Imagínate un mundo donde los coches ya no dependan del sucio petróleo, donde los cielos estén despejados de humo y los motores canten sin rugir de furia. Ahora imagina que alguien, un hombre de este planeta, haya encontrado la manera de hacerlo realidad: un motor que solo necesitaba agua, esa misma que corre por tu grifo, para recorrer distancias. El creador pensaba que su descubrimiento revolucionaría al mundo entero, pero lo que sabía, sin duda, era que ese conocimiento no pertenecía a este mundo.
Este secreto le fue revelado por seres que no caminan entre nosotros, que no respiran nuestro mismo aire; era un conocimiento solo digno de los dioses. Pronto, su invento fue considerado una amenaza por las potencias mundiales; lo que debía ser una revolución fue suprimido, ya que ese poder resultaba demasiado peligroso para ser compartido. Te preguntarás: ¿cómo sé todo esto?
La respuesta es simple: mi nombre es Marilyn Mayer, esposa de un hombre que tal vez hayas escuchado nombrar, o tal vez no: Stanley Mayer. Nos casamos en 1971 y vivíamos una vida tranquila en Grove City, un suburbio de Columbus, Ohio. Stanley siempre fue un hombre brillante, con una mente que nunca dejaba de moverse.
Había completado su educación y tomado un curso rápido en el Columbus State Community College, especializándose en mecánica de automotores. Desde que lo conocí, su fascinación por los motores y la combustión de los automóviles siempre fue evidente; me decía que los motores eran inventos increíbles, que ver cómo funcionaban era casi como observar magia. Pero había algo más, algo en su mirada que delataba una inquietud constante.
Stanley pasaba horas en nuestro garaje, trabajando sin descanso; podía pasar días enteros allí sin apenas dormir, obsesionado con alguna idea que nunca llegó a compartir conmigo. Yo veía cómo perdía peso y cómo su semblante se volvía más serio y reservado cada vez. Hablaba menos de lo que hacía en el garaje; cuando le preguntaba, se limitaba a decir que estaba trabajando en algo importante.
Los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses. Stanley empezó a comportarse de manera extraña, como si algo lo atormentara. A veces le oía murmurar para sí mismo en medio de la noche, hablando en susurros que no lograba entender; no sabía qué tramaba, pero estaba segura de que lo que hizo fue lo que lo llevó a ese desenlace fatal.
Stanley siempre andaba en cosas raras y yo, como su esposa, puedo decir que fui testigo clave de todo lo que él hacía. Desde que nos casamos, había aprendido a ignorar ciertas cosas, a no meterme demasiado en su mundo de motores y combustiones, pero siempre había límites. Aún así, lo que ocurrió en 1985 superó todo lo que había visto antes.
Fue una mañana de aquel año cuando Stanley se despertó de golpe, casi arrancándome del sueño con un grito ahogado. Me miró con los ojos muy abiertos y me dijo que había tenido un sueño raro. Sus palabras eran vagas, apenas coherentes.
Cuando le pedí que me contara más, se quedó callado, como si de repente no quisiera hablar de ello. Intenté no insistir; con Stanley había aprendido a no forzar las cosas, pero algo cambió después de esa noche. A partir de entonces, comenzó a comportarse de forma aún más extraña; no comía como antes, a veces ni siquiera se acostaba a dormir.
Al principio creí que podía estar teniendo una aventura; a veces es más fácil creer en infidelidades que en algo mucho más perturbador. Los meses siguientes fueron una lenta acumulación de momentos inquietantes: despertaba a medianoche y lo encontraba murmurando en voz baja palabras inentendibles, casi como si estuviera rezando en un idioma que yo no conocía. Una de esas noches algo me hizo abrir los ojos: Stanley estaba de pie al lado de la cama, con los ojos bien abiertos, mirando hacia la nada.
Mi corazón se aceleró; fingí estar dormida, observando de reojo lo que hacía. Tras unos minutos, él se giró lentamente y salió de la habitación, caminando como si estuviera en trance. Decidí seguirlo; me deslicé en la distancia.
Lo vi salir por la puerta trasera de la casa, su figura apenas visible en la penumbra. Me acerqué despacio, tratando de entender qué estaba haciendo. Fue entonces cuando vi el destello, una luz tan brillante que me quemó los ojos y me hizo desmayarme en el acto.
No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando desperté estaba en el suelo del jardín y Stanley estaba a mi lado. Me llevó de vuelta a la cama sin decir una palabra. Al día siguiente, durante el desayuno, decidí confrontarlo.
"Stanley", le dije, "¿qué fue esa luz tan fuerte? Anoche vi. .
. ". Su expresión cambiaba, se ponía tenso, su mirada desviándose hacia el plato.
"No vi nada", murmuró, intentando cambiar de tema, hablando de cualquier cosa menos de eso. Pero no me dejé engañar; insistí: "¿Cómo es posible que no la hayas visto? ¡Me hizo desmayarme!
". Stanley, su nerviosismo era palpable, pero no dijo nada más. Algo dentro de mí se retorció; en ese momento sabía que había algo muy, muy mal y no tenía nada que ver con otra mujer.
Los días siguientes, Stanley se volvió aún más extraño. Su presencia en casa era casi como la de un fantasma; raramente se acercaba a la cocina, ni siquiera para tomar un vaso de agua. Cuando le preguntaba por qué no comía, su respuesta siempre era la misma: "Estoy ocupado con mi trabajo, no tengo tiempo para nada más".
Pero lo que realmente me preocupaba era que estaba bajando de peso a un ritmo alarmante; su piel se veía más pálida cada día, sus ojos hundidos y con ojeras profundas, como si no hubiera dormido en semanas. Yo ya no sabía qué hacer; cada vez que intentaba hablar con él sobre su salud, se ponía a la defensiva, evitaba mis preguntas y se encerraba en su taller. El garaje se había convertido en su santuario.
Impenetrable. No me dejaba acercarme ni un paso a ese lugar. Una vez, al intentar abrir la puerta, me la cerró de golpe, mirándome con una furia que no reconocí.
"No entres aquí", me dijo con un tono tan frío que me hizo estremecer. Desde entonces evitaba el garaje, pero mi curiosidad crecía cada día más. ¿Qué estaba haciendo ahí dentro, que era tan importante como para olvidarse de sí mismo?
Finalmente, una noche, cuando Stanley al fin parecía haberse quedado dormido, tomé la decisión de averiguar qué era lo que tanto ocultaba. Con el corazón latiéndome a mil por hora y el miedo de que pudiera despertarse y sorprenderme, me deslicé en silencio, salvo por el sonido de mi respiración agitada. Llegué hasta la puerta del garaje y giré la perilla lentamente.
Por suerte, no había echado el cerrojo. El interior del taller estaba oscuro, iluminado solo por la débil luz de una lámpara de trabajo que se encontraba sobre la mesa. Había herramientas esparcidas por todas partes, pero el auto en el que supuestamente estaba trabajando se encontraba en el centro, con el capó levantado.
Todo parecía normal. . .
hasta que lo vi. O mejor dicho, lo vi a él. Era una figura alta, delgada, pero no humana.
Estaba de pie justo frente al auto, y en cuanto crucé la puerta, giró la cabeza hacia mí. Y entonces lo vi claramente: una cabeza grande, con ojos inmensos y azules que parecían brillar con su propia luz. Su piel era una mezcla de azul oscuro y negro, y en su frente había una insignia que resplandecía con un color fosforescente.
No era posible. ¿Qué era eso? Por un instante, el miedo me paralizó.
Mis piernas no respondían, y mi cuerpo entero se quedó rígido. En mi mente escuché una voz, pero no era un sonido normal, era más como una vibración que resonaba en mi cabeza. "No temas", dijo, pero lo único que podía sentir era terror.
La voz era calma, casi tranquilizadora, pero algo en mí sabía que esto no estaba bien. Quise correr, gritar, hacer algo, pero no podía moverme. Fue entonces cuando apareció de nuevo esa luz, la misma luz cegadora que había visto en el jardín.
Me envolvió por completo, quemándome los ojos, dejándome sin aliento, y lo siguiente que supe fue que desperté en mi cama. Stanley se me acercó aquella mañana, y lo primero que noté fue su rostro tenso, los ojos más oscuros de lo habitual. "¿Cómo estás?
", preguntó con una voz apagada que no parecía la suya. Aún aturdida, le respondí que me dolía la cabeza. Fue entonces cuando comenzó a indagar, su tono pasando de la preocupación a algo más profundo, algo que sentí como una advertencia.
"¿Qué viste en el taller? ", insistió con esa mirada penetrante que me hacía estremecer. No quería que supiera que había entrado, así que traté de fingir ignorancia, pero él no era tonto; sabía que algo había pasado, sabía que yo había visto más de lo que debía.
"No vi nada, Stanley, te lo juro", mentí. Pero mis manos temblaban y mis palabras no eran del todo convincentes. Entonces, en mi mente, la imagen de lo que vi en el taller se volvió más clara.
No pude contenerme. "Stanley, vi a alguien en tu taller anoche. Era algo, no parecía humano, era alto y.
. . " Antes de que pudiera decir más, él me interrumpió con una calma que solo aumentó mi miedo.
"Lo soñaste", dijo, firme, como si esa fuera la única respuesta. "No hay nada de qué preocuparse". Y con eso, sin darme tiempo para responder, se dio la vuelta y se dirigió al taller, cerrando la puerta con un golpe seco.
Detrás de él pasaron unos días. Stanley seguía con su rutina de encierro en el garaje, apenas cruzando palabras conmigo. Una mañana, sin embargo, me dijo que tenía que salir a comprar unos repuestos para el taller.
Lo vi salir apurado, su actitud aún más distante que de costumbre. Me extrañó que dejara el garaje abierto; era algo que nunca hacía. No pude resistir la tentación.
Entré en el taller, aún sintiendo esa pesadez en el ambiente. Las luces estaban encendidas y sobre la mesa de trabajo había unos planos esparcidos. Me acerqué, curiosa; eran esquemas de un motor.
Pero había algo diferente en ellos. Mis ojos se detuvieron en un apartado que decía "combustión H2O", y justo debajo, "electrólisis de agua". Algo en mi interior se removió.
Stanley estaba trabajando en un motor que funcionaba solo con agua. No sabía si creerlo, pero después de todo lo que había visto y vivido, no parecía tan descabellado. Algo estaba sucediendo en ese taller, algo más allá de lo que yo podía entender.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de unos golpes en la puerta principal. Casi por instinto, cerré la puerta del taller con rapidez y fui a atender. Al abrir, me encontré con dos hombres.
Vestían trajes negros impecables y llevaban gafas oscuras incluso dentro de la casa. Por un segundo pensé que eran mormones o alguna clase de vendedores, pero no. Sin mediar palabra, me preguntaron por Stanley.
"Acaba de salir", les dije, tratando de sonar tranquila. Los invité a entrar, más por inercia que por otra cosa. Se sentaron en la sala, sus rostros inexpresivos.
Les ofrecí limonada y, aunque aceptaron, no parecía que hubieran venido a socializar. Uno de ellos, con voz grave y calculada, empezó a hablar de extrañas luces vistas en el cielo sobre la zona. Me observaba detenidamente mientras hablaba, evaluando cada reacción en mi rostro.
Yo sabía de lo que hablaban, pero no iba a mencionar nada. Tenía miedo de lo que pudiera pasar si decía algo que no debía. "No, no he visto nada", les respondí finalmente, tratando de mantener mi voz firme.
Terminaron sus bebidas, se levantaron y, antes de irse, me dieron una tarjeta. "Si ve algo extraño, llámenos", dijeron sin una pizca de emoción. Tomé la tarjeta.
La guardé en mi bolsillo, y vi cómo se alejaban los días. Siguientes, pasaron sin incidentes. No mencioné nada a Stanley sobre la visita de los hombres, y él no parecía notar la tensión en el aire.
Pero yo sabía que estábamos en peligro, que estábamos envueltos en algo mucho más grande de lo que podía comprender. En 1989, el proyecto de Stanley salió a la luz; todos hablaban del sorprendente vehículo que funcionaba únicamente con agua. La prensa, los noticieros, todos estaban fascinados.
Yo, por otro lado, sentía una mezcla de temor y resentimiento. Sabía que Stanley se estaba metiendo en algo que lo superaba, algo que no debía haber tocado, y, sin embargo, no había vuelta atrás. Durante años, continué viviendo en esa incertidumbre, observando cómo Stanley se rodeaba de más secretos, de más paranoia.
Pero nada me preparó para lo que ocurrió el 19 de marzo de 1998. Estaba almorzando sola en casa cuando el teléfono sonó. Al responder, una voz grave y desconocida que calculé pertenecía a un hombre de unos 40 años me habló: "Necesitamos vernos", dijo sin siquiera presentarse.
Me citó a un restaurante cercano en Grove City a las 4 de la tarde. La frialdad en su voz me dio escalofríos, pero sabía que no podía ignorarlo. Decidí que iría, pero no sola; no quise decirle nada a Stanley.
Así que llamé a su hermano Stephen y le pedí que me acompañara. Aceptó sin dudar, sentía que podía confiar en él. A las 4 en punto llegamos al restaurante.
Stephen se quedó afuera, vigilando, mientras yo entraba. Los vi de inmediato, los mismos hombres de trajes negros que habían venido a casa hace años. Me acerqué a ellos con una mezcla de miedo y rabia.
—¿Qué querían? —pregunté. Ahora nos sentamos en una mesa apartada, lejos de las miradas curiosas de los otros clientes.
Uno de ellos, el que parecía ser el líder, comenzó a hablar con esa misma voz grave que recordaba de la llamada. —Stanley ha estado en contacto con seres de otro mundo —me dijo sin rodeos. Mi mente no logró procesar lo que acababa de escuchar.
"¿Qué carajos está diciendo? ", pensé, pero él continuó: —Hemos estado vigilando su casa durante años, señora Meyer. Hemos visto una nave de origen desconocido acercarse a su propiedad en múltiples ocasiones.
De esa nave desciende un ser extraterrestre. Sabemos que es un arturiano, proveniente de la estrella Arcturus, en la constelación de Bootes. No son buenos, señora Meyer.
Lo que sea que estén haciendo, debemos detenerlo. No sabemos hasta dónde pueden llegar. ¿Se imagina que enseñen a alguien a hacer bombas de destrucción masiva?
Las palabras de ese hombre resonaban en mi mente como un eco inquietante. No entendía nada de lo que decía, pero mi instinto me decía que debía alejarme. —¿Y qué podemos hacer para pararlos?
—pregunté casi sin pensar. Su respuesta me heló la sangre: —La única forma de detener esto es matando a Stanley. Obviamente, si nos ayuda, usted va a ser remunerada con mucho dinero, y créame cuando le digo que mucho.
Mi reacción fue inmediata; me levanté bruscamente, mi silla raspando el suelo del restaurante. —¡Están locos! —murmuréis a Stanley.
Le dije que tuviera cuidado, que no anduviera solo. No le di detalles, pero le dejé claro que algo malo estaba sucediendo. Él, con esa calma perturbadora que había adquirido con los años, me dijo que acababa de cerrar una reunión con dos inversores belgas.
—Mi amor, vamos a ser millonarios —dijo con una expresión de felicidad que nunca había visto en él—. Cuando llegue, vamos a salir de viaje —agregó—. Nos reuniremos mañana.
Y eso fue lo último que dijo. Yo no sabía qué hacer, no sabía a quién creer: si a los hombres de negro con sus advertencias de extraterrestres, o a Stanley con su silencio cada vez más peligroso. El 20 de marzo de 1998 recibí la llamada que jamás pensé que llegaría.
El teléfono sonó con una urgencia que me hizo estremecer. Cuando descolgué, una voz fría pero llena de gravedad habló del otro lado. La llamada provenía del restaurante donde me había reunido con aquellos hombres de trajes negros.
—Señora Mayer —dijo el oficial al teléfono—. Lamento informarle que su esposo, Stanley Mayer, ha fallecido. La noticia cayó sobre mí como una losa.
El oficial continuó explicando que Stanley había sido envenenado con una sustancia desconocida, un veneno tan potente que no pudieron identificarlo. Todo parecía un mal sueño, pero sabía que era real. El mundo a mi alrededor pareció detenerse mientras las palabras resonaban en mi mente.
El miedo y la sospecha se apoderaron de mí. De inmediato, recordé a los hombres de negro y su siniestra propuesta del día anterior. Me di cuenta de que, después de que yo rechacé la oferta de matar a Stanley, ellos habían hablado con Stephen.
¿Podría su propio hermano haber hecho algo tan horrible? No quería creerlo, pero algo dentro de mí me gritaba que no había otra explicación. Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente: corrí hacia el taller y busqué las notas de Stanley, aquellos papeles que mencionaban su proyecto del motor de agua y los detalles de su extraño descubrimiento.
Sabía que esas notas eran importantes, más de lo que jamás había comprendido. Si habían matado a Stanley, podrían ir por ellas también. Las tomé y las guardé en una bolsa, mi corazón martillando en mi pecho.
Al día siguiente, decidí enfrentarme a Stephen. Necesitaba respuestas. Fui a su casa, aún con la incertidumbre y el miedo atenazando mis pensamientos.
Toqué la puerta, pero no hubo respuesta. La empujé y encontré que no estaba cerrada con llave. Al entrar, lo primero que me golpeó fue el olor a descomposición y algo metálico, como sangre.
La casa estaba en silencio, un silencio mortal. Mis pasos resonaban en el suelo de madera mientras avanzaba con cautela, llamando a Stephen. Al doblar la esquina del pasillo, lo vi.
Estaba colgado del ventilador del techo con una cuerda atada a su cuello. Un grito ahogado se escapó de mi garganta mientras retrocedía, tambaleándome. Tuve la elección a su lado: un maletín estaba abierto con billetes de dólares esparcidos por todas partes, manchados de algo que parecía aceite o sangre.
Sentí una oleada de náuseas, pero no podía quedarme allí; tenía que salir, huir. Me di la vuelta y corrí, mis manos temblando y mi mente girando en un torbellino de confusión y terror. Salí de la casa de Stephen lo más rápido que pude, sin mirar atrás.
Cuando llegué a mi hogar, mi corazón aún latía con fuerza y el miedo se había transformado en pánico puro. Pero cuando entré, me di cuenta de que todo había cambiado; el lugar era un caos. El auto experimental de Stanley había desaparecido, junto con sus planos y cualquier rastro de su investigación.
No había tiempo para llorar ni para procesar lo que estaba sucediendo. Tomé todo lo que pude, las pocas pertenencias que aún tenían sentido y, sobre todo, las notas de Stanley que había logrado guardar. No podía quedarme allí, sabía que corría peligro, que lo que había sucedido con Stanley y Stephen no era el final.
Decidí dejar todo atrás y huir, mudarme a Texas, lo más lejos posible de ese caos infernal que había consumido mi vida. Me marché de Grove City con el peso de la muerte y el misterio aplastándome en Texas. Lejos de Grove City, había intentado dejar atrás todo lo que sucedió, pero cada noche los recuerdos me atormentaban una y otra vez: los mismos pensamientos, las mismas preguntas sin respuesta.
. . ¿por qué Stanley?
¿Qué era lo que realmente había descubierto? Y esos seres, esos arcturianos de los que los hombres de negro hablaban, no podía escapar de ello. Y, peor aún, tenía las notas de Stanley, llenas de detalles sobre su invención y sus encuentros con esos seres extraterrestres.
No sabía si debía creerlo o no, pero cada palabra estaba ahí, escrita con su letra clara y precisa. Las notas describían cómo Stanley había desarrollado un coche que funcionaba solo con agua. La idea en sí ya era increíble, pero la historia detrás de su invención iba mucho más allá.
Stanley había creado lo que llamaba una célula de combustible de agua, capaz de descomponer el agua en hidrógeno y oxígeno usando un método que él denominó "electrólisis resonante". Según explicaba, esta célula aprovechaba la frecuencia resonante del agua para separar sus moléculas de manera mucho más eficiente, permitiendo que el coche recorriera largas distancias con apenas unos litros de agua. Sonaba imposible, pero las fórmulas y esquemas parecían tan detallados, tan precisos.
Y lo más impactante aún estaba por venir: lo que pocos sabían, según él, era que había tenido un encuentro extraordinario que cambió su vida para siempre. Una noche, un ser extraterrestre había aparecido ante él. Según sus palabras, esa entidad irradiaba una energía imposible de describir.
No le habló con palabras, sino que transmitió conocimiento directamente a su mente. Me mostró visiones y conceptos tecnológicos que iban más allá de lo que los científicos de la Tierra habían soñado. Escribió Stanley que fue gracias a este encuentro que pudo entender cómo aprovechar la frecuencia resonante del agua.
Después de ese encuentro, Stanley había diseñado un circuito especial al que llamó "Invención X", inspirado en las enseñanzas del ser extraterrestre. Este circuito ajustaba la frecuencia eléctrica aplicada a la célula de combustible, permitiendo que la electrólisis ocurriera con un consumo mínimo de energía, optimizando la separación del agua en hidrógeno y oxígeno. También detallaba cómo había modificado el motor para quemar hidrógeno en lugar de gasolina y había diseñado un sistema de refrigeración avanzado llamado "Vortex Cool".
Todo estaba allí, explicado en un lenguaje técnico pero apasionado, como si cada palabra fuera su legado final. Las notas terminaban con una última revelación: el ser extraterrestre, aquel que le había transmitido todo ese conocimiento, se llamaba "Sirran". Stanley lo describía como una entidad de inteligencia superior, de intenciones insondables.
No era de este mundo, escribió, pero su propósito estaba claro: traer su conocimiento a la Tierra a través de mí. Pero ahora sé que con gran conocimiento viene un gran peligro. Ahí estaba el punto final, y las últimas palabras resonaban en mi mente como un eco.
Así es como acabó un hombre que pudo haber cambiado el mundo, pero fue silenciado por razones inciertas. Cerré las notas con manos temblorosas. Stanley no estaba loco; había visto algo, algo que había cambiado su vida y que lo había llevado a su trágico final.
Ahora entendía por qué los hombres de negro querían que lo mataran: sabían que había descubierto algo que no debía ser compartido, algo que desafiaba el control que creían tener sobre este mundo. Y también comprendí que yo no estaba a salvo. Alguien o algo vendría por mí, por las notas, por el conocimiento que Stanley dejó atrás.
Esta fue la razón por la cual un hombre que tuvo un futuro brillante en la industria automotriz fue silenciado por saber demasiado.