—Lo haré yo —respondí, aunque mi voz sonaba más decidida de lo que me sentía en realidad. Tomé la carpeta con manos temblorosas y la abrí con cuidado. Dentro había una colección de documentos, muchos de ellos escritos a mano con la letra firme y elegante de mi abuelo.
Empecé a leer el primer informe, y a medida que mis ojos recorrían las líneas, una oscura historia comenzó a desplegarse ante mí. Mi abuelo, Sir Henry Baxley, según el informe, había nacido en Artesia, Nuevo México, y se había mudado a Boston en su juventud para estudiar medicina en Harvard Medical School. Su carrera había despegado rápidamente y, en 1935, se graduó con honores.
Era un hombre brillante con un futuro prometedor. En lugar de seguir una carrera convencional en medicina, mi abuelo se unió al cuerpo médico del ejército de los Estados Unidos, un giro inesperado que lo llevó a participar en algunas de las operaciones militares más secretas y perturbadoras de su tiempo. Durante los siguientes años trabajó en clínicas médicas públicas, pero poco a poco fue arrastrado más profundamente en los secretos del ejército.
El informe describía cómo a partir de 1935 mi abuelo había comenzado a trabajar para el cuerpo médico, desempeñando un papel crucial en el cuidado de la salud de las tropas, la gestión de hospitales militares y la investigación médica. Sus habilidades quirúrgicas y su capacidad para mantener la compostura en situaciones extremas lo convirtieron en un activo valioso para el ejército. Pero lo que realmente capturó mi atención fue un evento en particular, un incidente que ocurrió en 1947 y que mi abuelo describía con detalles escalofriantes.
Según el informe, todo comenzó el 2 de julio de ese año, un día que estaba destinado a ser su día libre. Sin embargo, a las 10:40 de la mañana, recibió una llamada urgente de la base militar en Nevada. El general Archer, un hombre que se describía como rígido y autoritario, le exigió que se presentara de inmediato en la base para atender un caso de extrema urgencia.
Mi abuelo intentó postergar su llegada hasta el día siguiente, pero la insistencia del general pronto se convirtió en una orden ineludible. A las 11 de la mañana, un helicóptero militar Sikorsky Air-4 aterrizó en su patio delantero. Sir Henry mencionó en el informe lo impresionado que estaba con la tecnología de la época.
Ya que era la primera vez que veía un helicóptero en persona, no obstante, la admiración pronto fue eclipsada por la inquietud cuando se dio cuenta de que los dos militares que lo acompañaban llevaban armas de gran calibre, como si estuvieran listos para enfrentar algo más que un simple enemigo humano. El informe continuaba describiendo cómo, al llegar a la base, se encontró rodeado de una seguridad extremadamente estricta. Había más de 100 soldados vigilando el perímetro y fue escoltado por cinco militares hasta una unidad médica subterránea.
Al bajar del helicóptero, Henry se encontró rodeado por un contingente de soldados, todos armados y con una expresión impenetrable; cinco de ellos lo escoltaron hasta la entrada de la base, donde fue recibido por el propio general Archer. La urgencia en los ojos del general era inconfundible. “Necesitamos que realice una cirugía inmediata, Dr Baxley”, dijo Archer, casi sin darle tiempo para asentir.
“¿Cuántos soldados están heridos? ”, preguntó mi abuelo, intentando obtener alguna información sobre la naturaleza del caso. El general lo miró fijamente, como si estuviera evaluando cuánto podía revelarle.
“Quizás esto no sea humano”, respondió finalmente, con una frialdad que heló la sangre de mi abuelo, sin dejar tiempo para más preguntas. Archer comenzó a detallar lo ocurrido: aproximadamente a las 05:00 horas de ese día, los radares de la base detectaron dos objetos no identificados volando a gran velocidad sobre el océano Pacífico. Los objetos se movían a una velocidad que superaba cualquier tecnología conocida, lo que llevó a los militares a desplegar un par de aviones CASA P-50 Mustang para interceptarlos.
“Las naves volaban tan rápido que apenas pudimos seguirles el rastro”, continuó Archer. “Se dirigían hacia el interior del país y, cuando llegaron a la altura de Phoenix, uno de nuestros CASA logró disparar un cohete que alcanzó a uno de los objetos”. Mi abuelo escuchaba incrédulo, sin poder imaginar lo que estaba a punto de ver.
Archer siguió hablando, describiendo cómo el objeto alcanzado se estrelló en las afueras de Roswell a las 05:30 horas. Un escuadrón militar fue enviado inmediatamente al lugar del impacto, donde encontraron los restos de la nave y algo más. “Encontramos cuerpos”, dijo Archer con voz grave.
“Seres que no pertenecen a este mundo”. El impacto de esas palabras resonó en mi vuelo como un golpe. Sin darle tiempo para procesarlo, el general Archer lo condujo a una sala subterránea, más allá de cualquier área de acceso común en la base.
Allí, un olor penetrante y desconocido lo recibió, un olor que pronto asociaría con el horror que estaba por presenciar. Cuando el general levantó la sábana que cubría la camilla en el centro de la sala, mi abuelo se encontró frente a una criatura que, a toda lógica, era un ser de aproximadamente 1. 20 metros, cubierto de pelos desde la cabeza hasta los pies, con un hocico alargado y ojos negros y vacíos.
No había orejas visibles ni órganos reproductores, y su aspecto era tan extraño y perturbador que Henry vomitó al instante, incapaz de contener su repulsión. “Debes realizar la autopsia”, dijo Archer, sin dar lugar a protestas. Describió el olor como una mezcla de carne podrida y productos químicos, un aroma tan penetrante que le hizo vomitar allí mismo, frente a todos.
Los otros médicos no reaccionaron, quizás acostumbrados a este tipo de escenas, pero para Henry fue una prueba más de que lo que estaba viendo no debía existir. A pesar de su resistencia, Henry sabía que no tenía otra opción. Bajo la estricta vigilancia de los militares y con la amenaza implícita del general Archer, se vio obligado a realizar la autopsia.
Con las manos temblorosas, se colocó los guantes quirúrgicos y se preparó para hacer el primer corte. Al introducir el bisturí en la piel de la criatura, Henry notó algo inmediatamente inusual: la piel era mucho más gruesa y resistente de lo que había anticipado; era como si estuviera cortando a través de un cuero grueso y, cuando la hoja finalmente penetró, un líquido espeso y verde oscuro brotó de la herida, emitiendo un nuevo estallido de aquel olor nauseabundo. El líquido era viscoso, como una mezcla entre sangre y un tipo de resina pegajosa, y tenía un brillo iridiscente bajo la luz fluorescente.
A medida que continuaba con la incisión, Henry reveló una capa muscular que no se parecía a nada que hubiera visto antes. Las fibras eran entrelazadas y de un color pálido, casi blanco, que contrastaba fuertemente con el verde de la sangre. Cuando diseccionó la cabeza, fue cuando notó algo increíble: su cerebro se dividía en siete hemisferios.
En la parte frontal, el hemisferio era más grande, y al dirigirse hacia la zona donde debería estar el cerebelo, notó que había una pequeña masa de color blanquecino que conectaba los siete hemisferios entre sí. Su cerebro, dividido en siete hemisferios, presentaba una complejidad que escapaba a toda lógica conocida. Durante horas, mi abuelo trabajó bajo la atenta vigilancia de los soldados, documentando cada descubrimiento, cada hallazgo que desafiaba las leyes de la biología.
Mi abuelo había documentado todo meticulosamente, con la esperanza de que algún día esta información viera la luz del día. Sabía que lo que había descubierto era monumental, algo que podía cambiar para siempre la comprensión de la humanidad sobre su lugar en el cosmos. Con cada anotación, Henry sentía un creciente conflicto interno: por un lado, estaba su deber como médico y científico de compartir sus hallazgos con la comunidad científica y el mundo en general; por otro, estaba el miedo, no solo por su vida, sino por la de todos los que lo rodeaban.
Sabía que el ejército no permitiría que esta información saliera a la luz, y cada vez que levantaba la vista y veía a los soldados armados que lo vigilaban, ese miedo se hacía más real. Finalmente, cuando terminó de documentar todo lo que había descubierto, Henry se limpió las manos y se quitó los guantes quirúrgicos, tratando. .
. De sacudirse la sensación de suciedad que lo invadía, sabía que tenía que hablar con el general Archer, intentar convencerlo de que esta información debía compartirse, que el mundo tenía derecho a saber. Fue llevado de vuelta a la oficina del General, donde Archer lo esperaba como si supiera que Henry pediría hablar con él.
Mi abuelo, todavía tambaleante por lo que había presenciado, tomó asiento frente al escritorio del General, sintiendo el frío del metal bajo sus manos. Mi abuelo comenzó con una voz que intentaba mantenerse firme: "Lo que he descubierto hoy es algo que el mundo entero necesita saber. No podemos ocultar esto, sería un crimen contra la humanidad".
En el informe que Archer lo miró con una expresión indescifrable. Sus ojos eran fríos como el acero. Hubo un largo silencio, uno que hizo que el estómago de Henry se encogiera.
El General habló, pero su tono no era el que Henry esperaba. "Dr Baxley, entiendo su posición", dijo Archer sin un rastro de emoción, "pero lo que usted sugiere es imposible. Este descubrimiento no puede salir de esta base; de hecho, no puede salir de esta sala".
Henry sintió un escalofrío recorrer su espalda. A pesar de sus mejores intenciones, sabía que estaba frente a un muro impenetrable. Archer no era un hombre que se dejara convencer fácilmente, y en sus ojos había una determinación inquebrantable de mantener todo esto en secreto a cualquier costo.
"Pero, General", insistió Henry, "esto podría cambiar el curso de la historia. No podemos simplemente esconderlo". Archer se inclinó hacia adelante, apoyando sus manos en el escritorio.
Su expresión se endureció aún más y su voz bajó un tono, volviéndose casi un susurro amenazante. "Dr Baxley, este descubrimiento no pertenece a la historia, pertenece a nosotros, y si usted valora su vida y la de su familia, no volverá a mencionar esto a nadie, ni a sus colegas, ni a su esposa, a nadie". Henry se quedó en silencio, comprendiendo finalmente la gravedad de la situación.
Y había algo en la mirada del General que le hizo darse cuenta de que no era una amenaza vacía. Mi abuelo sintió un nudo en la garganta, una mezcla de miedo y frustración que no podía liberar. "¿Entendido?
", preguntó Archer con un tono que no admitía réplica. "Sí, señor", respondió Henry con la voz apagada. El General la sintió como si eso resolviera todo.
Pero antes de que Henry pudiera levantarse para irse, Archer añadió algo más, algo que hizo que la piel de mi abuelo se erizara. "Hay algo más que debe saber, Dr Baxley. La criatura que usted diseccionó no es la única.
Hubo otra, similar a la que usted examinó, que fue capturada con vida". "¿Dónde está? ", preguntó Henry, aunque en el fondo sabía que no quería saber la respuesta.
Archer no respondió inmediatamente; en su lugar, lo miró con esa frialdad imperturbable. "Eso no es algo que necesite saber, doctor", respondió finalmente. "Su trabajo aquí ha terminado; será escoltado de regreso a su hogar y le aconsejo que no vuelva a pensar en esto, por su propio bien".
Henry asintió lentamente, sabiendo que cualquier resistencia adicional sería inútil, incluso peligrosa. Fue escoltado fuera de la oficina del General, sintiendo que con cada paso se alejaba más de todo lo que había conocido como realidad. Esa noche, cuando finalmente llegó a su casa, se sentó en su escritorio, temblando mientras intentaba plasmar en palabras todo lo que había visto, todo lo que había descubierto.
Sabía que no podía guardar ese secreto solo, pero también sabía que no podía compartirlo abiertamente. Estaba atrapado en un dilema imposible entre la verdad y el miedo, entre el conocimiento y la supervivencia. El archivo de mi abuelo, Sir Henry Baxley, no solo revelaba un secreto oscuro y perturbador, sino que también contaba la trágica historia de un hombre cuya vida fue consumida por el peso de ese secreto.
Mientras Jackson y yo leíamos las últimas páginas, nos dimos cuenta de cómo su vida había cambiado irreversiblemente desde el momento en que firmó aquel fatídico acuerdo de confidencialidad. Después de haber sido testigo de la autopsia de la criatura alienígena, Henry fue obligado a firmar un documento que lo condenaba al silencio absoluto bajo amenaza de muerte. Sabía que al hacerlo se comprometía a llevarse a la tumba la verdad de lo que había visto ese día en la base militar en Nevada.
Sin embargo, aunque había firmado el acuerdo, la idea de contarle al mundo lo que había presenciado no desaparecía de su mente. El 9 de julio, solo una semana después del incidente, Henry revisó los periódicos con una mezcla de curiosidad y desesperación. El titular que ocupaba la portada del Roswell Daily Record era una burla cruel a lo que él sabía: "El ejército de los Estados Unidos declara que el disco volador estrellado era simplemente un globo meteorológico convencional".
Al leer esas palabras, sintió como si la realidad misma lo estuviera traicionando. Sabía que lo que decían los periódicos era una mentira descarada, una cortina de humo para ocultar lo que realmente había ocurrido. Pero no podía hacer nada; estaba atrapado, forzado a callar por miedo a las amenazas que pesaban sobre él y su familia.
Los años que siguieron fueron una lucha constante contra la paranoia y el miedo. Henry intentó seguir con su vida, pero el peso del secreto lo devoraba por dentro. Cada día que pasaba, sentía que estaba traicionando no solo a sí mismo sino a la humanidad al mantener oculta la verdad.
Fue ese peso lo que finalmente lo empujó a tomar una decisión: si no podía hablar, al menos podría dejar un registro escrito de lo que había visto. Casi diez años después del incidente, en un acto de desesperación, Henry decidió plasmar todo en un informe detallado. Se sentó en su escritorio, en la penumbra de su oficina, y comenzó a escribir.
Las palabras fluían de su pluma con una urgencia que reflejaba su necesidad de. . .
Liberarse de la carga que había llevado durante tanto tiempo describió cada detalle del día en la base secreta en Nevada, desde la llamada del general Archer hasta la visión de la criatura que había diseccionado. No dejó nada de lado; sabía que este informe era su única oportunidad de que algún día la verdad saliera a la luz. Cuando terminó de escribir, añadió una postdata al final: una advertencia para cualquier futuro lector.
Este informe lo escribo para dar a conocer mi historia al mundo y lo que realmente pasó en aquella base militar. Lo hago por si algo me llegara a pasar, ya que vivo bajo amenazas constantes por parte del ejército. Era una declaración de intenciones, una promesa de que si no lograba contar la verdad en vida, su testimonio no moriría con él.
Pero Henry no se detuvo allí; impulsado por su determinación, intentó llevar su historia a la prensa. Sabía que necesitaba ser cuidadoso, así que se acercó al Albuquerque Journal, un periódico en el que confiaba. El 14 de abril de 1956, Henry se sentó nuevamente en su escritorio para escribir una carta dirigida a un periodista en quien creía poder confiar.
La carta comenzaba con una súplica desesperada, explicando que tenía información que podría cambiar el curso de la historia. Sin embargo, algo ocurrió mientras escribía: la carta se detiene abruptamente, la última frase incompleta, como si algo o alguien lo hubiera interrumpido. “Lo que tengo que decir es de vital importancia para el futuro de nuestra sociedad.
El mundo no puede seguir…” Y ahí terminó. El resto de la página estaba en blanco. No había ninguna explicación, ninguna pista sobre por qué no terminó la carta.
Esa interrupción, ese silencio, era más inquietante que cualquier amenaza explícita. Cuando encontré ese documento, sentí un escalofrío que me recorrió la columna vertebral. Algo había impedido que mi abuelo completara su relato, y yo no podía evitar preguntarme qué había sido.
Mi padre me había contado vagamente que mi abuelo, Henry Baxley, había terminado sus días en un manicomio. Henry Baxley murió a principios de los años 60, solo y olvidado en un manicomio, atrapado en su propia mente. Sus intentos de revelar la verdad habían fracasado y la presión de guardar el secreto lo había destruido desde dentro.
Mientras cerraba la carpeta, sentí una profunda tristeza y un miedo creciente. Sabía que lo que habíamos encontrado era peligroso, que la verdad que mi abuelo había intentado sacar a la luz ahora estaba en nuestras manos.